—Pero ¿qué fue lo que halló Leonardo, entonces?
—Lo ignoro. Pero sin duda se trata de algo que le permitirá construir, probablemente con la ayuda de Herófilo y Erasístrato, una máquina infernal, o de los Infiernos... Aunque
Ingenium terribile ex Inferis
puede tener todavía otro significado: que el arma exista ya y que permanezca oculta en algún lugar subterráneo. Quizá fuera éste el secreto que ser Filippo quiso revelar para salvar el alma cuando la muerte se cernía sobre él: la indicación del lugar secreto donde el arma se estaba construyendo. Lee de nuevo el mensaje de Leonardo, tan terriblemente escondido en el cuerpo de Durante: quiere que me reúna con él
bajo la raíz de Cristo
, es decir, en un refugio suyo
infero
, subterráneo, ocultado quién sabe dónde.
—¿Y por qué motivo lo escribió como una adivinanza?
—Leonardo ha estado jugando con algo que le supera con creces, haciéndose ilusiones de que iba a pasar por el fuego de una inmensa hornaza sin quemarse. Sólo ahora ha comprendido los riesgos a los que ha expuesto su propia vida y quién sabe la de cuántos más: de alguna manera, ahora quiere salir de ahí y me pide ayuda. Pero tiene miedo, como el propio Valentino a la sazón, porque quien lo amenaza dispone de una fuerza muy superior. Ha escrito una adivinanza porque sabe que yo soy capaz de interpretarla sin mayores dificultades.
—Entonces, ¿tienes alguna idea?
—Puede que sí.
La raíz de Cristo
no puede sino ser un enclave religioso. Conozco a Leonardo, y sé de buena tinta que la palabra
raíz
ha de tener por fuerza un doble significado. El primero que me viene a la mente es
origen
, y por ello el refugio tiene que ser un lugar religioso vinculado a los orígenes. El segundo significado es
subterráneo
, un concepto que nos remite de nuevo a la profundidad, a los lugares bajo tierra: son muchas las cosas que concuerdan...
Ginebra abrió desmesuradamente sus ojos azules, diligente y atenta para no perderse ningún paso del camino que Nicolás estaba recorriendo con la sola ayuda de su intelecto.
—¿Y dónde puede encontrarse este lugar subterráneo?
—En cualquier parte. Pero deberíamos comenzar por buscarlo en la misma ciudad de Florencia, lo que haré hoy mismo, tras la toma de posesión de los Diez.
Ginebra se alarmó:
—¿Piensas participar en la ceremonia después de lo sucedido anoche?
—No tengo más remedio que asistir, habida cuenta del cargo que desempeño para la República.
Maquiavelo pensó que también él podía llegar a ser muy hábil hablando de forma enigmática: no podía faltar a la ceremonia en razón de su cargo político, tal como había dado a entender. Pero sobre todo debía asistir para encargarse personalmente de la conjura que él y Violante habían planeado atajar. Ginebra no parecía querer resignarse, lo acariciaba y lo exhortaba con dulces palabras y miradas:
—Si los sicarios te buscan, la gran multitud de hoy va a facilitarles el trabajo. ¡No vayas! Busquemos a Leonardo, hoy, ahora mismo...
—Imposible, debo presenciar por fuerza la ceremonia. Y, además, esos dos de anoche ya nada pueden hacerme. Y no creo que haya muchos más...
Ginebra sacudió la cabeza, meneando la espesa melena azabache.
—Tú mismo sabes que eso no es cierto. No vayas, Nicolás: te matarán. ¡Busquemos a Leonardo!
Nicolás di Bernardo Maquiavelo, en calidad de Primer Secretario de la República de Florencia, salió de la casa de Ginebra a la hora tercera. El sol estaba alto, y una bandada de alondras sobrevoló la calle y la vecina plaza, recortadas contra el cielo azul intenso: en otras circunstancias más sencillas, pensó, sin duda lo habría interpretado como una señal de buen augurio. Un carro con dos soldados le estaba esperando, según había pedido él mismo. Cruzaron la plaza, directos hacia el Palazzo dei Priori, abriéndose paso entre el gentío, ciudadanos y campesinos, que esperaban ansiosamente la llegada de alguna ceremonia, la que fuera, con tal de poder sumarse a sus festejos. Desde la muerte de Savonarola y la consiguiente desgracia de los Piagnoni, cualquier excusa era buena para cantar y bailar: a pesar de que los tiempos disolutos del magnífico Lorenzo parecían quedar lejos, no escaseaban los pases de armas entre jóvenes de la nobleza y los torneos públicos. Toda la ciudad de Florencia se hacinaba dentro de las antiguas murallas. El vocerío continuo resultaba ensordecedor, especialmente en el Mercado Viejo, entre los puestos de fruta y otras mercancías, donde el carro se veía obligado a acompasar el paso al de los transeúntes. Por todas partes se avistaban hombres y mujeres de todos los tipos y portes imaginables, puesto que la ciudad de Florencia atraía a medio mundo con sus comercios: hombres de raza y religión variopinta compraban las ricas mercaderías florentinas y las sedas y las piedras preciosas de los más remotos países, y junto a ellos las sirvientas escogían las frutas más perfumadas del condado para las cocinas de sus señoras. Las piernas de los transeúntes eran un hervidero de sandalias orientales, la moda del momento, compradas en Tana o en Kaffa por mercantes amalfitanos, vénetos, pisanos o genoveses; detrás de las acomodadas matronas caminaban esclavas jóvenes y hermosas, más altaneras que sus dueñas, aunque también las había feas y algunas de ellas con el rostro picado de viruela: a éstas las habían comprado por muchos florines de oro, puesto que eran las mejores en los trabajos pesados: negras, circasianas, rusas y albanesas. Otras se alejaban con astucia de los pequeños séquitos familiares y se mezclaban con las curiosas muchachas florentinas. Las jóvenes solían salir a pasear con sus padres, pero a veces iban solas, con la cinta que les ceñía la frente y la blusa de cuello redondo, o con elegantes corpiños y largas faldas drapeadas. Entre el gentío se oían varias lenguas: el florentino gentil y también el más rudo que hablaba el pueblo llano, con distintas coloraturas en función de la barriada; las hablas campesinas, más antiguas que la lengua de ciudad, pero también más villanas, bárbaras y ásperas; aunque también resonaban los idiomas del resto de Italia y algunos del vasto mundo, extraños e incomprensibles. En el banco de una imprenta, Nicolás atisbo un hermoso mapa de Florencia, una vista de la ciudad que reproducía todos los edificios y monumentos notables de una forma bastante fidedigna: aquel mapa recibía el nombre de «la cadena», en razón del candado dibujado que cerraba la Gran Villa como un tesoro precioso. Al verlo, no pudo evitar pensar en cuán terrible era su patria.
En medio de esa variedad colorida de gentes, de improviso, uno de los ejes de la rueda se rompió, y el Secretario y sus guardias a punto estuvieron de caer del carruaje que los transportaba. El cochero se apeó y comenzó a discutir vociferando con uno de los soldados de escolta, intentando dilucidar lo sucedido. Mientras tanto, Nicolás permanecía sentado en su sitio, escrutando con preocupación el mar de gentes que lo rodeaban: hombres y mujeres con la cabeza descubierta o tocados con sombreros de los más variados colores y hechuras, que pasaban con paso cansino al lado del carro, rozándolo con sus ropajes y protestando en voz alta. Algunos, a caballo o montados en bestias de carga, pasaban con la cara a su altura. Y había quien le miraba con curiosidad, y al reconocerlo le saludaba con ojos risueños o se mordía el pulgar con desprecio, en señal de odio hacia la República y sus nuevos señores.
La gente se agolpaba en torno al carruaje y los dos soldados tenían dificultades para escoltarlos, así que uno de ellos le pidió al cochero que desenganchara el caballo y aconsejó al Secretario que montara la bestia a pelo. No podían esperar a que viniera otro carro, y además la plaza de la Signoria estaba tan cerca que hasta podrían haberse desplazado a pie. Y, sólo entonces, montado sobre el corcel y sobresaliendo por encima de aquel mar de cabezas, Maquiavelo se sintió protegido y fuera del peligro de una puñalada a traición.
La montura estaba desprovista de riendas y el soldado tiraba de la bestia por el hocico, a paso de hombre. Evitaron pasar por Via Calzaiuoli, atestada de personas y carretillas, y tomaron una callejuela secundaria que quedaba a espaldas de Via Calimala: desde ahí se adentraron por una densa trama de pasajes y plazoletas cerradas, con excrementos y basuras por todas partes, aun a riesgo de que alguna criada lanzara sin miramientos los despojos del día por la ventana, desde alguna de las altas casas con torre. Maquiavelo protestó, pero el soldado avanzaba cabizbajo, tirando de la dócil bestia, en dirección al río Arno. En un abrir y cerrar de ojos llegaron a la calle que bordeaba el Arno: la sólida muralla de piedra que defendía la ciudad impedía la visión sobre el río. Maquiavelo ordenó detenerse al soldado. Pero de repente el caballo lanzó un agudo relinche y se alfó. Nicolás intentaba sujetarse a la crin del animal a falta de riendas y, a pesar de que estaba concentrado en mantener el equilibrio y la larga crinera le impedía ver con claridad, no tardó en darse cuenta de que el soldado no sólo no intentaba ayudarlo sino que permanecía inmóvil, a sus espaldas, con el puñal desenfundado.
De repente, algo asustó al corcel, que arrancó a galope tendido por el camino del Arno, estrecho y oscuro como un canalón de montaña. Era como si el animal hubiera enloquecido de espanto y de dolor, y en su descontrolada carrera parecía que fuera a resbalar sobre los brillantes adoquines y a precipitarse por tierra en cualquier momento. Con paso desenfrenado se metió por entre los molinos y las casas que se asomaban sobre el canal interno, donde las murallas de defensa eran sensiblemente más bajas a pesar de que seguían escondiendo el río: los cascos del animal resonaban ensordecedores sobre los adoquines de la calzada, y Nicolás temió que si no aminoraba el paso terminaría por romperse el espinazo. El caballo encontró la poterna abierta y se lanzó hacia la angosta bajada que corría entre la muralla y el río, hasta llegar al arenal del río. Allí, de improviso, un joven les salió al paso y, con un salto ágil y la ayuda de un látigo de cuero, logró finalmente dominar al animal. Nicolás desmontó con una sonrisa de alivio en los labios y enseguida vio dos profundas heridas de puñal en el muslo sudoroso del caballo, que sin duda habían sido la causa de aquella alocada carrera. Le estaba enseñando la sangre a su salvador cuando reconoció confusamente sus rasgos: en cuestión de segundos volvió a verlo, apoyado en una pared, la noche anterior, concentrado en el juego de la pelota y el cordel. Se llevó la mano a la empuñadura de la espada en el momento exacto en que un golpe en la nuca le arrebataba la luz de los ojos.
Cuando volvió en sí estaba metido en un saco de yute, atado y amordazado. La cabeza le dolía mucho, pero no tenía ninguna herida: no le habían propinado un golpe demasiado fuerte, porque de lo contrario le habrían desnucado. Pero ¿quiénes eran? Tal vez Palleschi, los mismos sicarios que habían tramado una encerrona la noche anterior. Pero debían de pertenecer a alguna facción poderosa, si tenían ojos y oídos para anticiparse a cada uno de sus movimientos e infiltrarse incluso entre los guardias de Violante. Y, además, iba pensando mientras el traqueteo del carro en el que le transportaban le hacía estremecerse de dolor, ¿cómo diablos se había roto el eje de la rueda? ¿Y por qué, para matarle, habían esperado a que estuviera en medio de la muchedumbre y tan cerca del Palazzo dei Priori y de Soderini? Y, lo más importante de todo, ¿por qué seguía con vida?
No tuvo que darle demasiadas vueltas para alcanzar al menos una verdad. Ya habían intentado matarle la noche precedente, y sólo había una persona, además de Ginebra y el desventurado Lapo, que estuviera al corriente de lo que había hecho con el cuerpo de Durante, cuándo y dónde. Esa misma persona conocía cada uno de los pasos que tenía que seguir en calidad de Primer Secretario de la República. Únicamente podía tratarse de Violante, por mucho que se negara a creerlo. ¿Acaso el jefe de sus esbirros secretos era cómplice de los Palleschi? Reflexionó sobre ello, sopesando todas y cada una de las posibilidades, hasta que al final descartó la idea por absurda. Aunque hacía tiempo que el Primer Secretario había aprendido a no sorprenderse ante nada ni nadie y sabía que toda explicación racional, por cuanto pudiera antojarse increíble, era necesariamente verdadera. Y ahora tenía que rendirse a la evidencia de que su doble juego había sido descubierto: los Palleschi sabían que su intención era permitir a los Piagnoni llevar hasta casi sus últimas consecuencias el atentado contra Pier Soderini y frenarlo sólo en el momento crítico de su ejecución. Y Violante, su hombre de confianza, era precisamente quien remaba a contracorriente para hacer fracasar el proyecto: con su acerada astucia y su gran habilidad para el disimulo, en realidad no era más que un agente triple, ¡a sueldo de los Médicis!
El negro y corcovado traidor, gracias a la astucia de sus planes, habría buscado la manera de no frenar en el último momento a esas manos asesinas. La conjura, lejos de fracasar y reforzar con ello la República inspirando la solidaridad del pueblo, habría logrado su objetivo y ser Piero habría expirado bajo los puñales de los seguidores de Savonarola, quienes habrían gritado «¡Libertad! ¡Libertad!» para hallar a su vez la muerte que les ahogaría el grito. Tal podía suceder en el oficio del Duomo, como había apuntado Violante, pero quizá también en este punto le había engañado y los Piagnoni iban a atacar en cualquier momento. ¡Qué plan más perfecto! Los guardias se habrían visto sorprendidos: él, ser Nicolás, era el único que lo sabía todo y por lo tanto el único capaz de poder intervenir, con agilidad y valentía, al percibir esos extraños movimientos. Pero ahora lo habían metido dentro de un saco, y la suerte de Soderini estaba sellada. Su mente imaginaba la sucesión de eventos por venir: tras la muerte del Gonfalonero, un hombre fuerte, obviamente un Médicis que la Providencia habría enviado a la ciudad desafiando el forzoso exilio, «rescataría» la Signoria. Y a la mañana siguiente sería proclamado Señor de Florencia entre el clamor de la multitud y en nombre del Estado.
Nicolás había hallado finalmente a alguien que razonaba con más sutileza que él. Y esa idea le atormentaba, Por otro lado, ¿por qué razón no le habían matado? Cuando la breve carrera del carruaje tocaba a su fin, Nicolás había masticado casi por completo el andrajo que le cerraba la boca, y uno de los soldados, con una feroz risa sarcástica dibujada en el rostro, abrió un poco el saco y le clavó un revés que le nubló por segunda vez la vista. Oyó la voz de su compañero que susurraba: «¡No vuelvas a tocarlo!», y después cerraron de nuevo el saco y lo arrastraron por entre los árboles de cualquier manera. No podía ver nada, pero estaba seguro de que habían cruzado la muralla. Poco después notó un hedor fétido y el rumor de las aguas del Arno cerca de ahí. ¡Estaban en la Sardigna, entonces! Ese lugar inhóspito e insalubre, casi siempre solitario, ahora estaría desierto a causa de los festejos del centro de la ciudad. Abrieron el saco y lo echaron fuera. Nicolás intentó liberarse, pero le habían atado fuertemente manos y piernas. Lo llevaron a rastras hasta el arenal del río, sembrado de gruesas piedras. Oyó un débil relincho y consiguió girar la cabeza hasta ver, justo al nivel del agua, la silueta de un caballo medio herido, tendido sobre un costado: ¡era su hermoso caballo árabe! He aquí por qué no lo habían matado todavía: Violante, siguiendo las enseñanzas que durante años él mismo le inculcara, les había ordenado simular un accidente. Todos iban a testificar que ser Nicolás Maquiavelo había sido avistado a caballo, en el centro; luego que la bestia había enloquecido y que había desaparecido en dirección a Prato. La montura del desventurado Secretario, habrían comentado los florentinos moviendo la cabeza con desconsuelo, habría resbalado sobre las puntiagudas piedras del arenal del río en la inmunda Sardigna. Y el pobre Secretario, tras golpearse la cabeza y precipitarse al agua, se había ahogado...