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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (78 page)

Debía ser directa y lo bastante incisiva como para hacerle reaccionar. Cerró los ojos. Notaba el papel grueso y fino de la tarjeta bajo las yemas de sus dedos y el tacto frío de la pluma en la mano. Empezó a pensar en lo que aún le quedaba por hacer antes de ir al hospital y escribió.

Cinco palabras más tarde, Kate caminaba con decisión hacia la cita con la salvación de Mario.

No le quedó más remedio que comer con Luis y emplearse a fondo para animarle. Incluso a sabiendas de que no le daría tiempo de pasar por el banco antes de ir a la finca para revisar las cuentas, ni tampoco de hacer el ingreso que Dana le había encargado, decidió que se debía a sí misma acabar bien lo de Mario y mandó un
whats
a Chico para que retrasase al día siguiente la cita con el proveedor del forraje. Hacia las tres, de vuelta a Puigcerdà, recordar la imagen vencida de su adjunto aún la enervaba. Le había pasado el listado de movimientos antiguos que incriminaban a Mario y el nuevo estado de movimientos. Por la mañana, Luis debía personarse en el bufete y entregárselo directamente a Paco, en mano. Además, le había pedido que esperase mientras lo leía para poder contarle su reacción.

Luis recibió el encargo sin alegría. Estaba afectado por el despido y era fácil notar que no confiaba en que ella pudiese cambiar la decisión del bufete. Eso la puso de mal humor y le advirtió que necesitaba a alguien más implicado a su lado. Solo cuando le preguntó por lo que había averiguado sobre la mujer desconocida de la lista del fiscal pareció ponerse las pilas. Los cotilleos siempre se las ponían.

Como temió Kate en un primer momento, se trataba de un asunto de faldas. La protagonista era una prostituta ucraniana de apenas dieciocho años que durante el juicio indudablemente sacaría a la luz la parte más sórdida de la personalidad de Mario. Ninguno lo comentó, pero en las pausas de la conversación latía la preocupación por si el hermanísimo habría esperado a la mayoría de edad de ella y, sobre todo, por si habría sido lo bastante discreto sobre sus negocios. De quien Luis no sabía nada era de Tim, y a ella tampoco la había llamado. Al final le contó cómo quería que le entregara los extractos a Paco y le pidió que, aprovechando la entrada en el bufete, rescatara los dossiers que podían comprometerles de su despacho.

Ahora, de vuelta a Puigcerdà, Kate tenía la sensación de estar de nuevo ante un gigante, agotada después de haber vencido al primero. Porque, a pesar de haber arreglado el asunto de las transacciones, lo que pudiese destapar esa nueva actriz en el escenario del caso Mendes era algo desconocido que los dejaba nuevamente expuestos.

130

Asilo de las teresitas, Barcelona

No había detectado ni un instante de lucidez en sus ojos. Antes de entrar en las teresitas ya le quemaban las tripas, como si tuviese dentro un maldito volcán. La habían llevado a la habitación y la habían colocado como si fuera una planta en la butaca, delante de la ventana. Luego, dejó a la señora Rosa poniéndole las zapatillas mientras él iba a pagar. Para el cargo de las mensualidades les facilitó la cuenta en la que cobraba la nómina, la misma que le había dado a Mari para el ingreso del alquiler. Después, sólo habría que esperar a que todo fuese cuadrando cada mes. La operación de meter a su madre en la cárcel no duró más de hora y media, hasta que doña Rosa le dijo que oscurecería pronto y que era mejor que se fuera para que no tuviera que conducir a oscuras.

Ni siquiera al despedirse de ella pareció reconocerle. J. B. se agachó a su lado, le cogió la mano y le besó el pómulo. Sus labios encontraron una piel suave, frágil, y cálida. Eso le reconfortó; por lo menos, en la cárcel no hacía frío. Le susurró un adiós mamá y cuando fue a soltarle la mano ella la retuvo un instante. Esa sensación le aprisionó el corazón. Su mano, flaca y huesuda, sujetaba la suya con una fuerza inesperada y, en ese instante, no supo qué hacer y buscó con la mirada a doña Rosa.

La mujer estaba leyendo una revista del corazón. Entonces J. B. se armó de valor y buscó los ojos de su madre. En su mirada acuosa le pareció intuir su propia imagen de perro asustado y cobarde, un perro callejero al que ella había acogido como suyo y que ahora le devolvía el favor encerrándola como a una criminal. Los ojos empezaron a anegársele y, cuando bajó la vista hasta las manos que ambos mantenían unidas, ella le dio dos apretones seguidos, como cuando era pequeño y su padre le reñía. Era un gesto privado entre los dos que le daba confianza y que llevaban años sin compartir. Le dio otro beso y dos más, y cuando quiso susurrarle que iría a visitarla cada semana las palabras se atraparon en su garganta.

A las cinco salió de las teresitas. Empezaba a anochecer y Barcelona estaba en penumbra por el lento arrancar de las bombillas anticrisis de bajo consumo. Caminó a buen paso hasta el aparcamiento de motos, delante de casa de su madre, donde había dejado la suya. No pensaba olvidarse de ella ni una semana, pasase lo que pasase y muriesen los Bernats que muriesen. Era una promesa que no iba a romper, nunca. Esa firmeza le infundía una falsa animosidad que en el fondo no le engañaba en absoluto. Estaba roto por dejarla allí, pero no había otra, y lo único que podía hacer para no sentirse peor era mantener esa promesa.

Se montó en la moto y, justo antes de ponerse el casco, la cara de Tania iluminó la pantalla del móvil. Descolgó y se acercó el aparato en la oreja.

—¿Qué hay?

—…

—Nada, estoy bien.

—…

—En Barcelona, delante del piso de mi madre.

—…

—He quedado en el Insbrük con Miguel para echar una partida.

—…

—Vale, nos vemos allí.

—…

Sonrió mientras escuchaba la oferta de la cena casera, y sonrió.

—Y necesitas a alguien que la vacíe de Moritz. Una casualidad interesante…

—…

—Supongo que no le importará. Salgo ahora de Barcelona. ¿Dónde quedamos?

—…

—¿Y me abrirás la puerta como en las pelis?

—…

—Siempre me porto bien, ya lo sabes.

—…

—Pfff, algo indecente, mejor negro. Ya bajarás la calefacción cuando llegue.

—…

Soltó una carcajada.

—Siempre.

Puede que eso fuese lo que necesitaba. No pensar, sólo un par de desahogos y unas horas de sueño. Decidió que no iba a dejar pasar ni una sola semana, que el sábado bajaría a verla y se quedaría en la cárcel toda la mañana. Cuando volvía a ponerse el casco notó la vibración en el bolsillo y sacó el móvil para responder al comisario Millás.

131

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Desde que había llegado de La Seu, estuvo viendo dormitar a Dana intermitentemente durante toda la tarde, y al final cayó rendida cerca de las doce. Ni siquiera habían podido mantener una conversación, porque cada poco rato Dana desconectaba y ella se quedaba hablando con el vacío y sintiéndose más sola que la una. Le había ocultado su encuentro con Luis y que no había ido al banco. Tampoco pasaría nada si iba al día siguiente, y pensaba hacerlo por la mañana, así que para qué preocuparla. Sobre las cinco de la madrugada la despertó el aviso de un correo entrante en la BlackBerry y echó un vistazo a la pantalla.

Tim sostenía que el único Manel Bernat que había estado empadronado en la calle Aribau durante esa época desaparecía literalmente del mapa a finales del 84. Luego, ni rastro. A continuación había anotado un número de cuenta para que le ingresase el importe que habían acordado. Kate se despertó de golpe. Era muy imbécil si pensaba que con eso se iba a conformar. O le enseñaba el certificado de defunción, o si quería ver un euro tendría que seguir investigando hasta determinar dónde estaban en ese momento los huesos del hijo de Marian.

Kate escribió la respuesta en caliente, pero por suerte la releyó antes de mandarla. Cuando lo hizo, borró casi todo lo que había escrito y empezó con una pregunta. ¿Para qué le mandaba una información incompleta? Ella le había pedido que localizase a alguien y no que le dijese cuándo se le perdía la pista por completo. Además, ¿por qué quería cobrar? ¿Por un informe a medias? ¿Acaso se pagaba un menú sin plato principal? Concluía lamentando que Luis hubiese apostado tanto por él y lo poco útil que estaba resultando su colaboración.

La respuesta no se hizo esperar. Tim, como todos los hackers, tenía una altísima opinión de sí mismo y de su capacidad, muy por encima de la del resto de los mortales, de modo que le dijo que le dedicaría al asunto un par de horas más y que la llamaría con nuevas noticias.

Cuando cerró el correo miró hacia la cama. Dana continuaba sin moverse. El mundo avanzaba a toda velocidad y el que se detenía a tomar aliento quedaba rezagado. A eso parecía estar destinada Dana… pero allí estaba ella para impedirlo.

Bajo la ducha caliente, su cabeza no dejaba de pensar en los cambios que se habían producido durante el día. Si había suerte y el sargento daba con Manel Bernat, tendrían un problema menos. Pensó en todas las cosas que debía hacer: recoger el dinero en la finca, ir al banco a por el suyo e ingresarlo todo para que pudiesen cargar los recibos que hubiesen devuelto. A las once había que pagar al proveedor de los piensos, y después aún le faltaría averiguar a cuánto ascendía la deuda pendiente con el banco y echar un vistazo a las cuentas. Se secó el pelo y en cinco minutos escasos estuvo lista. Luego se vistió. Mientras se ponía la chaqueta respiró hondo. Miguel había quedado que iría al hospital hacia las ocho, y aún faltaban horas. Además, si salía en seguida no encontraría a nadie por la carretera y podría estar de vuelta con toda la documentación de la finca al cabo de un par de horas.

Dana parecía estar bien. Su pecho subía y bajaba con un ritmo pausado que la hacía parecer una versión vendada de la Bella Durmiente. Kate se sentó en la silla, le cogió la mano y se agachó para hablarle al oído.

—Dan, me voy a la finca. Miguel llegará en un rato y a las doce vendrá Nina a relevarle hasta que yo vuelva. Sigue así hasta que pueda resolver algunas cosas. Ya queda poco.

Ya se separaba de ella cuando vio moverse sus labios.

—Se acaba…

Kate se acercó más para entender lo que le decía.

—El plazo… Habla con el director… Páralo… Páralo… todo.

—Dan, ¿qué tengo que parar? No te entiendo.

A la veterinaria le costaba hablar y Kate se acercó aún más a sus labios.

—Madre mía… se la van a quedar…

—¿Qué se van a quedar?

—La finca.

Kate se quedó helada.

—Dan, ¿la van a embargar?

La cabeza vendada de Dana asintió.

Mierda. ¡Con ella siempre llegaba tarde!

—¿Cuándo vence el plazo?

—El veintiocho.

—¡¿Ayer?!

Kate cogió aliento intentando asimilar lo que acababa de oír. Giró sobre sí misma buscando el bolso. Los bancos aún no habían abierto y si hacía la transferencia desde su oficina de Barcelona tal vez pudiesen jugar con la fecha. Se levantó con la BlackBerry en la mano y marcó el número de su director de cuenta para dejarle un mensaje, pero él respondió al instante.

Dos minutos después se ponía el abrigo mientras le ordenaba a Dana que no se preocupase, que intentaría resolver el problema como fuese. Cogió el bolso y, cuando se dio la vuelta para salir, descubrió a Lía de pie, con una expresión extraña en la cara y dos vasos de café humeante.

La enfermera la había visto hablando con Dana. Kate la miró a los ojos, buscando pistas sobre sus intenciones, y Lía abrió los suyos tanto como pudo, justo antes de soltar un se ha despertado que la dejó desarmada. Kate ni siquiera tuvo que preguntarse si podía confiar en ella.

—Lía, lleva horas despierta, desde ayer, pero nadie puede saberlo hasta que hayamos resuelto ciertos asuntos. Intentaré que sea hoy. ¿Podrás guardar el secreto?

La joven no podía apartar los ojos de Dana, pero asintió de inmediato.

—Bien, ¿esto es para mí? —pidió señalando uno de los cafés.

Lía asintió de nuevo.

—De acuerdo, gracias, te debo una —aseguró cogiendo uno de los vasos—. Me voy al banco y a la finca, pero Miguel está de camino. Cuento con tu silencio —añadió apretándole ligeramente el brazo antes de desaparecer.

El valle había amanecido a varios grados bajo cero y Kate se maldijo por haber dejado el coche en una de las calles poco transitadas que daban al lago. Ahora tendría que limpiar el hielo de la luna delantera y no sabía si en el A3 llevaba rasqueta. Todo estaba oscuro y las calles se encontraban casi desiertas, así que podía oír perfectamente el sonido de sus propios pasos sobre la nieve. En la finca tenía sus viejos descansos, le recordaron el día de la fiesta, cuando pensaba volver a Barcelona y seguir con su vida. ¡Qué lejos le parecía todo aquello! Pero ni siquiera había transcurrido una semana desde su discusión con Dana. Y las barbaridades que pensó de todos. Ahora sabía que no podían responder, y eso le recordó el accidente. Se preguntó qué haría ahora, cuando Dana despertase completamente y supiese que no podía ver. La recorrió un escalofrío y se subió el cuello de la chaqueta hasta la nariz.

Esta vez estaba atada al valle de nuevo, pero con sogas de culpa y responsabilidad. Todo a la vez, nada tangible pero más real que una orden del juez. ¿Qué se supone que vas a hacer ahora con tu vida, Kate? ¿Dejarla sola? ¿Ciega y sin recursos? Empezó a sentir náuseas. Se forzó a aspirar por las fosas nasales y a concentrarse en el dolor del aire helado para olvidar el maldito estómago. Pero sólo consiguió que la tos rompiese el silencio helado de la calle. Y por fin llegó al coche.

Tuvo que esperar casi cinco minutos a que saliese el aire caliente. Mientras tanto cerró los ojos y se concentró en hacer desaparecer la sensación de tener los huesos calados. El sabor del expreso de Lía le llenaba la boca y el espíritu de sensaciones positivas. La nariz empezó a gotearle y estiró el cuerpo para abrir la guantera, donde guardaba los pañuelos de papel. Pero lo primero que encontró fue el sobre con las fotos que había guardado. A esa hora seguro que el padre Anselmo ya estaba en marcha; le había hecho una promesa, y tenía que cumplirla. Recorrió el trayecto hasta la rectoría; le castañeaban los dientes y pensó sin querer en esas dentaduras de juguete que, cuando les das cuerda, avanzan sobre una mesa como si estuviesen vivas.

El párroco tardó varios minutos en abrir la puerta. Kate le sonrió temblando y le ofreció el sobre. Él frunció el ceño y dudó un instante antes de abrirlo. Mientras tanto, Kate tiritaba de pie en la entrada con el coche en marcha. Cuando don Anselmo vio el contenido y la miró con los ojos entornados, Kate le dijo que el resto de la caja se había quedado en comisaría. Él volvió a mirar las fotos. Su nuez subió y bajó un par de veces con dificultad y toda la papada se movió como una ola. Cuando levantó la vista, Kate supo que la palabra no saldría de su garganta. Vio cómo se le humedecían los ojos y presintió que si no se iba en seguida los suyos acabarían igual. Dibujó una sonrisa fugaz para que él comprendiese que no necesitaba decirlo y dio media vuelta hacia el coche.

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