—Eso fueron tonterías de adolescente. He madurado y ya no necesito a los tíos para enfadar al abuelo, me basto sola. Además, seguro que ni siquiera los reconocería, deben de estar calvos y barrigones.
—Lo que tú digas, pero a ti te va esa clase de tíos. Y, si no, medita bien por qué te molesta tanto el sargento. Cada vez que sale en la conversación se te pone esa cara.
—¿Qué cara? Pero ¿qué dices?
Dana se ajustó el gorro convencida de que su intuición era acertada.
Kate estaba molesta por las insinuaciones de su amiga. Recordaba perfectamente la impertinencia con la que el sargento la había estado estudiando esa tarde al llegar a la finca, la arrogancia cuando le había hablado de Dana en el entierro. Incluso la espantada con el abuelo. Y deseó poder borrarlo todo. Pero sabía que olvidarse de los malos momentos no era su fuerte. Además, policías y motos estaban absolutamente descartados, ya había tenido bastante de las dos cosas en su vida. Por otra parte, ver la OSSA le había recordado a su padre y pensar en él lógicamente la había afectado. Ya se le pasaría. Lo peor era la deferencia con la que el cáustico del abuelo había tratado al sargento, eso sí la sacaba de quicio y no parecía una actitud con tendencia a menguar. Se lo contó todo a Dana y también el aprecio exagerado que mostraban los hombres de su familia por él.
—Sólo por eso ya estaría fuera de la lista —concluyó.
—Ya, ¿y tú te tragas todo eso que me estás contando?
Kate la miró ofendida.
—Vete a la mierda, Dan.
—Vale, pero ni siquiera lo que opine tu abuelo va a cambiar tus gustos. Y el sargento te va, aunque no vayas a reconocerlo ni muerta.
La BlackBerry protestó y Kate leyó el contenido del mensaje con el ceño fruncido. Marcó un número y le sacó la lengua a Dana. No hubo respuesta, así que soltó un bufido, escribió algo y mandó el mensaje.
—Ha surgido un problema de última hora —aclaró—. Le he dicho a Luis que pida un aplazamiento. No sé por qué no me contesta si acaba de mandar el mensaje. Es idiota, seguro que se ha puesto el casco de la moto y ahora no puede hablar.
—¿Por qué no te quedas un día más? —pidió Dana—. El jueves haremos la mudanza de Tato. Me ha pedido las cuerdas de la
pick-up
y le aseguré que ayudarías.
Kate le lanzó una mirada asesina y Dana puso cara de pena.
—No puedo, tengo que irme. Además, me fastidia cómo van las cosas cada vez que nos juntamos. Siempre hay alguien dispuesto a organizarme la vida, el trabajo o una cita a ciegas con alguno de los amigos solteros, crápulas y fracasados de Miguel. Por cierto, necesito que alguien limpie a fondo la casa del abuelo o todos van a pensar que soy una cerda. ¿La señora Elisa sigue en activo?
—Seguro que sí. Además, si se lo pides tú hará lo que sea. Eres su preferida.
Kate la miró extrañada, luego incrédula.
—¡Lo dices por lo de las botas! No me puedo creer que aún te acuerdes de eso.
—Era una apuesta que ganaste con trampas. No lo olvidaré en la vida, tramposa.
—Calla, rencorosa.
—Ya, pero tú vienes a la mudanza.
Kate negó con la cabeza.
—Son lo peor. Y seguro que me toca cocinar.
—Vaya, con eso sí que no contaba…
Kate le dedicó un gesto obsceno y ella respondió abriendo los ojos como platos.
—¡Catalina, qué modales! —canturreó con voz afectada.
—Te voy a dejar… —amenazó Kate interrumpida de nuevo por la BlackBerry.
La abogada frunció el ceño.
—Mierda. Es Mario, las últimas veces no le he contestado. Y han sido unas cuantas.
—Hazlo, o el hermano del lobo te comerá. ¿Quieres que vaya reservando sitio en la cima mientras atiendes a tu cuñado?
Kate puso cara de indignación.
La conversación duró unos minutos. Ella se disculpó una vez, le tranquilizó un par de veces y, hasta que colgó, hizo varias promesas que no tenía intención de cumplir. Fue entonces cuando soltó un gilipollas que casi se oyó desde el pueblo.
A pesar del buen paso que llevaban de camino a la cima, el sofoco de Kate se debía a la conversación con su cliente. Se desahogó hablando de cuánto la sacaba de quicio y contándole cómo le habían ido sus últimos casos. Dana la escuchaba despotricar, esperanzada de que el ex comisario tuviese razón y de que su vuelta al valle estuviese cada vez más cerca.
Casa de los Desclòs
Arnau Desclòs había tenido un buen día. Y puede que la mejor noche de su vida. Acababa de ser la estrella en la partida que jugaban cada martes en el casino de Alp. Le costaba comprender cómo no había descubierto antes el poder de los datos que manejaba. Cerró la puerta del piso, en el que vivía solo, y al volverse encontró sobre la mesa la taza de cacao que le bajaba su madre del ático todas las noches. Esbozó una mueca de satisfacción. Se sentía como un rey y no había tenido que pasarse media vida estudiando, como el tonto de su hermano. Además, él también manejaba información privilegiada, también decidía sobre la vida de la gente, a su manera. ¿Acaso no era eso lo que hacía poniendo multas y lanzando miradas amenazadoras a los que no cumplían estrictamente la ley? ¿Y cuando paseaba por la calle? Su sola presencia imponía respeto y temor a todos. Tal vez incluso más que su hermano, el juez. Y todo eso sin haber necesitado pasar un montón de años encerrado, preparando las oposiciones para ser como su padre. Ahora se daba cuenta de lo bien que le había aconsejado su madre al insistir en que se hiciese policía. A él le gustaban los uniformes. Desde pequeño. Y ser bombero era mucho más difícil y cansado. Además, a su madre le asustaba que pudiese tener un accidente y se lo quitó de la cabeza tras su segundo fracaso en las pruebas de acceso. Arnau se acercó a la taza y levantó el platillo que la cubría. Todavía estaba templada y volvió a taparla. No quería mancharse el uniforme porque aún era martes.
Mientras se desvestía e iba dejando la ropa colgada y doblada, pensó en la partida y se le escapó un gruñido de satisfacción.
Habían ido todos menos Santi y, como era de esperar, Jaime Bernat fue el tema principal de la noche. Hablaron de su edad, de si era demasiado joven para fallecer, de los últimos muertos conocidos, de si ese tipo de muerte repentina era mejor, y todos estaban de acuerdo en desear un final parecido. Luego hablaron de Santi, y bromearon sobre su euforia contenida en el entierro, además de coincidir en que, con la herencia que le iba a caer, no era de extrañar. Hicieron apuestas sobre el viaje del que llevaba tanto tiempo hablando y de si, ahora que ya no estaba su padre, lo emprendería por fin o si sólo se trataba de un farol. Entonces volvieron al asunto preferido de todos: la herencia que Jaime Bernat habría dejado a su hijo.
Alguien habló de cómo el viejo Bernat le había hecho sudar la camiseta en las tierras, con todo lo que poseían, y surgieron discrepancias sobre si Santi ocuparía el lugar de su padre en el CRC. Las fichas se movían entre manos expertas y en la tercera ronda, sin darse cuenta, Arnau soltó la bomba al mencionar que él llevaba el caso con el nuevo para enseñarle cómo funcionaba todo por allí. Desde ese instante los demás empezaron a escucharle con interés. Eso le animó y, cuando sugirió que quizá Bernat no había tenido una muerte tan plácida como creían, los cinco pares de ojos que le escrutaban se abrieron como naranjas. Cuando afirmó que no le estaba permitido decir nada más, se alzaron las protestas. Pero él se mantuvo firme, como el profesional que era. Y, por primera vez, fue el centro de atención de la partida. Y eso le gustó. De camino a casa, se había dado cuenta de que habría un antes y un después tras aquel martes. Cuando se despidieron todos en la plaza del casino, algunos incluso se habían acercado a tocarle el hombro y a hacer un último intento por averiguar algo más. Pero él se mantuvo críptico, no sólo para acrecentar el interés y disfrutar de la atención de los presentes, sino porque tampoco podía añadir mucho más. Pensó en la comisaria y en la orden de mantener en secreto todo lo que tuviera relación con el caso. Bueno, él no había revelado nada que comprometiese la investigación. Ni siquiera había mencionado los registros. Además, ya sabía que lo que quería la comisaria era concentrar en sí misma todo el interés sin moverse del despacho y él, que era quien iba a comerse los registros y la investigación —y que probablemente descubriría al asesino—, también quería algo de protagonismo. Echó los calcetines y los calzoncillos en el cesto de la ropa sucia y se puso el pijama. Se lo abrochó a partir del segundo botón y remetió el cuello hacia dentro para lavarse los dientes. Lo hizo a fondo y secó bien el cepillo antes de volver a recolocarlo para abrochar el primer botón. Al salir del baño reparó en que se había olvidado el cacao. Si lo dejaba, al día siguiente su madre le iba a poner de vuelta y media. Por la mañana lo tiraría en el retrete antes de salir.
En su último pensamiento antes de dormirse, decidió preparar algo nuevo para cada martes. Ahora que había prendido la chispa, no iba a dejar que se apagara.
Finca Prats
A las cuatro de la madrugada, Kate se metió en la ducha maldiciendo a Dana, porque la culpa de lo que acababa de ocurrir era toda suya. Se mantuvo bajo el agua caliente, inmóvil, desconcertada por lo acontecido bajo las sábanas, mientras profundamente dormida había imaginado unas manos fuertes y expertas acariciando con maestría las partes más íntimas de su cuerpo, insistiendo, intensificando el ritmo a su demanda. Hasta que el dulce hormigueo empezó a tomar su cuerpo y a subir imparable desde los pies, a inundarlo todo como una ola arrebatadora e inmensa que la precipitó a la explosión final y la dejó sin aliento. Pero ahora, bajo el agua, volvía a sentir la misma frustración que en la cama, justo antes de levantarse, cuando los ojos intensos y la sonrisa irreverente del sargento se habían colado en su mente en el instante del clímax.
Kate apoyó las manos en la pared de la ducha, luego la frente, y dejó que el agua caliente resbalase por la piel de su espalda. No iba a permitir que ocurriese de nuevo. Sobre todo porque alguien como él ya no tenía sentido. Giró el mando del agua para disminuir la presión y vertió el contenido de uno de sus lujosos botes en la mano hasta que la mezcla granulada chorreó por los bordes. Un instante después se frotaba el cuerpo como una posesa con el
peeling
corporal, y no se detuvo hasta que el dolor borró por completo la sensación lasciva con la que se había despertado. Cuando empezó a ver la piel enrojecida a través de los restos del compuesto se enjuagó con agua casi fría y tuvo que morderse el labio para contener un grito. Salió y se envolvió la cabeza con una toalla y el cuerpo con otra más grande. En la finca Prats jamás usaban suavizante para lavar la ropa, así que empezó a secarse lentamente, a conciencia, observando con atención cirujana las zonas de sus brazos en las que la piel estaba más perjudicada. Las ronchas y rojeces habituales persistían para martirizarla, pero bien distintas de las que se había provocado con el
peeling
rabioso. Puede que Dana aún conservase alguno de los ungüentos de la viuda para los eccemas. Miró la hora. Incluso para ella era demasiado pronto, así que cogió la crema hidratante corporal y empezó a extenderla por las piernas intentando disfrutar del olor que desprendía. Pero todo parecía inútil. Él seguía ahí, en su cabeza. Kate abrió el grifo y se lavó las manos con agua helada. Mierda de tíos. Y a Dana ni una palabra, se advirtió ante el espejo, o empezará a hablar de señales cósmicas y te pondrá de los nervios.
Además, todo esto es por la conversación de ayer, así que no vas a dejar que se repita. Y menos con un elemento como él. Por mucho que Dana insista en que es tu tipo, ya-no-es-así. Se frotó enérgicamente la cabeza con la toalla, decidida a concentrarse en otra cosa, en cualquier otra persona. Porque no iba a volver atrás, no iba a convertirse de nuevo en la pueblerina fracasada que andaba de un tipo a otro intentando llenar el vacío que había dejado la ruptura rabiosa e irreparable con los suyos. Ahora ya no lo necesitaba. Era socia de un bufete importante y sus obligaciones no le dejaban tiempo para pensar en vacíos emocionales ni tonterías por el estilo. Además, no pensaba perder ni un minuto con un tipo con el que no podía ni dejarse ver. Ahora sus círculos eran otros. Se enfundó los vaqueros y hundió la nariz en el jersey azul de cuello cisne que ya había llevado el día anterior. Le dio la vuelta y echó un poco de perfume. Perfecto. Cogió el cepillo de alisar, cerró la puerta y enchufó el secador.
Comisaría de Puigcerdà
A las ocho de la mañana, J. B. ya había enviado la petición de registro al secretario del juzgado de instrucción y se había escapado a desayunar antes de que el caporal llegase a la comisaría. No quería encontrárselo tan pronto y, además, quería releer con tranquilidad el informe toxicológico que aún llevaba en el bolsillo. Le preocupaba el modo en el que el caporal se le había pegado el día anterior al salir del despacho de Magda. Si permitía que Desclòs se convirtiese en su sombra, estaba jodido.
Lo que sí le había dejado era trabajo. Cuando volviese de desayunar quería sobre su mesa el dibujo con el trazado de las roderas que le había mandado para determinar el recorrido y, si había llegado la valija, las fotos de la escena y el informe sobre las ruedas, el tipo de vehículo y su peso aproximado. A Desclòs había que mantenerle ocupado para estar tranquilo. Mientras el caporal estaba ocupado, él aprovecharía para revisar lo que le había contado la mujer de Masó sobre la escena en el momento en el que dio con el cadáver de Jaime Bernat. Además, aún debía disculparse con la señora Rosa y comentarle que por la tarde se acercaría a Barcelona. Seguro que le daba tiempo, porque no era probable que el visto bueno del juzgado para los registros estuviese listo antes del día siguiente.
Compartir una investigación con Desclòs y pasar tiempo con él por fuerza pondría a prueba su dominio de sí mismo. J. B. lo sabía, y también que en su situación no debía meter la pata si quería quedarse. La camarera le sirvió el café y los dos donuts, y él sonrió cuando unas chicas de otra mesa le hicieron un guiño entre sonrisitas. Sabía lo que miraban. Bajó la cabeza y, por encima de las gafas de sol, sostuvo la mirada a la que más sonreía, hasta que ella la apartó para cuchichear con las otras. Demasiado niñas. Se olvidó de la mesa de las chicas y se sacó del bolsillo el documento de Gloria. Lo desplegó y lo alisó con el puño para releerlo. Mordió el donut de azúcar, y echó otro vistazo a la segunda página, incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera el sabor extradulce y la textura de nube que le llenaban la boca. Y, como de costumbre, no pudo contenerse y finiquitó el donut en pocos segundos. Le quedaba el donut bombón, pero quería saborearlo, y dio un sorbo al café. El aroma cálido e intenso le ayudó a concentrarse en el texto.