Según la mujer, la hermana de Jaime, María Antonia o Marian, se marchó del valle. En aquella época, las malas lenguas contaban que había pasado algo gordo en la familia. Unos decían que era una enfermedad, y otros, que se trataba de un embarazo y que el viejo Bernat había tenido que mandar a su hija con algún pariente. Con los años se supo que ella había muerto, pero poco más. Y cuando la mujer de Jaime se fue a Barcelona con su hija empezaron de nuevo los rumores sobre los Bernat y las mujeres de la familia.
Redujo la velocidad al empezar el puerto y siguió subiendo, curva a curva, decidido a llegar al final del mundo. La pregunta más obvia que le venía a la mente era si Jaime Bernat habría dejado embarazada a su hermana y, en tal caso, dónde estaba ese hijo. Lógicamente, nadie del valle le facilitaría ninguna pista sobre eso, así que tendría que averiguarlo por su cuenta. Eso le recordó a la letrada, seguro que ella podía enterarse de todo. Sólo tenía que sacarle el tema y echaría solita a andar.
Puede que debiera llamarla, o pasarse por el hospital para comentarle los avances del accidente y soltar, de pasada, lo de la hermana de Jaime Bernat. Sí, puede que fuese lo mejor. Aunque uno nunca sabía cómo iban a recibirle y después de la mañana que llevaba no estaba para desplantes, la verdad.
Rectoría, iglesia de Puigcerdà
Kate encontró al clérigo leyendo en el despacho de la planta baja, donde expedían los certificados de bautismo y matrimonio. Al verla, el párroco se pasó la palma de la mano por la boca y frunció levemente el ceño.
—Padre Anselmo, ¿tiene un minuto?
—A la una tengo que oficiar misa —dijo lanzando una mirada al reloj de pared mientras cambiaba de posición en la silla.
—Verá, he hablado con las hermanas de la caridad de Barcelona y me han dicho que le mandaron a usted una caja con documentación de Rosalía Bernat para que se la hiciese llegar a la familia.
Él asintió. Al ver que ella permanecía en silencio la miró.
—Se la llevé a Jaime.
Entonces era cierto: la documentación de Marian estaba en casa de los Bernat. Bien, ahora sólo había que encontrarla, y eso era tarea del sargento. Se preguntó si el párroco admitiría lo mismo ante un miembro de la ley cuando supiera que esa declaración perjudicaba a un Bernat. No lo tenía claro, pero ahora ya sabía que el documento de identidad de Marian estaba en poder de Santi.
Kate sintió cierta desazón, como cuando ganaba un caso importante en el bufete y el cliente desaparecía de su vida. Lo extraño era que esta vez debería haber estado contenta, y no se sentía así ni de lejos. En fin, eso la dejaba al margen del caso Bernat, y también a Dana. Estaba todo dicho.
Pero el padre Anselmo no era de los que guardaban secretos con facilidad y, con la mirada clavada en algún punto perdido de la mesa, siguió hablando, más para sí mismo que para ella.
—Me dijo que no la quería —susurró antes de mirarla.
Kate no comprendió lo que eso significaba. Por suerte, el sacerdote no había acabado.
—Le dije que había fotos y documentos importantes y él me respondió que no quería nada de ellas en la finca, que los documentos que necesitaba ya los tenía y que lo quemase todo.
Kate le observó encogerse mientras el sacerdote parecía recordar la conversación con su amigo de la infancia. El párroco entornó los ojos con una expresión de absoluta desolación que le hizo recordar la fecha de la muerte de Rosalía. De súbito, lo comprendió todo.
—Pero usted no pudo hacerlo, ¿verdad?
Sus ojos ascendieron lentamente hasta posarse en los de Kate sin fuerza. Ella continuó:
—No podía quemar sus fotos, sus papeles, lo que quedaba de ella…
Él bajó la vista y negó con la cabeza. Hacía rato que había dejado el libro sobre la mesa y ahora se miraba las manos. Entonces suspiró y Kate le vio arrastrar la silla hacia atrás para levantarse, volverse y abrir uno de los compartimentos del mueble que había junto a la pared. El padre Anselmo cogió con las dos manos una caja pequeña y la dejó con suavidad sobre la mesa.
Kate clavó los ojos en ella.
Había visto muchas de esas cajas metálicas con el eterno paisaje del puente de Camprodón rodeado por el marco color ocre que usaba la abuela para guardar los hilos de costura o el dinero de la semana. En casa del abuelo había varias.
—Sólo la necesito esta noche, mañana se la devolveré —se oyó decir.
Él asintió resignado, como si supiese que no era de su propiedad, sino algo precioso que había custodiado durante años y que en cualquier momento alguien podía reclamarle.
Cuando el cura le ofreció la caja, Kate recordó cómo había actuado el sargento en casa de los Herrero y también la cogió con respeto, como si se tratase de algo delicado. La introdujo en el bolso y se despidió.
El frío de la calle entró en sus fosas nasales como un jeringazo y la hizo toser. Fue como volver del pasado, oxigenarse y revivir. La caja le quemaba en el bolso, pero era tarde y llevaba dos días comiendo muy mal. Miró la hora e intentó respirar hondo, pero el aire helado aún le dolía al entrar por la nariz. Había pasado más de media hora en la rectoría y Miguel no era de los que tenían paciencia. Estaba convencida de que si no le avisaba la iba a dejar sola en cuanto le entrasen las prisas. Sacó la BlackBerry del bolsillo, le mandó un
whatsapp
para decirle que se retrasaría quince minutos y entró en el Café y Té del paseo Diez de Abril con la sensación de tenerlo todo atado y bien atado.
El local estaba casi vacío y la camarera la miró con desgana. Dios, qué irritación… Con la de gente que estaba en la calle rezando por un trabajo, esa indolencia era insultante… Se acercó a la barra, dispuesta a no dejarle pasar ni una, y le pidió una taza de chocolate. En el expositor quedaba una bandeja con un donut, dos croissants secos y un par de pequeños bocadillos de los que asomaba un queso reseco y aceitoso. Kate pidió uno de tortilla, y fue a sentarse en una de las mesas del fondo sin esperar la respuesta. Mientras aguardaba, cedió a la tentación y puso la caja de galletas sobre la mesa. La cafetera soltó un bufido y Kate se volvió molesta.
Pero la caja brillaba sobre la mesa como un tesoro y volvió a quedar atrapada en ella de inmediato. Después de tantos años, el papel estampado seguía casi intacto. Kate acarició los relieves con las manos, dispuesta a no ceder a la fuerte tentación de abrirla. No quería perderse nada de lo que había dentro y para eso tenía que estar en la habitación, tranquila y sin interrupciones. Una de esas emblemáticas cajas metálicas, en las que distribuían galletas artesanas hacía casi un siglo, era el lugar secreto donde había visto a su propia abuela guardar el dinero de la compra. Aunque de eso ya hacía mucho tiempo.
La chica se acercó con la bandeja y Kate, ensimismada en la caja, no tuvo tiempo de impedir que una bayeta de color musgo esparciese a su alrededor un intenso olor a lejía. La camarera ignoró su mirada asesina y dejó sobre la mesa mojada el plato con la taza y el bocadillo envuelto en plata. Antes de que se volviese, Kate empezó a trasladarlo todo a la mesa de al lado.
Del envoltorio asomaba una servilleta de papel aceitosa que le recordó a don Anselmo. El cura era muy cuco… La primera vez que había hablado de las Bernat se había callado lo de la caja, pero sin poder ocultar su evidente interés por esa familia. Kate chasqueó la lengua. Pero ¿quién podía culpar a un hombre por querer guardar los pocos recuerdos que conservaba de su amor platónico? Ella no, por supuesto. Se llenó la boca con un gran sorbo de chocolate y lo mantuvo ahí un instante. Cuando tragó, se le había quedado en el paladar un sabor intenso y caliente que le reconfortaba el cuerpo y el espíritu. La última vez que lo había hecho estaba con Dana y la viuda, en la finca, jugando a ver quién podía retener el sabroso líquido más tiempo sin tragar. Y ahora, sola. Volvió a guardar la caja en el bolso y decidió que esa noche, en el hospital, compartiría su contenido con Dana como si pudiese oírla.
Al entrar en la habitación no había ni rastro de Miguel. En su lugar, estaba Lía Marós, sentada al lado de la cama. La joven se volvió y sonrió con sus grandes ojos de cervatillo. Kate se preguntó cómo podía habérsele ocurrido que tuviese un lío con el director.
—No sé cómo te ha convencido, pero es un jeta.
—No le ha hecho falta —dijo Lía sonriendo—. Tenía libre media hora y he pasado a verla. Pero ahora ya empezaba a preocuparme.
—Muchas gracias —respondió Kate dejando el bolso y la chaqueta sobre la otra cama—. Ahora ya no tengo que moverme.
—No sois hermanas, ¿verdad?
Kate negó.
—Pero no podría quererla más aunque lo fuésemos.
Lía sonrió.
—Eso está bien. Yo sólo tengo un hermano —dijo señalando con la cabeza hacia la puerta—, y es un palo.
—Yo tengo dos, y son dos palos. —Ambas rieron—. Pero no podemos cambiarlo, habrá que conformarse.
—Por lo menos, el tuyo es simpático.
Kate puso los ojos en blanco y Lía rió.
—Ay, aléjate de los simpáticos… En el caso de Miguel, la simpatía esconde un morro que se lo pisa.
—No será para tanto —respondió la enfermera tras recoger el paquete de clínex y la botella vacía de suero—. Los hermanos siempre nos parecen peor de lo que son.
—Porque el resto del mundo no los conoce tan bien como nosotras.
—Ni los ha sufrido.
—Cierto. —Y señalando a la cama preguntó—: Despertará, ¿verdad?
La joven enfermera sonrió.
—Es sólo cuestión de tiempo, tranquila.
—¿Podemos hacer algo?
Ella negó con la cabeza.
—No, únicamente estar ahí para cuando su cerebro deje de autosanarse y esté listo para despertar. Entonces te necesitará. Bueno, me voy abajo.
—Gracias por quedarte con ella. Seguro que le hubiese gustado oír eso de la autosanación del cerebro —dijo señalando a Dana.
Lía le dedicó una última sonrisa y desapareció tras la puerta.
Dos minutos más tarde, Kate estaba sentada al lado de la cama con la caja metálica en el regazo. Respiró hondo y notó las manos húmedas al intentar abrirla.
Cuando lo hizo, se sorprendió de que estuviera tan llena. Realmente no había pensado en lo que encontraría dentro. Empezó a sacar los documentos y fue dejándolos sobre la cama, encima de Dana.
El primer documento era un certificado de defunción a nombre de Rosalía Bernat que especificaba como causa de su muerte una insuficiencia respiratoria producida por un ataque agudo de asma. También estaba el certificado de nacimiento de Manel Bernat, algunos recibos de la luz y del gas, unos extractos del banco a nombre de Rosalía y un pliegue de medio centenar de cartas atadas con una cinta blanca de satén.
Lo primero que le llamó la atención fue el certificado de defunción de María Antonia Bernat. Según el párroco, Marian se había suicidado a los dieciocho años. Ésa era la causa más probable por la que el padre Anselmo habría tenido que ir a oficiar el entierro a Barcelona. Kate siguió sacando documentos de la caja, hasta que llegó al fondo y encontró las fotos.
Había varias en las que salía una mujer alta y delgada con la pose afectada de las modelos de la época. En el dorso, escritas con pluma, rezaban las iniciales R. B. En otra, la misma mujer estaba al lado de una chica joven de pelo claro y ojos grandes que sonreía con timidez. Kate supo que era Marian Bernat por el color y la forma de sus ojos. Eran los ojos de los Bernat… pero sin su frialdad. La caja también contenía tres fotos de un niño —de recién nacido, con unos tres años y con ocho o nueve— que también poseía los ojos claros de los Bernat, pero sin el hoyuelo en el mentón. En la última, sus ojos ya recordaban a los de su madre. De repente, se dio cuenta de que no había ni rastro de los DNI ni de otros documentos legales.
Kate miró el pliego de cartas y se alegró de tener toda la noche por delante. Probablemente era Manel Bernat quien guardaba el documento de su madre, y tal vez quien lo había usado, pero no parecía haber tenido relación con sus parientes del valle, así que no seguía ninguna lógica que hubiese matado a Jaime. Kate cogió el pliegue de cartas y, al sostenerlo, le sorprendió el peso. Puede que en ellas se recogiese el misterio del suicidio de Marian. O, tal vez, otros secretos inconfesables de la familia. Se preguntó quién sería el padre del hijo de Marian. Repentinamente pensó en Jaime Bernat y volvió a guardar todos los papeles en la caja, separó las fotos de Rosalía para ponerlas encima de todo y dejó las cartas sobre la cama. Fuera, el cielo crepuscular se había llenado de nubarrones negros. Kate sonrió. Casi lo prefería. Conectó el pequeño fluorescente de la cabecera de la cama y volvió a apagarlo. Intuía que las cartas desvelarían secretos y no quería que una luz tan blanca e impersonal fuese testigo del momento. Abrió el Mac, ajustó la intensidad de la luz para poder leer a su amparo y, con la caja metálica sobre el regazo, tiró de un extremo de la cinta de satén.
A las once de la noche tenía los ojos hinchados y llorosos. El engaño y la traición de los que había sido objeto Marian por parte de Jaime y de su tía Rosalía eran atroces. Casi tanto como el hambre de tierra de los Bernat y sus artimañas, incluso entre los de su propia sangre, para hacerse con más. Esas cartas mostraban un desprecio cruel por Marian y por el origen andaluz del padre de su hijo, Manuel Herrero. Además, la vileza con la que emponzoñaron su relación y las maquinaciones por quedarse todo lo suyo retrataban meridianamente a Jaime. Kate dobló la última carta de Manuel y al cerrar los ojos le resbaló una lágrima por la mejilla. Ahora comprendía la obsesión de Isabel Herrero por esconder a su hermano la tarjeta del brandy. Y también el porqué de un brandy tan selecto, el envío era el modo en el que Manel tomaba contacto por primera vez con un padre al que no conocía. Un acto de reverencia, un detalle, su modo de decir «estoy aquí». Pensó en Marian y en Manuel, y en que perder de repente un amor como el suyo era algo difícil de imaginar, pero saber cómo había sido, y por qué, era aún más devastador.
El único nexo entre ambas familias era el hijo de Marian, Manel, y no sería ella la que le juzgase por acabar con el mal bicho de su tío. Se le ocurrió que si no fuese por Dana, por librarla de estar en el punto de mira, tal vez hubiese devuelto la caja con todo su contenido al padre Anselmo. Pero, dadas las circunstancias, eso no era posible; el escenario no lo permitía. ¿Sabría Manuel que tenía un hijo de Marian?