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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (76 page)

—Siempre has sido una mandona.

Kate tragó saliva con la vista fija en las luces de la torre y se dio la vuelta. Sus ojos buscaron los de Dana. Había olvidado que los tenía cubiertos por un vendaje, pero ella no se había movido. Se preguntó si la habría engañado la imaginación y se acercó a la cama. Esta vez sí le cogió la mano y en seguida notó la presión de sus dedos.

Se dejó caer en la silla y volvió a apretársela.

—Dan…

—Mmmm…

—¿Estás bien?

Con los ojos anegados la vio enarcar levemente las cejas y asentir.

—Mmm…

Entonces sus labios se abrieron para soltar un ¿qué día es? que la dejó perpleja.

—Miércoles.

Dana frunció el ceño. Y Kate notó que estaba incómoda e intentaba moverse.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas algo?

Tras una pausa Dana asintió.

—El banco, tienes que ir al banco. Hay un sobre… en el cajón secreto… del escritorio. Llévalo… al banco.

—Vale. Tú tranquila, en cuanto lleguen Miguel y el abuelo, iré.

Todo su cuerpo pareció relajarse. Kate le apretó la mano, pero ya no hubo respuesta.

Por primera vez fue consciente de la fragilidad de Dana, del esfuerzo que requeriría el camino y de cuánto les quedaba para volver a la normalidad. Dos golpes en la puerta disiparon sus pensamientos. Ahora debía ir a la finca y al banco mientras su abuelo se quedaba con Dana. Acababa de ver el efecto estresante que causaba en su cuerpo pensar en el dinero, y no quería verla sufrir más de lo que ya tendría que hacerlo por las secuelas del accidente. Se dio la vuelta, dispuesta a pedirle al abuelo que se quedase hasta que ella volviese, pero quien entró fue Chico.

—Hola, he venido sólo un momento a traerte esta carta. Ha llegado certificada y me ha parecido que podía ser importante.

Kate le escuchaba sin oír. Acababa de escuchar la voz de Dana y nada era más importante. Ni siquiera lo pensó.

—Me ha pedido que vaya al banco.

Él se la quedó mirando sin comprender. Kate enarcó las cejas y Chico abrió los ojos como platos.

Kate sonrió.

—Sí, se ha despertado un instante y me ha dicho que era mandona y que fuese al banco.

—¿Puedo? —preguntó señalando la cama mientras le ofrecía el sobre.

Kate cogió la carta y amplió la sonrisa.

—Claro, hombre.

Pero en cuanto vio el membrete del juzgado supo que eran malas noticias. Su ritmo cardíaco se aceleró mientras la abría y cuando sus ojos recorrieron el texto del requerimiento empezó a notar cómo se le encogía el estómago hasta que se le cerró por completo. La imagen del sargento le quemaba las tripas. El muy cínico lo había hecho, a pesar de todas las pruebas que le había dado. ¿Cómo se podía ser tan hipócrita? Había fingido ir de amiguete para luego clavarle el puñal. ¿Y la comisaria? Ésa pronto se iba a tragar la citación. Pensó en el hijo de Marian y lamentó tener que ir a por él, pero si había que elegir nadie valía más que Dana. Y, dadas las circunstancias, ya no le quedaba otra. Miró a la cama. Dana acababa de mover la mano y se le ocurrió algo. Se acercó a Chico y le hizo un gesto para que guardara silencio. Entonces le susurró a Dana al oído:

—Necesito tiempo para resolver algo, tienes que seguir durmiendo unas horas más. Nadie debe saber que estás despierta o estaremos metidas en un lío muy gordo. —Y añadió mirando a los ojos de Chico—: Dan, si me has entendido mueve la cabeza.

Ambos la miraron expectantes y el movimiento no se hizo esperar.

—De acuerdo, sigue durmiendo hasta que yo vuelva. Y, Chico, tú no te muevas hasta que lleguen Miguel o el abuelo. Y ya sabes, chitón.

Él volvió a asentir.

Tres minutos después, Kate salía del hospital con la BlackBerry pegada a la oreja y una caja metálica en el bolso, dispuesta a ponerle de vuelta y media.

125

Mosoll, casa del sargento Silva

Había dormido mal. Lo que iba a hacer no le gustaba y cada vez que pensaba en ello le daban ganas de desaparecer y no volver nunca más. Pero no había otra, a las diez le esperaban para meter a su madre en la cárcel de viejos y ya no podía echar marcha atrás, sólo avergonzarse de ser el peor hijo del mundo. Se aseguró de llevar la cartera y empezó a ponerse nervioso por no tener ya el dinero en metálico. Sólo esperaba que la sucursal de la esquina se lo pudiese abonar en efectivo y no verse obligado a aguantar la mirada reprobatoria de doña Rosa mientras buscaban otra oficina con su madre y las maletas en el taxi.

Cuando tuvo el casco puesto notó la vibración del móvil en el bolsillo y cerró los ojos resignado. Seguro que a «la doña» se le había ocurrido algo para complicarle la mañana. Miró la pantalla y cuando vio quién era descolgó y se golpeó con el móvil en el casco. Imbécil… Luego dijo un momento y conectó el manos libres mientras se quitaba el casco.

—Sí…

—¿Se puede saber a qué juegas?

—¿¡Eh!?, no sé de qué me hablas.

—Eres un impresentable. ¿Era necesario hablar con el juez estando como está? ¿Sabiendo que no puede declarar? ¿Qué ganabas, puntos con la pelirroja? No tienes vergüenza ni dignidad, y que sepas que voy a ir a por vosotros y voy a llegar al fondo de todo. Y, créeme, se os va a caer el pelo. ¡Sois un atajo de ineptos y de incompetentes!

—¡Oye!, no ha sido culpa mía, ¡y córtate un poco! Que ya empiezo a estar hasta los huevos de que me calienten la cabeza. Llevo dos días escondiendo el maldito informe, pero hay veces en las que tienes que acabar salvando el culo.

J. B. se arrepintió de inmediato de lo que acababa de decir.

—Será el tuyo, ¿no? Nunca imaginé que fueses tan rastrero como para hacer algo así. Te creía más honrado, más profesional, no me imaginaba que fueras capaz de seguir adelante a pesar de saber que ella no tiene nada que ver con su muerte. ¿Qué tal se vive sabiendo que todo esto es culpa de tu incapacidad?

—No tienes ni idea de qué estás hablando. Y ten cuidado con lo que dices, la paciencia tiene un límite y te la estás jugando.

—¿Qué es lo que me estoy jugando? ¿Que vengas a detenerme? ¿Con qué cargos? ¡Ah!, claro, olvidaba que no los necesitas. Vamos, hombre, tengo razón, tú lo sabes, y también que lo que has hecho no tiene vuelta atrás. A ver cómo duermes con eso.

J. B. cogió aire. Lo peor era que a la jodida no le faltaba razón.

—Mira, la veterinaria no está acusada de nada. Además, no sé qué te preocupa tanto. Tampoco puede declarar…

El silencio de Kate la delató y J. B. ató cabos en seguida.

—No me jodas… ¿Ya puede?

—No, aún no —respondió furiosa.

Pero la siguió un silencio.

—Entonces tenemos tiempo para seguir investigando. Mientras todo siga igual no hay problema.

—Pero ¿cómo puedes ser tan necio? Has dejado que la impliquen, despertará de un momento a otro y el resto de su vida constará en los archivos informáticos del juzgado como imputada en un caso criminal. ¿O es que pensabas que tu mala praxis no tendría consecuencias, o que ella no iba a despertar nunca?

J. B. esperó un instante.

—Entonces, ¿ya lo ha hecho?

—Yo no he dicho eso. Pero, cuando eso pase, ¿qué se supone que tendrá que hacer?

—Pues… tendrá que enfrentarse a lo que haya hecho.

Kate replicó:

—Tengo pruebas de quién lo hizo y de cuáles eran sus razones, y no voy a dejar que esto continúe. Iré a ver al juez.

—¿Qué pruebas son ésas?

—Unos documentos que demuestran que el hijo de Marian Bernat está vivo y que tuvo acceso a su DNI, además de razones de muchísimo peso para querer acabar con su tío.

Kate decidió que no implicaría al párroco.

—¿Qué pruebas? ¿De dónde las has sacado? ¿Sabes que son parte de un caso criminal y que es ilegal retenerlas? ¿Y sabes que acabas de volver a colarme un marrón al contármelo? Joder, tendría que denunciarte ahora mismo… ¡No!, debería haberlo hecho cuando entraste en la finca de los Bernat. Eres un peligro y estás loca. Mira, lleva esas pruebas de inmediato a comisaría y reza para que nadie te detenga de camino a mi despacho, o va a ser a ti a quien se le caiga el pelo. Joder, eres como una mala migraña, tía. Dentro de cinco minutos estoy ahí, no te muevas de mi despacho.

J. B. colgó y llamó de inmediato a Montserrat.

La secretaria respondió a la primera.

—Montserrat, dentro de cinco minutos llegará la nieta del ex comisario y necesito que la metas en mi despacho sin que la vea nadie. ¿Puedes?

—…

—Sólo esta vez. Por favor. Si la pilla alguien, estamos metidos en un lío.

—…

—Sí, pero iré más tarde. Ahora aviso a la señora Rosa.

—…

—Gracias, ya voy.

J. B. colgó y llamó a la señora Rosa. Mientras escuchaba el tono decidió que sería mejor soltárselo de una tirada. Le sudaban las manos y tenía el corazón a punto de salírsele por la boca. Desde luego, la letrada había nacido para dar por el saco. Cuando la señora Rosa descolgó, J. B. se lo soltó de carrerilla.

—Rosa, no voy a poder ir hasta el mediodía. Lo siento, tengo una urgencia que no puedo saltarme.

Ella hizo una pausa.

—El paleta entra mañana y ahora llamaré a las teresitas, pero después de las cuatro no permiten entradas. Tú verás.

—Antes de las cuatro, seguro que llego. Cuando salga le aviso para que se preparen.

—No te retrases. ¿Ya tienes el dinero?

—En el bolsillo de la chaqueta —mintió.

—Pues no la pierdas de vista, no vaya a ser que tengamos algún percance. Venga, hasta luego.

No le daba tiempo a ir al banco, pero después tendría que hacerlo sin falta porque al llegar a Barcelona estarían todos cerrados. Cuando arrancaba la moto pensó en Miguel y en cómo iba a tomarse el ex comisario las investigaciones ilegales de su nieta si salían a la luz. Si Magda se enteraba, seguro que la denunciaría, y eso implicaba su inhabilitación inmediata.

Paró de nuevo la moto y marcó su número.

—…

—Bien, tío, pero tu hermana va a tener problemas y quería avisarte por si quieres tomar medidas o hablar con tu abuelo.

—…

—Ha estado investigando por su cuenta y tiene pruebas del caso Bernat. Le he dicho que las llevase a comisaría y está en mi despacho, pero cuando salgan a la luz es posible que quien se las haya proporcionado tenga que testificar, así que pregúntale al ex comisario qué se puede hacer, porque yo puedo decir que eran mías, pero con la comisaria eso no va a colar.

—…

—Ya, tío, pero es tu hermana y me siento responsable.

—…

—OK, nos vemos allí, pero llegaré tarde, tengo que bajar a Barcelona.

—…

—Vale, hasta luego.

126

Comisaría de Puigcerdà

Por lo menos se había desahogado. Ahora, si jugaba bien sus cartas, aún podía conseguir que se retractasen y archivasen definitivamente la causa. Lo había visto alguna vez, pocas, pero no era imposible. Apretó con fuerza la caja que llevaba en el bolso, y entró en el aparcamiento con la tarjeta del parking en la mano.

Sacar el coche le salió por un ojo de la cara. Visto lo visto y con la que estaba cayendo en el bufete, y en la finca, tendría que plantearse no desperdiciar los más de veinte euros que cada día le costaba el parking. Bajó por la rotonda y entró en el aparcamiento de la comisaría. Kate notaba el corazón acelerado, la última vez que había estado allí fue para recoger a Dana después de aquel interrogatorio que ya debía haberla puesto sobre aviso. Qué idiota había sido confiándose. Aparcó el A3 en una de las plazas para visitantes y revisó la BlackBerry antes de salir. Luis había cumplido, le confirmaba que estaría en La Seu a la hora prevista y le mandaba un correo en el que la advertía de que Tim tenía los datos pero quería hablar con ella antes de ponerse a trabajar. Kate repitió el número en voz alta para memorizarlo y marcó.

Se entendieron a la primera y colgó convencida de que Tim no necesitaría más de un par de horas para averiguarlo todo de Manel Bernat. Por unos instantes recuperó la sensación de control a la que estaba acostumbrada antes de recibir la llamada de Dana la semana anterior. Bajó del coche, se puso la chaqueta y al colgarse el bolso en el hombro notó en las costillas el borde de la caja. Sin quitarse la chaqueta volvió a entrar en el coche y cerró la puerta. Comprobó con un vistazo que estaba sola en el aparcamiento, que nadie la observaba, y extrajo la caja. Luego la abrió.

Puso los retratos de Rosalía, Marian y Manel, que estaban encima de todo, sobre la caja y las fotografió una a una con la BlackBerry. Luego vació uno de los sobres, metió dentro las fotos de Rosalía y lo guardó en la guantera.

Cuando entró en la comisaría, Montserrat la recibió algo nerviosa. Seguro que el sargento había llamado para avisarla de que parase el golpe. De acuerdo, pero eso no les ahorraría el marrón que iba a montarles, en cuanto todo saliese a la luz, por haber imputado a una inocente.

Montserrat le abría la puerta de acceso a los despachos cuando la pantalla de la BlackBerry se iluminó. Kate levantó un dedo para pedirle un segundo a la secretaria y salió fuera a contestar.

—Hola, ¿va todo bien?

—…

—No me lo puedo creer. Bueno, dile que a la hora que venga estaré ahí para pagarle. No es momento de cambiar de proveedores. ¿Sabes cuánto se le adeuda?

—…

—Ah, de acuerdo. De todos modos, tengo que pasar por la finca y luego ir al banco, así que no habrá ningún problema. Chico…, ¿de veras necesitamos ese forraje?

—…

—Entonces dile que estaré ahí a las once, que no venga antes ni después porque me habré ido y no cobrará. Tampoco vamos a ponérselo tan fácil.

—…

—No te he comentado nada, pero gracias. Lamento que tengas que lidiar con esto, pero por ahora es lo que hay. Mañana intentaré poner al día las cuentas de la finca para que no vuelva a ocurrir.

—…

—Vale, nos vemos allí.

Cuando colgó, Kate necesitó respirar hondo varias veces antes de volver a marcar. Era el peor momento para vender, pero esperaba que el dinero de las acciones bastase para poner la finca al día y no tener que andar apagando incendios, como parecía que había estado haciendo Dana. Se dio la vuelta y entró en el edificio.

Montserrat la recibió como una polilla a la luz. Le hizo una seña para que la siguiese, pero, de improviso, una de las puertas se abrió para dejar paso a la madrastra del castillo. Por lo menos ésa fue la impresión que tuvo Kate cuando vio la melena roja de la comisaria en el marco de la puerta.

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