—En cuanto acabe, bajo a la cocina, ¿vale? Por cierto, ¿han traído la compra?
—No sé, me parece que no.
Sin darse cuenta frunció el ceño y empezó a frotar los cristales cada vez con más fuerza. Oyó cómo Nina se levantaba de la cama y bajaba la escalera sin prisa. Vaya un futuro, una peluquería de tercera fila, prometedor… Y, encima, a nadie parecía preocuparle. Notó un retortijón y contuvo un eructo. No debía haberse tomado la coca-cola en ayunas, pero acabarían comiendo a las quinientas, porque en esta familia de locos sin ambición nadie planificaba nada. Decidió aprovechar el tiempo limpiando el resto de los cristales con los abdominales contraídos. Ya que se perdía el gimnasio, por lo menos trabajaría un poco la musculatura.
Una hora más tarde, Kate estaba en la planta baja acabando con los armarios de la cocina. Dana apareció en la puerta cargada con varias bolsas y la saludó levantando la barbilla. A esas alturas, Kate tenía la espalda molida y notaba el estómago y la zero en los pies. Necesitaba con urgencia picar algo y las bolsas de Dana le recordaron que estaba todo por hacer. Empezó a irritarse con todos en silencio. Panda de inútiles, era la última vez que decidían por ella.
Dana soltó las bolsas sobre la mesa alta del centro de la cocina y empezó a vaciarlas. Encendió el horno y Kate resopló de nuevo, atenta al reloj de la cocina. Las dos de la tarde, ¿y pensaban cocinar algo al horno? ¡Dios! Se fue directa a la mesa y hurgó con brusquedad en las bolsas. Una pieza entera de lomo, patatas y verduras. Tardarían como poco treinta minutos en tener la comida preparada. Empezaba a dolerle la cabeza y presintió que estallaría como una olla a presión en cuanto alguien abriese la boca. En ese momento vio entrar al abuelo con la misma expresión irritada en la cara.
Ajena por completo a la tormenta que se gestaba a su alrededor, Dana empezó a lavar las verduras y a ponerlas en la bandeja del horno. Kate miró a su abuelo, él alzó la muñeca un instante mostrándole el Omega y le sostuvo la mirada hasta que Miguel, cargado con varias bolsas más, le pidió paso. Entonces el ex comisario desapareció en el comedor tras haber dejado clara la orden.
Kate empezó a vaciar con brusquedad las bolsas que acababa de dejar Miguel. Apiló las bandejas de carne para la barbacoa y las fue abriendo una a una con un cuchillo. Puso un cazo de agua a hervir y echó mantequilla y sal. Abrió un bote de tomate natural triturado e hizo lo mismo en otro cazo, al que tiró media cucharada de sal y el tomate. Llamó a Nina y le pidió que ordenase la compra para que su padre encontrara las latas cuando estuviera solo. Tenía la camiseta húmeda y, en cuanto echó la pasta al cazo de agua hirviendo, el vapor caliente le produjo un escalofrío que la hizo sentir vulnerable, cansada, rabiosa y con ganas de llorar.
La casa había estado abierta de par en par toda la mañana esperando el calor del sol. Pero éste apenas había asomado unos minutos, de modo que los gruesos muros que la aislaban continuaban reteniendo la humedad en el interior. Kate le ordenó a Miguel con malas maneras que cerrase todas las puertas y ventanas, y le dejó delante una bandeja con dos latas de aceitunas, un salchichón y un pedazo de queso con un cuchillo clavado. Llévaselo tú, exigió. Miguel miró a Dana con las cejas en alto y ella se encogió de hombros. Todos sabían a quién se refería.
Dana seguía preparando las verduras con la puerta del horno abierta. Kate la cerró de golpe y apagó el fogón de la pasta. A su lado, Nina cortaba los fresones para el postre con los auriculares puestos, canturreando una mezcla explosiva del DJ francés David Guetta.
Kate cogió los boles con la pasta y el tomate, y los llevó a la mesa sin mirar a nadie. Miguel y el abuelo picoteaban el aperitivo sentados en el sofá, y Tato hacía lo mismo mientras vigilaba la carne de la barbacoa. De regreso a la cocina, un movimiento sospechoso detuvo a Kate en la puerta y se volvió justo a tiempo de ver cómo el abuelo le daba a Miguel dos billetes de cincuenta que su hermano se introdujo de inmediato en el bolsillo trasero del vaquero. Como de costumbre, Miguel era el único que no trabajaría gratis. Seguramente el abuelo creía estar haciéndose cargo de la cuenta del súper, pero a ella no podía engañarla, estaba segura de que Miguel habría extraviado oportunamente el ticket. La rabia le relampagueó el ánimo. Desde los diecisiete, a ella jamás le había pagado nada. Las clases de repaso que daba a sus compañeros en el colegio, y las de hípica que le pagaba tan generosamente la viuda, le habían proporcionado la independencia económica, y siempre había contado con recursos propios para sus cosas, como Tato. Los observó a los tres comentar el partido como viejos colegas, y comprender que no formaba parte de su mundo le sacudió el ánimo. En la bandeja del aperitivo ya sólo quedaba el cordón del embutido, el cuchillo sucio y algo de líquido en el bol de las aceitunas. Kate se apoyó en el marco de la puerta, ni siquiera notaba el hambre en el estómago. Entonces el abuelo se volvió y le hizo una señal para que retirase la bandeja.
Volvió a entrar en la cocina y se quedó quieta delante del fregadero, sin reaccionar, con la bandeja del aperitivo vacía en las manos y la mirada fija en el grifo. Alguien cogió la bandeja y le puso una terrina de queso fresco en una mano con una cucharilla clavada. Era Dana.
Durante la comida todos intentaron esquivar el caso Bernat. Tato les dio las gracias y prometió volver a invitarlos cuando la casa estuviese totalmente acabada. Kate permanecía en silencio mientras los demás bromeaban sobre la comida que iba a ofrecerles. Miguel le aconsejó que comprase algo en La Múrgula para que nadie resultara perjudicado por su forma de cocinar, y Kate le miró dispuesta a saltar en cuanto mencionase algo sobre la fiesta del domingo. Ni siquiera había elaborado la lista con lo que necesitaban. Nina salió en defensa de su padre y propuso que la inauguración oficial fuese cuando su madre la dejara ir a vivir allí. Tato casi se atragantó al oírla.
Cuando Nina nació, Tato acababa de cumplir los diecisiete años. El pequeño de los Salas dejó el instituto y entró a trabajar de aprendiz en la empresa de construcción de un amigo del ex comisario. Desde entonces la mitad de su sueldo siempre había ido a una cuenta a nombre de Martina Moix, la madre de Nina. Él le pidió que se fuesen a vivir juntos al granero que el ex comisario había acondicionado en los terrenos de su finca, pero ella había empezado como aprendiza en la peluquería de su madre cuando estaba embarazada y después del parto siguió viviendo con Nina en uno de los pisos que poseían sus padres encima del negocio. En aquella época, su relación con Tato era tempestuosa. Él trabajaba muchas horas y, cuando acababa, lo único que le apetecía era salir de copas con los amigos. La relación con Martina siempre fue complicada; cada vez que estaban a punto de volver pasaba algo que lo estropeaba, y al final nunca llegaron a tener una relación seria. Dieciséis años después ambos seguían solteros. Ahora Nina quería ir a vivir con su padre, y Tato ya casi podía oír los berridos de Martina cuando se lo propusiese. Lo que no imaginaba era lo que su hija soltó a continuación.
—Desde que sale con ese moro italiano está insoportable.
Todos, excepto el abuelo, dejaron lo que estaban haciendo y la miraron en silencio. Nina siguió cortando la carne.
—¿Qué has dicho? —preguntó Tato al ver que no proseguía.
—Que mamá tiene un novio, y que no me gusta.
El silencio voló de nuevo sobre la mesa. Nina seguía comiendo con la vista fija en el plato mientras su padre la miraba. Al final, Tato interpeló a Miguel:
—¿Sabes quién es?
Miguel negó con la cabeza y entonces Tato se dirigió al abuelo.
Como de costumbre, el ex comisario ignoró a su nieto y Nina rompió una tensión que ya empezaba a espesarse.
—Trabaja en el aserradero de Bellver. Se llama Paolo no sé qué más y es moro. Creo que de Italia.
—¿Por qué no te gusta? —interrogó Kate bajo la mirada indignada de Tato.
Nina arrugó la nariz. Y pareció calcular lo que iba a decir.
—Creo que es porque mamá hace siempre lo que él quiere. Además, no me gusta cómo se comporta cuando viene por casa.
—¿Le ha dejado entrar en casa? —rugió Tato con incredulidad.
Nina asintió.
Kate estudió a sus hermanos. Tato masticaba demasiado rápido, Miguel había dejado de comer y mantenía los ojos clavados en su sobrina. Y ella continuó:
—Es normal si es su novio. Además, está soltera, ¿no? —replicó.
Tato la miró, ya a punto de saltar, pero un carraspeo del abuelo lo detuvo.
—Bueno, Nina, puedes llevarte esto —ordenó el ex comisario señalando la bandeja de carne—. Dana, he oído que tienes pensado vender tus sementales.
Kate levantó la cabeza e interceptó la mirada entre Dana y Miguel un instante antes de que ella respondiese al abuelo.
—Sí, es una oferta que no debería rechazar. La próxima primavera seguiré con la cría. Lo haremos por inseminación.
Kate estaba perpleja.
—¡Pero si tú odias eso! Siempre dices que es antinatural.
Dana continuó cortando las verduras.
—Hay que ser flexible, a veces es lo mejor.
—Debe de ser una decisión difícil —aventuró el ex comisario, pensativo—. Pero si estás segura de lo que haces, adelante.
Dana se metió un trozo de verdura en la boca y se esforzó en masticar. Kate no recordaba que le hubiese comentado lo de la venta de los sementales y eso le produjo una punzada de frustración. La veterinaria seguía comiendo con los ojos fijos en la mesa hasta que terminó de tragar y volvió a mirar de soslayo a Miguel.
Allí ocurría algo raro. ¿Dana se desprendía de los sementales que había visto nacer? Kate tragó lo que tenía en la boca, decidida a averiguar qué estaba ocurriendo en cuanto estuviesen en la finca, a solas.
—Bueno, hagas lo que hagas con los sementales, tendrás que decidirlo sola. Es lo que os pasa a las que no tenéis un hombre al lado —expuso el ex comisario.
Kate dejó los cubiertos en el plato con fuerza y le miró directamente. Pero ni siquiera eso disuadió al ex comisario de continuar atento a la respuesta de Dana. Kate recuperó la sensación de furia rabiosa que solían provocarle los comentarios del abuelo y el modo que tenía de no dejarte otra opción que el silencio. Miró a Dana y la veterinaria le guiñó un ojo antes de responderle.
—La verdad es que no quedan hombres como usted. Yo creo que por eso seguimos solteras.
Kate la miró y se sonrieron por primera vez desde el desayuno. Pero el ex comisario no se dejó engatusar.
—Bueno, yo siempre esperé que entrases legalmente en la familia, pero parece que mis nietos no saben lo que les conviene. Ya ves —añadió contrariado, mientras seguía cortando la carne con la vista fija en el plato.
Kate vio cómo Dana se sonrojaba ligeramente y maldijo al abuelo y su irritante facilidad para incomodar a todos. Tato se levantó y fue a buscar la carne que quedaba en la parrilla. No había vuelto a abrir la boca desde el comentario sobre el nuevo novio de la madre de Nina. Miguel se servía vino; se le veía incómodo. Nina levantó la vista de su iPod para preguntar si alguien quería más pan y el ex comisario asintió. Cuando su nieta hubo salido, le dijo a la veterinaria:
—Éste —dijo señalando a Tato, que llegaba con la bandeja repleta de carne— lleva quince años intentando reunir el coraje suficiente para dar un puñetazo sobre la mesa y llevarse a su mujer y a su hija a vivir con él, como una verdadera familia. El otro se pasa la vida ocupándose de los hijos y las mujeres de los demás en lugar de tener los suyos propios.
Miguel miró de soslayo a Dana y pinchó un trozo de carne de la bandeja que Tato acababa de dejar sobre la mesa.
—Sólo soy el entrenador de hockey —protestó.
Pero todos sabían que el abuelo se refería a la historia que había mantenido un par de años atrás con la madre de uno de los chicos del equipo y que había acabado con la marcha del valle de toda la familia.
Nina volvió con el cesto del pan lleno y se dejó caer en la silla, atenta a la conversación. Había oído algo sobre el hockey y no podía desperdiciar la oportunidad de averiguar a qué hora jugaban los júnior el sábado. A su pesar, el abuelo aún no había acabado.
—Y mi única nieta —continuó— se ocupa de librar a delincuentes financieros de pagar por sus delitos en lugar de defender a inocentes y formar una familia como Dios manda.
Nina no estaba dispuesta a dejar que el silencio se espesara.
—Oye, Miguel, he oído que el sábado el partido empieza antes.
Miguel asintió. Estaba acostumbrado a que su sobrina le preguntase por el equipo. Intuía que estaba interesada en alguno de los jugadores, pero las veces que la había tanteado ella no había soltado prenda.
—Juegan a las cinco —respondió a tiempo de ver una sonrisa complacida en el rostro de Nina—. ¿Cuál de ellos te interesa, el gran A.?
Nina enrojeció hasta las orejas mientras se mordía los labios por dentro en un gesto que hacía desde pequeña. La observaron bajar la cabeza y clavar los ojos en el iPod, pero todos fueron testigos de cómo su piel se volvía de color cereza.
Nina estaba convencida de que había heredado lo peor de cada uno de sus progenitores. Era bajita como su padre, tenía los ojos rasgados y pequeños igual que él, pero su pelo era lacio, y una piel blanca como la de su madre que se sonrojaba con facilidad. Y eso la mortificaba. Sobre todo en el instituto. Porque era consciente de que mostrar sus emociones con tanta claridad no la ayudaba lo más mínimo a conseguir lo que más deseaba en el mundo: estar en el grupo de los populares.
—¿Quién es ése? —interrogó Tato a su hermano.
—Álex Muñoz, el hijo de la comisaria.
Kate y Dana cruzaron la mirada previendo la tormenta y Tato clavó los ojos en su hija preparado para decirle algo.
Pero fue el abuelo quien tomó la palabra.
—Por cierto, ¿sabes cómo le va a Silva? —demandó a Miguel.
Kate apretó los dientes. El abuelo tenía un don para fastidiarlo todo y sacarla de quicio. Cogió aire. Esta vez no estaba dispuesta a dejar que defender al sargento les saliese gratis ni a él ni al idiota de Miguel.
—Tu amigo vino a visitar a Dana, a intimidarla por tercera vez —ladró clavando los ojos en su hermano—. ¿No es tu colega tan fantástico? Pues haz el favor de hablar con él y decirle que deje de atosigarla y se dedique a buscar al verdadero culpable.