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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (27 page)

No es que yo no supiera que podía gustarle a los hombres, claro que lo sabía. Pero se trataba de una información recogida en distintas ocasiones y guardada en reserva, frente a la que todavía no había tomado partido, porque no alteraba mis proyectos ni el ritmo de mi respiración.

Como consecuencia, no solía enterarme de cuando le gustaba a un chico; casi siempre era Mariana la que me ponía sobre aviso, y ni siquiera entonces lo admitía con esa adhesión que provocan en el alma las verdaderas creencias. Tampoco me inquietaba imaginar por anticipado los posibles trastornos que pudiera acarrear el amor.

—Y lo raro —se extrañaba Mariana— es que seas capaz, en cambio, de inventar unas historias de amor tan bonitas y que llores leyendo los sonetos de Garcilaso y Petrarca.

—Pues sí, ya ves, yo tampoco lo entiendo.

A ella le gustaba gustar, decía que, sólo notarlo, le producía una sensación de poder. Tenía un don de influencia innato y debe seguir conservándolo, aunque mantenga todavía la opinión de que ella siempre ha dejado en libertad a todo el mundo para que haga lo que le dé la gana. No sé, me parece que se engaña. En fin, no se trata de volver sobre esto ahora. Queda pendiente para cuando cuente lo de Guillermo, si es que llego a contarlo, porque esta narración, o lo que sea, se está convirtiendo en un puro vericueto.

El caso es, volviendo a los vaticinios de mi madrina, que los síntomas de languidez diagnosticados por Rubén Darío como heraldos del despertar de los sentidos eran más o menos los que yo padecía ese invierno, aunque el príncipe en ciernes no viviera en Golconda o en China sino en la calle de Sagasta. Una casa, por cierto, en la que nunca he entrado, aunque la miré y la sigo mirando muchas veces desde fuera, cuando paso por allí. Tiene balcones panzudos con herrajes un poco antiguos. Creo que la abuela de Guillermo todavía vive en ella. (O por lo menos eso me dijo él en Londres; así que ese «vive» después de diez años, resulta más que problemático.) Es una de las casas que más salen en mis sueños, tiene muchos pasillos circulares, un poco en cuesta, todas las habitaciones tienen dos niveles, separados por un escalón, y en el de arriba siempre estoy yo mirando. Reconozco la casa por pura intuición, como cuando de un determinado gabinete dices que te recuerda al de Madame Bovary, donde, como es natural, no ha entrado ninguno de los lectores de esta novela.

Creo haber dicho ya que fue un invierno muy frío. A lo largo de él, aparte de la incomprensible distancia entre Mariana y yo, me había dado cuenta de otra cosa: de que mis padres se llevaban cada vez peor.

(Al llegar aquí, he sentido la necesidad de revisar lo que escribí el otro día sobre mi conversación con Soledad. Al principio, lo buscaba en este mismo cuaderno, pero la parte que me interesa encontrar ahora está en el anterior. Y no puedo dejar de reseñar aquí la alegría que me da tener ya un cuaderno lleno y otro a medias. Ya lo he encontrado. Me decía Soledad que Amelia y ella hablaban a los dieciséis años con toda naturalidad de las relaciones matrimoniales de sus padres. Eso en mi tiempo no ocurría. Nunca comenté con nadie, ni siquiera con mi hermano, el que nuestros padres se llevaran mal, a pesar de que estaba persuadida de que él lo tenía que notar igual que yo. Y ahora pienso que el sufrimiento sordo y solitario que me produjo aquel descubrimiento puede haber influido en mi afán por ocultar a mis hijos el deterioro de mi relación con Eduardo. Es evidente que no me ha servido de nada.)

De aquel periodo de encierro invernal, asociado en mi recuerdo al runrún de los conspiradores, se destacan con toda nitidez dos fechas especialmente gélidas: una la de mi visita a Mariana (que queda apuntada en el cuaderno anterior) y otra la del último de año. Por la mañana, mi madre me preguntó que qué planes tenía para esa noche, que si no tenía ninguno podía ir con ellos a casa de unos amigos de esos de toda la vida que hay en las familias. Como no me apetecía nada, le dije que había quedado con un grupo de la Facultad.

—¿Quiénes son? —me preguntó mi madre—. Decías que no tenías amigos en la Facultad.

—Bueno, no son muy amigos. Pero para comer las uvas no hace falta una intimidad especial.

—Menos mal que te animas a salir un poco —remachó mi madre—. Pero podías haberles dicho que vinieran aquí. Ya sabes que me gusta conocer a tus amigos.

Me encogí de hombros y no contesté nada. El afán de mi madre por fiscalizar todos mis movimientos no lo podía resistir, porque además encubría intenciones casamenteras.

—Por cierto —dijo ella—, tienes una tarjeta de Mariana desde Barcelona. ¿Es que estáis enfadadas?

Me indigné. Aquella pregunta revelaba claramente que mi madre había leído el texto de la tarjeta.

—¿Y tú por qué tienes que meter las narices en mis cosas? ¡Dame esa tarjeta!

—Es lo que pensaba hacer —dijo, sacándola del bolsillo del delantal—. Desde luego, hija, cada día estás más loca.

Se la arranqué de las manos y salí de la cocina airadamente, dando una patada a la puerta, que es de vaivén. Sigue siéndolo. Es de las pocas cosas que no han cambiando en el refu: la cocina. Pero los cambios de fisonomía de esa casa desde que mis padres se casaron hasta ahora darían por sí solos para otro cuaderno. (Por cierto, que no se me olvide, tengo que ir al refu.)

Me metí en mi cuarto con la tarjeta de Mariana. Representaba un paisaje nevado con abetos y un Papá Noel. La nieve de las montañas y la barba del personaje, vestido de rojo y cargado de juguetes, estaban cuajadas de chispitas de plata, rugosas al tacto. La miré un rato antes de darle la vuelta. El texto era tan frío como el paisaje que representaba, y aludía a nuestro último encuentro en su casa. Frío sobre frío. «Feliz año nuevo, Sofía. Y a ver si creces de una vez.» Pensé, pero aún con más certeza que la tarde de nuestra despedida: «No está enamorada. No lo puede estar. Una persona enamorada emitiría otro resplandor, sería capaz de calentar a los demás con su propio fuego.» Rompí la tarjeta y la tiré a la papelera, mientras volvía a preguntarme una vez más si realmente existiría aquel fantasmal Guillermo que tenía cara de lobo, si estaría con ella en Barcelona y si renegaría también de los personalismos y complacencias burguesas que Mariana me había echado en cara. Mirando los pedacitos del Papá Noel y de las montañas nevadas que brillaban en la papelera, se me llenaron los ojos de lágrimas pensando en ellos, deseándoles lo mejor.

No daba por cancelada ninguna etapa, pero sí decidí crecer a mi manera. No fui a ninguna fiesta, quería recibir yo sola el año nuevo. Y aquella noche me senté a escribir. Era la primera vez que no lo hacía por darle gusto a Mariana o al profesor de Literatura, sino por necesidad imperiosa, porque no tenía otro camino. Seguirlo era cuestión de vida o muerte. Y supe también que era un camino escarpado, pero que me gustaba ser capaz de subirlo, y que lo iba a subir yo sola. Cuando oí los primeros ruidos en casa de los que regresaban de sus fiestas respectivas, apagué la luz y me metí en la cama vestida. No había cenado, no me había enterado del paso de un año a otro, y me parecía imposible que hubieran transcurrido tantas horas.

En los meses que siguieron, dejé de inventar historias sentimentales de final más o menos feliz para anotar mis sensaciones de una forma inmediata y descarnada. Me salían aforismos y poemas dedicados a mí misma. Con tinta roja los de las horas de cierta euforia. Con tinta negra aquellos en que gritaba mi impotencia para expresar lo que me oprimía. A los de tinta roja volvía en mis horas bajas y me servían de cierto consuelo. Aprendí a irme abriendo camino a tientas, a esperar sin esperanza, a no exigir de nadie una respuesta, a alimentarme únicamente de mi hambre de vivir, aunque la sintiera aletargada. Ese ha sido mi norte toda la vida, no convertirme en una mujer amargada, agarrarme a lo que sea para lograrlo. Y desde luego, no hay mejor tabla de salvación que la pluma. Gracias, Mariana, por habérmelo vuelto a recordar. Que ya he llenado casi la mitad del segundo cuaderno. Claro que éste es más delgadito.

Cuando me encerraba con mis libros en casa o en un rincón de la biblioteca del Ateneo, la necesidad de explorar aquel vacío en que me había sumido la ausencia de Mariana arrasaba mis propósitos de estudio y desembocaba en balbuceos poéticos a través de los cuales me parecía estar tocando la entraña del mundo. Interrogaciones urgentes lanzadas al vacío, intercaladas como descargas eléctricas en las páginas de todos mis cuadernos de clase, entre fechas de batallas, de inventos, de revoluciones culturales, de muertes de reyes y nacimiento de santos y poetas, de conmemoraciones, de pestes y naufragios. A aquel mar revuelto echaba mis poemas, como flores de una ofrenda anacrónica. Y a veces los fechaba también.

Hay uno del 27 de febrero titulado «Deshielo.» Lo escribí por la mañana. Aquella tarde conocí a Guillermo.

XII. UN DÍA ENTRE DOS PUERTAS

En ella me fijé desde el primer momento y con una atención especial, donde bullían sentimientos encontrados.

Creo que fue por la manera que tuvo de agarrar la cajetilla de tabaco que le estaba alargando el recepcionista, un gesto que parecía el resultado definitivo, previo ensayo, de sucesivas tomas fotográficas seleccionadas para un anuncio lleno de
glamour
, cuya leyenda podría ser: «Marlboro, la elegancia natural de lo artificial» o algo por el estilo. A mí las manos se me están estropeando bastante, Sofía, y precisamente porque trato de ignorarlo o de presentar ante mí misma el fenómeno como insignificante, cuando de improviso las contemplo con mirada extraña junto a otras más jóvenes, donde las venas azulean sin sobresalir y los nudillos no son rugosos, esa evidencia del deterioro salta clamando por sus fueros y el temido ajuste de cuentas se sobrepone a las componendas para esquivarlo. Pero lo curioso es que aquella mujer, que inmediatamente se convirtió en foco de indagación para mí, tampoco parecía mucho más joven que yo misma, impresión que se veía reforzada al mirarla un poco más de cerca.

Nos habíamos encontrado en el mostrador de la conserjería, justo cuando yo llegaba con mi equipaje después de una noche en blanco e indecisiones varias sobre mi paradero, con el alma en tormenta y sin duchar. De esas veces que te pesan las ojeras. Era mediodía. Ella entraba de la piscina a buscar tabaco. Llevaba un albornoz corto abierto sobre un bikini de lunares que dejaba ampliamente al descubierto el vientre moreno y terso. Iba descalza.

Nos miramos. Su rostro acumulaba esa inexpresividad crecida a la sombra del ocio y del esfuerzo por mantener a raya cualquier emoción que pueda implicar arrugas supletorias. Seguramente se habría sometido a más de una operación estética. Pero las manos y los pies eran como de gheisa.

Cuando, poco después, el mozo que me había subido el equipaje a la 203, tras explicarme el funcionamiento de la televisión, me dejó sola deseándome feliz estancia y me envolvieron los sones de una música que llegaba de fuera, me di perfecta cuenta, allí paralizada mirando en torno mío, de que el plazo de esa estancia no iba a poder decidirlo yo. Prescrita por mí misma a modo de urgente cura de sueño, e imaginada en principio como un simple alto en el camino antes de regresar a Madrid, se empezaba a configurar como una incógnita, cuya duración se iría resolviendo con el correr de los días.

—No tiene por qué decidirlo ahora. De momento tenemos una habitación que está libre por una semana —me había dicho el recepcionista en tono conciliador, como quien intenta suavizar las asperezas de un trance violento.

Lo era. Porque yo, desde que había mirado las manos aterciopeladas que recogían el paquete de cigarrillos y luego sacaban uno y lo encendían, había sufrido una especie de fuga, lo que la doctora León llama «flashes de ausencia.» Y en la sonrisa obsequiosa pero desconcertada del recepcionista capté la incomodidad que le debía transmitir mi gesto reconcentrado y mi chocante silencio ante su pregunta de que cuánto tiempo me pensaba quedar.

—Ya. Pues muchas gracias. Es que no sé. Depende de unas noticas que espero recibir —contesté distraída, mientras miraba alejarse nuevamente a aquella mujer de los pies descalzos como flores.

Seguí pensando en ella durante mucho rato y su figura se interponía a manera de obstáculo en la anhelada conquista del sueño. Bajo su mirada de estatua había aflorado en mí un viejo contencioso, a duras penas refrenado, donde la envidia y el desdén por la mujer-objeto esgrimen alternativamente sus armas, sin que ninguno de los dos bandos alcance más que victorias pasajeras. Ahora el de la envidia estaba tomando posiciones estratégicas.

Debe ser el bajón de la noche en vela, las tensiones a que me ha sometido Silvia —me dije, mientras contemplaba con ojos ofuscados el grabado del iceberg que acababa de descubrir, ahuyentaba todo proyecto de futuro y me prometía un reposo profundo y sin interferencias—. Cuando me despierte, la cabeza funcionará mejor.

Me caía, efectivamente, de sueño y de cansancio. Tanto que ni fuerzas para ducharme tenía. Puse en la puerta el cartelito de «No molesten» saqué un pijama del maletín y, antes de abrir la cama, salí a la terracita de los muebles de mimbre con intención de bajar el toldo.

El lujoso recinto de la piscina, rematado por una barandilla de piedra que se asoma al mar y salpicado de tumbonas de colores vivos, mesitas bajas y quitasoles a rayas, me invadió brutalmente los sentimientos, encendiéndome el deseo de permanencia estable en aquel mundo ocioso y placentero, de sumergirme en él al abrigo de toda responsabilidad, desconectada de cualquier problema o remordimiento, camuflada en el jardín tropical de sus convenciones. Me asomé un poco más.

Debajo de mi terraza vi la barra ovalada de un bar estilo cubista con taburetes rosa y negro, y de aquel punto procedía la música que, unida al olor del mar, multiplicaba el desfallecimiento de mi voluntad y aguzaba la alerta de mis sentidos. Era una canción de los Beatles la que estaba sonando en aquel momento:

I'd like to be

under the sea

in an octopus' garden

in the shade…

La oí por primera vez en Barcelona, en casa de un chico catalán con el que yo salía entonces, Sergi Casal, me acuerdo porque dio lugar a una de nuestras riñas de cariz más o menos político, creo que la última. No fue un novio estable. Nunca he tenido un novio estable. Vivía con sus padres, gente de dinero pero bastante culta, en una casa espaciosa donde gozaba de una independencia poco habitual y de los privilegios del hijo único superdotado y con madera de líder. Ahora es un pediatra muy conocido. Me lo he encontrado en algún congreso. A él le encantaban los Beatles.

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