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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (23 page)

—No me lo presentó ella —digo—. Lo conocí en una casa, cerca de Pozuelo, donde los dos caímos por casualidad. Ni él ni yo éramos muy amigos de la gente que había allí. Celebraban un cumpleaños. Todos muy «progres» de los que habían quitado a la Virgen de Lourdes para poner al Che Guevara. El Che Guevara sí sabrás quién era.

Soledad sonríe.

—El Che Guevara, sí, mujer, hasta ahí ya llego. En cambio tú no sabías quién era James Dean.

—Ahí está; y me pilló desprevenida su aparición. Porque de verdad fue como una aparición. En fin, resumiendo, que cuando supe más tarde que aquel James Dean
avant la lettre
era el Guillermo de Mariana ya era tarde para mí, aunque te suene a copla de Rocío Jurado. Supongo que ya sabes lo que pasa cuando un hombre te despierta por primera vez los sentidos. Es inútil luchar contra esa marea.

—Sí —dice Soledad—, completamente inútil.

—Pues entonces, ya has entendido lo principal. El cuento se queda para otro día, ¿te parece?, porque es muy tarde.

—De acuerdo, Sherezade.

Pero mira el reloj, se pone de pie y dice que efectivamente se le ha hecho tardísimo.

La acompaño a la puerta y nos besamos. Las dos estamos tristes.

—Gracias por el masaje —dice.

—Y a ti. Ha sido lo mejor de la tarde.

—Eso no, mujer. Todo ha sido bueno.

Cuando se va, me quedo muy nerviosa. Me prometo a mí misma seguir escribiendo, lo cual significa, como siempre, empezar a escribir por otro lado. Pero lo único que hago es ponerme a cambiar muebles de sitio y a encender un pitillo detrás de otro.

X. CLAVE DE SOMBRA

He dormido, Sofía, en muchas habitaciones de hotel a lo largo de mi vida, y de ellas recuerdo, sobre todo, la extrañeza de los despertares, esos segundos de agonía que acompañan al «¿dónde estoy?» mientras los ojos, aún aletargados, buscan ciegamente alguna referencia que dé claves de aquel espacio raro y enhebre con la peripecia que nos trajo a dormir a él.

Aquí, colgado enfrente de mi cama, hay un grabado grande, lo primero con que se topan mis ojos al abrirse. Representa un barco antiguo con las velas desplegadas en el momento de atravesar el pasillo que dejan entre sí dos icebergs. Un poco anacrónico, ¿no?, porque estamos en el Sur. Supongo que algún día se me cruzará la imagen de este velero y la asociaré con la impotencia de anotar algo sobre unos sueños recién evaporados, aunque el hotel lo confunda con otro de otro país y no recuerde si era invierno o verano ni, por supuesto, de qué sueño se trataba, ya que todavía no he logrado rescatar el argumento de ninguno. Y eso que estos días estoy soñando muchísimo. Conozco los síntomas. ¿Se despierta usted con la cabeza cargada, como si tuviera un peso entre los ojos? Sí, doctora, eso es lo que noto. ¿Y luego se pasa un rato como ausente de todo lo que mira? Sí, sí, a veces la mañana entera. Ya; pues nada, siga procurando recordar algún sueño, aunque sólo sea a trozos, es importante. Y lo apunta, para que no se le olvide. Necesita descargarse de los sueños.

Debajo del cuadro, hay una especie de pupitre alargado con espejo y cajones, incómodo como escritorio porque apenas queda sitio para meter las piernas. Está casi enteramente ocupado, además, por unas pirámides de cartulina, donde se informa al cliente de los prefijos telefónicos de España y el extranjero, horarios de excursiones, precios de cafetería, sauna, planchado y otros servicios extra. En los cálculos de la Dirección de este tipo de hoteles nunca entra la idea de que al huésped le pueda apetecer quedarse a ratos habitando el cuarto como si fuera una casita. Carecen de rincones.

He pedido una mesa supletoria y la tengo instalada junto a la puerta vidriera que coge toda la pared del fondo. Era el único sitio posible. Tuve que empujar un poco para acá el pupitre de los cucuruchos de cartulina porque si no, como es bastante grande, no cabía con holgura suficiente para pasar yo y dejar libre la manivela de la persiana.

Levantar la persiana y correr la puerta vidriera, que da a una terracita con muebles de mimbre, es lo primero que hago al despertarme, casi de forma maquinal, como un borracho busca la botella. Y el glorioso allanamiento de morada consumado por la luz rezumante de mar desvirtúa el efecto tramposo de los icebergs y los relega a cuarteles de fantasía, junto con los detritus de mis imágenes nocturnas, sin que esa delimitación consiga, a pesar de todo, atenuar mi aturdimiento. Al contrario, más bien lo aumenta. Es primavera, sí, y esto un pueblo costero del sur de España, el velero entre hielos no tiene nada que ver, nada, olvídalo, un capricho del dueño del hotel donde duermes. Bueno, ya. Pero ¿y por qué duermo aquí?, ¿qué he venido a buscar o de qué huyo? En el sueño de hoy pasaba algo que tal vez diera claves, pero ya no me acuerdo, claves enmascaradas. ¿Cómo era…? alguien decía «no le deis de comer» sí, eso era, alguien que estaba en mi mismo cuarto, aunque no nos veíamos, y la persona o fantasma en cuestión no podía saber que yo la estaba oyendo. Además se trataba de un lenguaje cifrado, eso era lo más importante dentro del sueño mismo. Espera un momento. Datos para la pesquisa. ¿Qué estuviste leyendo anoche, antes de dormirte?

Miro hacia la mesa supletoria, tan atestada de papeles y libros como si ya lleváramos ella y yo un año aquí, sospecha inquietante que se esfuma enseguida con la de haber amanecido entre hielos. No me acaba de gustar la colocación, así de esquina, no resulta un rincón acogedor y además siempre te tropiezas. Una policiaca, estuve leyendo una novela policiaca de Ruth Rendell,
Hablar con desconocidos
, un chico londinense dominado por su adicción a los lenguajes en clave. ¡Ah!, y también trozos del diario de Katherine Mansfield. Trae un retrato de la escritora en 1920, con ojos entre soñadores y angustiados y un flequillo muy negro como de japonesa. Murió sin descendencia, quién sabe adónde habrá ido a parar el original de esa foto desde la que me mira como a un médico cómplice, «claro, tú que me vas a decir, ¿verdad?.» Ya le quedaba poca vida, murió a los treinta y tres años, la tuberculosis entonces difícilmente tenía cura, y ella lo sabía, lo dice en su diario.

Todavía cuando yo empecé la carrera de Medicina, el bacilo de Koch no era ningún fantasma del pasado. Lo que no sabía yo, y no sé si tú lo sabes, es que ese apellido era el del sabio alemán que lo descubrió, no nos damos cuenta de la cantidad de personas que aparecen solapadas en nuestra conversación y en todo lo que pensamos, como un entramado resistente en cuya tela se borda nuestro propio vivir. Me parece estar viendo el retrato oval de Robert Koch, un Sagitario nacido a mediados del XIX, atildado y pulcro con corbata de lazo, barbita blanca y lentes redondos, tal como venía en una de mis enciclopedias. Hace un siglo que anunció en Berlín, tras laboriosos experimentos, que creía haber aislado y descubierto la bacteria responsable de la tuberculosis. Murió en 1910 en Baden-Baden, diez años antes de que Katherine Mansfield posara para este retrato que ahora tengo delante y que, sin querer, se me superpone al del viejo y bondadoso sabio alemán, porque es que todo se superpone. Pues lo que te decía, cuando yo empecé la carrera el bacilo de Koch todavía conservaba antiguos resplandores y se llevaba a la gente por delante, poderoso monarca en decadencia al que hoy otras hordas despojaron del cetro, sin que haya aparecido todavía el superman de gafitas que se enfrente con ellas, siempre tiene que haber alguna plaga. Las víctimas del bacilo de Koch eran jóvenes indefensos, rebeldes y pálidos, náufragos de alto riesgo, hermanos de la luna, con la mirada mansfield perdida en lo invisible. Se morían soñando otras laderas y un amor más perenne, debatiéndose en vano entre esa añoranza de infinito y las ligaduras de un cuerpo entendido como cárcel. Todo el diario de Katherine es eso, un arduo viaje donde la confesión de impotencia se alterna con los esfuerzos por combatirla y por dejar fe de ella, a medida que se adelgazaba el caudal del tiempo que la separaba de la muerte. Ya ves, Sofía, quién nos iba a decir cuando leíamos
Garden party
, novelita cursi, mirándolo bien, que su autora sufría como un perro y que lo consignaba en un diario sombrío y desgarrado, droga dura, no te haces una idea. O mejor dicho no me la hacía yo, tú puede que lo conozcas.

Son libros que me compro cuando voy de paseo al pueblo, en una tienda rara que he descubierto y donde venden un poco de todo. Me da la impresión de estar poniendo casa, ya ves qué tontería, y siempre me traigo al hotel una bolsa llena de antojos más o menos inútiles. Mal síntoma, o por lo menos inquietante. Así leo también un poco ahora, a golpe de antojo, picoteando sin orden ni concierto, y todo se queda en inyección subcutánea. Pero no creas que me pasa sólo con los libros, me pasa con todo, Sofía, porque estoy intranquila, sin arraigo. Cambio de sitio a cada momento y de postura y de enfoque, ensayo diferentes estilos de escribir y en ninguno me hallo a gusto, siempre buscando en la literatura, en mis sueños, en conversaciones de olvidados pacientes y hasta en los rostros de la gente que circula por este hotel una referencia, indagando a ver cómo se las arreglan ellos, esos otros, cómo organizan su tiempo. Porque la cuestión, ya lo decía mi padre, es pasar el rato, pasarlo sin daño, que los cristales rotos de ese tiempo devastador no se te claven.

Sólo por amor propio no te llamo, Sofía, y no te grito «¡Ven!» por lo mismo que no te mandaré tampoco esta carta, por no cargar a nadie con mis pesadas disquisiciones. Y sin embargo, en cuanto me pongo a auscultarme, no falla, sale tu nombre. Mejor dicho el mío, porque al tratar de recordar el tono de tu voz, esa voz dice «Mariana» es lo que dice siempre, acentuando la í con dulzura, lo digo yo, te copio, ya ves, como si se pudiera. No encuentro mi voz ni mi sitio, ¿sabes?, eso es en resumen lo que me pasa, y necesito robárselo a otro, a quien sea, lanzarme a la suplantación del prójimo vivo o muerto, ficticio o real, al saqueo de sus respectivos territorios. Yo creo que tú no, que tú no estás así, por mucho que te acose lo doméstico, tú sabes crear sitio hasta en un cóctel, rodearte de esas murallas invisibles que te refugian, eso es lo que más te envidio, tu capacidad para aislarte, lo que más le envidiaba a Guillermo también.

Y se me ocurre pensar de pronto: el que salga la Mansfield en mis sueños, si es que ha salido, ¿no podrá ser también una tendencia de mi subconsciente a identificarme contigo? Lo digo por el comienzo de tus «deberes» que tengo precisamente en la mesa supletoria y los he leído tantas veces que todo lo que he escrito desde entonces lleva ese sello tuyo de las descripciones minuciosas. Y es curioso, no necesitaste que yo ni nadie te dijera «apunta tus sueños.» La noche antes de encontrarnos en la exposición de Gregorio —que ya me parece que hace siglos— habíamos estado juntas en los pantanos de Gimmerton, o sea que fue Emily Bronté la que nos avisó de que a las pocas horas íbamos a volver a juntarnos de verdad, aunque tú no le das siquiera esa interpretación. Parece que estabas tan de verdad conmigo en aquella ladera primaveral como cuando volviste la cabeza del cuadro de los huevos fritos y nos quedamos frente a frente, mirándonos entre el gentío, no cambias de estilo, eso es lo que me llama la atención. Te limitas a contar una cosa detrás de otra, sin buscarle más tres pies al gato, como si todo perteneciera al mismo reino, la vida corriente y los prodigios, la señora Acosta y las hermanas Bronté, lo irreal y lo tangible, siempre fuiste así, y a mí me daba rabia. «Pero tú estás mal de la cabeza, Sofía, hablas de Yolanda, la hija del Corsario Negro como si acabaras de verla y de hablar con ella.» Y tú, con aquellos ojos transparentes y llenos de extrañeza: «Pues claro, es que la he visto, es que la conozco, ¿tú no?.» Y yo te envidiaba precisamente por eso, aunque creo que nunca lo has sabido, porque no veías barreras entre la vida y la literatura, por tu estar en las nubes. Te envidiaba profundamente y te quería copiar. Pero nunca me salió bien y, claro, me daba rabia, es como si tú pudieras volar y yo no, y encima no te dieras cuenta de que estabas volando y de que los demás no veían los mismos paisajes que tú. Yo a veces fingía verlos y te engañaba a fuerza de observarte y robarte la luz y las palabras. Era eso lo que hacía: con retales de la labor que dejabas caer inadvertidamente me cosía vestidos que a ti te parecían originales, pero yo sabía bien que no. Hasta que me empecé a encontrar incómoda y se me agrió tu eterno beneplácito, el entusiasmo ante aquellos estilos Montalvo que yo te devolvía caricaturizados. Y por eso a partir de cierta edad, hora es ya de confesártelo, me propuse renegar de aquella simbiosis contigo, que a duras penas me empeñaba en ocultarme a mí misma. Y reaccioné en el sentido contrario, exagerando nuestras diferencias. Pasa mucho.

Pero bueno, qué barato resulta contado así, qué elemental, mi querido Watson, siempre acaba saliendo la doctora. Y en cambio el hilo del sueño se ha ido sin remedio, y se me desdibuja la cara que decía «no le deis de comer» estaba tan oscuro, pero yo creo que era la de Katherine Mansfield, pálida, con esos ojos negros y fijos de moribunda, le doy la vuelta al libro, no la quiero ver más. ¡Cómo me duele la cabeza! Voy a pedir el desayuno.

El desayuno lo suelo tomar en la terraza, porque el buffet de abajo ofrece demasiada tentación de proteínas, y el pantalón vaquero que me compré en Cádiz ya me cierra con dificultad («un café con leche, tostadas y un zumo de naranja para la 203») , y antes de que me lo suban miro la hora, pongo el hilo musical y me meto en la ducha. Y es cuando el día se me ofrece como un cheque en blanco, de una blancura inerte, sin sobresaltos ni provocaciones.

Y vuelvo a saber una vez más que la vida está en esos vertederos de escoria y confusión que tantas veces he explorado sin mancharme las manos, hurgando en ellos desde arriba con un bastón para analizar la etiología de sus distintos detritus e intentar clasificarlos. Tarea no tan fácil, porque bullen amalgamados con la materia orgánica y de la mezcla sube un fuerte olor no siempre estimulante sino más bien nauseabundo; y he seguido con desigual convicción mi empeño de revolver con la mano derecha esa basura ajena, mientras me tapaba las narices con la otra, pensando más de una vez que estoy engañando a quienes pretendo ayudar y sometiéndolos a un experimento doloroso e inútil, robándoles su tiempo y su dinero, porque la vida no se puede catalogar más que falseándola; la vida que salpica y dispara desde distintos flancos a la vez y se nos abraza al cuello como un pulpo, ésa hay que sortearla como sea, jugándose cada cual su pellejo, unas veces sale mejor y otras peor, no sirven las reglas. Y comprenderlo aumenta la desazón.

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