Salí de la lectura de «Exilio sin retorno» como quien se despierta de una pesadilla, y aunque al mirar a mi alrededor no vi ningún incendio, mi alma estaba en llamas.
La necesidad de ver a Encarna inmediatamente coincidía con el deseo fogoso y repentino de escapar de casa, de rebelarme contra la mentira, de romper amarras. «Tengo que hablar con Encarna, contarle todo lo que me pasa y lo que siento ahora, no puedo demorarlo ni un minuto más; de las personas que tengo cerca ella es la única que me entiende.» Y el refu se me presentó de repente como aquella casita con balcones al mar que su imaginación infantil edificara para brindarme asilo. «Tú no tendrías que hacer nada —me había dicho—, sólo contar cuentos» Pues eso es precisamente lo que necesitaba. Y además ella misma acababa de demostrarme que los cuentos pueden ser sombríos, que no tienen por qué acabar siempre bien, pero que también ésos hace falta contarlos con detalle y acierto, aunque no tengan final feliz, y hasta más falta, si bien se mira. Pero, claro, es muy difícil saber cómo y cuándo acabarlos, atinar con el final no feliz. ¿Qué me está pasando a mí, si no, desde que empecé estos cuadernos? No me salen más que cuentos incompletos, todos son cachitos, y los voy uniendo como puedo, pero quedan cachitos para dar y tomar, vivos y coleando, empujándose para entrar en el argumento. Ahí es nada, toda una vida, a la que han afluido y siguen afluyendo muchas más y cada cual cantando su canción, cuántas aguas mezcladas, cuánto poso; y sin salir de casa, cada cajón que abro, cada nube que miro pasar por delante de mi ventana, cada palabra que oigo y cada libro que me pongo a leer estalla en mil añicos donde se espejan nuevos fragmentos de vida: historias despedazadas. El único final un poco feliz de estos cuentos incompletos será el de podérselos entregar algún día a alguien que sonría entre lágrimas al recibirlos.
Miré el reloj. Eran las doce y media. Metí el cuaderno de tapas de hule en un cajón, me puse la chaqueta, cogí dinero y llaves y, cuando ya estaba a punto de salir de casa, retrocedí sobre mis pasos y entré en la cocina. Era más sensato llamar al refu antes de ir, para saber si estaba Encarna o había salido. No tenía yo el cuerpo para viajes en balde.
Nada más descolgar el teléfono, me di cuenta de que había interrumpido una conversación que Eduardo, desde el dormitorio, estaba manteniendo con alguien.
—Por favor, Magdalena, no me pongas las cosas más difíciles; sólo te pido un poco de paciencia, yo también lo paso muy mal —le oí decir en voz sofocada y tensa.
Solté el teléfono y lo deposité cuidadosamente en la mesita auxiliar del office, como quien se desprende con sigilo y aprensión de un insecto que puede ser dañino. Me alejé unos pasos, sin saber qué partido tomar. Colgar en ese momento alertaría a Eduardo y podría hacerle pensar que fiscalizo sus efusiones sentimentales. Pero dejarlo para más tarde planteaba dos problemas que procedían de la misma incógnita: la duración imprevisible de aquella conversación. Yo no tenía los nervios como para aguantar allí hasta que acabara, pero es que además alcanzar la pericia de hacer coincidir exactamente mi «clic» con el del dormitorio me condenaba a acechar cé por bé los altibajos de aquel coloquio. Dejar descolgado el teléfono del office y desentenderme de él, que finalmente fue la solución que elegí como menos mala, presentaba el inconveniente de que, si Eduardo quería volver a llamar, cosa muy probable, descubriría de todas formas, al encontrarse con que no tenía línea, que yo había oído parte de la conversación.
«Pero al menos —pensé con alivio— no me encontrará en casa para pedirme explicaciones ni sentirse obligado a dármelas.» Había además otra ventaja: mi huida repentina a aquellas horas de la noche ya no se prestaba a ser juzgada como un arranque incomprensible o caprichoso; podía resultar incluso coherente. O sea, que aquel argumento subsidiario, surgido como liebre en el erial, no sólo hizo más urgente y avasallador mi deseo de largarme de casa, sino que le otorgó de paso una justificación muy oportuna.
Arranqué una hoja del bloc de los recados y escribí: «Me voy a dormir a casa de una amiga. No la conoces tú ni tiene teléfono. Pero no te preocupes, porque no estoy de psiquiatra ni pienso tirarme por el viaducto. Mañana o pasado te llamaré al despacho y hablaremos. Ahora no tengo ganas. Y no pienso volver a hacer en mi vida nada sin tener ganas. Buenas noches, S.»
En el transcurso de todas mis cavilaciones, y sobre todo mientras escribía la nota y la colocaba luego con precaución debajo del auricular para que Eduardo no tuviera más remedio que encontrarla, no pude evitar que una serie de añicos de aquella historia descabalada me entraran por el oído, intentando engrosar el caudal, ya desbordante, de todos los cuentos y cuentas pendientes. Aquella Magdalena, a quien identifiqué —no sé si equivocadamente— con la chica pelirroja, planteaba quejas y exigencias, y él trataba de aplacarla, asegurándole que todo se arreglaría y salpicando sus promesas de apelativos mimosos como «darling» o «cielo» Pero lo que más me dejó de piedra fue una frase que oí ya al final con toda claridad, porque sonó justamente cuando yo levantaba el auricular para meter la nota debajo.
—¿Paciencia? —estaba diciendo ella con una voz rabiosa pero entrecortada por las lágrimas—. ¿Te parece que he tenido poca? Pues, para que te enteres, Desi dice que no sabe cómo aguanto esta situación, pregúntaselo a Desi.
Abandoné la cocina, enfilé el pasillo y me largué a la calle.
Acabo de llamar por teléfono a tu casa y no estabas. Además no saben dónde estás. Se ha puesto una mujer con voz juvenil, le pregunté que si era hija tuya, y me ha contestado que no, que ella es Consuelo. Me dejó aturdida y sin reacción, porque precisamente «Necesito consuelo» era la primera frase que se me estaba viniendo a la boca según marcaba tu número, así, sin más rodeos, como un S.O.S. Y subía tan incontenible y cargada de metralla que ni siquiera estaba segura de haber podido llegar a terminarla sin estallar en llanto.
Consuelo habla muy deprisa y bastante embarullado, aludiendo a personas y situaciones de las que me supone al tanto. Lo que más le interesaba saber era si tengo teléfono o llamaba desde una cabina. Por lo visto, tu marido ha estado intentando sonsacarle el nombre de alguna amiga tuya que no tenga teléfono para enterarse de dónde has pasado la noche. Pero a ella todo esto le parece muy raro, dice que amigas a ti se te conocen pocas, y menos sin teléfono, «¿Quién no tiene teléfono hoy en día?» más fácil ve ella que lo hayas dicho para despistar.
Yo al principio la escuchaba impaciente, y luego con un desconcierto que poco a poco se fue mudando en curiosidad y en una especie de energía subterránea que trasvasaba a tu alma las zozobras de la mía. Haberte llamado en petición de ayuda se convertía en querer ayudarte y saber que podía hacerlo. No sé si te ha pasado alguna vez estar muy mal y llegar a casa de amigos sin ganas de nada más que de decir: «Vengo aquí a caerme muerta, a que me recojáis con pala» y encontrarte con que ellos en ese mismo momento están metidos en un conflicto que puede ser más grave o más leve que tu pena, eso da igual, lo que importa es que lo entiendes mejor porque lo miras desde fuera, y eso te espabila, te distrae de lo tuyo y te devuelve la voluntad de poner a funcionar la neurona atrofiada, o sea de vivir, porque las ganas de vivir siempre resucitan un poco cuando te sientes útil y con facultades para echar una mano.
Pero me costaba trabajo concentrarme, porque me he pasado la noche en blanco, hasta las primeras luces del amanecer, merodeando por callejones sin salida, dudando entre las opciones de quedarme aquí, seguir huyendo o volver a Madrid, que las tres se me antojan igual de equivocadas, precisamente porque cuando se te mete en la cabeza eso, que qué pinta uno en ninguna parte ni quién, como no sea algún pelmazo, te puede echar de menos, es cuando se te quitan las ganas de vivir. Estuve escribiendo a ratos y otros exhumando letra muerta de ese cementerio de cuitas amorosas propias y ajenas, a cuyo pie se han secado las flores de cuantos juraron no olvidar un momento único en que brotó el «para siempre» con el resumen añadido de mis fichas sobre el erotismo, tan asépticas y obedientes a su epígrafe, que nunca hasta hoy habían destilado veneno o mal olor ni se habían desbordado de su casillero. Palabras encubiertas, mentiras disfrazadas de verdad, que se mezclan y abrazan describiendo giros caprichosos, transitando las calles de mi cerebro, pisoteándolo bulliciosamente, como en un baile de Carnaval donde la diversión consiste en no preguntarle a nadie cómo se llama, en qué barrio vive ni qué enfermedad le aqueja, y del que sólo van a quedar telas rasgadas, amnesia y vidrios rotos. Daba igual apagar la luz o incluso taparme la cabeza con la almohada: la mesita supletoria —recordatorio lacerante de la que me espera llena de correspondencia atrasada y asuntos pendientes en mi despacho de Madrid— seguía emitiendo, desde su rincón provisional, esa extraña fosforescencia propia de los cadáveres y los fantasmas. Y sabía que ahí, en ese montón de papeles apilados, reside el foco del conflicto. Aunque también, quizá, su posible esclarecimiento.
Esta última sospecha debe haber sido la que se opuso anoche a mis impulsos de destrucción y me detuvo la mano cada vez que me acometía el furor de ponerme a rasgar papeles indiscriminadamente. Todos, al fin, se han beneficiado del indulto. Por tres veces los metí de mala manera en el fondo de la maleta, y otras tantas los volví a desenterrar de las capas de ropa arrugada que había echado encima para cubrirlos, la tercera vez cuando ya empezaba a clarear el día, claridad que, por cierto, también ciega, aunque parezca raro. «Nunca pensé/que de un resplandor/brotara la oscuridad» ya lo dice un
slow
de Alberto Pérez.
Y canturreándolo, agotada de darle vueltas a tanta cavilación inútil, caí en la butaca y me venció el sueño. Soñé que iba andando por esta playa en dirección al pueblo para recoger unos papeles que había olvidado en el mesón de la gaviota tuerta, fundamentales para entender la actitud de Manolo Reina conmigo, y también comprometedores para él. Los tenía guardados el camarero del tic nervioso, pero resultaba arriesgado llegar hasta allí para rescatarlos, porque aquello era sólo un episodio de otra confusa historia de espionaje, en la que tú, Sofía, también estabas implicada. Estaba amaneciendo, yo tenía miedo, y miraba cautelosamente a todos lados, a medida que avanzaba por la orilla del mar con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, como si fueran de plomo. Y de pronto divisé una figura que venía hacia mí desde el extremo opuesto y se iba haciendo progresivamente más perceptible y cercana. Y entonces vi que era una mujer: tú. Agitaste unos papeles que traías en la mano y reconocí tu sonrisa, antes de que las dos echáramos a correr una hacia otra y nos abrazáramos llorando de alegría y sin decir una palabra, allí en mitad de la playa desierta.
Me he despertado cuando el sol iba tomando altura sobre el mar, me he levantado de la butaca y me he ido derecha a mirar tu teléfono, que busqué en Madrid por la guía de calles y lo tengo apuntado en la agenda, en la U de Urgencias, aunque nunca hasta hoy lo haya usado. Había comprendido de manera fulminante que no puedo esperar más para oír tu voz, ni un minuto más, que es imbécil seguir reprimiendo una apetencia tan indiscutible y espontánea, en nombre de tiquismiquis de amor propio. No es sólo que no me importe mostrarme ante ti hecha un guiñapo, es que lo necesito, me urge llorar para que me consueles, contarte lo mal que ha acabado todo, lo estúpida que soy.
Por eso, adaptarme sin transición a los tonos agudos de esa otra voz extraña, emitida además desde un espacio que no tengo datos para imaginar, requería un esfuerzo adicional de tiento y cautela parecido al que hay que hacer para orientarse a oscuras en una habitación desconocida. La única ventaja es que Consuelo no parece exigir contestación inmediata a nada de lo que va soltando un poco «a perdigonadas» ya sabes; y así, aunque me costara más seguir lo que decía, también me daba respiro para irme tragando los sollozos. Y por otra parte, ya que no el consuelo de oírte, sí he recibido, por lo menos, el de tener noticias tuyas recientes, de anoche mismo; no sólo nos hemos abrazado en el sueño. Ahora sé que, mientras yo rumiaba mis penas con los ojos abiertos como un búho, tú también estabas despierta y probablemente ávida de palabras amigas, porque nunca es el sopor sino la necesidad de desahogo lo que nos echa de casa a horas intempestivas y nos lleva a buscar asilo en otra cama, a la orilla del mar o entre las cuatro paredes de una taberna. Y menos en tu caso, que, según esa chica, se puede llamar raro porque sales muy poco.
Aunque más raro todavía que el haberte pasado la noche fuera de casa se le hace a ella que tu marido se preocupe tanto. Qué más le dará a él que duermas en otra casa o en el cuarto de Amelia, total para el caso que te hace, «porque eso de que no se acuestan juntos —recalcó— ya lo sabrá usted por poco amigas que sean.» Y añadió que bien tonta serías en volver y que todos los tíos son iguales, cuando dejan de tenerte disponible es cuando se antojan de una. Ella cree que estás en el refugio, pero a tu marido no se lo ha dicho ni se lo piensa decir, porque si le has mentido será para que no te pillen, siempre mentimos por lo mismo. Y ella no va a chivarse, porque no quiere que te encuentren, faltaría más. Ni a ti ni a nadie que ande huyendo de lo que sea y por la causa que sea; al fin y al cabo razones para estar rabiando por escapar nos sobran a todos, así que se pone uno de parte del fugitivo, a ver, lo natural. La prueba está en que a ningún niño le gusta hacer de guardia cuando se juega a guardias y ladrones, menos a los niños repelentes, claro, que también los hay. Y lo mismo en las películas: es raro que no te dé pena cuando atrapan al ladrón. Aparte de que son comparaciones tontas —seguía su monólogo—, porque tú no tienes más culpa, como yo bien sabré, que la de estar harta de que no te hagan caso. Total que, bien pensado, aunque yo fuera esa amiga tan íntima y supiera dónde te has metido, haría más que bien en callarme. Ahora, eso sí, le da mucho gusto enterarse de que tienes amigas, pero como si no se hubiera enterado, puedo estar tranquila, ella es una tumba para los secretos.
Y ahí es donde ya me preguntó mi nombre, si no era indiscreción. Le dije que Mariana, y que estaba segura de que no te había pasado nada. Se lo dije en parte para tranquilizarla, pero también un poco porque era como si de verdad te hubiera dado asilo anoche en mi cuarto de tanto pedírtelo, de tanto dirigirme a ti en voz alta, «¿Qué hago, Sofía?, dime tú qué se hace cuando se pierden las ganas de vivir, mis recetas a los demás no me sirven para nada, como no me sirve haber analizado mil veces el fenómeno de los celos y llegar a la conclusión de que son irracionales y contraproducentes; escúchame, necesito consuelo, me veo en un callejón sin salida» como si realmente pudieras oírme desde la cama de la lado.