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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (22 page)

Pero basta, no quiero volver a meterme en este atolladero de las culpas, porque me sienta fatal. Encarna siempre me lo está diciendo, que nadie tiene la culpa de nada, que eso son vestigios de la educación judeocristiana; y Lorenzo lo mismo, él más tajante todavía —«corta el rollo, mamá, las cosas pasan y punto, no le des más vueltas.», con eso queda zanjado todo. ¿Será verdad que ellos viven tan al margen como parece de todo sentimiento de culpa y de pecado?, siempre acaban igual nuestras conversaciones: «Tú tranquila, pasa de fantasmas, desenchufa la pila» y de momento me siento a gusto, como flotando, pero luego comprendo que con ellos no se resuelve nunca nada, que todo queda pendiente. Decir las cosas puedes no decirlas y hasta parece que así has dejado de pensarlas, pero no, las piensas igual o más, te andan por dentro arañando, cavando surcos, y quién sabe si no dañarán al bazo o al páncreas esos surcos, yo por esas zonas localizo la erosión. Eduardo me aburre, me aburre de muerte. No estoy segura de saberlo todo de él, pero lo que sé me importa un comino.¿Y por qué no se lo digo? Claro que se dará cuenta, pero decírselo sería un desahogo muy beneficioso, la llamada catarsis, y la única manera posible de acabar. A gritos, con remate de portazo. Pero no, por favor, eso no.

Miro a Soledad buscando un asidero, igual que ella hace un rato me miraba a mí. Me tiene que notar la angustia en la cara. No puedo ni respirar, ya está ahí la hoja de acero que se me clava en las costillas. Y me agobia más todavía pensar que la estoy cargando a ella con mi agobio. Bajo los ojos.

—Perdona —digo con un hilo de voz.

Sé que se me han empezado a caer lágrimas encima de la mano. Me da mucha rabia. Soledad me tiende un kleenex.

—Vamos, bonita, no digas bobadas. Llora todo lo que quieras, anda.

Tiene ahora una voz muy dulce. ¿Será la misma que emplea para consolar a su madre? ¿O ella la pondrá más nerviosa que yo?

—¿Tu madre se casó enamorada de tu padre? —le pregunto.

—Ella dice que sí, que locamente.

—Pues ya ves, da igual. Todo termina igual —digo en voz tan baja que no creo que me haya oído.

Por lo menos, si me ha oído, guarda silencio. El derrotero que está tomando la conversación no debe divertirle ni un pelo. Ha dicho antes que a Amelia no le coge de nuevas lo nuestro. Y sin embargo, yo no recuerdo haberles dicho nunca a mis hijos que no me casé enamorada de su padre. A él sí se lo dije. Claro que haciendo trampas, las famosas medias verdades, porque de Guillermo le hablé sólo de pasada, como de un amorío sin importancia. Y Eduardo era práctico, seguro de sí mismo. Practicaba la política de los hechos consumados. No paró hasta arrancarme el apetecido «sí» pero antes ya me había dejado embarazada. «Ya me querrás —dijo—, siempre conviene que el hombre quiera más que la mujer. Yo te voy a querer por los dos.» Y aquello me gustó oírlo. Yo estaba deseando irme de casa cuanto antes. Y tener hijos. Guillermo tampoco tuvo la culpa. Hay hombres que son para casarse y otros para recordarlos siempre como amores de novela. Yo Guillermo ya sabía desde el principio que pertenecía a este segundo grupo.

Se lo dije muchos años después, cuando me lo volví a encontrar en Londres. Que, por cierto, lo que son las cosas, era él entonces quien me proponía divorciarme de Eduardo para casarnos él y yo, o largarnos sin más, eso ya se vería. Pero yo no quería que la novela terminara como Anna Karenina. «No, Guillermo, no quiero terminar como Anna Karenina» le dije con una repentina lucidez la noche de nuestra despedida. Estábamos en el cuarto empapelado de azul de su pensión londinense, y yo miraba de reojo nuestros cuerpos enlazados reflejándose en un armario de luna que, por cierto, cerraba mal. Un cuarto algo destartalado, pero acogedor, como su dueña, una tal mistress Morrison, que lo quería como de familia. Vivía allí desde que se separó de su mujer, o más bien me pareció adivinar que le había abandonado ella. Me habló poco de esa historia, sólo que fue breve y que no habían tenido hijos.

—Yo lo único que no entiendo, y Amelia tampoco, es por qué Eduardo y tú no os separáis —dice Soledad.

Me encojo de hombros.

—No sé, por cobardía. Es que me espantan las situaciones violentas. Todo lo que sea agresividad. Nunca he sido capaz de dar un portazo. Debe ser por los muchos que daba mi madre.

—No tendrías por qué dar un portazo. Simplemente hablar con él. Eduardo es una persona razonable, no parece ningún salvaje.

—No. Pero la idea de hablar con él me espanta.

—No entiendo por qué.

—Bueno, hija, tú no lo entenderás, pero es así. Es que no sabes desde lo atrás que habría que coger el hilo. Y además, ¿cuál de los hilos…? ¡Uf! Si salen cabos sueltos por todos lados, es de mareo.

—No te pongas nerviosa, anda, mujer. Yo me refería a que hablaras con él sólo de lo vuestro, serenamente, de lo que os pasa ahora, no me refiero a los trapos sucios.

—Hablar con él me resulta cada vez más difícil, te lo digo, pero no sólo de eso, de lo que sea. No se prestarla.

—Pues chica, no sé, déjale una carta como en las novelas.

—Ya, se dice fácil. ¿Y dónde me voy?

—Al refu. Echas a los del refu y te metes tú allí. Sin más. Es lo que dice Amelia.

Poco a poco me voy tranquilizando. Ya no noto la cuchillada en las costillas al respirar.

—Dime la verdad, ¿cuándo te ha hablado Amelia de eso? De Eduardo y de mí, quiero decir.

—Bueno, por favor, ¿dónde va la fecha? Desde que estuvimos juntas en Brighton. O puede que antes. Pero sobre todo entonces.

—¿En Brighton?

—Sí. Como pasábamos el día juntas, durmiendo en el mismo cuarto y todo, pues ya sabes, no hay secretos. Y los padres salen a relucir, es natural. Bueno, los míos salían menos. Yo a los míos no les veía conflicto.

—¿Ella a nosotros sí?

—Sí, claro, problemones. Y sufría mucho por ti, tenía como mala conciencia de estarlo pasando ella tan bien. A veces lloraba leyendo tus cartas. Por eso te animó a que nos fueras a buscar.

¿Mis cartas? Es increíble cómo se le borran a uno las cosas. Debo haber escrito en la vida tantas cartas de las que no me acuerdo… Siento un remordimiento retrospectivo y ciego, que son los peores, parecen babosas. Van dejando encima de los recuerdos ya doblados y metidos en cajones entre manzanas y tomillo ese rastro sucio y pringoso del mal que se hizo sin querer.

—¡Pobrecita Amelia! ¿De verdad lloraba? Yo no me acuerdo de haberle escrito contándole penas.

—Propiamente penas no. Pero sí le escribías mucho, unas cartas muy bonitas. A veces me leía párrafos. No me acuerdo muy bien de qué le hablabas. De nada concreto, en plan poético pero depre. A vueltas con el tiempo creo recordar.

—Ya, bueno, lo de siempre. Eso no es una pista. ¿Y fue ella la que me animó a iros a buscar…? Es verdad, no me acordaba… Me lo diría con la boca chica, supongo.

De pronto tengo ganas de quedarme sola, me estorba todo lo que interfiera mi evocación de la llegada a Londres. Les había escrito que no me fueran a esperar, que no se preocuparan por mí. Cogí un taxi en el aeropuerto. «A la estación Victoria» iba recontando los bultos, y me gustaba estar viajando sola después de tanto tiempo, era como si me nacieran alas. Libre y sola, con sed de aventura. «Reencuentro con Guillermo en la estación Victoria» la verdad es que ése debía ser el capítulo primero, empezar por ahí la novela. Yo cargada de bultos, preguntando por los horarios de tren para Brighton, y aquel tropezón con un hombre alto y desconocido, en cuyos brazos casi caí. Como en las películas.
Sorry
Pero no era un desconocido. Era el lobo rubio, con algunas canas.

—Bueno —dice Soledad—, como al final es siempre cuando mejor se pasa, y ya estábamos ambientadas, y teníamos cada uno un medio noviete, pues la verdad es que cuando por fin decidiste venir a buscarnos, mucho no nos apetecía. Creía Amelia que íbamos a tener que estar pendientes de ti, haciéndote de cicerone para que te extasiaras ante el Palace Pier, y la playa de guijarros grises que sale en todas las películas. Pero sí, sí… Nos quedamos las dos viendo visiones cuando llamaste desde Londres diciendo que te habías encontrado casualmente con unos amigos y que ibas a pasar una semana en su casa, que al fin y al cabo Londres era más interesante que Brighton. Fue como si nos hubiera tocado la lotería, para qué te voy a decir otra cosa. Sobre todo porque, según me contó Amelia, a ti se te oía una voz tan alegre.

Sí, muy alegre. Estaba él conmigo en la cabina. Y antes me había cogido en brazos, allí en pleno andén con mis maletas por el suelo. Fue como un sueño. Enseguida me llevó a su pensión, como si fuera la continuación lógica de aquel encuentro, la única posible. Y yo también lo encontraba natural, no opuse la menor resistencia, ni pregunté nada. Iba transida. ¡Qué días, sobre todo los primeros! Después las cosas cambiaron un poco, aunque seguía abierta la sed. Pero el espejismo se enturbiaba. Me había fascinado la imagen de un Guillermo que continuaba manteniéndose fiel a sus rebeldes sueños de juventud, negándose a adaptarse a una sociedad que le era hostil y a pactar con el dinero. Pero luego me fue pareciendo poco a poco que hacía demasiada ostentación de esa actitud frente a mí, que mi entusiasta predisposición a escuchar sus palabras le aportaba una gasolina inflamable para reavivar un relato que se había quedado sin interlocutores. (De eso trataba precisamente la película de Mastroianni.) Empecé a sospechar que me tomaba como tabla de salvación cuando, invalidando la credibilidad de un discurso cuajado hasta entonces de cánticos a la libertad, me pidió que me separara de mi marido para quedarme a vivir con él. Pero eso fue más tarde. Porque volví más veces a verlo. Bueno, la verdad es que no me acuerdo muy bien de cómo pasó el tiempo.

—Luego, además cuando por fin llegaste aquel sábado, ¿te acuerdas?, cargada de regalos, Amelia me decía: «¿Te das cuenta de cómo puede cambiar en cuanto está sola? ¿No la ves guapísima? Es que revive sin papá, le saca partido a todo. ¿A que sí? ¿A que parece otra?.» Y tenía razón, yo también lo noté. Parecías otra. Bueno —añade después de un silencio—, es que en realidad tú cambias mucho.

—Todo el mundo cambia —digo distraída.

—Pero lo tuyo es de un momento a otro.

Tal vez si no me sintiera tan alterada, le confesaría a Soledad la razón por la cual era otra —y no sólo lo parecía— la mujer que vieron bajar de aquel tren que la traía a Brighton desde Londres. Pero es que este capítulo, si se metiera ahora, entraría en conflicto con los criterios cronológicos de Soledad. A ella le gusta más cosa por cosa. Aparte de que habría que ponerse a contarlo placenteramente y con mucho tiempo por delante. Y mejor escribirlo. Creo que resultaría bien en tercera persona.

Soledad sigue mirándome desconcertada. Debe notar que no soy la misma que le hacía masaje en la espalda hace unos instantes.

—Sí, es verdad, cambio mucho —digo con una sonrisa que trata de encubrir mi súbita desgana—. Pero oye, ¿no te das cuenta de que esto parece el cuento de la buena pipa?

—La culpa la tengo yo —dice Soledad—. ¿Por dónde íbamos?

—¿De qué?

—Del cuento de tu amiga.

—Ah, ya… Pues mira, ni me acuerdo.

El cansancio se contagia, lo he experimentado muchas veces. No hace falta percibir síntomas físicos del tipo de un bostezo, por ejemplo, para saber cuándo se le está acabando la cuerda al mismo tiempo al que habla y al que oye. En eso se reconocen los tramos muertos de una novela, en que empiezan a pesar por los mismos sitios por donde al autor se le empezaron a hacer pesados. Se sabe seguro, aunque no quepa comprobación, ni se haya inventado ningún aparato para sincronizar un hastío con otro.

Soledad está ahora manoseando las fotos que quedaron revueltas encima de la mesa, como si pretendiera atizar, sin mucha convicción, las brasas de ese cuento rezagado. Ha cogido una donde aparece Mariana apoyada en el tronco de un árbol. Se la hice yo en Aranjuez. Lleva una blusa con escote en pico.

—Era guapísima tu amiga —dice Soledad.

—Sí, todavía lo es. Ya te he dicho que la he visto hace poco en un cóctel. No sé si se habrá hecho alguna operación estética. Y además, parece tan segura de sí misma. Da incluso un poco de miedo.

—Pero no te desvíes. Nos quedamos en cuando te dijo que tenía novio. Y pasan cinco meses y pico hasta que tú lo conoces. Y en esos meses, ¿qué? Algo ocurriría.

—Nada especial que yo recuerde. Dejé casi de verla. Y cuando la veía estaba distraída, distante. Las pocas veces que me volvió a hablar de Guillermo fue para darme informes muy de pasada; que era un noviazgo conflictivo saqué en consecuencia. «A ver cuándo me lo presentas» le decía yo. Pero cambiaba de conversación. Hasta que se lo dejé de decir. Algo se había roto entre nosotras, no sé qué.

—Es que lo de escoger carreras distintas separa mucho —dice Soledad—. Yo lo he estado hablando estos días con Amelia. A nosotras fue lo que nos pasó.

—Sí, pudo influir eso. Además Mariana se había metido en política, que no te lo había dicho. Bueno, casi toda la gente de aquel tiempo, hasta Eduardo…, Eduardo era de la FUDE, ya ves, qué cosas, hija; en fin, tú ni sabrás lo que era la FUDE. Pero da igual, tampoco lo sabía yo.

—¿A ti no te interesaba la política?

—Pues no mucho. Para mí era como una música de fondo. Ahora me entero más de las cosas que estaban pasando por ese tiempo en el mundo que entonces. Casi me apetece ponerme a hacer una tesis doctoral como la tuya, de tan lejos como lo veo todo…

—¿Y Guillermo también era de la FUDE?

—No, él pasaba de política. Iba por libre. Pero eso no lo supe hasta más tarde. Como Mariana no me contaba nada de él, a mí me pegaba que fuera un activista.

—¿Y cómo te explicas que no te quisiera hablar de él?

—Entonces no me lo explicaba.

—¿Y ahora?

Me empiezo a cansar horriblemente del interrogatorio, se me debe notar en la cara.

—Bueno, cuando te explicas las cosas a posteriori, exprimes toda clase de razones, pero luego sólo te bebes el zumo de las que te parecen menos amargas.

—Te estás desviando a propósito para no contarme lo de Guillermo.

—Puede ser. Es que estoy algo cansada.

—Pero dime nada más una cosa. Te enamoraste de él en cuanto Mariana te lo presentó, ¿a que sí?

Me quedo mirando a la ventana, como si quisiera buscar los puntos cardinales. No, en esa dirección no. Era al noroeste, y había luna llena. 27 de febrero, de esa fecha no me olvido. Yo sabía que esa noche me tenía que pasar algo, necesitaba emborracharme, olvidarme de Mariana, abrirme a la vida.

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