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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (41 page)

Consuelo dijo que ella tampoco está nada preocupada por ti y que lo único que pide es que te diviertas y le saques partido a la vida, porque a ella la has tratado siempre mejor que su propia madre, y por eso te quiere y también porque eres una cachonda mental. Dijo que nadie como tú para inventar letras de canciones cuando te despiertas de buen humor, que te salen volando y sólo con que te dedicaras a eso en serio, ya podrías ganar más pasta que tu marido sin tener que andar metiéndote en abogados y esos rollos, con la falta que están haciendo letras con marcha, que hasta cantantes como Ramoncín se agotan porque es que no encuentran quien les haga letras. Dijo que lo que más te pega es haberte ido al refugio, aunque tampoco piensa indagar si estás allí o conmigo, eso se queda para los polis.

No le pregunté qué refugio es ése, porque ya a estas alturas de la caótica información aquella historia me sonaba tan irreal como la de la carta al cliente de la 204. Y precisamente por eso, porque se parecía un poco a las que invento yo cuando me pongo a divagar, la iba colocando y rectificando a mi manera sobre los datos de aquel guión disparatado. No sólo consiguió sacarme momentáneamente de mis agobios, sino que logré compartir la emoción y los riesgos de tu escapatoria nocturna y relacionarlos con la confusa historia de espionaje que se había insinuado en mi sueño. Nos veía a las dos corriendo por callejuelas estrechas, cogidas de la mano, en busca de ese refugio inconcreto donde posiblemente nos hemos escondido juntas anoche. Y me aliviaba aplacar tu sobresalto en brazos del mío, saber que ya no es a mí sola a quien persiguen y que, juntando tu capacidad de inventiva con mis facultades para el disimulo, lograremos despistar al detective de más inquietante aspecto y más fino olfato.

Me he limitado a decirle a Consuelo, cuando me ha dejado meter baza, que no estoy en Madrid ni te he visto últimamente, con lo cual sube muchos puntos la conjetura del refugio. Pero que, por favor, en cuanto aparezcas, te dé el recado de que me llames, que es urgente. Le he dejado el teléfono de este hotel, y me he asegurado de que lo apuntaba correctamente, así como el prefijo de Cádiz y el número de mi habitación. También le he encargado que te lo diga a ti personalmente y a nadie más. Ella ha repetido que es una tumba y nos hemos despedido.

Como consecuencia de esta conversación, he deshecho definitivamente la maleta, porque ya tengo una razón para quedarme aquí: la de esperar tu llamada. Y he comprobado una vez más que atender a un asunto ajeno es remedio eficacísimo contra la parálisis. Ya llevo varias horas escribiendo en plan «ejercicio de redacción» lo mismo que te receté a ti. Y eso ha traído como consecuencia que ordene los papeles de la mesa, rompa muchos que son innecesarios y encuentre otros que creía haber perdido. Ya me dan menos grima que anoche.

Pero es porque tú existes, Sofía, escondida, buscando hueco en un refugio del que quiero rescatarte; por eso lo que escribo se vuelve como un túnel excavado a ciegas, y yo un topo avanzando por esa galería subterránea de palabras sin más guía que el deseo de dar contigo para pedirte socorro y ofrecértelo; y otras veces dejo de arañar la tierra porque hay que salir a la superficie, aunque entrañe más riesgo, y trepo por los árboles, y mis palabras me llevan a saltar de rama en rama, a escalar muros o atravesar a nado fosos verdinegros, siempre furtivamente, orientada tan sólo por la fe que se crece ante el obstáculo, como en las películas de cautivos a punto de perecer, donde el libertador, que siempre llega en el momento álgido, también va a verse liberado él mismo de oscuras amenazas nada más rescatar al prisionero, y por eso se multiplican su ingenio y su destreza; así mi necesidad de que oigas mis señales y de esperar las tuyas se convierte de agobio en incentivo que anima y colorea no sólo estas palabras que abren brecha hacia tu incierto refugio, sino también las que salen enhebradas con ellas, todas las que te vengo dedicando desde que cogí el tren para Puerto Real, sembradas a voleo igual que avena loca, y que ahora, resucitando del papel donde yacían, vienen en ayuda de las otras, en pos de ellas, como la retaguardia de un ejército que al toque de clarín ha saltado al caballo.

Escribo tonterías, ya lo sé, que cualquier broza u hojarasca es buena para aguantar el frío de la espera, para avivar el fuego de la historia que te quiero contar antes de reingresar en la mazmorra del sentido común, antes de que mis lágrimas se enfríen y el guardián me susurre: «No era para tanto, al fin y al cabo no era para tanto, ya has hecho suficientes cabriolas, no te ha pasado nada, vuelve en ti» no, no me da la gana todavía de tomar esa pócima, me resisto a ponerme en manos de la doctora Jekyll, que me devuelve a un mundo de miserias reales a cuyo cargo estoy, me rebelo contra la idea de ser tratada y apaciguada por la doctora Jekyll León, que me transmuta en ella, quiero escapar, Sofía, deformada en espejos grotescos, te llamo, soy Mariana, quiero llorar contigo a rienda suelta una pena de amor tal vez irrelevante, pero que arrastra muchas anteriores, lágrimas y suspiros abortados desde los años de universidad, cuando me planteé que había que elegir entre atender a los sentimientos ajenos o dar coba a los propios y supe que si no era capaz de arreglármelas sola y sin pedir auxilio, de poco auxilio iba a servirle a nadie, fue una decisión indolora entonces y que incluso me embellecía, sonrisa distante de Ninotchska, de Lauren Bacall, refrena tus instintos. Pero Manolo dijo que no, que era mentira, que yo lo que llevaba era fuego en las venas, menos mal que no iba a morirme sin saberlo, eso fue hace tres años, mejor tarde que nunca, se llama Manuel Reina, creo que te lo he dicho en otras cartas, pero ya no me quiere. Aunque la culpa es mía, lo perdí yo porque me dio la gana, porque volví a la cárcel del sentido común de la que llevo años queriéndome escapar y ya no puedo, igual que llevo muchos, muchos más, sabiendo que es a ti, a mi amiga del alma, a quien quiero llamar para que me consuele, que es la única que sabe, aunque negándome a reconocerlo; necesito llorar, desahogarme contigo, me niego a que me trate la doctora León, «que no sabe decirme lo que quiero.» Ojalá te llegaran estas palabras locas y afiladas a arañar los cristales de ese refugio raro en el que te acurrucas, y reconocieras mis lágrimas en las gotas de lluvia que azotan la ventana, porque al menos aquí ha empezado a llover, quién pudiera tener delante y copiarlo para ti aquel pasaje de
Cumbres borrascosas
que tanto te gustaba, está casi al principio, cuando el rostro de Catherine niña se asoma en una noche de tormenta al cuarto abuhardillado que fue suyo y donde se ha quedado a dormir Lockwood, y a través del cristal súbitamente roto él aferra sus dedos fantasmales y comprende aterrado que, aunque tal vez en sueños, ha rozado una historia de la que ya jamás se podrá desprender, la que luego investiga por conducto de la señora Dean y nos cuenta a nosotros, pero sobre todo a ti. Copiar para ti, Sofía, incorporados al jeroglífico general de nuestras vidas presentes y pasadas, trozos de esta novela que aún alumbra tus sueños, sería otro canal abierto entre tú y yo, tal como somos hoy, puente aéreo tendido entre nuestros recuerdos, miedos y decepciones, conjuro para convocar la respuesta que con tanto afán espero: ¿Me has llamado, Mariana? ¿Qué querías?

Si no sospechara, con vehemencias de certeza, que dentro de un rato (o mañana, como muy tarde) me va a llegar tu voz sobrevolando ríos y montañas para decirme eso, para saber qué ocurre, qué me pasa, por qué estoy refugiada en este hotel de la costa de la Luz, sola, paralizada, tu voz diciendo que no tienes prisa, que por favor no llore, prendería fuego a todos los conatos de strep-tease solitario, donde se merodea en espirales huecas e indecisas una historia de amor sin
happy end
, que no pudo tenerlo; y te voy a contar lo que menos rodeo necesita, lo que sólo nos duele cuando cesa, que estoy enamorada de quien ya no me quiere, y voy a hablarte de él, de cómo es y de la voz que tiene, porque la voz no cambia, es terrible, Sofía, tiene la misma voz y las manos también, las mueve igual, es que no te imaginas lo que es oír ahora esa voz pronunciando: «¿Y a ti qué tal te va? Tienes muy buen aspecto, Marianilla» un diminutivo como distanciador que nunca había empleado, y yo «Pues bien, ya ves, que me tira esta tierra, preparando un trabajo, ando un poco cansada» sin dejar de mirar hipnotizada, igual que si las viera dentro de un cuadro, esas manos que sacan un mechero y lo encienden y me alargan la llama distraídas, sin temblar; poder contarte lo que eran esa voz y esas manos que algún incomprensible maleficio convierte ante mis ojos en las mismas, y no sé si creer o no creer, investigar o no, abandonarme a la alucinación o escapar del peligro, contártelo, Sofía, a borbollón, como me salga, como me hablan mis pacientes a mí de ilusiones perdidas para siempre, entrecortadamente, desde el sobresalto que acarrea tener que revivir fulgores apagados y buscar a la sombra lo que tan sólo al sol pudo tenerse, cuando el entendimiento, cegado y deslumbrado por la luz del verano fugitivo que ahuyenta las preguntas, se abría simplemente a lo que era un regalo sin mañana, un acontecimiento gozoso y natural; preguntarte, Sofía, dónde voy a meter ahora las imágenes fragmentarias y descabaladas, pero aún rebullendo, de este hombre que ahora ya no se inmuta ni sobresalta al verme, dónde las meto, di, qué voy a hacer con ellas, de la misma manera que cuando algún objeto valioso se ha roto en mil pedazos, no sabes si guardarlos o tirarlos, y en tu perplejidad anida sobre todo el descubrimiento de que hasta aquel instante no te habías dado cuenta de lo valioso que era; si no estuviera segura —digo— de que me vas a escuchar te cuente las cosas como te las cuente, aunque sea tergiversando una historia que sólo tu atención logrará redimir de la trivialidad, y no imaginara que vas a decirme: «No llores, Mariana, por favor, no llores» si no fuera por eso, le tendría la misma alergia que anoche al montón de papeles que estoy incrementando febrilmente, ya ves, por puro vicio ahora, mientras espero el milagro de tu llamada.

Aunque, mirada desde otro ángulo, toda esta perorata también puede tomarse como un caso de desdoblamiento de personalidad añadido a los muchos que anota la doctora León, repartidos por fichas, papeles y cuadernos que ya empachan de tan manoseados, dejados por imposible y releídos. ¿Para qué —digo yo— querrá tantos ejemplos? Pues ya ves, todos le vienen bien, según parece, de todos saca algo y los exprime, no siendo que se pierda un jugo salutífero para abonar sus tesis, un engrudo especial de marca nueva con que pegar ese montón de añicos clasificados por tamaños. Y total para qué, vuelvo yo a preguntar, si una vez primorosamente encolados, tanto que a veces ni la juntura se nota, las historias resultantes de esa componenda son, mirándolo bien, tan parecidas todas y siempre sin final, abiertas de par en par al vendaval del desamparo.

Ahí quedan restañadas, cobradas y archivadas, hasta que vuelve a reproducirse el trastorno que avisa de otra posible desintegración. Y entonces se presenta de nuevo esa señora de media edad, generalmente elegante, delgada y de manos nudosas que avanza hacia el diván. Josefina Carreras suele haberme pasado antes la ficha para que pueda pronunciar un nombre de mujer que, si no, habría olvidado o confundido con el de otra, todas tienen un vago sentido artístico que no saben cómo canalizar, que no les aporta consuelo, pero en lo que más se parecen es precisamente en su afán de excepción, de presentar su caso como distinto de cualquiera y en cierto rictus de los labios que delata un adiós a la esperanza de volver a ser besados con pasión, y yo digo su nombre, ¿qué la trae por aquí?, pues nada, lo de siempre pero un poco peor, son como las apariciones reincidentes de la señora Acosta en el umbral de tu casa, baje conmigo y lo verá, cuestión de tuberías, lo de siempre.

Entre mis carpetas de la mesa supletoria, la que lleva el letrero de «Soledad femenina» es la que más abulta, y a la que acaban yendo a parar casi todos los apuntes de clasificación dudosa.

Ayer por la tarde, antes de bajar al chiringuito de la playa donde había citado a Manolo, estuve repasando algunos de ellos, como cuando te preparas para un examen, intentando luego retener las conclusiones fundamentales mientras me duchaba, y era como ponerse sin demasiada fe una vacuna contra la enfermedad que ya se le está a una incubando. A través de las líneas mecanografiadas pulcramente o quebradas, como ahora, por una caligrafía desigual, fluyen intempestivas las aguas de mil ríos que antes fueron arroyos y regueros oriundos de distinto manantial, que se abrieron camino entre troncos y piedras por vertientes abruptas, fueron creciendo luego cada cual por su lado, remansándose, cantando la canción que los diferenciaba y orientaba su ruta, hasta venir un día sin saber cómo a dar irremisiblemente en el mar de fondo de la soledad, esa fosa común donde impera un fragor unánime, donde todas las aguas que hallaron a su paso un eco rumoso se vienen a juntar, más solas por más juntas, por más indistinta su queja, una queja uniforme que pretende sonar, seguir sonando, como algo excepcional. Me aburren los demás, no me comprenden, no me escuchan, siempre se están quejando de lo mismo, haciendo una montaña de tonterías, doctora, si tuvieran que pasar lo que yo estoy pasando; y lo malo es que no encuentro con quién hablar, créame, cada día es más difícil, la gente va a lo suyo, nada más que a lo suyo.

Cuánto has pensado, Mariana, en ese asunto —le decía ayer por la tarde a la que me miraba desde dentro del espejo un poco empañado del cuarto de baño—, cuántas vueltas y consejos y conferencias has dado sobre él, ¿no eres ya a estas alturas una experta en el tema?, pues para algo te tiene que servir, aplícate el cuento, hermana, concéntrate a ver lo que sacas en limpio. Y me gustaba ver volar las puntas de mi pelo a impulsos de una corriente tibia de aire que no soplaba desde el secador de mano, como a primera vista pudiera parecer, sino rizando el mar desde Levante, ondulando campos de girasoles, inflando velas, agitando las ropas colgadas a orear en azoteas de pueblos blancos y encaramados de repente, ante mis ojos atónitos, en la sorpresa misma de sus nombres, Arcos de la Frontera, Veger, Ubrique, Zahara de los Atunes, Ronda, Alcalá de Guadaira, Lebrija, Medinasidonia, Osuna, Jimena, Antequera, y el marco del espejo se convertía en la ventanilla abierta de un Fiat Uno con la sierra de Grazalema al fondo y nubes de nácar despeñándose hacia el Sur, camino de Tarifa a cruzar el Estrecho. Esas nubes, pueblos, montañas y playas vieron tus ojos deslumbrados, Mariana, todo eso vieron, mujer, recuérdalo, rescátalo de las profundidades donde duerme, de la roca firme en que tu soledad se asienta, vuelve a tejerlo para abrigarte el corazón ahora, lo viste, fue verdad, lo sigue siendo, no lo dejes morir como mentira sin prestarle asistencia, todo consiste en una voluntad de transformación, lo has dicho muchas veces, en el arte de manipular el material que a cada uno nos tocara en suerte. La soledad también puede ser objeto de artesanía y manipulación, que se lo pregunten si no a los poetas, consiste en no vivirla como condena ni mendigar nada desde el hondón de ese agujero negro, simplemente explorarlo. «Más vale ver negro que no ver» ya lo decía Machado, o sea que es precisamente la pertinacia de nuestra mirada lo que acaba arrancando destellos diamantinos del fondo de las minas de carbón y nos permite pintar un cuadro no necesariamente tan sombrío ni uniforme, ¿o es que el negro no tiene sus matices?; tarda uno en distinguirlos, sí, hasta que se hace la vista a lo oscuro, pasa lo mismo con cualquier color, tampoco las nubes son fáciles de pintar, Manolo decía que lo más difícil, que lleva horas el mirarlas. Todo lo que vale la pena tarda uno en verlo y requiere sudores para sacarlo a pulso, pero nadie tiene por qué notar si ha costado mucho o poco el rescate; tú aguanta quieta, impávida, ya te digo, lo que haya de ser será, no te pongas nerviosa. Consiste en eso, en no echar los pies por alto, en la alquimia que permite destilar de nuestro reino de las sombras una mirada soñadora y ausente, rozando lo inmaterial, justo como ésa que asciende de tus recuerdos y te devuelve el espejo ahora, un gesto impenetrable y sólo tuyo, que aflora casi sin aflorar, que ahuyenta los excesos e invita a ser descifrado, a ver si eres capaz de mantenerlo toda la tarde, Mariana.

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