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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (20 page)

—Bueno, sigue, perdona —dice Soledad—. ¿Te importa que dé la luz?

Muevo negativamente la cabeza y el fulgor rojo de la lamparita de mesa imprime al cuarto de Amelia un retroceso momentáneo a los años en que ella y Soledad empezaron a ser amigas y a hacerse confidencias de las que a esa edad no se le hacen a una madre. Entré una tarde y me la encontré aquí, en el mismo sitio donde está sentada ahora. Nunca la había visto. Una niña de nueve años con un vestido de color celeste que me miraba cara a cara. Había oído sus risas desde el pasillo, cuando llegué de la calle. Se callaron, pero todavía les bailaba la diversión en los ojos. Noté que Amelia escondía unos papeles, pero fingí no haberme dado cuenta. «Es Soledad, una amiga mía del liceo francés —dijo—. Se queda a merendar, si no te importa.» Me acerqué a darle un beso. Traía varios paquetes. Luego Amelia me dijo que su amiga me había encontrado muy guapa. «¿Por qué me iba a importar? He comprado croissants. Ahora os aviso.» Traía también un paquete de Tampax para Encarna, que acababa de tener su primera regla. Me acuerdo de que, mientras preparaba la merienda para ellas en la cocina, escuchando los comentarios de Daría, la visión fugaz de aquellos papeles hurtándose a mi presunta vigilancia era como un nudo que me oprimía el diafragma, un aviso de que también Amelia empezaba a escaparse de la niñez y a tener secretos para mí.

Soledad pasea ahora lentamente su mirada por la habitación. Luego se sirve un poco más de té. Tal vez está evocando, como yo, aquella primera merienda en casa. Un estrato de tiempo añadido a todos lo que, como brasas removidas, han venido inflamando nuestra conversación de esta tarde, tan pronto rescoldo balsámico como hoguera despiadada. A la luz de la lámpara roja, tiene un gesto de fatiga. Hace un rato estuvo llorando. «Llama a Soledad. Está muy triste por lo de sus padres —me dijo Amelia anteayer al despedirse—. Creo que le puede venir bien hablar contigo.» ¿Fue anteayer? Soledad deja la taza de té en la mesa y me mira.

—Es una deformación profesional esto de las fechas; yo es que si no me sitúo en el tiempo no entiendo nada —se disculpa, al ver que no sigo contando la historia de Guillermo—. Claro que no me extraña, entre la tesis y Richard…

Está haciendo en París una tesis doctoral sobre las relaciones de España con Francia en los años anteriores a nuestra guerra civil. Gracias a esta investigación ha conocido recientemente en el Archive d'Affaires Etrangers a un profesor mayor que le tiene sorbido el seso, tan interesante, tan misterioso, tan antiguo estilo. No se ha acostado con él, por supuesto, ni sabe siquiera dónde vive, sólo que se llama Richard y que su padre era republicano y lo fusilaron. El nació dos meses después en un pueblecito del sur de Francia. «Ya ves —dice con sonrisa complacida—, podría ser mi padre.» Intercala sus preguntas sobre mis recuerdos de posguerra y lo que pude oír contar del gobierno de la República con otras mucho más acuciantes (y ya no dirigidas propiamente a mí) acerca de la causa que ha venido a interrumpir su
amitié amoureuse
y su estudio: el repentino divorcio de sus padres. De pronto es un asunto que se ha convertido también para ella en materia de investigación. Y se desespera porque no le están dando facilidades. A su padre apenas lo ha visto, su madre no suelta prenda y ella necesita aclarar los tramos donde se esconde la clave de ese proceso inesperado; se rebela a aceptar lo que no entiende.

—Siempre has sido igual —le digo sonriendo—. No le eches la culpa a la tesis ni a Richard. Desde que eras pequeña necesitabas entenderlo todo enseguida. «¿Y eso cuándo pasó?.» Poner la vida por orden. Y no siempre se puede.

—Es verdad. ¡Cómo te acuerdas! Era una preguntona insoportable. Me tenían que mandar callar en el cine los de la fila de atrás.

—Y ahora lo mismo. El otro día, en la película de Mastroianni, Amelia te estaba diciendo que se la dejaras ver en paz.

(Me fueron a buscar al Ateneo. Yo estaba describiendo, en el cuaderno comprado en Muñagorri, la fiesta de Gregorio Termes. Ahora he empezado otro. ¿Qué ha pasado en medio? El tiempo es un lío. Me pongo a meditar fugazmente en la confortable ambigüedad de la expresión «el otro día.»)

—Bueno —dice Soledad—, es que ahí en esa película han metido cosas que no pegan ni con cola con el cuento de Chejov. Lo del camarero del principio no me digas que no está traído por los pelos.

Me callo porque no tengo ganas de ponerme a analizar ahora la película con ella. Sobre todo por la marea que arrastra. A mí me hizo pensar mucho en la relación del amor con la mentira, en lo traicionero de las palabras, en la necesidad de que alguien te oiga y en la dificultad para encararnos con el propio pasado sin embellecerlo. O sea, la realidad frente a la ilusión, lo de siempre. Y yo creo que fue por meterme en reflexiones de ese tipo por lo que se me hizo absurdo seguir escribiendo en plan «yoyeo» (como llama Encarna al narcisismo) un cuaderno que, en el mejor de los casos, va a leer no sé cuándo una amiga que ya tampoco es mi amiga del bachillerato sino cruda y llanamente una psiquiatra de moda. Y me entró la depresión. Ya otras veces que he emprendido un diario con más o menos arrojo, se me ha pinchado el globo por motivos similares. De jovencita, bueno. Pero llega un momento en que ¿a quién vas a deslumbrar? En fin, no quiero hurgar en eso ahora. Soledad no acepta ninguna divagación que no esté bien razonada, y bastantes ramificaciones lleva ya de por sí nuestra charla.

Me sirvo un poco más de té y me limito a decir que a mí Mastroianni es un actor que me gusta mucho. Ella sonríe. Por lo visto su Richard se da un aire a Mastroianni. Pero más al de otras películas en que se le veía más joven, sin michelines ni bolsas en los ojos.

—Pues hija —le digo yo—, entre eso y el misterio debe estar de dulce.

Dice que sí, que a ver si me he creído que voy a tener yo la exclusiva. Y nos reímos. Y yo pienso que en esto las chicas de ahora y las de mi tiempo sí que somos iguales, tal vez en lo único. Sigue significando una garantía avalar la descripción de un pretendiente con la mención a un héroe del celuloide. Antes yo tuve una compensación tardía a este respecto. La primera vez que Mariana me habló de Guillermo, me dijo que tenía cara de lobo, pero no me lo comparó con James Dean, porque las películas de este actor no existían y él sería un mocoso con cara enfurruñada incapaz de llamar la atención de nadie. Pero hace un rato, hablando de Guillermo con Soledad, ya he podido decir que se parecía a James Dean, y ha sido un alivio que ella misma lo haya corroborado cuando le he enseñado una foto suya en que está de medio perfil, con un jersey de cuello alto. Ahora ha vuelto a cogerla y la mira.

—Yo no tengo ninguna foto de Richard —dice—. Viene una en la solapa de un libro que ha escrito sobre Marat. Pero no ha salido bien. Y además el libro lo he dejado en París. Ya te puedes imaginar. Me he venido con lo puesto, como aquel que dice. Y en cuanto vea a mamá un poco mejor, me vuelvo. ¡Pero es que no sé, ha tomado una actitud pasiva tan desesperante!

Soledad tiene ojeras y, cuando se acalora, sus manos largas y expresivas se agitan subrayando el discurso, tratando de re— encauzarlo. Se retiran el pelo de la cara, buscan un pitillo, acarician las mías. Me pide perdón por sus continuas interrupciones y yo le digo que todo en esta vida es una pura interrupción, que no se afane tanto en separar las cosas unas de otras, porque todas bullen al mismo tiempo, por mucho empeño que pongamos en evitarlo, lo banal mezclado con lo grave, lo presente con lo pasado, lo necesario con lo azaroso, y que de entender algo es sólo así como se entiende, aceptando esa misma confusión como pista valedera. Por eso es tan difícil escribir una novela.

—¿Estás escribiendo una novela? —me pregunta con auténtica curiosidad—. Amelia dice que cree que sí.

—Bueno, lo he intentado algunas veces. Tengo por ahí muchas carpetas con comienzos. Pero luego viene el lío.

—¡Es que hay que fechar! ¿Lo ves? —dice Soledad, impaciente—. Los líos vienen por no fechar.

—Ya, y por más cosas. Una novela tiene muchos personajes. Y es cuestión de armonizar la versión de cada uno con la de los demás. Que no suelen casar, claro. Porque no todo el mundo vive los acontecimientos de la misma manera. Ni todos los personajes dicen la verdad, o por lo menos no dicen lo mismo en circunstancias diferentes. La memoria es tornadiza. Y luego que se cambia, cambiamos todos sin saber cómo. Si no se cuenta con la mentira y con las transformaciones incomprensibles, las fechas sirven de poco.

De pronto me da por pensar en que el comienzo de esta novela debía coincidir con el análisis de aquellos cinco meses y pico en que la hoy doctora León se convirtió para mí en una desconocida. Y ya que Soledad pide fechas, se podría elegir una tarde de la segunda mitad de diciembre, en que yo había discutido con mi madre y, sin pensarlo más, decidí ir a ver a Mariana, aun a riesgo de no encontrarla. Estaba nevando. Debía ser el día veinte o por ahí. Me la encontré haciendo la maleta, porque se iba a pasar las Navidades a Barcelona a casa de sus abuelos. Enseguida noté que mi visita le había resultado inoportuna. Y algo más grave: que ya no éramos amigas. Una fecha clave en ese periodo: la última vez en mi vida que he llorado delante de ella.

(Por cierto, Mariana, necesito hacer un paréntesis y volver momentáneamente al estilo epistolar, el único que me sirve para el reproche. Mi conversación con Soledad, que ahora estoy rescatando con sus correspondientes adornos literarios, tuvo lugar antes de recibir tu carta. Ahora acabo de releerla en busca de confrontación, y la verdad, hija, te digo que no hay derecho. Ni la más mínima mención a esos cinco meses y pico. Para ti no han existido. Parece como si la ruptura de nuestras relaciones datara exclusivamente del día en que una compañera te contó que me había visto con Guillermo en el bosquecillo. ¿Pero y antes? ¿Quién empezó a distanciarse de quién? Tiene razón Soledad, hay que fechar, no cuentes las cosas como te da la gana porque no vale. La pregunta de «¿Quién ennegreció el oro?» que, según dices, te atormentó durante aquella primavera, te la hice yo a ti en tu casa, aviva el seso, mientras caía la nieve en la calle, precisamente esa tarde en que me presenté a verte de sopetón al filo de las Navidades. ¿Es que ya no te acuerdas de cómo me recibiste ni del tono con que me tachaste de infantil cuando me eché a llorar? Bueno, en vista de que no puedes contestarme, me salgo del paréntesis para no ahogarme en él como dentro de un túnel. Te describiré la escena desde fuera, tal como se me vino a las mientes, a modo de flash, antes de leer tu carta, según estaba hablando con Soledad. Por un gesto de impaciencia que hizo ella con las cejas, ya ves, parecido a otro tuyo de esa tarde que digo. La típica asociación de ideas.)

—¡No tiene por qué haber cambios incomprensibles! —dice Soledad irritada, frunciendo las cejas—. Eres como mamá, parece como si quisierais escudaros en que todo es un lío y en que las cosas no tienen remedio ni explicación, para escapar de la realidad, para no plantarle cara. Bueno, por lo menos ella, tú no sé. Tiene miedo a la realidad, se lo ha tenido siempre. Miedo a crecer.

Cierro los ojos para recordar.

—¡Ojalá superes pronto esa etapa de Peter Pan! —dice Mariana irritada, frunciendo las cejas—. Te va durando demasiado, es preocupante. ¡Hay tanta gente que pasa hambre, que está en la cárcel y que llora por motivos realmente importantes! ¿Te has parado a pensarlo?

La veía borrosa a través de las lágrimas, y, tal vez por eso, sus gestos mientras metía cosas en la maleta me parecían inarmónicos y desconectados de su objetivo. Llevaba unos pantalones negros de pana. Era la primera vez que me hablaba así, al menos cara a cara. Por teléfono ya la había notado a veces cortante e impaciente. O no estaba o tenía mucho que hacer. Precisamente había ido a verla porque llevaba mucho tiempo sin saber nada de ella más que a través de breves y desganados informes telefónicos, a pedirle explicaciones de lo que le pasaba conmigo. Porque algo le pasaba, que no me dijera que no. Y las lágrimas habían empezado a saltárseme bajo los copos de nieve de sus monosílabos, más fríos que los que bajaban del cielo y bailaban a la luz de las farolas, que nada, que por favor, que qué niñería, y a todo esto sin acercarse a mí. Yo no podía aceptar que me fuera tan difícil hacerle preguntas, no era capaz de identificar aquel temor a ser indiscreta con la pérdida de la confianza y del amor. No pensaba —y se lo dije, aunque haciendo un esfuerzo— que tener novio fuera motivo para distanciarse así de una amiga, todo lo contrario. Yo, si alguna vez me enamoraba, estaba segura de que iba a querer mucho más a todo el mundo, a ser más buena, más generosa, más alegre, a despedir el triple de energía. ¿O es que tenía algún disgusto con Guillermo y no me lo quería decir? Pronuncié aquel nombre con reparo, como el de un fantasma inquietante. Mariana, sin contestar a mi pregunta, dijo que mi noción del amor entre un hombre y una mujer era completamente de Walt Disney y que tenía un empacho de literatura. Todo aquello no eran más que personalismos y complacencias burguesas. Por favor, ya éramos mayores, ¿no? Y estaban ocurriendo cosas muy graves en el mundo. En nuestro propio país, sin ir más lejos. Pero no me miraba al decirlo. Yo me sequé las lágrimas y me apoyé en la pared.

—¿Quién ennegreció el oro? —recité como para mí misma—. ¿Por qué el oro fino perdió su brillo?

Y supe por primera vez que este tipo de preguntas no tienen jamás respuesta. Y también que por primera vez me estaba enfrentando conmigo misma, sin más auxilio que la aceptación de mi desamparo. Y que tenía que ponerme a escribir: ése era el único refugio posible.

—¿Por qué cierras los ojos? —pregunta Soledad—. ¿Te encuentras mal? Claro, es que soy una egoísta, te estoy mareando con mis problemas.

Ha venido a arrodillarse junto a mí y apoya la cabeza en mi regazo. Hay un silencio. Empiezo a acariciarle el pelo muy despacio, como si fuera una niña. Una niña —lo compruebo con mudo deslumbramiento— tan sabia como para ayudarme a recobrar tramos borrados de un cuento que había empezado a contarle con desgana, para distraerla de sus fantasmas y sus miedos.

—Perdona, Sofía —dice—. Es que tengo que desahogarme con alguien. Llevo unos días que no puedo más. ¡Estoy tan cansada de hacer de madre de mi propia madre!

Sigo acariciándole el pelo y le digo que no se lo tome tan a pecho, pero no se me ocurre argumentar mi consejo con explicoteos,
take it easy
—le digo simplemente—, y sé que la flecha ha dado en la diana, porque en tiempos, cuando ella y Amelia empezaban a hacer progresos en el inglés, esa frase nos encantaba pronunciarla a tres voces y era como un conjuro, ya sólo con repetirla («teiquitisi-teiquitisi-teiquitisi») despacito pero rotundamente nos hacía tanta gracia que por muy mal humor que tuviéramos se nos iban los demonios, nos desendemoniábamos, según expresión de Amelia. «¿Te acuerdas?» pregunto, y Soledad se acuerda, claro, cómo no se va a acordar; si las bromas verbales de la primera edad es el último texto que se borra del cerebro, incluso cuando ya todos los textos se confunden y enmarañan. Y se ríe. Que es lo que yo quería, verla desendemoniarse.

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