Avanzó por el camino sorprendida por el despliegue de letreros con indicaciones para aparcar. Sólo podía ser cosa de Nina, y la idea de que ya hubiesen llegado la animó de inmediato. Dejó el coche detrás de la
pick-up
de Tato y se encaminó a la casa preguntándose de quién serían los otros dos vehículos.
Al entrar, lo primero que le sorprendió fue la temperatura; por lo menos, veinte grados. Se preguntó quién habría sido el valiente que se había enfrentado al abuelo para conseguir que la casa no fuese un iglú como de costumbre. Oyó voces en la bodega y sacó la BlackBerry del bolso para metérsela en el bolsillo del vaquero. Luego lo colgó en el perchero de la entrada y encima dejó la chaqueta. En la cocina no había nadie y sus ojos se detuvieron en una caja de fresones de un tamaño y color increíbles. La fruta preferida del abuelo, y también la suya. Le tentó la idea de coger uno, pero tendría que moverlos todos para que no se notase y no había tiempo, así que bajó a la bodega con una sensación extraña en la que se mezclaban el apremio por la hora que era y la prisa por acabar con la fiesta y volver a casa.
Los antiguos propietarios de la casa eran cazadores y habían hecho construir en los bajos una nave de casi doscientos metros para usarla como sala de despiece. Al fondo, también tenían una pequeña bodega que el ex comisario había conservado; la consideraba su pequeño tesoro. La estancia contaba con una gran cristalera desde la que se podía contemplar toda la montaña. También había una puerta de salida al jardín en la parte trasera que daba directamente a una pequeña barbacoa, a la que se accedía a través de una escalera de traviesas de madera ancladas en la tierra. Al comprar la casa, el ex comisario había desmontado la sala de despiece y la había convertido en un espacio diáfano donde guardaba las motos antiguas, el material de esquí y, sobre todo, los centenares de libros que atesoraba. Sin embargo, conservó la parte de la bodega original, que sólo cerró con unas puertas de alambre como las de los gallineros. Eso dejaba a la vista las botellas y algunos toneles y barricas antiguos. Cuando Miguel se trasladó por fin a vivir solo, y el ex comisario pudo disponer de la casa, acometió la verdadera transformación de la sala. Encargó la construcción de una chimenea de piedra y una estantería de roble que cubría casi toda la pared. Frente al hogar montó una sala de estar amplia con sofás de pana marrón sobre una confortable alfombra de lana y una zona con una mesa de tres metros para sus aficiones favoritas: la construcción de maquetas y el estudio de los cátaros.
Kate oyó la discusión antes de llegar abajo y, cuando puso el pie en el último escalón, comprendió lo que ocurría. En la sala la situación era tensa. Tato intentaba montar las mesas bajo la dirección del ex comisario y dos de sus amigos de la misma quinta. La paciencia de su hermano había llegado al límite, y en cuanto la vio aparecer le lanzó una mirada de súplica. Mientras tanto, al fondo de la sala, Nina, con su acostumbrada pose indolente, pasaba un trapo por las copas y cubiertos que iba sacando de la alacena y los dejaba sobre un trapo en el suelo, a falta de que el abuelo y sus colegas decidiesen en qué mesa había que poner el menaje. Kate miró el reloj. Faltaban un par de horas largas para que apareciesen las de La Múrgula con el catering. Bien.
La sala presentaba ese aspecto inacabado de los grandes espacios antes de engalanarlos para una fiesta. Todo estaba desordenado y sólo era cuestión de empezar por un lado e ir montando las mesas. Al ver lo limpios que estaban los vasos y los platos, recordó que aún no había pagado a la señora Elisa y, fijándose en la lentitud de Nina, lamentó no haberle pedido ayuda también para ocuparse de las copas.
Media hora más tarde, las mesas estaban montadas y distribuidas a lo largo de la sala, los manteles verdes con ribetes dorados ya puestos, y Kate acababa de mandar a Nina poner en cada mesa un pequeño centro con ramas de abeto y piñas del jardín. La abogada tomó el relevo con el menaje y distribuyó en la primera mesa los platos, vasos, copas y cubiertos. A todo esto, los amigos del ex comisario comentaban con sarcasmo hasta la más pequeña de sus acciones.
Desde el primer minuto, Kate supo que tenía dos opciones, y en cuanto vio la mirada de irritación en los ojos de Tato también supo que la paz dependía de ella. Le mandó a él colocar las botellas que su abuelo había dejado ante la puerta de la bodega, en las cubas del jardín, para que se mantuviesen frías, y comentó en voz alta que Miguel era el encargado del hielo y que con la hora que era por lo menos debía de haber ido a comprarlo al Polo Norte. Eso provocó las risas de los presentes, con una excepción: la de siempre.
Después de eso, optó por guardar silencio y marcharse a Barcelona en cuanto el abuelo soplase las velas. Recordó con fastidio que su maleta seguía en la finca Prats. No quería pasar a recogerla, pero tampoco pedirle a Dana que se la llevase a la fiesta; no estaba dispuesta a darle facilidades de ningún tipo para que hiciesen las paces. Deseaba verla pasarlo mal cuando se encontrasen, quería ignorarla y castigarla por su deslealtad. Actuar a sus espaldas con los Bassols era algo que jamás hubiese esperado de su mejor amiga.
Al menos, pensar en Dana hizo que dejase de prestar atención a los comentarios incisivos de los amigos de su abuelo. Pero hacia el mediodía empezó a irritarla que, con todo lo que quedaba por hacer, Miguel no hubiese aparecido aún y nadie mencionase nada al respecto. Qué bonito, montar una fiesta y escabullirse de prepararla… Otra razón más para volver a Barcelona después del pastel y delegar en las descansadas manos de Miguel todo el trabajo que supondría recoger después de la fiesta. Distribuyó las servilletas como si fuesen los pétalos de una flor y colocó bolsas grandes en los recipientes para la basura orgánica, que luego puso en una de las esquinas, alejados de las mesas. Cuando hubo acabado con todo, consultó la hora. Al cabo de quince minutos escasos llegaría el catering y Miguel aún no había aparecido. Si ella hubiese hecho algo así, estarían cayendo rayos y truenos. En ese momento llamaron al timbre. Nina subió la escalera como un ciclón. Un segundo después gritó que había llegado la comida.
El ex comisario y sus amigos desaparecieron escaleras arriba. Kate revisó la sala. Los centros de Nina estaban a tono con el resto de la mesa, pero les faltaba un detalle de color y recordó haber visto algo perfecto en la cocina.
Cuando Kate subió, Miguel se estaba llevando todos los halagos, como de costumbre. Había aparecido con el catering cargado en su coche. Afirmaba que le habían llamado las de La Múrgula para pedirle que recogiese las cajas porque su
pick-up
no quería arrancar. Los amigos del abuelo casi lo corearon. Por si no era suficiente, añadió que llevaba en Alp desde las once, y el abuelo le dirigió a Kate una mirada fría como el hielo. Había que joderse.
A la una y media empezarían a llegar los invitados, así que el abuelo y sus amigos optaron por permanecer arriba mientras sus nietos iban bajando la comida. Kate, tras el primer viaje, empezó a colocar las bandejas en las mesas, comprobando que cada fuente contara con un cubierto para servir y que el orden en el que los invitados accediesen a ellas fuese el correcto. Le pidió a Nina que bajase la caja de la cocina y enriqueció los centros de forma espectacular con el rojo intenso de los magníficos fresones. Luego guardó el resto de la caja en una de las neveras de abajo. Mientras lo hacía, Nina conectó su iPod a los altavoces y
Gettin’ Over You
, de David Guetta, empezó a sonar. El ambiente discotequero hizo sonreír a Kate, y Nina empezó a bailar. La abogada pensó que cuando empezasen a bajar los carcamales igual había que acercarse a Puigcerdà a comprar calmantes, y chasqueando los dedos levantó un brazo en dirección a Nina. Ella bajó el volumen un poco y, cuando volvió a mirarla, Kate negó con la cabeza. La joven frunció el ceño, miró hacia la escalera y cambió la canción.
When Love Takes Over
empezó a sonar, y Nina movió el cuerpo espasmódica y exageradamente. Kate le sonrió y empezó a moverse también.
Hasta que notó una mano en el hombro y se dio la vuelta. Miguel la miraba con una sonrisa burlona y enrojeció de golpe.
—No te cortes, lo haces muy bien.
Idiota.
—No sabía que en Barcelona también te dedicabas a esto. Por cierto, cuando el abuelo vea lo que habéis hecho con sus fresones no me gustaría estar cerca.
—Si quieres irte ya sabes dónde está la puerta. No seré yo quien te eche de menos.
—Vamos, ¿no puedes enterrar el hacha por un día?
Kate le miró indignada; tenía ganas de darle un puñetazo en la cara. Pero no lo hizo porque sabía por experiencia que delatarla era lo que a él le haría más feliz cuando el abuelo preguntase qué había sucedido.
—Cada uno es como es. Tú te los camelas a todos y yo me vuelvo a Barcelona.
Miguel frunció el ceño.
—¿Qué dices? Yo no me camelo a nadie.
—¿Y esa entrada con la comida? Vamos, Miguel, ¡que no nacimos ayer…!
Él enarcó las cejas fingiendo sorpresa mientras Kate continuaba repartiendo la comida por las mesas.
—Da igual. Por cierto, tenemos que ajustar cuentas.
—De eso… Mira, si no te importa, lo hacemos el mes que viene, porque hasta Navidad no voy a tener el dinero.
Kate le miró perpleja.
—Sí. Como Tato no me contestaba, les he dicho que tú pasarías a pagar la cuenta. Ya tienen tu número.
Kate se encendió.
—A ver si lo entiendo, ¿estás sin blanca y le montas una fiesta al abuelo para cien personas? Pero… ¿es que no tienes cabeza, o sólo eres un impresentable y un gorrón? —gritó.
Miguel le hizo señas para que bajase la voz.
—Bueno, contaba contigo y con Tato, y yo ya os daré lo mío en Navidad.
—Siempre gorroneando para hacerte el espléndido. Desde luego, lo tuyo no es ni siquiera morro, es casi delito. Y encima con teatro, como la escenita de traer la comida. Vamos, Miguel, eres un sinvergüenza y un interesado.
—Eso no es verdad. Además, ¿qué se supone que gano?
Kate se lo quedó mirando.
—Eres tan tonto que ni siquiera te das cuenta de que aunque no hicieses nada seguirías siendo su preferido.
—Eso es sólo porque no le enfado como tú. ¿Se puede saber en qué estabas pensando cuando pediste la llave de la casa de Das?
Kate le miró perpleja.
—¿Y tú como sabes eso?… ¡Ah!, claro, olvidaba que eres el nuevo confidente de Dana.
—Tienes un problema, ¿sabes?, y vas a tener más si sigues con lo de la casa.
—Para variar estaría bien que alguien se preocupase de recuperar lo que es nuestro. Esa casa era de los bisabuelos. ¿Es que no te quema por dentro que se esté cayendo a pedazos?
—Yo sólo te digo que no va a gustarle cuando se entere.
—Bueno, no será tan grave que se enfade conmigo una vez más. Teniendo en cuenta lo que ha opinado toda su vida sobre mis decisiones, creo que podré soportarlo.
—Allá tú.
Kate continuó arreglando las mesas y esperó que él se fuese. Pero Miguel tenía otros planes. Cuando se acercó a ella, Kate dio un paso atrás para recuperar la distancia. Él la miró con lástima y ella se apartó un poco.
—En cuanto a lo de Dana, no deberías juzgarla tan a la ligera.
—¿De qué me estás hablando? Tú no sabes nada.
Kate se quedó callada, consciente de que últimamente era ella la que estaba fuera de juego. Miguel la miró a los ojos esperando que continuase, pero Kate apretó los dientes y bajó la vista en cuanto notó el cosquilleo en la nariz.
—Cuando me llamó lo dejé todo para venir. Como siempre. Y a la primera de cambio resulta que el quid pro quo sólo va en una dirección. Pues como ya te tiene a ti para que le hagas de confidente, yo me vuelvo a casa, que tengo trabajo.
Miguel la seguía observando y ella continuó distribuyendo las fuentes.
—No fue ella quien me dijo que la finca Prats tenía problemas. Me enteré por otros y le costó un mundo reconocérmelo. Y cuando se asustó de veras por la muerte de Bernat fue tu número el que marcó. ¿Eso no cuenta? Siempre habla de ti, siempre estás por delante de todos en su vida, en medio, entre ella y cualquiera que intente acercarse —afirmó con frustración. Pero en seguida cogió una aceituna y antes de metérsela en la boca añadió con ironía—: Y, cuando más te necesita, vas y la cagas.
Kate le miró rabiosa.
—¿Que yo la he cagado? Eso sí que tiene gracia, y lo dice el amigo del sargento que va tan descaradamente a por ella.
—Sí. Justo así. La has cagado yendo de sobrada y listilla, predisponiendo a J. B. en su contra y tomándote el tema como si fuese un juego sin importancia.
—Míralo, siempre dándome lecciones sobre lo que hacer o no hacer. Pero ¿se puede saber qué has hecho tú? ¿Cómo la has ayudado? ¡Ah!, claro, hablaste con tu amigo, el sargento, y ya lo resolviste todo. ¿Cómo no se me había ocurrido? Pero si es tu amigo… —insistió sarcástica.
Miguel la miraba sin saber qué decir. Incluso le pareció ver una sombra de culpabilidad en sus ojos y Kate aprovechó para asestarle un nuevo golpe.
—Pero ¿quién te crees que eres, señor guarda forestal? ¿Vas a decirme también cómo llevar mis casos en el bufete?
En sus ojos empezó a apreciar el cambio de la frustración a la compasión, y eso la desconcertó.
—No, sólo te diré que en este caso la has cagado y que estoy seguro de que en el fondo lo sabes; y que eso te molesta, pero tu absurdo orgullo no te deja reconocerlo ni ante ti misma.
Kate le miró altanera.
—¿Algo más, psicólogo de pacotilla?
El ex comisario bajaba por la escalera con un grupo de invitados y ambos miraron hacia allí. Miguel cruzó una mirada con su abuelo y la cogió del brazo para llevarla al fondo de la sala, cerca de la puerta de la bodega. Kate se deshizo de su mano casi en seguida, pero le siguió hasta allí. Al llegar, él se inclinó hacia ella y Kate dio otro paso atrás hasta que su espalda se pegó al alambre de la puerta de la bodega. Miguel pareció darse cuenta de que la estaba agobiando y se separó un poco, pero se inclinó de nuevo para hablarle en voz baja.
—Que no te haya contado sus problemas económicos es la excusa perfecta para enfadarte y largarte, ¿verdad? Eso sí que sabes hacerlo. Pero escúchame bien: esa actitud permanente de niña mimada y ofendida te va a dejar más sola que la una. Además, piénsalo, Dana daría la vida por ti y tú te estás comportando como una cretina. Desde que la conociste siempre pensé que tú harías lo mismo por ella. No puedo creer que hayas cambiado tanto. Va a ser que el abuelo tenía razón.