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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (26 page)

—Si son dos camas, pues dos camas, ¿no?, y cada una en una esquina, para que cada cual se tumbe cuando quiera, que así se molesta menos al prójimo. Y un biombo en medio, ustedes que se lo pueden pagar, de aquellos de chinos y de pajaritos bordados en la seda, que mire usted que eran preciosos, eso sí que era lujo. Como la cama grande que me regaló usted cuando se mudaron del otro piso, anda que no ha pasado tiempo.

Antes, en el piso de Donoso Cortés, donde vivíamos cuando nacieron los niños, teníamos una cama de matrimonio. Era de madera antigua, con incrustaciones de metal, y procedía de un pueblo de Teruel, de donde es oriunda la familia de Eduardo.

Ya estaba allí antes de casarnos, cuando él vivía solo en ese piso, junto a un pupitre grande y horroroso que ni sé de dónde venía ni dónde habrá ido a parar, estanterías apañadas con ladrillos y multitud de libros por el suelo.

Recuerdo la primera vez que Eduardo me llevó allí. Era a principios de otoño, yo acababa de terminar con Guillermo y estaba muy triste. Entraba una luz grata a través de las persianas verdes, y se notaba una bocanada de fresco viniendo de la calle.

—Parece de película neorrealista italiana —dije, en el umbral de la habitación.

—Tú también pareces en este momento una chica del cine italiano, con ese aire de pordiosera —dijo él—. Así que te va el decorado.

Fue la primera vez que me llamó pordiosera.

—Debe ser que estoy triste. Además lo destartalado no me disgusta.

No le dije por qué estaba triste ni él me lo preguntó.

Habíamos comido en un bar de la zona, y lo último que se me podía ocurrir es que tuviera intención de acostarse conmigo. Pero algunas cosas pasan así, por las buenas, sin que uno se dé cuenta ni se ponga en guardia. El caso es que en aquella casa me quedé yo embarazada de Encarna, que por eso fue el casarnos. Era un piso alquilado de renta antigua, con una distribución muy rara, varios cuartitos chicos que no se sabía para qué podían servir, y una cocina con fogón antiguo. Las dos únicas habitaciones bien arregladas eran las dos del fondo, donde Eduardo había puesto un bufete de abogado laboralista con dos amigos, que lo eran también de mi hermano Santi.

Luego, cuando nos casamos, el dueño nos dejó hacer obra, porque era pariente de Eduardo y además teníamos pensamiento de comprarle el piso. A mí me daba pereza, pero a él no. Siempre le ha exaltado de forma incomprensible el derribo de tabiques. De aquellos tres cuartitos que parecían recodos en el intestino grueso del pasillo salió otro que quedó un poco irregular, pero simpático. Allí se puso el dormitorio de la cama grande. Daba a un patio bastante luminoso, porque era un piso alto. Me casé embarazada de tres meses y las obras continuaron durante algún tiempo. Yo tenía muchas náuseas. Había dejado completamente de escribir.

A veces, cuando salgo del pretencioso baño-Escorial y miro este dormitorio de ahora con la colcha de rombos, tengo que hacer un verdadero esfuerzo para reconstruir cómo era nuestra vida al principio en Donoso Cortés, sobre qué versaban nuestras conversaciones nocturnas. La verdad es que a Eduardo la fiebre por ganar más dinero a costa de lo que fuera se le declaró muy pronto y vino a invadir con sospechosa celeridad el terreno de sus ideales políticos, a un ritmo tal que cuando me quise dar cuenta, ya la nueva obsesión los había desplazado por completo. Su hermana Desi se había casado con un hombre de empresa riquísimo y bastante mayor que ella, que empezó de empleado en una gasolinera. Para Eduardo era, y ha seguido siendo durante mucho tiempo, un ejemplo a seguir. Fue quien empezó a meterle en negocios de importación y exportación, que, según Eduardo, tenían mucho futuro. A mí la palabra futuro, en este contexto de los negocios y del dinero, me sonaba peor todavía que cuando aparecía adornando un discurso político. De todas maneras, aquella especie de diosa del futuro, tirando trabajosamente de carros y carretas, no era santo de mi devoción. Y Eduardo se empezó a quejar muy pronto de que yo no secundara sus proyectos ni espoleara sus ambiciones.

O sea que por las noches, aparte de fundir nuestros cuerpos con más o menos convicción en la gran cama turolense, hablábamos sobre todo de dinero. Mejor dicho hablaba él. Yo recuerdo una sensación de humedad y tristeza. De decepción.

—Parece que no me escuchas cuando te hablo —decía.

Era verdad. Sus palabras nacían ya anestesiadas para el recuerdo. Yo por entonces pensaba muy despacio, como si las ideas se abrieran paso trabajosamente entre surcos fangosos. Le escuchaba mirando al techo y no sabía qué contestar, ni si tenía que contestar algo. Dicen que les pasa a algunas mujeres durante los embarazos y después del parto. No sé. A mí me pasaba.

De todas maneras, antes de conocer a Eduardo ya algunas personas se me habían quejado de que estaba distraída cuando me daban recados o me hablaban de cosas prácticas. Pero lo curioso es que las conversaciones sobre política, tan cultivadas entre la gente cuando me matriculé en la universidad, tampoco conseguían prender mi atención, me producían una extraña desconfianza. Dios había muerto y había que buscarle ídolos de recambio. A mí, que abomino de todo apostolado, no me divertía nada la agresividad verbal de aquellos disidentes clandestinos. Y desde luego, no estaba dispuesta a derribar a Cristo para entronizar al Che Guevara. Precisamente ésa fue una de las cosas, como creo haber dicho ya, que me habían venido alejando de Mariana desde nuestro último curso de bachillerato. Aquel impaciente afán por desterrar cualquier rastro de injusticia y por solidarizarse en bloque con todos los desheredados del mundo me parecía particularmente insincero en algunas personas de extracción humilde, pero que habían logrado a fuerza de tesón y amor propio descollar en los estudios.

Era exactamente el caso de aquel chico aragonés de labios finos y ceño fruncido que venía a veces a las reuniones organizadas en casa por Santi, mi hermano mayor, aunque tardé bastante tiempo en fijarme en él. Yo los llamaba los conspiradores. La memoria es antojadiza y no sabemos con arreglo a qué criterio selecciona como perdurables ciertos decorados, mientras que otros, que albergaron en su día escenas más significativas, son relegados al reino de las sombras. Digo esto porque la habitación de casa de mis padres donde Santi se reunía con los conspiradores (y que ahora está incorporada al cuarto izquierda, donde vive otra gente) suele meterse de forma tan intempestiva en mis cavilaciones y cruzarse dentro de mis sueños con tal pertinacia, que he llegado a considerarla incorporada anatómicamente a mí, como una especie de tumor benigno enquistado en un repliegue del cerebro y acerca de cuya naturaleza ningún cirujano, en caso de autopsia, sería capaz de emitir dictamen. No recuerdo que en aquel cuarto me ocurriera nada digno de especial mención, aunque dentro de él se estuviera gestando mi destino.

Era el mayor de la casa, tenía un mirador de esquina y siempre estaba lleno de humo. Yo dormía en el de al lado, y por las noches el runrún de los conspiradores me hacía compañía y funcionaba como música de fondo para mis ensoñaciones solitarias, que buscaban a tientas un eco en la escritura. Pero, aparte de la voz de mi hermano, no reconocía ninguna en especial.

«¿Conocéis a mi hermana?» les preguntaba él algunas veces cuando nos tropezábamos casualmente por el pasillo. Y yo, según parece, ponía cara de estar en las nubes, posiblemente un gesto parecido al que, años atrás, me reprochaba el profesor de Matemáticas cuando hablaba de logaritmos. Algunos contestaban que sí, que ya me conocían, e incluso me saludaban llamándome por mi nombre. A mí los suyos acabaron por serme bastante familiares, pero no siempre los casaba con la imagen que le correspondía a cada cual. Concretamente aquel aragonés de extracción rural, Eduardo Luque, que había acabado Derecho con veintiún años y fue quien puso de moda en el grupo un acusado desaliño en el vestir, se me borraba de una vez para otra. Luego supe por él mismo que Santi me lo había presentado cinco veces en cinco sitios distintos, y yo sin reconocerlo nunca, que parece ser que eso a él fue lo que más le picó.

Pero volviendo al cuarto del mirador, lo más raro es que mi subconsciente, en modalidad de sueños o fantasías diurnas, lo asocie con Guillermo, que nunca puso los pies en él, como tampoco en ningún otro de los de aquella casa. Porque —hora es ya de decirlo— Guillermo no alcanzó a rozar más que tangencialmente mi vida cotidiana, y nuestras relaciones, aparte de que duraron poco, se desarrollaron en una especie de tierra de nadie donde no tiene cabida ni el pasado ni el futuro. Por eso me resulta tan difícil reseñarlas, aunque me empeñe en ello, como acotar el área de sus influjos. Tal vez la memoria —que podría no ser tan caprichosa como parece— haya elegido el cuarto de los conspiradores para esconder a Guillermo entre sus volutas de humo porque, en los meses anteriores a nuestro primer encuentro, aquella madriguera, separada de la mía por un simple tabique, era muchas veces mi único puente con el mundo exterior, frontera entre la historia y la fantasía, una especie de asidero cuando la marea de la irrealidad me anegaba demasiado. Y esas crecidas periódicas de marea azotaban también a una frágil barquilla que llevaba las palabras Mariana-Guillermo escritas en el costado. El guión que separa esos nombres unía para mí el dolor de la ausencia con el miedo a lo desconocido.

El invierno, que aquel año había empezado a anunciar sus rigores desde primeros de octubre, se me hizo muy largo. Tengo aquí delante de los ojos dos cartas de mi madrina, que no copio para que este relato no se vuelva tan largo como aquel invierno. Pero su lectura me está ayudando a reconstituir la sensación de zozobra y desarraigo que acompañaron a mi insensible espera del amor, mientras en la estancia contigua un amortiguado coro de voces masculinas vaticinaba el porvenir político de España.

Sofía Montalvo, mi madrina y tocaya, vivía en París, era prima de papá y mis fantasías sobre un posible romance juvenil entre ambos datan de la primera infancia. En los cuentos que inventaba para Mariana cuando éramos pequeñas, aparecía con frecuencia la figura radiante de la madrina salvadora, pero tardé bastante en hablarle de la mía. Cuando una tarde le conté que se llamaba igual que yo y que vivía en París, se quedó pensativa, como queriéndole buscar alguna razón de ser a aquella inesperada noticia. El gesto que acompañaba a esta actitud suya de pesquisa interior era siempre el mismo: se quedaba con los ojos en el vacío y el índice ligeramente doblado contra la boca como pidiendo silencio, yo lo había bautizado como «poner cara de detective»

Recuerdo que estábamos en una cafetería de la calle de Hermosilla, donde habíamos entrado a merendar al salir del instituto. El olor a tortitas con nata lo asocio siempre a la decoración de aquella cafetería y a la mezcla de exaltación y deleite que produce a los catorce años entrar con una amiga en un local público e intercambiar con ella confidencias a media voz, una sensación de protagonismo y de fe en la vida que jamás se volverá a repetir. Miré a Mariana, extrañada de su súbito silencio y le vi el gesto aquél. El nombre de mi madrina se había quedado flotando sobre las tortitas con nata y sobre nuestras cabezas, mezclado con las volutas de humo del pitillo de Mariana. Yo no fumaba por entonces todavía.

—Eso debe querer decir algo —dijo, al cabo, muy seria.

—¿Qué? ¿Lo de mi madrina? Quiere decir lo que dice, no pongas cara de detective. Que tengo una madrina en París.

—Pero nunca me habías hablado de ella.

—¿Y qué? Ni tú a mí de la tuya. Y también tendrás una madrina, ¿o no?

—Sí, pero es distinto. La mía es una tía abuela y además aburridísima.

Para mí la familia de Mariana era mucho más atractiva que la mía y me halagó notar que me envidiaba la madrina, que desde ese momento subió varios puntos de mi consideración. De todas maneras me vi obligada a confesar que la había tratado muy poco y que podía darse el caso de que también fuera aburrida.

—No, seguro que no —dijo Mariana—. Y además tú la idealizas. ¿Por qué, si no, salen tanto las madrinas en tus cuentos, di? Seguro que quiere decir algo.

Yo creo que a Mariana se le apuntaba desde pequeña ese afán por buscar tres pies al gato tan típico de los psiquiatras. Desde luego su capacidad para imponerles a los demás una interpretación personal de los hechos era tan notable como difícil escapar a su influencia. Siguió durante algún tiempo dándole vueltas al tema de mi madrina, y empeñada en que podía servir para explicar algunos aspectos de mi manera de ser y de las relaciones poco cordiales que mantenía con mi madre. Desde luego mi madre a «S. M. bis» como llamaba a la prima de papá, la tenía atragantada, e intentaba malmeterme con ella.

En fin, lo cierto es que yo tenía una madrina en París. Digo tenía porque ya murió. La había visto poco, me escribía esporádicamente y las dos cartas que me la han hecho traer ahora a colación contestaban a una mía donde yo, por lo visto, le contaba que había perdido a mi mejor amiga sin razón aparente y le pedía no sólo consuelo, sino también consejo sobre el modo de recuperar su cariño. Ella opinaba que ciertos cariños de adolescencia cumplen sencillamente una etapa, como un compás de espera para amores de mayor envergadura. La letra de mi madrina se parece un poco a la mía, pero en más picudo. No sé si para Mariana también esto querrá decir algo. No se me había ocurrido pensarlo hasta hoy, frente a sus cartas desdobladas. Escribía en papel muy fino, de tono azulado.

«Calla, calla, princesa, dice el hada madrina…»A mí no me gusta Rubén Darío. Son demasiados cisnes y nenúfares y caballos con alas que hacia acá se encaminan. Y sin embargo, al ver ahora copiadas unas estrofas de su famosa «Sonatina» de puño y letra de aquella Sofía Montalvo, tengo que reconocer que tuvo algo de sibila. Porque, considerando las cosas con mirada retrospectiva, resulta evidente que lo que yo estaba necesitando aquel invierno era enamorarme.¿A qué venían si no la continua flojera en las articulaciones y aquella especie de desasimiento ante cualquier incentivo que pudiera ofrecerme el mundo? Claro, «los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color» no había bufón capaz de divertirme con sus piruetas. El desvío de Mariana no había hecho más que abonar el terreno de mi transformación en mujer y predisponerme para recibir la llamarada del amor en cuanto se produjera. Pero sus rayos de fuego no surgían del cuarto de los conspiradores, aunque uno de ellos ya hubiera reparado en mí —o eso dice— con voluptuosa atención. Yo, desde luego, no me había dado cuenta.

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