Cuando el ascensor se detuvo, él se apartó para dejarle paso y la despidió con un fugaz hasta luego. Al salir, Kate se volvió un segundo y le vio pulsar el botón del primer piso con la mirada fija en el teléfono.
Habitación 202, hospital de Puigcerdà
La habitación de Dana permanecía en penumbra y en silencio. Kate subió la persiana un par de palmos y miró hacia la cama. Seguía como la había dejado y no había rastro ni de Miguel ni del abuelo. Como para fiarse… Cuando ya empezaba a despotricar mentalmente de ambos, oyó la cisterna.
El abuelo salió del baño y fue a sentarse en la butaca. Luego le preguntó si había comido.
—Me he comprado algo. La verdad, creía que encontraría a Miguel. Si quieres ve a comer y ya me quedo yo.
El ex comisario negó con la cabeza. A Kate le rugían las tripas. El reloj marcaba las cinco de la tarde y no había probado nada desde el café con leche de la mañana. Pero prefería no abrir la ensalada delante de él porque eso daría lugar a una de sus miradas de desaprobación y no quería empezar a irritarse antes de averiguar lo que necesitaba saber. Acercó una de las sillas a la butaca, pero en lugar de sentarse a su lado fue hasta la ventana y lo hizo en el alféizar.
—¿Conoces a los Herrero?
Él frunció el ceño.
—¿Los de Mosoll?
Kate asintió.
—Manuel y su hermana. Él es de esos que no hablan por no molestar, pero ella las canta claras, una mujer de mucho carácter —concluyó.
—¿Y qué relación tienen con Jaime Bernat?
El ex comisario frunció el ceño.
—Que yo sepa, ninguna, aparte de la lucha por las tierras del pantano. Pero de eso ya hace mucho tiempo y tuvo más que ver con su padre.
—¿Qué pasó?
Kate vio la duda en los ojos de su abuelo y temió que le preguntase para qué quería saberlo. Si lo hacía no sabría qué responder, porque no quería que supiese que había ido a visitarlos con el sargento. Eso haría aparecer una de sus miradas de desaprobación, seguida de algún comentario disuasorio que la pondría de malas, y además acabaría con la posibilidad de averiguar lo que quería. Pero, por una vez, el abuelo simplemente contestó.
—Manuel era el segundo hijo de un notario importante de Sevilla. Se instaló en el valle en los sesenta para hacerse cargo de unas tierras que había heredado su padre de un pariente francés, creo. Cuando llegó, compró unos terrenos colindantes al pantano y a la finca Bernat. Él no lo sabía, pero el viejo Bernat, el padre de Jaime, llevaba años intentando comprárselas al propietario. Cuando Manuel llegó con el dinero, el tipo se las vendió y al viejo Bernat se le quedó cara de pavo. A partir de entonces le hizo la vida imposible con denuncias constantes: cualquier incidente acababa en el juzgado. Pero Manuel es un buen hombre, serio y trabajador, y nunca busca problemas.
—¿Y la hermana?
—Isabel llegó al valle algo más tarde. No sé por qué la mandaron venir, pero ahí sigue. Supongo que le gustó el sitio.
—¿Y no se han casado? De joven debía de ser guapa.
El abuelo la miró extrañado y Kate se arrepintió de inmediato de ser tan bocazas.
—¿Cuándo la has visto?
Kate permaneció muda un instante.
—Bueno, su casa es la única que tiene flores todo el año, es fácil fijarse en ella.
El ex comisario asintió.
—Que yo sepa, están solteros. Ya sabes cómo es la gente de por aquí, sólo les gustan los autóctonos.
Kate recordó el remitente de la caja que Isabel les había dado.
—Y M. Bernat, ¿sabes quién es?
Él enarcó las cejas.
—Supongo que te refieres a la hermana de Jaime, Marian. Recuerdo que la mandaron a Barcelona con su tía porque tenía problemas de salud. En aquella época era normal ir a vivir cerca del mar cuando se padecía asma u otras enfermedades respiratorias. Se marchó muy joven. Creo que se llevaba un par de años con Jaime.
El ex comisario se la quedó mirando y asintió en silencio.
—Supongo que no vas a decirme lo que buscas…
Kate miró a Dana, consciente de que su abuelo esperaba una respuesta. Y, por una vez, permanecer callada tuvo su premio.
—Si quieres saber más de los Bernat, pregúntale al cura. Creo que era el único amigo de Jaime que le duró toda la vida.
Kate enarcó una ceja.
—Sería porque no había tierras de por medio… —comentó sarcástica.
El abuelo ignoró el comentario y movió el bastón para levantarse.
—Me voy. No te metas en líos y dile a Miguel que estaré en casa.
Y señalando a Dana añadió:
—Y llamadme si hay novedades.
Al abrir la puerta se topó con Chico Masó y se saludaron.
—Hola, he venido a verla un momento y a traer esto —anunció mostrando un cargador Nokia.
Kate se levantó y el ex comisario le hizo un gesto impaciente al joven para que entrase de una vez. Luego cerró la puerta por fuera.
Cuando estuvieron solos, Chico se quedó mirando impresionado a Dana.
—¿Quieres que cargue su móvil? —propuso Kate señalando la mano en la que él apretaba el cargador.
Chico asintió y acercó una silla a la cama.
Kate entró en el lavabo y enchufó el móvil de Dana. Cuando se iluminó la pantalla recordó la última llamada y pulsó la tecla para cerciorarse. No hubiese hecho falta, porque sabía perfectamente lo que había ocurrido. Pero cabía la posibilidad de que ella, al despertar, no recordase nada y siempre sería mejor vivirlo en secreto que bajo las miradas de acusación de los demás. Dudó por un momento y, con los ojos clavados en el número y el corazón acelerado, clicó un par de veces para borrar el registro.
Ya estaba hecho.
Vació la cisterna del retrete y salió del baño. Chico permanecía sentado al lado de la cama, con las manos sobre las rodillas, y no parecía tener intención de levantarse. Bien, no había mejor candidato para cuidar de Dana. Kate miró la hora y se decidió.
—¿Te importaría quedarte con ella un rato? Tengo que hacer unas gestiones. Volveré dentro de media hora.
—Vale, pero ¿te importa que vaya antes a buscar algo de comer?
Kate recordó la ensalada que tenía en el bolso y lamentó no haber elegido la de pasta. Sacó la bolsa y se la ofreció.
—Toma, es verde, lo siento.
Él la miró agradecido.
—Ningún problema. Cuando vuelvas tráeme un buen bocadillo de jamón y estaremos en paz.
—No se te ocurra dejarla sola. —Él la miró ofendido—. Vale, no he dicho nada… Ahora vuelvo.
Comisaría de Puigcerdà
Al entrar en comisaría, a J. B. le extrañó no ver a Montserrat en su mesa y que el hall estuviese desierto. Llevaba en brazos la caja de los Herrero y miró la hora en el reloj de pared. Eran apenas las cinco y fuera anochecía. Había tardado bastante desde el centro hasta la comisaría con la caja entre las piernas, pero no había querido que ella le llevara hasta allí porque sabía que no era bueno que alguien le viese bajando pruebas del coche de la nieta del ex comisario.
Recordó el mensaje que había recibido al volver de la finca de los Herrero. Montserrat le advertía de que Magda le estaba buscando y le pedía que la llamase de forma urgente desde dondequiera que estuviese. Sabía que ignorar esa orden había sido una estupidez, pero no quiso hablar con la jefa delante de la hermana de Miguel. Además, aún no quería darle el sobre de la científica, y tampoco mentir, así que lo mejor era seguir ilocalizable hasta tener más datos.
Dio unos pasos y miró hacia la puerta del despacho de Magda. Ella estaba reunida con alguien; puede que incluso se hubiese olvidado de él. Así que aceleró el paso y entró en su despacho, dejó la caja sobre la mesa, metió la punta del abrecartas en la rendija y abrió la tapa. Dos botellas de Ximénez-Spínola. Isabel Herrero no las había tocado, así que no esperaba que hubiese huellas relevantes. Marcó el número de centralita con la esperanza de que Montserrat ya estuviese en su mesa y clavó los ojos en la pantalla del ordenador. Abrió el correo que había recibido de la central. El DNI sobre el que había pedido información correspondía a doña María Antonia Bernat, nacida en 1948 en Mosoll y fallecida en 1966 en Barcelona. Aún intentaba comprender esos datos cuando la voz de Montserrat le provocó un respingo.
—Sargento…
—Hola… No te he visto cuando he entrado.
—Estaba con la jefa. Si fuese tú, iría a su despacho antes de que vuelva a llamarte. Esta tarde ha preguntado dos veces por ti y no he sabido decirle dónde estabas. Ah, y quería hablar con los de laboratorio…
—¿Y?
—No podré retrasarlo mucho más…
—Gracias, Montserrat. Yo también tengo unas pruebas para ellos y unos formularios que darte para que los firme Isabel Herrero cuando pase por aquí el sábado.
—¿Ya has ido a verlos? Pensé que querías hablar antes con mi suegra. La he llamado…
—Lo siento, al final he decidido no esperar. El caso es que si ahora voy a por las bolsas seguro que me encuentro con la jefa y no quiero hablar con ella hasta que lo tenga todo más atado.
—Y necesitas que alguien te las traiga.
—Te deberé una…
Montserrat murmuró algo parecido a que no sería la primera vez. J. B. oyó el golpe del auricular contra la mesa y el silencio. Permaneció al teléfono mientras daba vueltas a los nuevos datos. Si eran correctos, alguien con acceso a ese documento había tratado de despistarle. Estudió los nombres anotados en la pizarra. No tenía ni idea de quién era María Antonia Bernat, pero por edad sólo podía ser prima o hermana de Jaime. Y únicamente había dos personas con derecho a tener en su poder ese carnet. J. B. buscaba en la libreta de direcciones de su móvil el teléfono de Santi cuando Montserrat entró abriendo la puerta de golpe. Con las bolsas en la mano se quedó mirando la caja abierta sobre la mesa.
—¿Eso es lo que vas a mandar? —preguntó con sarcasmo mirando la caja.
J. B. asintió mientras ella le miraba impaciente.
—Para eso necesitas una caja, hombre —anunció irritada.
El sargento se encogió de hombros. ¿Qué narices le pasaba a la buena de Montserrat? Las notas de
Brucia la terra
le apartaron de sus pensamientos, miró la pantalla del móvil y volvió a dejarlo sobre la mesa evitando a la secretaria. No quería ver su cara de desaprobación por no descolgar, pero era la cuarta llamada de Tania esa mañana y, la verdad, empezaba a cargarle. J. B. echó la silla para atrás y se levantó. De repente, prefería a la comisaria antes que dar explicaciones sobre su vida a una Montserrat cabreada con el mundo. Cogió las bolsas de la mano de la secretaria y bajó al almacén.
Diez minutos después, J. B. estaba de regreso en su despacho. Mantuvo la vista fija en la pantalla del ordenador mientras esperaba la confirmación de los datos del DNI que había vuelto a pedir a la central. Su móvil anunció un mensaje entrante y lo leyó.
Cuando acabó de responder el cuestionario de Tania sobre sus alergias o preferencias culinarias y el menú que más le apetecía de los que proponía en su mensaje, J. B. se concentró en la pizarra. Anotó el nombre de María Antonia Bernat al lado del de Santi y marcó la extensión de Desclòs. Pero no hubo respuesta y J. B. miró la hora. Las seis, y fuera parecía noche cerrada. De repente recordó las piezas que ya podía recoger en Correos y la moto que le esperaba en el taller. Se acercó a la ventana. El viento espoleaba las hojas de los árboles y los peatones avanzaban encogidos. J. B. deseó que el termostato del edificio que tenía alquilado no hubiese saltado durante el día y encontrar el altillo caliente. Por la mañana, al salir, había dejado la luz exterior abierta para no encontrarse de nuevo con el visitante desconocido que le espiaba cada noche, camuflado entre los arbustos. Deseó borrar la cena en casa de Tania, pero la verdad era que tenía hambre. A mediodía la llamada de la letrada, siempre tan oportuna, le había fastidiado el bocadillo de beicon con queso de El Edén. Con la vista clavada en el aparcamiento, J. B. buscó el móvil y le mandó un mensaje: María Antonia Bernat (1948 - 1966). Mientras lo escribía recordó cómo la letrada había esquivado su propuesta para jugarse una comida cuando volvían de la visita a los Herrero. Definitivamente, la cena en casa de Tania no era un mal plan y, si acababa pronto, incluso podía pasar un rato en el taller antes de acostarse. Pero pensar en la cena, y en el postre que vendría luego, se le hacía cuesta arriba. La verdad, no estaba de humor para juegos ni para conversaciones banales de adolescente. Aún recordaba la bronca de la mañana y lo que de verdad le apetecía era la tortilla de patatas de El Edén y trabajar en la moto hasta la madrugada. Cogió el móvil y escribió un mensaje a Tania. Mejor cualquier otra noche. Dejó el aparato y, con la mirada en la gran caja que seguía sobre la mesa, lista para mandarla al laboratorio por la mañana, se sentó dispuesto a planear sus siguientes pasos en la investigación. Pero entonces recordó que la valija hacia Barcelona salía sobre esa hora. Cogió la caja y salió rápidamente al hall. Montserrat estaba cerrando los envíos y en cuanto le vio la cara ella misma le dijo que lo pondría en urgentes. J. B. regresó al despacho y se dejó caer en la silla. De nuevo, la pizarra llamó su atención.
Realmente era poco probable que la veterinaria hubiese tenido acceso a ese documento. J. B. marcó el número de Santi para averiguar quién era exactamente María Antonia Bernat, luego pediría a la tienda de espirituosos las cintas del día del envío. Mientras esperaba, estudió la pizarra preguntándose si la letrada tendría razón. Si era así, no quería estar presente cuando lo supiera.
Rectoría, iglesia de Puigcerdà
Tardó tres minutos en cruzar la plaza y sólo cinco más hasta la rectoría. Los dos termómetros que había visto por el camino no subían de los siete grados negativos y, a pesar de llevar botas, Kate avanzaba con la sensación de tener las piernas congeladas. Lo hacía sin mirar a nadie, no quería saludos o cruzarse con alguien que le preguntase por Dana, y a mitad de trayecto tuvo la sensación de que, si se lo proponía, sus pies avanzarían sin llegar a tocar el suelo.
Cuando llegó a la rectoría llamó al timbre y entró sin esperar respuesta. Aún era la misma puerta y seguía con el mismo abrefácil que había cuando los martes asistía con Dana a la catequesis, después del cole. Sonrió y llamó a la puerta interior con los nudillos mientras se estiraba la falda.
Oyó una tos ronca.