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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (29 page)

Me entró de repente mucha hambre y estuve cenando en un restaurante del pueblo bastante destartalado, de vigas altas, atendido por un solo camarero visible, de aire un tanto fantasmal y edad indecisa, que sonreía sutilmente, como si todas sus palabras llevaran doble intención.

—¿Le quito el otro cubierto o espera a alguien? —me preguntó, mientras tomaba nota de lo que me apetecía cenar, entre los manjares que había recitado de memoria, sin dejar de mirarme.

—No espero a nadie. Quítelo. Y vaya trayéndome, por favor, un fino frío.

Hizo un gesto como de tirarme un beso y comentó que a los españoles nos gusta poco estar solos. Sonreí sin ganas.

—Al fondo hay más sitio, si quiere usted pensar —añadió.

—¿Pensar? No, no. Estoy bien aquí.

—Digo allí al fondo, pasando el mostrador. Junto a la puerta del callejón.

—Que no. Gracias.

Volvió a hacer el gesto aquél con los labios y comprendí que era un tic. Luego se alejó hacia el mostrador con barandilla de zinc y desapareció por una puertecita que había detrás.

El local, débilmente iluminado, era una especie de bodega inmensa, sin ventanas, y tenía un aire buñuelesco. Daba la impresión de que por todas partes sobraba pared y de que los grandes bodegones de hule colocados irregularmente estaban tapando algún desperfecto o ventana camuflada. Supuse que todavía debía ser temprano para cenar. No había más que una mesa ocupada por un chico joven y una mujer menos joven. Podía haber elegido otro rincón cualquiera para sentarme, ya que estaba vacío, pero me había puesto cerca de ellos sin poderlo remediar. Me atrajeron desde que los vi. Era una pareja intensa, con historia.

Aunque no captaba más que a medias su conversación, ya antes de que el camarero me retirara los entremeses me había enterado de que se trataba de un reencuentro y de que el tiempo que llevaban sin verse a ella se le había hecho más largo que a él. Me hubiera ayudado bastante para aclarar la historia tomar nota de sus respectivos gestos, sobre todo durante las pausas, que no eran pocas. Pero mi baza más segura estaba en disimular la curiosidad creciente que me estaba invadiendo y que a mí misma me parecía exagerada. Era incapaz de decir: «Esto no me concierne.» Saqué el libro de Katherine Mansfield y me puse a hojearlo con ficticia atención. Ellos, si me miraban, podrían tomarme por una profesora extranjera en vacaciones. Nos separaba un aparador antiguo en cuyo estante superior, debajo de un bodegón con sandías, campeaba una gaviota disecada y tuerta, porque uno de los ojos de cristal se le había caído.

Mientras saboreaba la cena y fingía mantener un coloquio mudo, a ratos con la Mansfield y a ratos con la gaviota disecada, me di cuenta de que ellos, en cambio, tenían poco apetito y de que la mujer bebía más agresivamente que su compañero. Todo en su voz rezumaba pasión contenida, y las preguntas que le hacía sobre su trabajo, lugares del recuerdo o amigos comunes iban desplazando, a medida que bebía, el tono a duras penas festivo para adquirir otro más inquisitorial, aceleraban su ritmo, intensificaban incontroladamente los agudos finales y traspasaban la zona de las buenas maneras. Siempre he detectado la disparidad del sentimiento amoroso a tenor de la desigual distribución de preguntas y respuestas intercambiadas por los amantes. En el caso de aquellos dos, que sin duda lo habían sido, las preguntas las formulaba la mujer y el chico las padecía. Contestaba brevemente, en un tono apagado, o bien intentando cambiar de conversación. Entonces la voz se le coloreaba y adquiría cierto vuelo hacia unos imposibles cerros de Úbeda, divagación que ella solía cortar impaciente —«Pero no estábamos hablando de eso.»—, y que se remataba con un «Bueno, mujer, perdona» una risa forzada o un silencio de aquellos cada vez más frecuentes que sólo de reojo me permitía a mí misma indagar. Pero él no preguntaba nada. Ni se percibía estremecimiento o emoción en su voz. Sólo a veces un poco de fastidio.

Seguramente —pensé— se encuentra a disgusto metido en una situación que no ha elegido, pero que se siente obligado a controlar, ya que no tiene más remedio que apechar con ella. La cuestión reside en mantener los reflejos, no perderle la cara al oponente, no soltar prenda, rendirlo por cansancio. Tarea defensiva, al fin y al cabo. Su malestar derivaba del reencuentro en sí, no rebasaba esos límites. Para él, de lo que se trataba era de dominar la escena a que yo misma estaba asistiendo como espectador, y salir airoso, dejarla bien resuelta. Saqué el cuaderno recién comprado que llevaba en el bolso y apunté: «Como un actor. Como un torero. Problemas de destreza y de inventiva que se reducen a superar cada tramo de la lidia o del texto. Entrega al presente.»

El malestar de ella, en cambio, como el de la mayoría de mis pacientes femeninas, como el mío también cuando pierdo pie, era de índole distinta. Al malestar presente se le añaden resonancias que lo distorsionan y dificultan la búsqueda de recursos para enfrentarse a ese conflicto concreto y analizar sus particularidades. «La perturbación de las adherencias» le llamo yo a eso en mi argot profesional. El problema está en que no se sabe acotar el asalto del pasado ni vacunarse contra su contagio. En la situación vigente se infiltran para enturbiarla otras ya marchitas y deformadas por el recuerdo. Estas reflexiones me ocuparon toda la cena.

Cuando ya había terminado el café y pedido la cuenta, ellos llevaban un rato callados y seguía sin entrar nadie más en el local. De pronto sentí mucha angustia y me invadió una extraña sospecha; la de que aquella pareja, con su silencio tenso, me estaba transfiriendo su problema, implicándome en él. Necesitaba huir de ese maleficio, desactivarlo mediante la palabra, como en los cuentos de hadas, como en las pesadillas cuando se grita antes de despertar. Comprendí que tenía que dirigirme a ellos y decir algo, lo más banal que se me ocurriera, simplemente para comprobar que a mí no me estaba pasando nada de aquello, que no los conocía, para desligarme de su enredo.

Me atreví, pues, haciendo un esfuerzo, a desviar los ojos de la gaviota tuerta fijándolos de plano en la mesa vecina, llena de restos de comida, y en los rostros de quienes la ocupaban. Ella se había puesto unas gafas ahumadas, apoyaba la cara en una mano y con la otra estaba haciendo caminitos sobre el mantel con regueros de azúcar y migas de pan. Así que me dirigí a él, que acababa de encender un pitillo, e inmediatamente respondió a mi mirada con una sonrisa casi cómplice.

—¿Sería tan amable de decirme qué hora es? —pregunté.

Se levantó la bocamanga de la chaqueta y, a cierta altura de la muñeca, apareció un reloj grande y anticuado que volvió a cubrir enseguida.

—Y media. Las diez y media.

—Muchas gracias.

En ese momento la mano de ella aferró bruscamente aquella manga y luego se metió por debajo con gesto furtivo a palpar el antebrazo del chico. Parecía fuera de sí.

—¡Quieta, Eloísa, por favor! ¿Qué haces? —intentaba defenderse él, muy violento.

—¿Que qué hago? ¿Y esto? Decías que nunca llevarías reloj, acuérdate. ¿No te acuerdas?, que el tiempo se mide de otra manera, decías…

—Bueno, sí, pero no pasa nada. Estoy harto de tus «¿te acuerdas?.» He cambiado de opinión. Y basta.

—No. No basta. Tenías que habérmelo dicho. ¿Es que no merezco yo que se me explique un cambio tan importante? Es como si no te conociera. Di algo. ¿Por qué llevas ese reloj tan horrible? Es horrible.

La voz de él era seca y tajante cuando dijo, desprendiéndose de la mano que lo agarraba y protegiendo el reloj con gesto cuidadoso:

—No es horrible, Eloísa. Es el regalo de una persona a quien quiero mucho, para que te enteres.

—¿Lo ves?, ¿lo ves? ¿Desde cuándo lo llevas? ¿Qué persona?

Me dirigí al mostrador para pagar allí la nota, perseguida por el llanto de Eloísa. Ni siquiera atendí a lo que me decía el camarero. Ni siquiera esperé el cambio. Era tal la sensación de claustrofobia que cuando traspuse el umbral de la puerta del fondo, que daba a un callejón, iba casi corriendo. Me di cuenta de que ya era completamente de noche y me puse un pullover que llevaba en la bolsa, porque se notaba frío. Una vez perdida, pero a salvo, por las distintas calles y callejas que me alejaban cada vez más de aquel local, aunque me había ido sosegando, seguí andando deprisa y sin volver la cabeza. Hasta que me orienté.

Salí a la playa desde el final del pueblo, y al llegar a la orilla me quité los zapatos y eché a andar en dirección al hotel, cuyas luces se veían a lo lejos delante de la del faro, que extendía su amplio haz de plata recorriendo la superficie quieta del mar. Durante un buen trecho, la última pregunta de aquella mujer de las gafas ahumadas —«¿Qué persona, di, qué persona?.»— , entrecortada por los sollozos y sin hallar respuesta, me resonaba machaconamente, agudizando mi conciencia de huida, y la vaga sensación de haber dejado a mis espaldas sin resolver algo que no me era totalmente ajeno, un asunto irremediable. Se me vino a la memoria como imagen lejanísima la escena en casa de Raimundo, salvada por un tris de caer en un desagüe igualmente catastrófico. Nunca más, nunca más caer en precipicios así.

La marea estaba muy baja y daba gusto caminar con el agua que venía a mojarme los pies. Me remangué los vaqueros hasta la pantorrilla. A medida que avanzaba, idealizaba mi vuelta al hotel, la necesidad de amueblarlo para mí sola, de hacerme una casita, un refugio donde nunca sonara el teléfono ni tuviera que preguntarle a nadie, al despertar de la siesta: «¿Te apetece dar un paseo?» o «¿Qué te pasa que no hablas?.» De pronto caí en la cuenta de que gracias a aquel disgusto con Raimundo —tan absurdo, tan distante— estaba disfrutando del aire de la noche andaluza, cargado de olor salino y de la libertad que da saber que nadie te va a pedir cuentas de tu tardanza ni tiene noticia de tu paradero.

Hacía tiempo que no paseaba sola de noche, y menos por parajes tan desiertos. Sólo se oía el rumor apagado de las olas que venían a morir a mis pies. De vez en cuando hacía un alto de espaldas a la playa, me metía un poco más en el mar y echaba la cabeza hacia atrás para dejarme alcanzar por el dardo mágico de las estrellas, que no hace blanco, según decías tú, más que en la gente tranquila y sin agobios. La misma en cuyos corazones prenden y encuentran cobijo las historias de Noc. Apelar a tu recuerdo, Sofía, es mi verdadera ancla, ya lo ves. Mejor dicho, lo verás porque espero compartir contigo algún día las impresiones de este viaje. Eres tú quien me estimula a repasarlas, quien las estructura y sujeta, como un esqueleto que no se ve, pero que va a perdurar cuando desaparezca todo.

Estaba llegando a la parte trasera del hotel, rematado por un letrero luminoso de color rojo que se leía del revés, porque los clientes, claro, llegan por el otro camino de delante y allí aparcan sus coches. Desde la playa se sube a la explanada de la piscina por una escalera bastante empinada excavada en la roca, ya me había dado cuenta cuando me asomé por la mañana. En el primer descansillo me paré a mirar las terracitas de las habitaciones, tratando de localizar la mía, cosa que no logré con exactitud. Algunas estaban encendidas, en otras había gente sentada o moviéndose. Debía ser bastante tarde. Venía del interior del hotel una música de blues, y a medida que seguía subiendo, con los ojos fijos en aquella fachada, surgió en mí, como una fiebre, la extrañeza. Tú conoces bien la sensación, Sofía, ese desarraigo repentino que nos hace cortar amarras con las referencias habituales, desenfoca los perfiles del mundo y nos lleva a la deriva hacia las costas de la literatura. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿De verdad una de aquellas terracitas apagadas era la de mi cuarto? Ni siquiera me acordaba del número de la llave ni de la disposición de los muebles. Entonces, ¿por qué lo llamaba mío? Tengo que conquistarlo primero con los ojos —me dije— y luego habitarlo. Llamaré a Josefina Carreras para decirle que prolongo mi viaje. Las estancias de paso son huellas en el agua.

Acababa de subir la escalera y me senté a sacudirme la arena de los pies, a desdoblarme el bajo de los pantalones y a calzarme. Era un piano lo que estaba sonando, y ahora se oía más cerca. Hubo una breve pausa y enseguida atacó los compases iniciales de «Strangers in the night.» Fue en ese momento, justo cuando me había puesto de pie y echaba a andar hacia el vestíbulo del hotel atraída por aquella melodía, cuando me asaltó, vivísima, la tentación de escribir una novela, y me dejé herir por su flechazo. ¿Por qué no? Se me habían cruzado, días atrás, cientos de ideas y de comienzos posibles, pero mi compromiso anterior con el ensayo les había venido poniendo una barrera. Es un viejo proyecto aletargado que por fin revivía, tomaba vuelo y se apoderaba gozosamente de mi voluntad. Me pareció verte sonreír satisfecha: «Claro, mujer, nada de teorías. Un libro con portada de novela rosa dibujada por Penagos. El ensayo ése sobre el erotismo te está aburriendo, huele a puchero de enfermo, reconócelo.» Tienes razón. Además podía aprovechar alguna de sus notas más inspiradas, sin obligarme a citas ni a conclusiones, simplemente como adorno del argumento central: la escapatoria de una mujer madura. Me acordé de todas las cartas que te he escrito y no te he mandado desde que tomé un tren camino del Sur, y mi entusiasmo se redobló. «Para Sofía y para Noc, desde lejos.» Busqué en el cielo la Osa Mayor, sentí tu mano en la mía y fueron lágrimas de infancia las que acudieron a mis ojos. Los astros desdeñan nuestras cuentas mezquinas, nuestro orden cronológico. Podía ser una especie de diario desordenado, sin un antes y un después demasiado precisos, escrito a partir de sensaciones de extrañeza, jugando con el contraste de emociones inesperadas, con la corriente alterna de los humores dispares que transforman insensiblemente a una misma persona.

Por ejemplo, según pensaba eso y atravesaba a paso ágil y animoso el recinto de la piscina, completamente vacío a aquellas horas y con las hamacas recogidas, miré el trampolín reflejado en el agua inmóvil y no pude por menos de preguntarme si era yo quien había dado alas, algunas horas antes, a aquellas cavilaciones tortuosas sobre la mujer-objeto, disipadas sin más como una bandada de pájaros negros. Del hall, separado de la piscina por unas columnas que forman arco, es de donde venía la música de piano. Me dirigí hacia allí, tarareando las palabras con las que Frank Sinatra inmortalizó a todos los extraños que se cruzan en la noche.

¡Qué divertido, Sofía, entrar ahora al hotel por la puerta de atrás! Mejor, ¿a que sí?, mucho mejor. La señora que llegó esta mañana por la otra puerta no me gusta, y seguro que a ti tampoco si la hubieras visto. Ojalá no vuelva. Oye, a esto de las dos puertas se le podría sacar un partido enorme para la novela, no me digas que no. Un día entre dos puertas. Llegué como náufrago y vuelvo como detective. Por cierto, cuántas casualidades, también en el mesón de la gaviota entré por una puerta y salí por otra. ¿Querrá decir algo? ¡Qué risa si estuvieras aquí! Me dirías: «Anda, no pongas cara de detective, vamos a meternos de puntillas en ese vestíbulo tan lujoso. ¿Te das cuenta de lo bien que suena la música y de lo brillantes que son las baldosas? Y tú como un golfillo, con el borde de los vaqueros mojado. Vamos a jugar a ser Heathcliff y Katherine cuando se metieron de noche en el jardín de la Granja de los Tordos y se auparon al alféizar de una ventana para fisgar desde fuera el salón de los Linton. No hagas ruido, Mariana, no nos vayan a echar los perros.»

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