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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (64 page)

Contuvo la respiración para ver si se había despertado, pero no detectó movimiento ni signos de conciencia.

La enfermera, una sesentona alta y escuálida, la saludó con una mueca tensa. Dejó la cama de Dana y, con gesto de disgusto, sacó la otra al pasillo. Llevaba el pelo encanecido recogido en una coleta baja y tirante que no dejaba un mechón fuera de lugar. Kate la observó revisar de forma mecánica las constantes de Dana. Mientras lo hacía, la enfermera la informó en un tono neutro de que el doctor pasaría antes de comer. Kate miró la hora: aún podía tardar mucho. Siguió observando cómo la enfermera alisaba la sábana y la remetía bajo el colchón sin una arruga, tan tirante como el recogido de su pelo, pensó. Luego, salió sin despedirse. Kate pensaba en Lía cuando la BlackBerry emitió un aviso.

El mensaje de Luis era impecable: la botella había partido de una
boutique
de Andorra que sólo comerciaba con series limitadas y unidades numeradas. Mi vida, pendiente del país vecino, se dijo Kate. Luis quería saber qué debía hacer con la información y le adjuntaba el código de serie de la botella, los datos de la bodega de origen y el contacto de la
boutique
. Bien por él. Le respondió con un buen trabajo y dudó un instante antes de mandar el texto. Si Paco los retiraba del caso de su hermano, cosa poco probable, necesitaba que Luis limpiase el expediente de algunas cosas para que ciertos documentos no llegasen a manos de sus competidores en el bufete. Al fin, cursó la respuesta, decidida a no avanzar acontecimientos y a ocuparse de cada cosa en su momento.

Acercó una silla a la cama de Dana y se sentó a su lado mientras marcaba el número de la tienda. Casi quince minutos más tarde, y tras varias mentiras inofensivas, colgó satisfecha. Había averiguado un detalle interesante para el trato que tenía con el sargento.

—A la hora de comer llamaré al sargento y te dejarán en paz —susurró acercándose a Dana.

Kate le cogió la mano preguntándose si tardaría mucho en despertar. Cuando Dana empezase a recordar y hubiese que explicarle que había perdido la vista, comenzarían los problemas. Kate esperaba con angustia el momento en que tuviese que contárselo. Y, por sus pesquisas en Google, la recuperación que le esperaba a Dana iba a ser lenta y dolorosa.

Cerró los ojos y se concentró en la mano que sujetaba. Deseó con todas sus fuerzas que sus lesiones sanasen, e intentó con obstinación olvidar que había sido su llamada la última que había atendido Dana. Respiró hondo repitiéndose como una letanía que no era culpa suya y que ella bien podía haber ignorado la llamada. Pero su corazón acelerado no la engañaba, ni el aplastante peso invisible sobre los hombros. Porque ¿cómo se suponía que iba a poder soportarlo si al final no conseguía ayudarla? Empezó a acalorarse. Una sensación de asfixia le subió por el brazo hasta el pecho y le hizo apartar la mano de la de Dana. Se puso de pie. ¿Había sido una señal? ¿Una demostración inequívoca de su rechazo? Allí, de pie junto a la cama, la observó intentando detectar algún movimiento, algo que indicase que estaba consciente y que de verdad la aborrecía hasta el punto de no poder soportar su contacto. Por enésima vez en las últimas horas se le anegaron los ojos. Sólo conocía a una persona que pudiese hacer de intermediaria entre ellas y le pidió que las ayudase a superarlo desde donde estuviese, como había hecho siempre.

Y, metida como estaba en sus cábalas, no atendió a los golpes en la puerta ni a los pasos, hasta que le tuvo detrás y oyó claramente el carraspeo.

El doctor Marós permanecía al pie de la cama y fingió no advertir que ella se secaba la cara con la palma de la mano. Avanzó como si estuviese solo y revisó las pantallas con atención y en silencio.

Kate sabía que la había visto llorar, y que estaba disimulando. Y aunque le molestaba tener tan poca intimidad agradeció el detalle y se avergonzó de lo que había pensado de él por la mañana mientras escuchaba su conversación con Lía escondida en la escalera.

Le observó trabajar. Sus manos eran delgadas y fuertes, con el dorso liso como el de un niño. Llevaba la bata abrochada, el pelo con un corte clásico y, aunque parecía concentrado, le vio tocar varias veces el mismo botón de la pantalla.

Kate respiró hondo. Mientras Dana durmiese tenía la misión de luchar por las dos, de ocuparse de defender sus intereses. Por el momento, lo primero era avisar de que la habían subido a planta.

Mandó un SMS a su hermano para que informase al abuelo y otro a Chico para que pudiese grabar su número. Cuando acabó, el doctor le tomaba el pulso a Dana por tercera vez y la irrupción del ex comisario en la habitación evitó la conversación que ambos habían ido posponiendo, en una especie de acuerdo tácito de no invasión del espacio del otro. Miguel entró tras el abuelo.

Kate alzó la BlackBerry y se la mostró a su hermano. Él asintió levantando su móvil.

Los tres hombres se saludaron, y el doctor estaba a punto de hablar cuando el abuelo alzó la mano. Se hizo el silencio y con una seña los mandó salir a todos. Miguel cerró la puerta de la 202 y el abuelo asintió para que el doctor continuase.

No se habían producido cambios importantes durante la mañana. La reducción paulatina de analgésicos a la que la estaban sometiendo provocaría que despertase en las siguientes doce o catorce horas, pero deberían seguir con medicación fuerte para que Dana pudiese convivir con el dolor. Les recalcó que había roto la luna delantera del vehículo al chocar con la cara y que lo que más les preocupaba era la evolución del traumatismo craneoencefálico. Mientras le escuchaba, Kate recordó la última llamada en el móvil de Dana y se sintió la peor persona del mundo. Habría anulado esa llamada si hubiese podido retroceder en el tiempo, habría dado cualquier cosa por no haberla hecho… O, tal vez, simplemente por no saberlo.

Al marcharse, el doctor Marós los dejó silenciosos, sumidos cada uno en sus propias cavilaciones. El abuelo y Miguel entraron en la habitación y Kate permaneció fuera, con la mirada fija en la ventana del final del pasillo, buscando una luz que la sacase de aquella espiral de pesimismo en la que estaba entrando. Y, entonces, él apareció como una visión.

Sus miradas coincidieron, pero Santi siguió avanzando. Al instante, ella notó la pared en la espalda. La imagen del hacha clavada en el suelo acudió a su mente y empezó a temblar. En aquel pasillo estrecho de luces blancas fluorescentes, Santi Bernat parecía un gigante o el cíclope de una historia de terror. Caminaba ligeramente erguido, pero sus hombros caían a ambos lados de la cabeza, adelantándose inclinados como si pretendiesen llegar antes. En el mismo instante en el que le vio reducir la velocidad, Kate se dio cuenta de que Miguel asomaba la cabeza a su lado y de que Santi llevaba la mano vendada. Le miró a los ojos, tan grises y fríos como los de su padre, y detectó un instante de duda en ellos justo cuando oyó que se abría del todo la puerta de la habitación. Su abuelo salió al pasillo y Santi aminoró el paso.

¿Cómo se atrevía a ir allí, después de mentir a la policía y dejar a Dana sin coartada? ¿Se podía ser más cínico? Kate, animada por la presencia de los suyos, avanzó un paso dispuesta a encararse con él, pero en seguida notó la mano del abuelo en el brazo. El ex comisario dio un paso adelante y Santi los miró con sorna.

—He venido a curarme —dijo mostrando la mano vendada—. ¿Qué tal le va a la veterinaria?

—No creo que sea asunto tuyo. No sé a qué has venido, pero los mentirosos no son bienvenidos —anunció Kate con rabia.

Santi la observó con interés y luego sonrió burlón.

—No sé a qué te refieres. No veo a ningún mentiroso por aquí —respondió fingiendo buscar a su alrededor—, pero puede que ahí dentro sí haya una —añadió señalando la puerta de la 202.

Kate se liberó de la mano de su abuelo y, si Miguel no lo hubiese impedido, se habría lanzado a abofetearle. Santi dio un paso atrás mientras Miguel la sujetaba con fuerza. Ella miró desafiante a su hermano y Miguel frunció el ceño para hacerla comprender. De acuerdo, pelearse con Santi no serviría de nada. Incluso podía hacerle más daño de otra forma. Miró a Miguel sin pestañear y, cuando él la soltó, Kate clavó los ojos en los de Santi.

—No creas que vas a salir de ésta tan fácilmente. Esa sonrisa sólo oculta el miedo —escupió—, puro miedo, porque estás solo y porque sabes que no voy a parar hasta poner al descubierto todos y cada uno de los chanchullos de tu padre. Sé que tú acabaste con él; así que prepárate, porque también voy a demostrarlo.

Santi soltó una carcajada.

—No puedes demostrar algo que no es verdad. No se puede. ¿A que no, comisario? —preguntó sin apartar los ojos de ella—. Bueno, tengo que irme. Saluda a tu amiga de mi parte y dile que, cuando quiera vender, sólo tiene que llamarme.

Kate iba a responderle cuando la mano de su abuelo volvió a sujetarle el brazo. Esta vez tiró de ella y la contuvo. Santi los saludó y se marchó por donde había llegado.

Kate se volvió hacia Miguel.

—Te diré algo. Si me entero de que ése está implicado en el accidente, acabaré con él y echaré sus restos en la mina de Tartera.

Se volvió hacia el abuelo. Quería advertirle que ésa era la última vez que se metía en sus asuntos, pero lo que vio la dejó muda. El ex comisario miraba fijamente el lugar por donde Santi había salido con una expresión de odio que Kate desconocía… y dio un paso atrás para apartarse de él.

101

Plaza Santa María, Puigcerdà

Cuando alcanzó la calle le dolían los carrillos de tanto forzar la sonrisa. Caminó hacia el aparcamiento con el corazón acelerado. Todo se estaba poniendo muy feo. Y la nieta del ex comisario parecía con ganas de buscarle problemas. Aunque seguro que se le pasaría, porque a los que vivían fuera del valle el interés por las cosas de allí les duraba poco. Saludó al hijo de Casaus, que salía del banco, pero continuó andando. No tenía ganas de charla. Al final ni siquiera había podido averiguar si tendría que hacer algo o la veterinaria ya estaba bastante grave. Por lo menos, eso le daba más tiempo para resolver el asunto de la tía. Y lo necesitaba, porque en el cuarto del viejo no había encontrado ni rastro de la llave del baúl y había tenido que abrirlo con el hacha. Pero tampoco allí había ni rastro de los papeles de la tía; las tierras de Santa Eugènia seguían siendo un problema. Sacó la cartera del bolsillo, introdujo el ticket del aparcamiento y las monedas en el parquímetro, y recogió el comprobante.

En el trayecto hasta el coche, mientras caminaba con la cabeza baja, alguien le tocó el brazo.

—¡Bernat!

Pep Comet era uno de los asiduos a las partidas de los martes en el casino de Alp. Habían coincidido en la escuela hasta que Santi abandonó los estudios y desde que había dejado el instituto, antes de acabar, como casi todos los del grupo, Comet trabajaba en la carpintería de su padre.

—Comet… —saludó apoyando las palabras con un asentimiento.

—¿Qué, tío? ¿Cómo va?

—Bien, he venido a arreglar papeles, ya sabes.

Pep asintió con afectación.

—Bueno, mañana te esperamos…

Santi dudó.

—No sé, ya veremos.

Un claxon los interrumpió. La mujer de Comet le hacía señas para que se diese prisa. Él se encogió de hombros y le palmeó el brazo.

—Venga, hombre, el luto es para las mujeres.

Santi dibujó una mueca.

—Mañana —le ordenó Pep apuntándole con el dedo en alto—, y ya pediremos algo para cenar.

Santi subió al coche y dejó el ticket en el salpicadero. Todos le apoyaban. Arrancó, metió la primera y aceleró. En cuanto salió a la claridad del exterior respiró hondo. Se detuvo para ceder el paso a una mujer y vio al yerno del gestor saliendo del pub con dos tipos. Eso le hizo pensar en el notario. Maldita sea, ni siquiera eso parecía resolverse, y el dinero se le estaba acabando. Sintió el impulso de parar y preguntarle, pero no quería testigos; ya le llamaría desde casa. Y al del banco también, porque la petición de la legítima era una complicación que no le permitía tocar el dinero aunque fuese suyo. Por suerte, todo el mundo le conocía, y sabían que antes o después sería el dueño de todo. No sería difícil llegar a un acuerdo con el del banco. A un Bernat le fiarían.

Salió de Puigcerdà y cogió la N-260 hacia Bellver. No podía dejar de pensar en lo que había ocurrido en el pasillo del hospital. No era bueno que la nieta del ex comisario fuera por ahí acusándole de haber matado a su padre, aunque nadie fuese a creerla. No, no lo era. De momento, haría esas dos llamadas.

1986

La noche anterior a su decimoctavo cumpleaños habían discutido por primera vez. La mañana siguiente, cuando él se marchó a clase la tía ya estaba levantada, e incluso le soltó un buenos días que él ignoró. A la hora de la comida se sentó a la mesa rompiendo la rutina establecida de dejarle comer solo mientras ella mordisqueaba cualquier vegetal, entrando y saliendo de la cocina. Ese día, por el contrario, había servido un plato de judías verdes para cada uno y otro de pollo al horno con limón sólo para él. Incluso había sacado los viejos moldes de aluminio e hizo unos flanes. Cuando acabaron, él comentó que le habían otorgado la mención de honor en ciencias y ella le obsequió con el habitual gesto tibio de aprobación. Ese día le dispensó de recoger los platos y pudo irse a su cuarto para seguir estudiando. Pero, hacia las seis, ya empezó a oírla trajinando al otro lado de la puerta. Hubo pasos y movimiento de persianas. La oyó arrastrar sillas y pararse varias veces tras la puerta de su habitación para luego seguir hacia el comedor. A las ocho menos cuarto oyó dos golpes en su puerta que acabaron de irritarle. Tanto movimiento le había impedido concentrarse en toda la tarde y eso suponía un retraso absurdo en el plan de estudio. Estuvo tentado de decirle que le dejase tranquilo, que no quería jugar, y que lo que deseaba era quedarse encerrado con los libros. Pero ella jamás perdonaba la partida. Entonces decidió que sería corta, de apenas diez minutos, y que luego volvería a su habitación. Cuando llegó al comedor, la tía le esperaba en su butaca, delante de la mesa camilla, preparada con el ajedrez. Pensó de nuevo en los diez minutos y se sentó. Ella tiró del tablero y dejó al descubierto un sobre de papel marrón. Es tu regalo de cumpleaños, dijo. Él lo cogió. Las yemas de sus dedos notaron el relieve del canutillo del papel satinado. Parecía vacío. Lo abrió, metió los dedos y tiró del contenido. Era la primera vez que le daba un billete. Cuando vio el color le tentó lanzárselo a la cara por miserable. Pero, en lugar de eso, volvió a meterlo en el sobre y lo dejó de nuevo bajo el tablero, con un seco abren blancas. Ella tardó un instante antes de mover un peón y empezó la partida. En el tercer movimiento se dio cuenta de que estaba buscando algo, pero evitó mirarla. Estaba harto de sus absurdas triquiñuelas para alargar insufriblemente las partidas, de sus fingidas respiraciones profundas y de sus estúpidos ahogos cuando la cosa se ponía en su contra. Además, después de la discusión de la noche anterior, ahora sabía que no podría escapar, que nunca le dejaría marchar y que pretendía tenerle siempre a su lado como a un esclavo. Después de mantenerte durante toda tu vida a cambio de nada, no permitiré que me dejes sola ahora que estoy vieja y enferma. No había salida, sin dinero no podría escapar hasta licenciarse. Lo había estado pensando toda la noche y no había otra. Después de eso, el día también le había parecido muy largo. Y, encima, ahora le había hecho perder la concentración de la tarde con sus estúpidos ruiditos. No iba a dejar que también le fastidiase la siguiente noche con sus tonterías. Se propuso no escucharla. La oía respirar cada vez con más dificultad, pero siguió ignorándola, con la vista clavada en el tablero. Ella movía pieza cada vez que él pulsaba con irritación el reloj de ajedrez sin mirarla. Su respiración se hizo más acusada y, cuando ella se puso las manos en el pecho, él la miró indignado, sin poder sospechar que durante el resto de su vida recordaría con nitidez las imágenes que iba a presenciar a continuación. Sus intentos nerviosos por exprimir el inhalador agotado pulsándolo repetidamente delante de la boca, la orden apremiante de que él le buscase el de recambio, el desconcierto en sus ojos y la irritación ante su pasividad, el sonido ronco de la petición de auxilio y sus huesudas manos sujetándose a los bordes de la mesa como garras para intentar ponerse en pie… Al fin, su mirada altiva en el instante de comprender que él no iba a moverse. Luego, el golpe al caer como un saco. Diez años después de aquello sólo necesitaba cerrar los ojos para verla, con su blusa de seda y la chaqueta de punto encima, con sus pulseras doradas y el cuerpo enroscado sobre el suelo como una culebra seca. Casi podía sentir el olor intenso y asfixiante de su perfume y ver su inseparable inhalador vacío volcado sobre el tablero de ajedrez. Sin embargo, era incapaz de acordarse de sus pensamientos mientras ocurría todo. Después, recordaba haberse maravillado de que hubiese sido tan fácil.

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