Read Ojos de hielo Online

Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (62 page)

Se sentó en la butaca con la BlackBerry en la mano, como si aquel artefacto fuese su único contacto con el mundo, algo que no podía perder. Y, cuando recordó el móvil de Dana, la verdadera causa del accidente le secó la boca.

Cerró los ojos y el cuerpo de Dana envuelto en vendas sobre la cama del box ocupó por completo su mente… hasta que visualizó la cara de Paco. El rictus que dibujaban sus labios cuando se torcían sus expectativas apareció en el rostro de su jefe como una advertencia: no juegues, Kate… Y la arrogancia en su mirada la enervó.

Puede que hubiese llegado el momento de reordenar su lista de prioridades.

95

Hospital de Puigcerdà

Se despertó al amanecer con las cervicales doloridas por haber dormido en la butaca de la habitación. No sabía a qué hora había caído ni cuánto llevaba dormida, pero notaba palpitaciones en las sienes y un intenso dolor iba extendiéndose por su cabeza como una niebla densa. Al instante recordó el accidente de Dana, y lo que había descubierto en su móvil, y el conocido sabor amargo que siempre sentía cuando se planteaba la posibilidad de perder un caso le llenó la boca. Sin embargo, ahora no estaba ante una suposición, sino ante el peso de un secreto inconfesable.

Se levantó y fue hacia el baño con las palabras de Paco en la mente. Miró la pantalla de la BlackBerry. No quería amargarse ni pensar en el bufete hasta poder hablar con Dana. Pero tampoco podía evitar el vértigo que la atenazaba cuando las cosas se torcían con él y notaba esa sensación creciente de desamparo que siempre la empujaba a buscar cualquier atajo para recuperar la buena sintonía. Sólo que esta vez era diferente, esta vez era personal, y no iba a ceder, porque tenía razón y porque él se estaba comportando como un cretino.

Salió del lavabo y, sin lavarse la cara, fue directa a la planta baja para ver a Dana, convencida de que tan temprano no se cruzaría con nadie. En cuanto la vio, la sensación de que le habían quitado algunos cables fue inmediata. Kate miró alrededor y al momento apareció una enfermera al lado de su cama. Se miraron y Kate tocó el cristal con los nudillos y le hizo señas para que fuese hacia la puerta.

—Buenos días. Perdona. Vengo a ver a Dana Prats —dijo señalando su cama—. Parece que está mejor, ¿no?

La enfermera sonrió.

—No deberías estar aquí, ¿lo sabes?

—El doctor Marós nos dio permiso ayer para venir a verla. Y me ha parecido que le habéis quitado algunos cables —insistió.

Sus miradas coincidieron, y la enfermera sonrió. Tenía unos ojos grandes y serenos, del color de las castañas, y Kate notó cómo observaban directamente sus reacciones. Siguió sonriendo, a pesar de odiar que la analizaran, y le sostuvo la mirada con la sensación de estar viviendo un instante extraño en el que el tiempo se había suspendido. Hasta que la chica amplió su sonrisa y respondió:

—Aún no se ha despertado, pero, como las constantes están bien, le hemos dejado lo imprescindible. Creo que hoy la subirán a planta.

Kate asintió, aturdida por la intensidad de sus ojos.

—De todos modos, yo no te he dicho nada. El doctor Marós es muy maniático con esas cosas. Me caería una buena si supiese que te he adelantado la noticia.

—Entonces no he oído nada. Pero gracias.

La enfermera sonrió.

—¿Te quedarás con ella?

Kate asintió, maravillada de lo joven que era. Mientras se fijaba en los hoyuelos de sus mejillas se preguntó si le habría dado tiempo a terminar sus estudios.

—Soy Lía. Si necesitáis algo, búscame.

—Gracias. ¿Puedo quedarme un poco más?

Lía miró a ambos lados del pasillo y al reloj de pared del fondo de la sala.

—Si quieres entrar tienes dos minutos —le susurró abriendo un poco la puerta, que sujetaba con el pie—. Después sal o nos reñirán.

Kate asintió y entró con decisión en la sala. Pero sus pasos fueron perdiendo fuerza a medida que se acercaba a la cama de Dana. Verla desde el cristal, a varios metros, no era lo mismo que estar ahí, tan cerca. La observó en silencio. El corazón le latía muy de prisa, como esperando que en cualquier momento Dana abriese los ojos y le dijese que todo había sido por su culpa. Con esos pensamientos le extrañó no sentir ganas de llorar y esperó algún movimiento de Dana. Pero no lo hubo. Buscó a su alrededor, Lía había desaparecido. Entonces acercó su mano a la de Dana y la rozó con los nudillos. Luego la cogió con los dedos. La temperatura de la sala era cálida, pero la mano de Dana estaba fría, y su piel, reseca. Ya no llevaba los esparadrapos y lo que quedaba de sus uñas presentaba el aspecto entumecido y blancuzco de la piel asfixiada por la humedad. Kate apartó la vista. Con el corazón encogido le apretó la mano. Pero tampoco hubo respuesta. Volvió a intentarlo, y al notar algo en el hombro dio un respingo.

—Lo… lo siento, no había nadie —se excusó con torpeza.

El doctor Marós le hizo una seña para que saliera. Al llegar al pasillo, Kate se dio la vuelta y él la miró implacable.

—Lo siento, no volverá a pasar.

—Yo la he dejado entrar —la interrumpió la voz de Lía, desde la puerta de la habitación vecina. Sujetaba una bandeja sembrada de vasitos de plástico—. No había nadie y como ya la vamos a trasladar me dio pena. La vi tan temprano mirando en la pecera…

Marós metió las manos en los bolsillos, atento a la enfermera.

—No voy a discutir contigo, pero un día de éstos te vas a meter en un lío y no podré sacarte.

—Vamos, Jorge, sólo la he dejado entrar un minuto. Y nadie la ha visto. No creo que le haya contagiado ningún virus. Si te vas a quedar más tranquilo hazle pruebas para ver si tiene algo infeccioso, y listos.

Lía le había guiñado el ojo a Kate, que los observaba en silencio, sorprendida por el desparpajo de su reacción a las amenazas del doctor. Además, le había llamado por el nombre de pila en un tono demasiado personal para una relación estrictamente laboral. En ese instante, el doctor, que debía de rozar los cuarenta, le pareció casi un pederasta por salir con la pequeña Lía.

Él la miró y Kate se dio cuenta de que intentaba no perder los nervios y de que lo pagaría con ella.

—Ayer les dejé subir excepcionalmente. Espero que a partir de ahora sepa contener el impulso de entrar en sitios que le están vetados. No es tan difícil, créame. Dentro de un par de horas bajaré a la habitación a informarles de su estado. Ahora, si me permite, tengo que hablar con la enfermera.

Kate le sostuvo la mirada.

—Contengo perfectamente mis impulsos, créame, y no era mi intención causar problemas a nadie —aclaró con los ojos puestos en la joven enfermera—. Sólo he bajado para ver cómo seguía, no quiero que despierte sola porque la conozco y, si no recuerda el accidente, verse en un hospital la abrumaría.

Marós la miró como si Kate no fuese capaz de entender nada.

—No despertará de repente, está fuertemente sedada y acabamos de empezar a reducir la analgesia para ver cómo reacciona. Es un proceso lento. En cuanto a usted, le hemos dado una habitación, pero no acceso a las zonas del hospital reservadas al personal. Además, ya quedé con el ex comisario Salas-Santalucía en que cuando tuviésemos resultados subiría a informarles.

Kate miró a Lía. Ella le sonrió y le indicó con un gesto que se fuese, que estaría bien. Luego se dirigió a la escalera, pero descendió tres peldaños y se detuvo a escuchar.

—Estoy harto de tus tonterías. La próxima vez que me faltes al respeto delante de alguien me ocuparé de que te trasladen. No sé cómo me dejé convencer para tenerte aquí conmigo, pero no voy a permitir que te saltes las normas o me ningunees delante de nadie, y menos de extraños.

—Vaya, sólo te pones así cuando te molesta de verdad… —respondió Lía pensativa—. A mí también me gusta. —Y, ante la mirada sorprendida del doctor, advirtió—: A ver si esta vez no metes la pata con ese aire de doctor estirado. Sé amable e invítala a salir. Me parece que también es de esas a las que les cuesta bajar la guardia. En fin, me voy a casa dentro de quince minutos. Mamá querrá saber si vienes a comer.

—No.

—De acuerdo, pues. Que tengas un buen día, director.

Desde donde estaba, Kate oyó sus pasos y se pegó a la pared en un gesto absurdo, puesto que cualquiera que pasase podía verla, y contuvo la respiración mientras el doctor Marós caminaba muy erguido hacia el ascensor.

Regresó a la habitación y se duchó. Cuando se estaba enjuagando recordó que no tenía secador. Seguro que en el hospital no había, y pedírselo a las enfermeras le parecía poco serio. Lía tal vez pudiese ayudarla, pero quizá ya se habría marchado. Pensó un instante en la relación entre ellos dos y sonrió. Relaciones fraternales, una pesadilla. Se secó con la toalla y se desenredó el pelo. Un minuto más tarde ya empezaron a aparecer las odiosas ondulaciones. Inspeccionó atentamente la piel de sus brazos. Los eccemas habían remitido bastante y al menos ya no sentía el incómodo escozor que notaba últimamente después de ducharse. Miró en el armario y se decidió por la única falda y el jersey gris de cuello vuelto que había llevado en la fiesta del abuelo. Debajo se puso una camiseta limpia. Iba a quedarse todo el día en el hospital, así que mejor la falda y un jersey, ya que podría quitárselo si empezaba a hacer demasiado calor. Se puso las botas y mientras acababa de arreglarse oyó varias veces cómo su estómago se quejaba. Recordó la infusión en la casona, la tarde anterior en la finca. Por lo menos había perdido medio kilo entre el día anterior y la noche. Metió el estómago hasta el fondo y se miró en el espejo, de perfil y luego de frente. Podía ser peor, aunque sin ir al gimnasio para mantenerse debería comer menos. Dana, yendo de un lado a otro con los caballos y de una finca a otra sin parar, siempre mantenía la línea. Eso le hizo recordar la finca y buscó el móvil de la veterinaria para llamar a la única persona a quien ella se la confiaría.

Al primer tono, Chico respondió.

—…

—Hola, soy Kate. ¿Te has enterado?

—…

—En semicríticos. Puede que hoy la suban a planta. Te llamo para pedirte que te ocupes de la finca. Yo no sé lo que hay que hacer y ella confía en ti.

—…

—Sigue sedada, no nos han contado mucho. En cuanto la bajen a planta te mandaré un
whats
. Utilizaré mi móvil, que éste se está quedando sin batería.

—…

—¡Ah!, perfecto, así lo cargamos.

—…

—De acuerdo. Si necesitas cualquier cosa, avísame. Te hago una perdida para que te grabes mi número.

—…

—Muy bien.

Kate volvió a dejar el móvil de Dana en el bolso de la veterinaria. Chico y ella usaban el mismo modelo de teléfono y él se había ofrecido a traer un cargador al hospital. Un detalle. Mientras cavilaba sobre la relación de Dana con el hijo de los Masó, Kate descubrió un sobre dentro del bolso de ella y lo cogió. Era pequeño, de papel marrón, de esos en los que solía meterse el dinero de las horas extras, sin nombre ni nada anotado. Pesaba bastante, pero al moverlo no emitió el clásico tintineo de las monedas. Retiró la pestaña y volcó el contenido en la palma de la mano.

Reconoció la llave de inmediato. Y recordó las advertencias de Miguel en la fiesta sobre visitar Cal Noi. También la sensación de rabia cuando la había tomado del brazo para llevarla a hablar a un rincón apartado. Le había sentado igual de mal que cuando lo hacía el abuelo, y esa actitud no había provocado sino un aumento de sus deseos por ver la casa, incluso por comprarla, y recuperar en lo posible el patrimonio familiar, tal como le había insinuado a Miguel.

Contempló la llave. Había pasado tantos buenos momentos en aquella casa, en el cobertizo… Cerró la mano y la apretó con fuerza, como si así la llave no pudiese escapársele. En cualquier caso, ya no podría ser. Por lo menos hasta que Dana se recuperase y pudiese devolverle el dinero era inútil planteárselo, y hasta entonces podían pasar meses, tal vez años. Eso le recordó las cuentas de la finca. Consciente de que desconocía su estado real, decidió escaparse a la casona en cuanto pudiese para estudiarlas.

Miró a su alrededor dispuesta a convertir la habitación en su cuartel general. Cuando empezó a mover la mesa, y la silla, Cal Noi volvió a ocupar sus pensamientos. ¿Quién sería el actual propietario? Mientras estudiaba la llave, decidió que cuando todo acabase, y pudiera recuperar su vida, lo averiguaría.

96

Comisaría de Puigcerdà

En el hall de la comisaría aún continuaba la resaca por el accidente del día anterior. Montserrat había oído que la patrulla de Desclòs había sido la primera en responder al aviso y al verle entrar le llamó con la mano.

—Arnau, ¿qué se sabe?

Él se irguió y se ajustó la solapa del uniforme mientras se acercaba al mostrador.

—Parece ser que la veterinaria se equivocó de carril —soltó chistoso.

Montserrat se removió incómoda en su asiento e intentó llevar el timón de la conversación.

—He oído que está muy grave.

—Bueno, yo no me preocuparía. Mala hierba nunca muere, ¿no?

—Va, no seas así.

—¿Que no? Las mujeres no estáis programadas para conducir, os distraéis con un suspiro. Seguro que estaba en la luna cuando se empotró contra el francés.

—¿Quién era el otro?

—El de Latour-de-Carol, aquel que se quedó con las tierras de Pidal.

—¿Moutarde?

Arnau asintió.

—Pero si ese hombre tiene por lo menos cien años… Debía de conducir la mujer… —afirmó Montserrat como para sí misma.

—No, no, él era quien iba al volante. La veterinaria invadió el carril contrario y se los cargó a los dos.

—¿Estáis seguros de eso?

—Los de la científica aseguraban que sí. Yo estuve allí con ellos durante la inspección ocular hasta que se marcharon. Supongo que el informe tardará un par de semanas.

—Qué pena… Creo que la hija se quedó viuda hace poco. Es la directora de la escuela de música.

Arnau se encogió de hombros e inmediatamente frunció el ceño.

—Pues el hombre tenía muchas tierras… Ya veremos cómo se las va a ingeniar una maestra para llevar una finca tan grandiosa…

Montserrat chasqueó la lengua.

—A la pobre le llueve sobre mojado.

—Bueno, que venda la tierra y será rica.

—Me refería a la veterinaria…

Arnau dibujó una mueca con los labios, como si apenarse por la veterinaria fuese perder el tiempo.

Other books

Guardian of Her Heart by Claire Adele
The Fourth Victim by Tara Taylor Quinn
The Devil All the Time by Donald Ray Pollock
Lizards: Short Story by Barbara Gowdy
Saving Amelie by Cathy Gohlke


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024