—¿Cómo averiguó lo de la propiedad de las tierras?
—Alguien me lo dijo y no voy a delatarle —le advirtió—. Si llegase a oídos de Santi, podría haber represalias.
—Habla como si esto fuese Sicilia.
—Es aún peor. Usted acaba de llegar, ya se irá dando cuenta —vaticinó notando de nuevo la vibración del móvil en el bolsillo—. Bueno, si no quiere nada más…
Retrocedió un par de pasos y empujó la puerta con la intuición de que él no iba a darse por vencido.
—Por cierto, el otro día vi que tiene un quad.
—Claro, casi todas las fincas tenemos alguno. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. Ya hablaremos.
Carretera de Puigcerdà
Justo antes de poner en marcha la moto, J. B. notó la vibración del móvil en la cazadora. Era un número desconocido, pero descolgó con el manos libres para no quitarse el casco.
—Hola, sargento, ¿cómo estás?
Sonrió y subió la visera.
—Estaría mejor tomando algo contigo. ¿Nos vemos en el Insbrük?
—Bueno, yo te llamaba para que pases por mi despacho en cuanto puedas. Tengo algo importante sobre el caso.
—¿Qué caso? «La doña» ha decidido correr un tupido velo y liquidar lo del atropello con el infarto. Hasta me mandó que retomase mis ocupaciones. ¿Te lo puedes creer? Ahora estoy indagando por mi cuenta, pero me juego el cuello con cada paso que doy.
La voz de Gloria le cortó.
—De acuerdo, ¿dónde estás?
Él hizo una pausa y sonrió.
—¿Y esas prisas, doctora?
Oyó risas al otro lado de la línea.
—Sólo te adelanto que podrás dejar de jugarte el cuello si vienes a verme. Pero a las cuatro tengo que irme.
J. B. miró la hora.
—Dame veinte minutos y ve preparando lo que sea.
—No te emociones, sargento, sólo es un correo.
Mientras ponía en marcha la moto, a J. B. Silva el cielo le pareció más azul.
Camino de Puigcerdà pensó en lo que había pasado en la finca. La pobre veterinaria le daba pena, pero al fin y al cabo era ella la que había metido a la letrada en el caso. Si era lista, habría tomado nota y la estaría facturando a Barcelona.
Hay que joderse. Eso fue lo primero que le vino a la cabeza cuando la reconoció desde la entrada de la finca, antes de recorrer el camino hasta la casa. Había ido hasta allí para hablar con la veterinaria, y en el entierro le había quedado bastante claro que la hermana de Miguel no era de las que lo ponían fácil. Que fuese una Salas lo complicaba todo. Para ser sincero, no sabía muy bien cómo comportarse con ella. Al verla se le ocurrió que, si intentaba apretarle las tuercas como en el funeral, esta vez no estaría presente el ex comisario para templar la situación y, sin testigos, podría pararle los pies y ponerla en su sitio, que buena falta le hacía. Al fin y al cabo era la única Salas a la que no le debía nada.
Mientras rodeaba el sauce para aparcar al lado de la casa, la repasó con disimulo. Parecía poseída por el móvil. Se apoyaba sobre una de sus botas altas, y los vaqueros ajustados y el bolsazo que colgaba de su antebrazo eran toda una declaración; demasiado para cualquiera. Sospechó que estaba esperando a que se acercase para echarle la bronca ahora que no estaba su abuelo delante, y eso ya le puso tenso. Se quitó el casco y los guantes, y los dejó sobre el asiento de la moto. No quería enfrentamientos, pero tampoco tenía por qué aguantar malos rollos. Recordaba bien cómo la había sujetado el ex comisario cuando intentó presionarle y la mirada de odio que le había lanzado ella. Más respeto a tus mayores, nena.
Entonces la vio cambiar de posición y le miró el culo. A la letrada le sobraba mala leche y le faltaban tetas, pero había que reconocer que tenía un buen detrás conseguido en algún gimnasio pijo, seguro. En aquel momento, se le ocurrió que podía pillarla desprevenida y darle los dos besos que le había negado en el funeral. Se imaginó sobre ella, echados en cualquier parte, y el deseo le cruzó el cuerpo al instante. Pero, por respeto al ex comisario y a Miguel, intentó poner distancia y abordarla con educación. Hasta pensó que podía ser que la hubiese juzgado precipitadamente. Quizá sólo había tenido un mal día, o simplemente era una tía arisca. Pero desechó la idea al acordarse de su mirada. Contenía algo que no alcanzaba a definir, algo que lo hacía sentir insignificante, sin opciones, una especie de barrera de clases.
Y, mientras esperaba a que la veterinaria apareciese de un momento a otro en la puerta, se había tomado su tiempo para llegar a la escalera de la entrada. Pero no apareció, y aunque sabía que no era buena idea, al final tuvo que preguntarle a la letrada. Y, cuando ella no quiso decirle dónde estaban los establos, a J. B. le dieron ganas de sacudirla, pero sólo se la quedó mirando para intimidarla. Aunque tampoco lo consiguió. Y, entonces, ella fue y se apartó el pelo, para provocar. Con cualquiera de las tías con las que salía sabía a qué atenerse, porque ese gesto era una señal, el pistoletazo de salida. Pero, con las de su clase, era más bien un mírame pero no te canses. ¿Y dónde coño estaban los establos? Y entonces se había quedado parado, de pie, como un imbécil. Y empezó a sudarle la espalda y a picarle el cuello del jersey, y decidió que pondría la lavadora en cuanto llegase para no tener que ir disfrazado con el culo del armario.
Al llegar a la recta de Puigcerdà soltó un poco la muñeca. Vamos, macho, que no es tan grave. Ya te lo habían advertido. Miguel te habló de ella, de su mala leche y del tipo de clientes a los que defiende, así que fuiste un bocazas en el funeral. No deberías haber hablado del caso delante de ella, aunque sea la nieta del ex comisario. ¿Acaso no has visto la chulería con la que pretendía que te disculpases? Ahora, que también hay que reconocerle unos buenos reflejos… Lástima de Solano.
Llegó a la rotonda de Puigcerdà y torció a la derecha para subir hacia el centro, a los sótanos del hospital, donde le esperaba Gloria. A ver si había suerte y la letrada se largaba pronto.
Finca Prats
Kate permanecía apoyada en la barandilla del porche de la cocina. Había puesto el manos libres para poder escuchar a Luis mientras limpiaba los antiguos ciclámenes de la viuda, que estaban llenos de hojas secas.
—Sólo te digo que no te fíes y que mantengas los ojos bien abiertos. Marcos y su ayudante son de lo peor que corre por aquí. —Kate tensó los abdominales, atenta al cotilleo de su adjunto.
—Tenías que haber visto su cara cuando reparó en las flores de tu despacho —continuó Luis—. Creo que se quedó sin espacio para el aire porque la envidia le llenaba hasta los pulmones.
—Qué bruto eres.
Volvió a tensar los abdominales y empezó con el último tiesto.
—Lo que tú digas, pero cuando me preguntó quién te las mandaba y le dije que eso no era de su incumbencia, me fulminó con la mirada. Lástima que esté tan bueno. Puede que, si le soltase algo de información, me hiciese un favorcito…
—Ése pica muy alto. Contigo no tiene ni para el aperitivo.
—Perdona, jefa, pero ése ha sido un comentario con muy mala leche.
—Te lo digo por tu bien. Además, no le va el pescado. Ya sabes lo que se rumoreaba de su lío con Ana Mortuño.
Entró en la cocina y cogió el cubo de la basura. Le sorprendió encontrar en él una bolsa usada del supermercado en lugar de una de basura, y volvió a salir al porche. Luis continuaba hablando.
—… Además, ¿con ese vejestorio? Yo no me creo nada. A la gente le gusta mucho hablar.
—Y a ti no…
—Si me vas a criticar, que sepas que yo sólo lo hago para mantenerte informada. No puedo permitir que mi jefa desconozca los rumores si quiero que llegue tan alto como sea posible, y yo con ella. Respecto a lo que se dice de la Mortuño, te digo yo que son malas lenguas.
—Es la socia mayoritaria, junto con Paco, y una mujer muy rica. Eso, para un trepa como Marcos, es como la miel para un oso.
Kate echó las hojas muertas en la bolsa del cubo y pasó la mano por la encimera para limpiar la tierra. Pero la palma se le quedó llena de polvo y buscó donde limpiarse maldiciendo a Dana por tenerlo todo tan descuidado.
—Tú di lo que quieras, pero el aspirante tiene un buen…
—¡Vale, Luis!
—Como tú digas. Veo que los aires alpinos te han dejado fría como el hielo. —Y tras una pausa breve añadió—: Acaba lo que tengas que hacer y vuelve, que se te echa de menos. Y que sepas que al trepa le interesas, digas lo que digas.
A Kate, con el cubo aún en la mano, se le escapó una sonrisa maliciosa.
—Como tú dices, hay cosas que están fuera de su alcance. Además, liarse con alguien de la oficina es la forma más rápida de destrozar tu carrera. Si no, mira a Marta, tuvo que buscarse la vida en cuanto se enteraron de lo suyo con Poncho.
—Pero Marta era una simple mortal, no la preferida de «el don», querida. A ti nadie te sopla. Por cierto, ¿no vas a contarme nada de la cena con el jefe?
—No hay nada que contar, nos centramos en el asunto de Mario. —Y, para zanjar el tema, resolvió—: Bueno, me ocupo del técnico y hablaré del juez con Paco.
—Ya veo que no vas a soltar prenda —le oyó suspirar con afectación—. Bueno, sigo con el asunto de los Marrero y sus líos con la Hacienda pública. A ver qué saco en limpio. Hoy me quedaré hasta tarde. Si quieres algo, ya sabes.
Kate conocía de sobra el significado de ese tonillo plañidero y entró en el juego.
—¿Hoy no vas a ver a tu Tim?
Oyó otro suspiro apenado.
—No sé cómo… Alguien se fue de la lengua sobre lo que sucedió el sábado pasado en el W y hace dos días cortó conmigo con un mensaje. ¿Te lo puedes creer? Ahora no sé cómo arreglarlo. En fin, ya veré. Estoy algo noqueado. Pero te juro que cuando pille al chivato le cortaré algo que va a echar en falta.
Kate sonrió.
—Eso te pasa por quererlo todo. Si te comprometes, hay que ser serio.
—¿Vas a darme una charlita sobre el compromiso a estas alturas?
Kate sonrió.
—Eres imposible. Bueno, no te olvides de las cuentas del financiero y que nadie sepa nada hasta que lo tengamos bien atado.
—A la orden, jefa.
—Luis.
—¿Sí?
—Ten cuidado con los informes y los listados. Marina se mueve por los despachos como una culebra y, si sale a la luz lo del financiero, estamos muertos.
—Descuida, jefa, con ésa no tengo ni para empezar. —Y colgó.
Kate frunció el ceño. Luis estaba tranquilo porque desconocía la conversación que ella había mantenido con Marina, la ayudante de Marcos, el día del ascenso. El modo en el que se había colado en su despacho para intentar hacerse con el puesto de su adjunto a espaldas de su propio jefe, a quien ya no iban a ascender. Feo, muy feo. El mundo está lleno de gente que hace cosas feas para trepar medio escalón, pensó. A Luis, con su actitud de liante amanerado, sabía Kate que podía confiarle la espalda y el puñal, porque bajo esa fachada de modelo bronceado y libertino había un tipo con principios.
Entró en la casa dispuesta a terminar la conversación con Dana y a librarse de una vez por todas del sargento. Luego llamaría a Paco para comentarle que la asignación de juzgado era favorable para sus intereses. En el salón, Dana preparaba el fuego arrodillada en el suelo, ante la chimenea, mientras
Gimle
la observaba tumbado en su almohadón pero con la cabeza alerta. Kate notó un fugaz instante de decepción al darse cuenta de que el sargento ya no estaba. La veterinaria atizaba el fuego, y ni siquiera se volvió.
—Veo que el sargento ya se ha ido.
No obtuvo respuesta, y miró al techo con resignación.
—¿Qué te pasa ahora?
—Nada.
Pero, tras una pausa tensa, Dana explotó.
—¡Sí, sí, me pasa algo! ¿Es que no tienes cabeza? ¿Te crees que estás en tu bufete y todos van a tragar con lo que hagas? ¿Sabes cómo me he sentido con ese policía cuando te has ido? No tienes ni idea del lío en el que estoy metida, ¿verdad? Sólo te preocupas de tus cosas, y ya ni siquiera sé si fue una buena idea llamarte, la verdad.
Kate enarcó las cejas.
—He venido para ayudarte, como hago siempre que me pides auxilio. Además, a ese tipo no le he dicho nada que no haya oído ya. ¿Acaso no le has visto? Esos polis están curtidos, lo soportará, créeme. Y si hubiera dejado que siguiera por ese camino, lo estaríamos lamentando porque, seguramente, ya habrías dicho alguna bobada que te implicaría. Son especialistas en liar a la gente. Lo sé, he visto trabajar a muchos como él.
Dana la escuchaba en silencio, consciente de que su enfado se iba deshinchando como un globo. Siempre le ocurría lo mismo con sus argumentos, y Kate lo sabía. Dana se llenó los pulmones de aire y lo sopló para expulsarlo. Le dolía la falta de tacto de Kate y el modo en el que menospreciaba su capacidad para salir adelante sola. Antes no era así. Antes siempre estaba dispuesta a echarle un cable sin que ello supusiera un esfuerzo. Kate estaba cambiando, y para mal. En adelante no volvería a pedirle ayuda. Ahora se alegraba de no haberlo hecho para resolver sus problemas con el banco. Respiró hondo. Pensar en eso la aturdía. Últimamente ya no eran sólo las cartas, que podía esconder en el cajón y olvidarse de ellas. Ahora era el acoso constante de las llamadas y el miedo cada vez que sonaba el móvil. Alzó la vista hacia el retrato de la abuela y suspiró. Si por lo menos el tipo de la hipoteca le diese un respiro… Kate la observaba en silencio y le recordó a Dana su problema con la muerte de Jaime Bernat.
—De todos modos, lo que pasa es que ahora no tengo coartada —se lamentó.
—Santi habrá hecho algún trato con alguien para quitarse de en medio porque no le interesaba salir en la foto. Todo el mundo está al tanto de la mala relación que tenía con su padre, y haber estado ahí no juega a su favor. Tú no te preocupes, sólo recuerda lo que te he dicho cada vez que ese sargento vuelva por aquí.
—Ya, pero no era necesario ni prudente ofenderle tanto.
—Sobrevivirá, los de su calaña tienen la piel dura, como los cocodrilos. ¿Acaso crees que no es consciente de su incompetencia? Si fuese un buen policía, ya tendría al que atropelló a Jaime Bernat.
—¿Murió atropellado?
—No, pero alguien lo atropelló después.
Dana la miró pasmada. Y no necesitó articular la pregunta que tenía en mente para que Kate la respondiese.
—El sargento se lo dijo al abuelo en el entierro.