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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Trepidante y divertida aventura policíaca de Ángel Esquius. A su agencia llega una señora muy estrafalaria y éste la confunde con la nueva señora de la limpieza y sin más, la pone a fregar, pero doña Maruja es una mujer cargada de billetes, madre de una prostituta de lujo muerta en extrañas circunstancias, que sólo exige una compensación digna para su nieta, ahora huérfana; el caso se complica cuando se hace evidente la identidad del principal implicado. Ángel tiene que vérselas con un jefe irresponsable, un aspirante a suegro, la policía y unos tipos que parecen surgidos de una película de terror. El detective ya tiene suficientes problemas personales, pero su instinto le obliga a seguir adelante hasta desvelar todas las claves ocultas del juego.
Andreu Martín y Jaume Ribera
La clave de las llaves
Esquius II
ePUB v1.0
jubosu20.01.12
Título: La clave de las llaves
Autor: Andreu Martín y Jaume Ribera
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Día 11, jueves
El trato que Biosca dispensaba a las personas que visitaban nuestra agencia obedecía a estereotipos muy elementales.
Una mujer joven, de metro setenta, noventa / sesenta y cinco / noventa, con diamantes en las orejas, el escote y las muñecas, y un abrigo de piel de nutria, era sin duda una dienta que merecía alfombras rojas y clavar la nariz en el suelo para recibirla. En cambio, una mujer más que cuarentona, de metro cincuenta, despeinada, con gafas de culo de vaso, bata de cuadros como de ir al cole, calcetines caídos y pantuflas de felpa, desde su punto de vista sólo podía ser una asistenta.
Como doña Maruja pertenecía a la segunda especie, cuando se la encontró en el rellano de la escalera, aquella mañana, Biosca le preguntó, frunciendo la nariz:
—Usted es la primera vez que viene, ¿verdad? La mujer le respondió que sí y, entonces, Biosca abrió la puerta de la agencia, la hizo pasar y le indicó, imperioso:
—Pues en ese armario encontrará la escoba, el cubo y la fregona y todo lo que necesite. Empiece por los lavabos.
Solucionado el trámite, corrió a encerrarse en su despacho, precedido por el gigantesco Tonet, que iba abriendo puertas como si temiera que detrás de cada una de ellas pudiera esconderse un pirata malayo dispuesto a clavar un kris en la espalda de su amo y señor.
Doña Maruja, tan pequeñita, tímida, educada y obediente, no había contratado nunca a un detective y supuso que aquélla debía de ser una exigencia imprescindible para hacerlo. De esta manera, con la bayeta en una mano y el Ajax Pino en la otra, se incorporó a la atmósfera enloquecida de mi lugar de trabajo.
Poco después, cerca de ella Amelia y Beth saltaban de alegría, muy excitadas, agitando por encima de sus cabezas unas entradas para asistir a un pase de modelos de ropa interior masculina en la discoteca Sniff-Snuff del Poble Nou. Iban a exhibirse allí algunos de los mitos eróticos de la temporada: un cantante, un actor de cine, un futbolista, y se las veía ávidas de musculaturas sólidas. Se reían como niñas de quince años e intercambiaban comentarios bobos acerca de lo que harían o dejarían de hacer con aquellos pedazos de carne si se les ofreciera la oportunidad. En cualquier otro momento, aquel estado de exaltación sexual habría recibido algún comentario mordaz por parte de Octavio, pero aquel día nuestro compañero estaba enfurecido e iba de un lado para otro probándose disfraces de Papá Noel y protestando por las pifias de su equipo de fútbol preferido, que últimamente perdía todos los partidos.
—¡Gandules, que son unos gandules! ¡Salen al campo a pastar, no hacen otra cosa que pastar! —Y, para no parecer excesivamente negativo, mientras se probaba otra barba blanca, ofrecía un abanico de soluciones drásticas: obligar a los jugadores a salir al césped con cencerros colgados del cuello, para ver si así se avergonzaban y espabilaban, o, aún mejor, capar a dos de ellos en público para que los otros escarmentaran—: ¿Sabéis cuántos millones hemos invertido este año en jugadores nuevos?
—Uuuh, la tira —exclamó Amelia, con una frivolidad que hizo que Octavio se estremeciera—. Ese Garnett dicen que costó…
—¿Garnett? ¡A Garnett déjalo en paz! Ese aún se salva! Es el único que toca pelota. Pero, ¿y los otros? ¿Sabéis cuánto cobra Modiano? ¿Tenéis idea de la renovación de contrato que le han hecho a Reig? ¿Qué os parece esta barba? ¿Me queda bien?
Fernando, en su mesa, asentía con la cabeza como si le diera la razón cuando, en realidad, estaba concentrado en la resolución de uno de sus solitarios de naipes. El único que le habría hecho caso, porque también era un loco del fútbol, Tonet, estaba encerrado en el despacho de Biosca, sentado en una silla con cantos reforzados de hierro, vigilando que nadie asesinara a nuestro jefe. Sin otra cosa que hacer mientras no se presentara el quimérico asesino, seguramente él también se amargaba pensando en la larga serie de derrotas humillantes de su equipo predilecto.
Esta era la situación cuando entré en la Agencia Biosca y Asociados. Me había encontrado en el ascensor a nuestra asistenta habitual y llegábamos comentando la solicitud de un modesto aumento de sueldo que la señora le había hecho recientemente a Biosca. Los dos nos sorprendimos al ver que ya había una persona que, en medio de una nube de polvo, se esforzaba por trasladar los ácaros de un lado a otro del despacho.
—Oh, Dios mío —dijo la auténtica y genuina asistenta—. Ese loco ha contratado a una esquirol para ahorrarse unos céntimos de euro.
—¿Qué hace usted aquí? —Abordé a la intrusa, antes de que la otra la desafiara a un duelo a escobazos.
—He venido porque necesito un detective privado, como los de la tele —dijo la mujer, en andaluz de Bellvitge, comiéndose la mitad de las consonantes y clavando en nosotros su mirada transparente.
—¡Pero…!
—… Pero un señor me ha dicho que fuera sacando el polvo y, total, he pensado que no me costaba nada, mientras me atendían… Además, parecía de esa clase de gente que no le gusta que les lleven la contraria…
Nos quedamos mirándola con los ojos como cedés girando en la pletina del reproductor.
—Pero, mujer —reaccioné de la manera más solícita que pude articular—, deje esa escoba… Siéntese, siéntese… Olvídese de eso. Y dígame, dígame para qué necesita un detective privado.
La verdad es que doña Maruja no parecía lo que se dice de una gran solvencia pero, en aquella época, no teníamos demasiado trabajo. Era jueves, 11 de diciembre, y en estas fechas tan cercanas a la Navidad, a nadie le interesa averiguar indiscreciones de los mañanas. Llegados a ese momento del año, tanto quienes sospechan de la fidelidad de sus cónyuges, como quienes lo hacen de sus empleados, aplazan hasta enero las investigaciones pertinentes, no fuera caso que descubrieran alguno que los pusiera de mala leche y les amargara las fiestas. Y son precisamente ese tipo de casos los que conforman el grueso de nuestro trabajo. La única investigación que teníamos entre manos era la de unos robos sistemáticos en unos grandes almacenes del centro, pero de éste ya se encargaban Beth y Octavio, que había tenido la brillante idea de vestirse de Papá Noel para buscar a los ladrones pasando desapercibido entre la clientela.
Con un gesto discreto, conseguí que el personal que nos rodeaba apartara la vista de nosotros y se dedicara a su tarea habitual. Amelia se fue a la recepción a leer revistas, Octavio regresó al baño para probarse la enésima barba blanca, Beth continuó dando golpecitos con el dedo sobre el cristal del reloj para indicarle que se les hacía tarde, y Fernando siguió concentrado en su solitario. Movía los labios en una inaudible discusión consigo mismo. ¿Debía poner el rey sobre la carta tapada o tal vez era más conveniente descubrir cuál era esa carta? Si la descubría y resultaba ser otro rey, la cosa podía ser dramática pero si optaba por ponerle encima el rey y era un as, la catástrofe estaba asegurada. ¿Qué hacer? Se mordía las uñas, angustiado.
—Quisiera… —dijo la señora pequeñita, despeinada y disfrazada por las gafas de culo de vaso— quisiera hablar con el que más mande.
Yo no tenía pinta de ser el que más mandaba. Aquel día no me había puesto corbata y mi chaqueta tenía coderas.
—Ahora está muy ocupado. Pero, mientras se desocupa, ¿podría decirme qué clase de problema tiene?
Porque a Biosca no hay que molestarlo con según qué problemas. Y porque, con frecuencia, los clientes huyen despavoridos cuando conocen a Biosca.
—Han asesinado a mi hija —dijo la mujer, parpadeando, como quien dice «yo, a veces, juego a la petanca».
—Oh —hice.
Fernando levantó los ojos del solitario, Beth y Octavio se quedaron petrificados y mudos y Amelia asomó la cabeza, todos con los ojos desorbitados y fijos en nosotros como focos de campo de prisioneros. Casi se podían escuchar las sirenas de alarma. «¿Un asesinato?»
—No crea: tengo dinero… —añadió ella. Rebuscó en un bolso negro y sucio que tenía en las manos y sacó de él un paquete de billetes de cien euros. Una especie de ladrillo de papel sujeto con una goma elástica—. Tengo dinero, ¿ve? Para pagar.