Me levanté hacia el teléfono y comprobé que sentía un mareo que me obligaba a agarrarme a las sillas. Tampoco eran muy seguros ni armoniosos mis gestos, mientras buscaba en la agenda el número de los padres de Manolo, que no encontraba ni en la M ni en la R, y que por fin apareció en la P, donde tengo también apuntados los de otros «
padresz
» de amigos o clientes. Llamé y se puso una señora con voz muy dulce. Le pregunté las señas exactas de la casa y si podía dejar en el buzón una carta para Manolo.
—Bueno, ellos paran en el Hotel Atlántico —dijo.
—¿Pero usted no lo ve?
—¡Cómo no lo voy a ver! Claro. Quedó en venir esta tarde.
—Pues le voy a dejar la carta en su buzón, si no le importa, porque me pilla más cerca. Se la dará, ¿verdad?
—Descuida, hija. ¿No serás Rosalía?
—No, no, soy una amiga de Madrid.
Cuando me acerqué al portal de aquella casa, me temblaban las piernas. Miré alrededor. No pasaba nadie por la calle. Dudé unos instantes entre romper el sobre, que apretaba dentro de mi bolsillo, o echarlo en el buzón. Prevaleció este último propósito, que llevé a cabo a toda prisa, con el nerviosismo de quien deja un paquete bomba. Cuando salí del portal iba corriendo, como si huyera de mí misma. Así llegué a la parada de taxis más cercana, donde cogí uno para volverme aquí. Hice casi todo el trayecto con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, como aquel día —de repente tan lejano— en que acompañé a Raimundo desde el hospital hasta su piso de Covarrubias. Pero ahora no venía nadie a mi lado para acariciarme el pelo.
Todo esto pasó ayer, Sofía. Hoy me he quedado en el hotel escribiéndote y estoy muy excitada. Daría cualquier cosa por saber con qué cara ha leído la carta y si estaba ella a su lado cuando la cogió. Vuelvo a tener miedo, la estela de inquietud típica que dejan las decisiones tomadas bajo los efectos del alcohol. Por una parte, me muero de ganas de que pase el tiempo, pero por otra estoy a gusto así, arropada por esta desazón de lo no resuelto, de lo que se refracta en mil finales porque aún no ha tenido ninguno, a salvo y al mismo tiempo presa en la telaraña de los asuntos pendientes.
Escribirte, de todas maneras, está apaciguando un poco mis zozobras. Porque las cosas más insensatas parecen adquirir sentido al repasarlas. Al fin y al cabo, eso es lo que más importa de las historias, al margen del final que vayan a tener: registrar sus preliminares, ¿no? Así hiciste tú, recapitular minuciosamente todos los detalles anteriores a nuestro encuentro, en tu primera tanda de «deberes.» (Que, por cierto, ojalá los hayas seguido.) Yo no estoy haciendo más que copiar descaradamente el sistema que tú empleas.
Continuará, Sofía, aunque no sé por dónde.
Un beso,
Mariana
P.D. Los clientes de la 204 se han ido hoy. Pero así, tal como quedan, como personajes accesorios, para mí cobran mucho sentido.
Hay un cuarto en casa en el que nunca se ha hecho reforma deliberada de ningún tipo, aunque haya ido cambiando de fisonomía y de nombre a tenor de las circunstancias que nos han transformado insensiblemente a nosotros también. Ahora se llama «el trastero de Encarna.»
Cuando se mudaron al refu, ella dejó ahí parte de sus cosas, porque es donde durmió siempre, y cada equis tiempo renueva la promesa de venir una tarde o un par de ellas para tirar lo que no le sirva y llevarse lo que estorbe aquí. Naturalmente, dada su escasa tendencia a los expurgos y a dar por definitivamente jubilado ningún objeto, es una promesa que nunca ha cumplido. Pero como la mantiene de buena fe y además, a instancias de Daría, nos ha dado permiso para que de momento (expresión muy suya) aprovechemos los cajones y estantes que quedaron vacíos, el caso es que allí va a parar todo lo que sobra o no se sabe dónde poner. De momento, al trastero de Encarna, luego ya veremos. Y así, establecida poco a poco una convivencia intrincada entre lo que había y lo que va llegando, ese cuarto, que da al patio y se llamó sucesivamente «el cuartito azul» y «el buco» ha ido adquiriendo como trastero, más aún que cuando Encarna lo ocupaba, la peculiar mezcla de disponibilidad, penumbra y desorden propia del carácter de su inquilina. Toda la estancia es una madriguera provisional, presidida por el «de momento» y conserva esa in— condicionalidad que caracteriza a las almas generosas para albergar emergencias, cuitas, secretos y peregrinos de cualquier raza o procedencia. Algo tan difícil de definir como un olor, pero también igual de inconfundible.
Y cuando una cosa se da por irremisiblemente perdida, más tarde o más temprano, aunque nadie se acuerde de haberla llevado allí, es casi seguro que acabará apareciendo en el trastero de Encarna. Por regla general, no cuando se busca, ese día no. Pero en cambio suele encontrarse otra cosa que anduvimos buscando obsesiva e infructuosamente en otra ocasión similar, como si el tiempo, mediante estas pequeñas perversidades, añagazas y premios de consolación, quisiera demostrar que no se atiene a más leyes que las de su soberano capricho, y que las sorpresas las da él cuando le viene en gana, que es el amo, en una palabra. Y lo más raro es que esto nos siga sorprendiendo como fenómeno que se da por primera vez y al que cabría buscarle una explicación lógica. «¡Vaya, mira por dónde, con lo que las busqué yo en este mismo cajón! ¿Quién las habrá metido aquí? ¡Las tijeras grandes!, ya ves, a buenas horas…»
Buenas o no, mandan mucho las horas, tanto por lo que deciden como por lo que regalan, si somos capaces de recibir con gratitud y buen gesto el regalo. Casi nunca salen vacías al cascarlas, rara es la que no trae en su seno algo que no llegamos a descifrar o a lo que hacemos ascos, pendientes sólo con obtuso empeño de ver si coincide con lo que nosotros habíamos pedido. Pues no. No coincide casi nunca, conviene hacerse a la idea. Son como Reyes Magos las horas de la vida. Pero en plan de «o lo tomas o lo dejas» no les gustan las súplicas ni los requerimientos. Rechazar de plano el pacto que proponen y el fruto que brindan es poner cimientos tempranos a la arterioesclerosis. Y mejor, en caso de aceptar, hacerlo de buen grado y con mirada alerta, porque así es como pueden caer propinas inesperadas. La sorpresa es una liebre, ya se sabe, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Pero se nos olvida cuando más falta hace. Incluso a mí que lo repito tanto.
Por cierto, he estado mirando el collage de la liebre blanca surgiendo en mitad de un cóctel sin que nadie más que dos niñas vislumbre su aparición, heraldo surrealista que preside, entre añicos de espejo, mi primer cuaderno. Para contar bien lo del vestido rojo empecé el tercero, al cabo, según parece, de diecinueve días. ¡Qué raro es el tiempo de la escritura! Ése sí que manda y se impone como dueño absoluto. Sobre todo cuando ya dábamos por cancelados sus efluvios y vuelve a irrumpir tras una larga ausencia, dispuesto a arrebatarnos en su borrachera y poner patas arriba toda apariencia de simultaneidad, vendaval tiránico que nos alza en volandas y nos zarandea para llevarnos donde se le antoja. Déjate a él, Sofía, no tengas miedo, que es peor. Desafía el vértigo. No consiente que protestes de las curvas del camino, ni que cierres los ojos, ni que sugieras otro itinerario. ¿Que toca entrar en el trastero de Encarna? Pues vamos allá. Luego, seguramente, entenderás para qué entrabas.
Ayer por la noche estaba muy inquieta y caí en la tentación de ponerme a buscar fotos de cuando los chicos eran pequeños. No me gusta pegarlas en álbum, porque me parece estar disecando mariposas en vez de cazarlas simplemente para admirarlas de cerca un momento y dejarlas volar luego otra vez, así que andan siempre por ahí descabaladas, revueltas con otras cartas y papeles o metidas en libros. Total, que no aparecía el lote que estaba echando ansiosamente de menos: dos carretes en blanco y negro que nos hizo mi cuñada Desi en la playa aquel verano que pasamos con ellos en Suances, el siguiente a mi último parto.
Higinio, su marido, había comprado allí un chalet antiguo de dos plantas, que perteneció a una familia ilustre venida a menos y dividida por múltiples rencillas. Hacía algunos años que no lo habitaba nadie y estaba en un estado de deterioro bastante avanzado, según contaron. Higinio lo había modernizado por dentro sin reparar en gastos ni escatimar detalle alguno que pudiera contribuir a su confort. Pero la fachada y el jardín los había respetado, limitándose a reparar algunos desperfectos.
—Le debo mucho a este jardín —decía—. Sentado ahí, en ese banco, me hice hombre.
Su padre había trabajado muchos años de jardinero en aquella casa, y a veces, cuando él se había portado bien durante la semana, le dejaba acompañarlo, con la recomendación encarecida, eso sí, de que no diera guerra, se estuviera quieto y no hablara con nadie más que para saludar o cuando le preguntaran.
—Y lo seguí al pie de la letra —comentaba—. Nadie me invitó a desobedecer. Eran otros tiempos, claro. Y a mí me parece bien, ahora que lo miro con distancia. Los señores en su sitio. Si no somos iguales, pues no lo somos, para qué vamos a andar con engaños. Y el que quiera subir a otro puesto mejor, que lo sude, no hay más cáscaras.
Sentado en aquel banco del jardín, bajo el viejo magnolio, mientras veía moverse caprichosamente ante sus ojos las sombras blancas y fugaces que se asomaban a la galería de arriba, cruzaban por los senderos bordeados de boj o subían con incomprensible naturalidad las escaleras de acceso a aquel paraíso ignorado, se habían fraguado los primeros deseos de revancha social de Higinio, sus sueños ambiciosos de futuro, y se había jurado a sí mismo no cejar en el empeño de alimentarlos hasta llegar a tener tanto dinero como aquellos señores.
Ahora, según cuenta Eduardo, tiene más del que ellos tuvieron nunca. Una versión
light
de Heathcliff, porque no creo que ninguna de las vaporosas sombras femeninas que acechó desde el jardín llegara a morir de amor por él ni a suspirar siquiera. De atractivo diabólico carece por completo, es bromista, emprendedor y un maniático del orden y la limpieza. Además tira a feo. Debe andar ahora por los setenta y pico, pero lleva bien la edad porque se cuida mucho. Con Desi se casó ya cincuentón y no han tenido hijos. Aunque hablan con frecuencia de adoptar uno, nunca han acabado por decidirse, de manera que ya tal posibilidad, cuando sale nuevamente a relucir, se nota que ha entrado a amueblar ese desván donde se almacenan los remordimientos y fracasos que en la edad madura tratamos de presentar ante los demás espolvoreados con azúcar.
El ala derecha del piso de abajo la habían destinado para huéspedes —tres dormitorios, un gabinete y dos cuarto de baño—, todo muy coquetón y remozado, aunque conservando alguno de los muebles sólidos y cuadros de cierto valor que la anterior familia había dejado en la casa para poder subir un poco el precio. A mí aquel contraste, aunque reconozco que estaba armoniosamente logrado, me producía cierto desasosiego, como si recogiera en las arenas movedizas de mi vida personal los ecos de una sorda contienda entre lo autóctono y lo postizo, y el peso de aquella desavenencia entre dos estratos de tiempo ajeno viniera a añadirse a mi propia incapacidad para adaptarme al presente y conciliarlo con el pasado. Además las habitaciones que íbamos a estrenar nosotros, si bien puestas con un buen gusto incluso excesivo, resultaban frías y oscuras, porque aquella fachada estaba orientada al norte y cubierta por una hiedra tan espesa que tapaba en parte las ventanas, con la consiguiente merma de luz. Pero Higinio se negaba a podarla, porque ése fue siempre el gusto de su padre, y los dueños antiguos lo habían respetado.
Todo esto, unido a mi desazón ante las mudanzas, que se suele agudizar cuando rondan proyectos de veraneo, el cansancio del viaje y mi preocupación porque Amelia, que estaba echando los dientes, venía con diarrea, bloqueó desde la noche misma de nuestra llegada mi disponibilidad, ya bastante mermada de por sí, para participar en alegrías ajenas o seguir el hilo de historias en las que no me sentía implicada. Me agobió muchísimo el recorrido por todas las dependencias de la casa a que nos sometieron Desi y su marido nada más vernos llegar, y no era capaz de atender a aquellas explicaciones detalladas sobre la reforma, la mejoría del conjunto en comparación con la distribución antigua, mucho más irracional, y la historia de cada objeto. Era como sufrir el implacable acoso de un cicerone, pero en peor, porque en este caso eran dos y se quitaban la palabra uno a otro continuamente. Costumbre que, por lo demás, también cultivan cuando no están enseñando la casa y a ellos les hace gracia, porque la consideran fruto de su simbiosis afectiva. A mí Desi siempre me ha cohibido un poco con su despliegue de optimismo y actividad. No es precisamente de las personas que me gustaría encontrarme al lado cuando tenga ganas de llorar. Y aquella noche tenía muchísimas. Casi me resultaba difícil respirar. Todo el día había hecho un calor horrible y había estado amagando tormenta.
Recuerdo que me retiré de la mesa cuando acabó la cena, acosté en sus respectivos cuartos a Lorenzo y Encarna, y, una vez en nuestro dormitorio, mientras Amelia tomaba la papilla y aprovechando que Eduardo se había quedado haciendo sobremesa, di rienda suelta a un llanto sofocado y breve, de los que yo llamo de emergencia, indispensables para descargar la congoja, pero que no me permiten recreo ni dan tregua para el ensueño. Cuando llegó Eduardo, acababa de cambiarle el pañal a la niña, la había metido en la cuna y contemplaba con hastío el equipaje a medio deshacer. Pero ya tenía los ojos secos. Sonó un trueno y me levanté a cerrar la ventana, que se estaba batiendo con el aire. Llovía. Menos mal. Aspiré unos instantes con delicia el olor a tierra mojada, antes de reingresar en mi precario mundo interior, cuya futilidad contrastaba con la fuerza salvaje de la naturaleza. Se oían gruesas gotas rebotando en la grava del jardín y el silbido imponente de aquel viento repentino agitando las ramas de los árboles. Eduardo se había quedado de pie con las manos a la espalda y cuando me volví se cruzaron nuestras miradas. La suya era severa. Inmediatamente se puso a reprocharme mi actitud negativa, el descontento que continuamente se leía en mi cara y la falta de atención ostensible de que hacía gala cuando los demás se dirigían a mí. No me daba cuenta yo de lo insolente que podía llegar a resultar mi gesto.
—¿Qué gesto? —pregunté, frunciéndolo de nuevo tras el breve alivio.