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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (16 page)

—¿A qué verano se refiere?

—Cuando se fue usted a Londres a recoger a Amelia y a su amiga. Que, por cierto, más viajes de ésos debía usted hacer, porque vino como nueva. Claro que le duró poco… ¿Qué ha sido de aquella chica tan mona? Soledad se llamaba, ¿no?

—Sí. Ha estado aquí el otro día. Sus padres se separan.

—Vaya, nunca es tarde si la dicha es buena. A ver si cunde el ejemplo. Yo lo veo bien. Lo que es teniendo dinero, buena gana de aguantar toda la vida una cosa que no te gusta. ¿Pero qué le pasa? ¿Se vuelve a marear?

Negué con los ojos cerrados, pero todo me daba vueltas.

—Como cierra los ojos. Si quiere, la dejo sola.

—No, no… Es que quiero acordarme de las cosas, de cuándo pasaron, de cómo pasaron, de la relación que tiene lo de antes con lo de ahora, y la vida de los demás con la mía, porque todo tiene que ver, de eso estoy segura… Es como tratar de deshacer los nudos de un ovillo enredado con otros, con miles de ovillos… Y me vuelvo loca. Daría, no sé por dónde empezar, no me concentro.

—¿Y para qué se va a concentrar? También son ganas de montarse la cabeza. Eso, ni siendo Dios. Ni Dios mismo se debe concentrar, tal como está el mundo, y él, el pobre, ya tan viejo que lo mirará y no será capaz de reconocerlo. Dirá: ¿Pero en eso se ha convertido aquella ocurrencia mía de «a mi imagen y semejanza»? Pues menuda la formé. Y una de dos, o reconoce que se equivocó, o se tendrá que echar una siesta. Parece que le gusta el bizcocho. Ha salido esponjoso, ¿verdad?

—Sí, está riquísimo.

—Pues mejor cuando se enfríe del todo.

—Pero, Daría, dígame una cosa… ¿Cuándo me empezaron a tratar a mí de los nervios? ¿Fue ese año que estuve en Inglaterra?

—¡Y dale! ¡Qué más dará! Lo pasao, pasao.

—No, por favor, usted se tiene que acordar, porque se acuerda de todo. Fue ese año, ¿verdad?

—Pues sí, el ochenta. Después del verano. A poco de mudarse los chicos al piso que les dejó la abuela. Ella murió en septiembre, Dios la tenga en su gloria. Y ellos, nada, a los pocos meses se mudaron allí. En Navidad, creo. Yo no sé si fue malo o bueno que heredaran a la abuela tan jóvenes.

—Yo tampoco lo sé, no sé nada… Y sin embargo, algo ha salido mal por mi culpa. Ahora me acuerdo de que fue al volver de Londres cuando lo vi claro.

—¿Qué es lo que vio claro?

—Pues que Encarna y Lorenzo no aceptan la realidad tal como es, que no quieren parecerse a su padre en nada. Y que yo tengo la culpa. De eso hablaba con el psiquiatra. Los comprendo, no les doy alas pero los comprendo. No lo puedo remediar.

—Pues yo a mi Consuelo ni la comprendo ni la doy alas. Y ha salido igual de respondona con el padre que los de usted. Hasta le llama carroza en su cara. Un dolor. Anda, que si yo le llego a hablar a mi padre así, menuda torta me mete. Conque déjese de culpas, con los chicos de hoy en día nunca se acierta. ¿Y Lorenzo qué pasa? ¿No se decide a ganarse la vida en serio? También don Eduardo le podía ayudar, con la de conocimientos que tiene ahora.

—Si es que no hay manera, Daría, cuanto mejor le va al padre en los negocios y a más gente influyente trata, más desprecian ellos el dinero.

—Jolines, porque lo tienen.

—De lo de la abuela, poco les debe quedar.

—Claro, a base de malrotarlo desde el principio. Tampoco fue consideración, no me diga, vender por cuatro perras los muebles tan buenos de la difunta señora, que parecía que les quemaba tenerlos. Menos mal que muchos se los llevó Santi. Pero también en América, tan lejos… A usted aquello la trastornó bastante.

—No crea, a mí también me quemaba tenerlos, no le tengo apego a lo viejo. A mí lo que me trastorna, Daría, es tener que decidir. Tomar partido. Aconsejar. Dar la razón a unos y quitársela a otros, verme implicada en la vida y destinos de los demás. Por allegados que sean. ¡Eso es lo que me trastorna! Por irse, pues que se fueran, pero yo no podía estar dentro de ellos, y dentro de mi hermano y dentro de mi marido, cada cual con su guerra, ¡uf!

—Bueno, pero no se excite. ¿Para qué coños se me habrá ocurrido a mí mentar el refu?

—¿Qué pintaba yo en todo aquello? Y todos esperando que yo me pronunciara, que dijera algo, todos discutiendo. Me daba todo igual, vender, comprar, repartir, hipotecar, no iba conmigo. Ni siquiera, fíjese lo que le voy a decir, ni siquiera la muerte de mi madre iba conmigo. Habría sonado como una monstruosidad decirlo entonces, por eso no lo dije, pero lo sentía así.

—Nunca la quiso mucho.

—No. Y me reconcomía. Y me sentía culpable.

—¡Ay, Señor, dichosas culpas! Culpa la del que creara el mundo, ya se lo he dicho antes.

—Había sido un viaje maravilloso el de Inglaterra. Y fue como aterrizar en el infierno. No he vuelto a salir de él.

—Vamos, tampoco exagere.

Me quedé mirando a la ventana. ¿Cuántos días hace que he dejado de escribir? ¿Y por qué? Escribir me sacaba del infierno. Tengo que encontrar los apuntes de la tarde que vino Soledad. Seguro que hay datos clave. Daría se había puesto de pie. Noté que, mientras recogía la bandeja de la merienda, volvía a mirarme, como si me espiara.

—Pues la Consuelo me ha dicho que estaba usted muy bien estos días de atrás, que parecía que la habían quitado años de encima, todo el rato cantando y haciendo bromas. Llegó a decir, ya sabe cómo es ella, que si no tendría usted por ahí algún amorío, y yo le contesté: «Pues hija, ¡ojalá!» me salió del alma. Y es la verdad, haría usted más que bien. ¿No buscan ellos fuera de casa?

—A mí esas cosas ya no me interesan, Daría.

—¡Claro, a base de abstinencia! Lo mío es al revés, que yo a mi marido me lo tengo que quitar de encima a manotadas. Ya ve usted estos días, baldada con el lumbago como estaba, pues nada, le da igual. Hasta decía el condenao que le gustaba el olor del spray ése que me mandó el médico. ¡Vaya, mujer, menos mal que se ríe! Yo no he visto a nadie que le cambie la cara en medio minuto tanto como a usted. No se da cuenta. Es un caso.

—Sí, Soledad también me lo dice.

Me puse de pie. Me acababa de acordar dónde había puesto los apuntes que tomé el día que vino a verme Soledad: dentro de una novela de Patricia Highsmith que estaba leyendo. Con eso, algunas cartas viejas y trozos del diario de mi viaje a Inglaterra, se puede hacer un collage que me ayude a enterarme un poco mejor de lo que significó Guillermo para mí. Le pasé a Daría un brazo por los hombros.

—Sí, son rachas. De pronto me encuentro muy bien. Y con ánimos. El alma humana se parece a las nubes. No hay quien la coja quieta en la misma postura.

—Pues hija, si ya lo sabe, déjela a su aire y no se ande inventando cepos para cazarla. ¡Qué vicio!

—Es un vicio, tiene razón. A ver si aprendo.

—Y ya le digo, nada de infiernos ni de culpas. Las mujeres para pasarlo bien en la cama estamos en la mejor edad rondando los cincuenta, que ya no anda una con miedos de nada. Mi marido será todo lo bestia que usted quiera, que burro es muy burro el Elías, pero eso por lo menos lo comprende. Y si el suyo no lo entiende, pues búsquese otro por ahí y santas pascuas.

Me eché a reír.

—Tampoco es tan fácil, compréndalo, Daría. Hombres, lo que se dicen hombres, quedan pocos.

—Ahí le doy la razón. Bueno, y me voy, si no manda otra cosa, que se ha hecho algo tarde.

Le di las gracias por su compañía y ella me recomendó que no me quedara tantas horas encerrada sola en casa, que saliera algo más.

Al poco rato, cuando, ya con la chaqueta puesta, asomó la cabeza para despedirse, acababa de encontrar
Mar de fondo,
la novela de Patricia Highsmith. Los papeles estaban dentro. «Contar lo de Guillermo como se lo hubiera contado esta tarde a Soledad —leí—. En plan novela. Como si todo lo que pasó le hubiera pasado a otra persona. Con el humor y la distancia que él me aconsejaba cultivar siempre para sobrevivir.»

—¿Eran esos papeles los que buscaba? —preguntó Daría.

—Sí. Gracias.

—¿Ve como todo acaba por aparecer…? Ah, hablando de papeles, se me olvidaba. Tiene usted una carta certificada. Muy gorda.

Levanté los ojos del nombre de Guillermo.

—¿Una carta? ¿Dónde? —pregunté con el corazón alborotado.

—En la bandeja de la entrada. Vino antes. Como estaba usted dormida, firmé yo el recibí. ¿Se la traigo?

—No hace falta. Ahora iré yo.

Hacía esfuerzos por hablar normal.

—Pues hasta mañana.

—Adiós, Daría.

Esperé a oír cerrarse la puerta de la calle para salir corriendo al vestíbulo a recoger la que ya sabía, antes de verla, que era la primera carta de Mariana León después de tantos años.

VIII. STREP-TEASE SOLITARIO

Querida Sofía:

Ésta es mi tercera carta desde que salí de Madrid, y no le pongo referencias de lugar ni de fecha para distinguirla de las otras dos, que escribí pensando en mandártelas, aunque luego no lo haya hecho, en parte por pereza y después por tacañería. Las tengo dentro de una carpeta azul comprada en Cádiz, donde también guardo apuntes sueltos sobre el erotismo. Una de ellas —la del tren— metida incluso en un sobre grande con tus señas escritas, la otra ni siquiera. Son fertilizantes para mí. Releerlas me ayuda a coger el hilo del tiempo reciente y estimula no sólo mi recuperación anímica sino también la evolución de mi trabajo, que empieza a enderezarse. Así que ya desde el principio decido no mandarte tampoco la que me pongo a escribirte ahora. Tu nombre y tu recuerdo me sirven de soporte para largar amarras, pero en cambio no me veré obligada a demostrarte que pienso en ti y en tus problemas.

Y es una decisión liberadora. ¡Qué descanso confesarme a mí misma sin rodeos que este vicio epistolar —reiniciado, eso desde luego, gracias al pie que me diste tú— es, como casi todos, un vicio solitario! Además no sé si será porque el texto de mis cartas sin mandar se ha contagiado dentro de la carpeta azul del virus de mis otras cavilaciones sobre el amor y el sexo, pero el caso es que todo me parece pertenecer al mismo discurso: el que, elaborado a partir del desvío de Raimundo, me trajo a la calle de la Amargura, y el que me trae, en plan metafórico, zarandeada a lo largo de esa misma calle. Hace años que deambulo por ella de tumbo en tumbo, borracha de preguntas sin respuesta. Son preguntas que sigo formulándome por deformación profesional, pero también porque en el fondo me gusta. He llegado a no verle a la vida más sentido que el de indagar su sentido, aun a sabiendas de que ninguna pista lleva a aclarar nada, fallando en la pesquisa una vez detrás de otra. Ya ves tú qué diversión más tonta. Es como leer con fruición inalterable una novela policiaca donde nunca aparece el asesino.

Pero bueno, como decía mi padre, la cuestión es pasar el rato. Lo decía mucho. Siempre me había parecido una frase banal, pero una vez, siendo ya él bastante viejo, me aclaró que se refería al rato de vida que nos había correspondido a cada uno al nacer.

—Y lo malo es que la duración del rato no viene consignada en el boleto de la tómbola que expende niños. Depende de nosotros que se haga más largo o más corto, todo consiste en aprender a emplearlo de acuerdo con el ritmo de nuestro cuerpo, como una especie de gimnasia, hija. No hay que angustiarse pensando en lo que va a durar. Esos cálculos no nos incumben a nosotros.

Luego, cuando se murió, me acordaba mucho de eso que dijo. Porque mi padre siempre se las arregló para sacarle a la vida el mejor partido posible y odiaba los agobios inútiles.

La cuestión es pasar el rato, con tal de que aproveche, claro, de que se le consiga tomar gusto a ese pasar inevitable. Cada cual se apunta en este mundo al deporte que más le apetece, y el de ponerlos todos en tela de juicio no deja de ser un deporte como otro cualquiera. Yo lanzo mi perorata al aire por el puro placer de escuchar el eco de la propia voz rebotando contra las esquinas. ¿Y qué? No tengo por qué defenderme cuando Silvia me lo vuelva a echar en cara. Es lo que me gusta: el strep-tease solitario. Ella misma me ha dado pie para entenderlo y aceptarlo. Pero de Silvia hablaré luego.

Piénsalo. Si bien se mira, no tenemos más que eso: el placer de respirar y de ejercitar la propia voz en sus distintas modalidades de tristeza, indignación o entusiasmo: no hay otro elemento base. Y a mí me vicia llevar las riendas de mi propia voz, darle volumen hasta el grito o templarla hasta el susurro, aunque suene sin más acompañamiento que la mención a la falta de compañía. Una mención puramente retórica, como cuando se mete en las coplas flamencas el vocativo: «¡Ay, compañerita de mi alma!» para marcar con trazo más lacerante la ausencia de quien le está haciendo pasarlas moradas al cantante, ajena la amada a su queja y sin malditas las ganas de escucharla, porque si no ya me dirás qué razón de ser tendría el desahogo solitario.

Conque al fin y al cabo, Sofía, compañerita que fuiste de mi alma, por más vueltas que le demos, todo es soledad. Y dejar constancia de ello, quebrar las barreras que me impedían decirlo abiertamente, me permite avanzar con más holgura por un territorio que defino al elegirlo, a medida que lo palpo y lo exploro, lo cual supone explorarme a mí misma, que buena falta me hace. Porque ese territorio se revela y toma cuerpo en la escritura. Mejor dicho, es la escritura misma tal como va segregándose y echando corteza, plasmándose en los perfiles que la mirada descubre y trasiega en palabra; con ella engendro mi patria indiscutible, aunque sujeta a mudanza. Mi patria escabrosa y recóndita, siempre esperando por mí. Riachuelos por cuya corriente huyen los peces rojos del pretérito imperfecto, montañitas dentadas de gerundios, cuestas arriba flanqueadas por signos de admiración y puntos suspensivos, angostos desfiladeros donde se hila la oración compuesta, árboles frondosos de adjetivos o desnudos de ellos, praderas atisbadas en sueños y a las que sólo se llega por el puente inestable del condicional.

Al poner un punto detrás de la palabra «condicional» he levantado los ojos y he respirado hondo, con delicia, el olor del mar que se extiende inmenso ante mi vista. Y, como remate a lo que va escrito, me apetece poner un ejemplo de oración condicional, que viene bastante a cuento: «Si mi amiga Silvia se hubiera portado de otra manera, yo seguiría en su casa o habría vuelto a Madrid a reanudar el ejercicio de mi profesión.»

Surge a mis espaldas una voz en off inconfundible, la más conocida de todas cuantas conozco, serena e implacable.

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