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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (44 page)

—Estás rara, Mariana, ¿qué te pasa?

—Nada. Tengo frío. ¿Tú no notas frío?

—Yo no. Ponte mi chaqueta si quieres.

Se levantó, la descolgó del respaldo de su silla y se acercó a ponérmela por los hombros. Volví a notar fugazmente el aroma de Herrera for men. Cuando quise darme cuenta, ya estaba sentado de nuevo enfrente.

—¿Mejor? —sonrió.

—Sí, mucho mejor, gracias —contesté, mientras me metía las mangas—. Es que antes fui a dar un paseo y se me olvidó coger algo de abrigo.

Era una chaqueta en tonos beiges, de mezclilla. Era suya, olía a él y me consolaba tenerla puesta. Las nubes se habían oscurecido.

—¿Te quedas mucho tiempo por aquí? —preguntó, tras una breve pausa.

—No mucho. Quizá me vaya mañana mismo. En realidad he venido a visitar a una paciente mía que vive en Puerto Real, y luego se me ocurrió quedarme aquí, de esas decisiones sobre la marcha, porque estoy preparando unas conferencias, y también para descansar. En Madrid no tengo tiempo de nada, no paro.

—Ya, ya me acuerdo —dijo.

Lo había dicho con voz que pretendía ser neutra, pero por primera vez rozaba nuestro código de sobreentendidos, como cuando se acaricia una piel furtivamente. Se había quedado pensativo, mirando las nubes amoratadas que se ensombrecían sobre el mar. Había en el remate de la escalera un adorno circular que enmarcaba su pelo. No se podía resistir por más tiempo el silencio.

—Manuel.

—Dime.

—¿Por qué has dicho «ya me acuerdo»? ¿De qué te acuerdas?

—Del poco caso que me hiciste en Madrid cuando estuve a verte aquel otoño, del mal rollo que fue para mí. Nunca me suelo arrepentir de nada, pero de aquel viaje sí me arrepiento. Me sale en las pesadillas. Ya me habías advertido que no fuera, que lo nuestro no podía durar, me porté como un adolescente, como un verdadero estúpido.

Volvió Rafa, pero no se sentó. Yo bebí un trago largo de mi nuevo y me levanté para ir al servicio. La confusión de mis sentimientos era tan grande que necesitaba estar un rato sola. El diminuto espejo colgado en aquel cuartucho me devolvió el rostro contraído de una doctora León que ni siquiera alargaba la mano para sacarme del atolladero, porque no podía, porque ella también estaba implicada en aquel juicio de faltas. Me acusaba de la selección tramposa que suelo hacer de mis recuerdos, del vicio que me arrastra siempre a omitir todos aquellos en que mi figura no queda magnificada, a rasgarlos como hacen las artistas maduras con las fotos donde no han salido favorecidas; y me impuse la penitencia de sostener aquella mirada fría y severa, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos. No era un llanto que me embelleciera, porque tampoco el recuerdo que lo motivaba era nada bello: una conversación con Josefina Carreras durante la breve estancia de Manolo en Madrid aquel otoño, ya tan lejano. Estábamos las dos en mi despacho y yo me puse a hablarle de él —que acababa de tenerme un cuarto de hora al teléfono— como de una visita inoportuna que me estaba quitando mucho tiempo y me exigía demasiada atención. Los comentarios entre compasivos y oficiosos de una Josefina dispuesta incondicionalmente a protegerme, en cuanto le daba pie para tomar cartas en algún asunto mío, ya me provocaron entonces una repugnancia inmediata, como la que debió sentir San Pedro cuando negó a Jesucristo antes del canto del gallo, y enterré la escena en el baúl de los remordimientos inconfesables. Aquellas frases intercambiadas entre la doctora Carreras y la doctora León, borradas de mi memoria durante dos años y medio, resucitaban ahora de forma descarnada ante el azogue barato de un espejito redondo para descabalgarme de mis intentos de hacer pasar a la realidad por el aro de una fantasía deformante. Me costaba trabajo desilusionarme, salirme de la mentira.

Los enamorados, ya se sabe, amparan y fomentan las inexactitudes mutuas, son cómplices de ese malentendido perpetuo que segrega la confesión del amor. Se refugian en el fluir de un diálogo nunca manchado por la realidad, pero luego, al llevar adelante cada uno el discurso por su cuenta y descubrir las propias carencias, la mentira levantada entre ambos se hace mayor, y más perniciosos los garfios con que atrapa. Pero nos gusta olvidar estas cosas.

Me lavé un poco la cara. Mi rostro había perdido toda posibilidad de resultar tentador o sugerente, ahuyentaba la expectativa del momento extraordinario. Cuando salí, el sol acababa de hundirse. Manolo seguía mirando el mar y Rafa ya no estaba con él. Di otro sorbo largo a mi, sin sentarme.

—¿Nos vamos? —pregunté.

Manolo apuró su vaso y se levantó.

—Como quieras. La verdad es que ha refrescado bastante. Yo creo que el cielo se está poniendo como para llover.

Nos despedimos de Rafa en la barra, y Manolo le prometió que volvería. No nos quiso cobrar. Yo no le prometí nada, pero le di un beso.

—Que os divirtáis, parejita. Me he alegrado mucho de volver a veros juntos por aquí.

Salimos por la puerta delantera, la que baja al camino que lleva también al hotel. Íbamos uno al lado de otro, pero no demasiado cerca. Y además callados. El miró el reloj, un reloj plano, muy moderno, que antes no tenía.

—¿Qué hacemos? —dijo—. Yo tengo allí mi coche. Había pensado que te vinieras a cenar a Cádiz con nosotros. Sheila tiene ganas de conocerte.

—Gracias, pero no me apetece. Espero que lo comprendas.

—No lo comprendo muy bien, pero da igual.

Habíamos llegado junto a un coche rojo bastante lujoso. No era Centauro. Me quité la chaqueta y se la di.

—Adiós, Manolo, que tengas suerte.

—Pero bueno, sube. Te acompaño al hotel.

—Está a quinientos metros.

—Ya, pero tienes frío, ¿no?

Subí, y aquel trayecto tan breve como silencioso se me hizo eterno. En cuanto paró, antes de que dijera nada, le di un beso.

—Adiós, Manolo.

—¡Qué prisa tienes de repente por perderme de vista, mujer!

—Sí. Yo también me arrepiento de pocas cosas en la vida, ¿sabes? Pero de haberte escrito anteayer me arrepiento mucho. Estamos empatados.

Me acarició el pelo.

—Pero no nos hemos mirado todavía a los ojos —dijo con repentina dulzura.

Yo había inclinado la cabeza, y notaba desesperada que ya no podía contener por más tiempo el llanto. Trató de levantarme la barbilla para obligarme a mirarle, pero escondí el rostro contra su hombro y estallé en sollozos.

—¡No, por favor, no! ¡Déjalo, por favor! ¡Déjalo!

Me pasó un brazo por los hombros y apretó contra su pecho.

—Vamos, Mariana, ¿pero qué te pasa? Cálmate, mujer, anda.

—¿Cómo se te ocurre pedirme que la vaya a conocer? ¿Cómo se te puede ocurrir pedirme eso? —repetía yo entrecortadamente—. Pídeme lo que quieras. ¡Lo que quieras, menos eso!

—Bueno, pues no te pido eso. ¿Qué quieres que te pida? Di. Pero no llores. ¿Aparco un poco más allá?

—No, déjalo, da igual. Si ya me voy.

La presión de su brazo se había aflojado. Me tendió un kleenex que sacó de la guantera. Se le notaba algo violento.

—Sécate los ojos, anda. ¿Qué quieres que te pida?

Aspiré por última vez el olor que impregnaba su camisa y me aparté de él.

—¡Nada! No necesito que me pidas nada, ni tú tampoco. ¡Tienes de sobra a quién pedírselo!

Al otro lado de la ventanilla, vi pasar al recepcionista de la sonrisa Profidén, que salía con unos clientes. Noté que nos miraba con curiosidad, pero enseguida desvió la vista. Se me representó, en un relámpago vivísimo que la iluminaba con todos sus detalles, la riña de novios en el mesón de la gaviota tuerta. Me sequé los ojos con rabia e hice ademán de bajarme del coche. Estaba temblando.

—Adiós, Manolo —dije con la voz más entera que pude—. Y perdóname, ¿vale?

—¡Qué bobadas dices! No te vayas todavía, ¿cómo te vas a ir así? ¡Si estás temblando! Llamo a Sheila que llego más tarde, y subo un rato contigo a tu cuarto, hasta que te tranquilices.

—¡No me nombres a Sheila! —grité completamente fuera de mí—. ¡No me la vuelvas a nombrar! ¿Entendido? ¡Nunca!, ¡nunca en la vida!

Me bajé del coche, cerré enérgicamente la portezuela y salí corriendo hacia el hotel sin mirar para atrás.

P.D. Son las doce de la noche, Sofía. Ya llevarás un buen rato en el tren que te trae hacia el Sur, tumbada en tu litera o cenando en el coche restaurante, tal vez escribiendo algo, porque afortunadamente, según parece, no has perdido tan saludable costumbre. De lo que estoy segura es de que estarás mirando la luna, como yo.

Se reanuda el hilo. Cuando te enseñe mis cartas sin enviar —que acabo de estar poniendo en orden dentro de una carpeta—, verás que la primera es fruto de un insomnio en ese mismo tren, mientras los efluvios de Noc se colaban por la ventanilla. Forman un montón considerable, más de cien folios. Me doy cuenta de que no he hecho otra cosa desde que salí de Madrid más que escribirte, que gracias a eso me he mantenido en vida y no puedo dar por perdido un viaje tan absurdo. Pero mi mayor alegría en este momento es saber que tú tampoco has abandonado tus «deberes» y que me traes el regalo de varios cuadernos. Puede ser un intercambio precioso éste de tus cuadernos y mis cartas, ¿no te parece? Porque además, ahora que lo pienso, seguro que hablamos de las mismas cosas en más de una ocasión y con un tratamiento diferente. No sé si verías
Rashomon
, aquella película japonesa que contaba la misma historia desde el punto de vista de tres testigos, interesantísimo este asunto de las versiones múltiples. Y me pongo a pensar que igual entre lo que traigas tú y lo que tengo yo salía una novela estupenda a poco que la ordenáramos, o incluso sin ordenar. ¡Qué ganas de verte, de leer tus cuadernos y saber lo que opinas de esta idea que se me acaba de ocurrir! De lo escrito por ti respondo desde ahora, aunque no lo haya leído, para muestra basta el botón de los problemas de fontanería. Pero es que mis cartas también tienen lo suyo, por lo menos a mí me gustan cuando las releo, creo que me tendrías que ayudar a podarlas, porque tal vez me repito más de la cuenta, bueno, no sé, tú verás, también quizá prefieras que cambiemos los nombres. Es una idea que me enardece la de añadirlas a lo tuyo y trabajar el conjunto entre las dos, prevaleciendo tu criterio, desde luego. ¿A que no es ningún disparate? Igual dejábamos yo la psiquiatría y tú a tu marido. Y, fíjate si estaré loca, hasta me he puesto a acordarme de que cuando vivía en Barcelona conocí a alguno de los editores que ahora están pegando, por ejemplo Jorge Herralde, que tiene fama de descubrir a gente nueva y atreverse a lanzarla, entonces estudiaba para ingeniero, creo recordar, era más o menos de mi pandilla. Y me he tenido que dar consejos de signo totalmente opuesto a los de ayer por la tarde, o sea, no para animarme y tener confianza en mí misma, sino al contrario, para apaciguar un entusiasmo que raya en desvarío. Estoy tan excitada desde que me has dicho que vienes que se me ha espabilado completamente el sueño que empezaba a vencerme cuando llamaste, era lógico, ¿no?, sin tomar nada sólido en todo el día, con el desgaste de la noche en vela, la rabieta amorosa y luego la preocupación de esperar que sonara el teléfono y saber lo que te había pasado, que, por cierto, no me lo has dicho más que por encima. Conque, ya ves, en vez de acostarme le sigo dando a la pluma, y por si fuera poco, ahora con veleidades de ser para ti lo que fue Ramalho Ortigão para Ega de Queiroz en aquello de
El misterio de la carretera de Sintra
. Total, que la posdata amenaza con ser más larga que la carta, como decía mi padre de las visitas que no se sabían despedir.

¡Cuánto te quiero, Sofía! Me parece imposible que no falten más que unas horas para verte. Lo que más me admira de ti es cómo te montas en marcha, es que se te dice con voz desalentada: «Soy incapaz de tomar ninguna decisión. Me encantaría tenerte aquí conmigo, sería mi único consuelo» y saltas tú: «¿A qué hora sale el primer tren? Supongo que no habrá problemas para el billete, sal a Cádiz a buscarme. Si no vuelvo a llamar, es que he cogido ése, el de la noche…, sí, no te preocupes, seguro que me da tiempo… Bueno, bueno, ya me contarás lo que sea, también yo tengo muchas cosas que contarte, te cuelgo, no te enrolles. Hasta mañana.» Y desde medianoche, ese mañana es ya hoy, ¡te voy a ver hoy mismo! ¿Cómo quieres que me duerma?

Pero es que además, Sofía, al poco rato de colgarte el teléfono a ti, no habría pasado ni media hora, llamaron de recepción. Pensé que serías tú otra vez para contarme que no habías conseguido billete o algún inconveniente por parte de tu marido, qué sé yo, y cuál no sería mi sorpresa cuando me dice el Profidén que han dejado un paquete para mí, que si me lo sube el botones, y yo que no, que prefería bajar, aunque me advirtió que era grande. Bajé a toda mecha, ya te lo puedes imaginar, serían las seis o por ahí, más o menos pasadas veinticuatro horas de mi cita con Manolo, no sé si lo habrá hecho a propósito, porque es capaz, y yo mirando alrededor por si lo veía, y le digo al Profidén, que me estaba alargando un paquete plano envuelto en papel de embalaje color garbanzo: «¿Pero esto quién lo ha traído? ¿No han dejado tarjeta o algo?» y él: «No señora, me ha dicho que la tarjeta va dentro» y yo: «¿Pero se lo ha dicho, quién? (ya con una voz descaradamente ansiosa) ¿Quién ha traído este paquete? ¿Era un hombre joven, moreno, bastante alto?.» Y entonces él se inclinó un poco sobre el mostrador y, con una sonrisa de asentimiento y complicidad mucho más simpática que la que le ha valido su apodo, me dice en tono confidencial: «Creo, señora, si no lo considera una indiscreción, que era el mismo caballero de quien se estaba usted despidiendo anoche dentro de un Volkswagen rojo. Me ha preguntado que si seguía usted en el hotel. Parece que tenía prisa.» Me dieron ganas de decirle que, dentro de mi novela, acababa de pasar de personaje accesorio a figura relevante, pero me limité a devolverle la sonrisa y a alargarle la mano que él estrechó efusivamente. Era incapaz de ocultar la felicidad que me invadía de repente, necesitaba compartirla con alguien: «No, por favor, no es ninguna indiscreción, muchas gracias, Arturo, se llama usted Arturo, ¿verdad?.» «Sí —dijo—, para servirla. Y de nada, señora. Ya era hora de que viniera algo para usted, con tanto como lo ha estado esperando.» Y, una vez en mi cuarto, abro nerviosa el paquete, que ya había notado por el tamaño y la forma que era un cuadro, y bueno… ¡qué maravilla!, ahora mientras te estoy escribiendo, levanto de vez en cuando la cabeza y lo veo colgado enfrente de mí, ha desplazado al horrible grabado de los icebergs, que por fin ha ido a parar al maletero. Nada que ver, Sofía, con los huevos fritos estrellados contra los lienzos de Gregorio Termes. Es una acuarela de 55 por 40 y se titula «Nubes de despedida.» La tenía Manolo colgada en su estudio, nunca la había expuesto porque no quería venderla, y yo le dije muchas veces que me daban ganas de robársela, que era lo que más me gustaba de todo lo que había visto suyo. «A mí también —contestaba—. Pídeme lo que quieras menos esa acuarela.» Representa unas nubes de atardecer sobre el mar, y a lo lejos un barco y una figura femenina desvaída que le dice adiós desde un acantilado, una preciosidad, ya lo verás luego. Me lo ha mandado tal como estaba allí, con el mismo marco, y hasta un poco de polvo trae. Está claro que le dio el repente de ir a su estudio antiguo —si lo conserva—, descolgarla sin más, hacer el envoltorio y salir pitando a traérmela. Todo a escondidas y en secreto, de eso no me cabe duda, como un asunto de amor que es. Manolo nunca me había visto llorar, me doy cuenta ahora, y le debió impresionar mucho verme desencajada y sin careta, aunque no supiera reaccionar de momento. Tal vez empezara a rumiar el plan cuando volvía él solo camino de Cádiz, ya con la noche encima, se tuvo que acordar de muchas cosas en ese trayecto, seguro que no ha dejado de pensar en mí desde entonces, durante todo el tiempo que llevo encerrada aquí sintiéndome vil gusano; y también ha tenido que pensar, claro, en el pretexto que le pondría a Sheila para escaparse esta tarde sin que se notara que era un caso de urgencia lo que le apartaba de su lado. Posiblemente ella no conocerá la acuarela de la enamorada diciendo adiós ni sabría apreciarla aunque la hubiera visto, siendo como es madrina de los chafarrinones que ahora convierten a Manuel Reina en un vanguardista de Lexington Avenue. Y menos todavía podría entender por qué me la regala.
Private business
,amiguita, esta historia entre tu
boy friend
y yo no te concierne; hoy te ha mentido, hoy no te ha dicho adónde iba,
sorry
, estás completamente excluida de esta novela de amor con final agridulce. No necesito bajar a preguntarle a Arturo si el caballero del Volkswagen rojo venía solo o con una chica. Dentro del paquete, pegada al marco con cinta adhesiva, había una tarjeta con esta breve leyenda: «Ya tenemos un huerto regado a medias y sólo nuestro: el de la añoranza. No me lo descuides.»

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