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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (24 page)

Se convirtió en el centro de atención: el pueblo y los guardias lo miraban estupefactos o con expresión aterrorizada. Nadie se percató de que los otros dos soldados se dirigían con la cabeza baja y puñales en mano hacia Soderini. Solamente Nicolás lo vio, el único que conocía sus planes, y a pesar de que los alabarderos intentaron cerrarle el paso con sus largas armas, pudo recoger su enorme capa negra y gritando como un loco rodeó con ella al Gonfalonero, que cayó hacia atrás y se golpeó la espalda contra el mármol de los escalones. ¡Al menos estaba a salvo, por Dios!

Casi lloró, Nicolás, al levantar la cabeza y comprender el último engaño que Violante había tramado contra su persona. Un hombre al que jamás había visto gritaba: «¡Quiere matar a Soderini!», y otros tantos le hacían de eco, señalándole y cercándole. ¡Maldito Violante, al final había sido más astuto que él y lo había previsto todo! Había escapado de sus asesinos del Arno con demasiada facilidad, sólo ahora se daba cuenta... ¡Así que, ahora, a ojos de toda la ciudad, él, el Primer Secretario de la República, no era más que el jefe de los sicarios del Gonfalonero! Soderini seguía con vida sólo merced a un milagro. Mientras él, Nicolás Maquiavelo, había comprometido su existencia por él, ya que nadie iba a dar crédito jamás a un doble engaño de tamaña inteligencia.

Estaban a punto de apresarlo, y quién sabe si de darle muerte, cuando un extraño murmullo entre el gentío acabó por convertirse en casi un grito coral de sorpresa. Hasta los mismos alabarderos y ser Piero, tras el escudo humano de soldados que les protegían, se quedaron atónitos contemplando la extraordinaria escena: un extraño carruaje completamente cubierto, se diría que construido en madera barnizada, se había detenido en el centro de la plaza y de él se había apeado una mujer altísima, quieta y erguida con la dignidad real de un icono antiguo. Vestía una larga capa de una tela suntuosa y exótica, pintada de vivaces colores, que resplandecía bajo el azul del cielo florentino de aquel mediodía despejado. Ni siquiera los maestros del arte de la seda habrían sido capaces de imitar semejante rareza. Alrededor de la misteriosa dama, la muchedumbre se abría paso, y un círculo de respeto avanzaba junto a ella. De repente la mujer se quitó la capa multicolor y se mostró completamente desnuda: como su piel era negra, de un negro oscuro que sólo tenían los hombres y las mujeres del África profunda, a todos les pareció una especie de diosa antigua, una Venus o una madre primordial. Por un minuto, toda la plaza, hombres, mujeres y niños, quedaron petrificados ante el Palazzo dei Priori. Nicolás notó que le tiraban del brazo y obedeció sin oponer resistencia. Alguien le guiaba entre el gentío, todavía enmudecido y con los ojos clavados en la mujer, que en aquel momento alzaba los brazos hacia el cielo como si rezara o fuera a emprender una danza exótica. De repente, quien tiraba del brazo de Maquiavelo —hombre o mujer, no habría acertado a decirlo— le empujó hacia el estribo de aquel singular carro cubierto, y sólo entonces la gigantesca africana recogió su capa y le siguió. La carroza partió en una carrera desenfrenada hacia la Santa Croce.

Nicolás, desconcertado, no daba crédito a sus ojos: ante sí vio a Ginebra que le sonreía, sentada sobre la suave piel del carruaje. A su lado estaba la gigantesca mujer negra, cuyo rostro tan raro como admirable quedaba perfectamente encajado por una melena hermosa y rizada. Quien le había guiado entre la multitud era un joven pequeño y moreno, de tez oscura, con mirada despierta y taimada. Maquiavelo le reconoció de inmediato: era Salaì, el ambiguo siervo de Leonardo, un poco bribón, siempre mudo pero con esa sonrisa maliciosa en la cara, burlona y temerosa a un tiempo. Seguía a su amo a todas partes y gozaba de su total confianza, a pesar de ser alguien que instintivamente sólo podía inspirar repulsión.

Haciendo caso omiso del mal estado del adoquinado y los baches y la grava del camino, el carruaje no aflojaba la marcha, dado que unos cuantos soldados a caballo galopaban tras él: con todo, el singular vehículo apenas traqueteaba, seguramente gracias a algún misterioso mecanismo que, entre el suelo y las ruedas, lograba amortiguar con eficacia aquellos golpes. Por otro lado, puesto que el carro estaba completamente cerrado, su interior permanecía iluminado por una extraña luz, límpida y fija, que nada tenía que ver con la trémula llama de las lámparas de aceite. Además no hacía calor y un aire agradable salía de quién sabe qué orificios e inducía al descanso. En cuanto Nicolás comprendió adónde le llevaban y sobre todo quiénes lo hacían, se forzó a sí mismo a mantenerse alerta en todo momento.

El carruaje pronto dejó atrás a sus perseguidores, a pesar de que éstos eran jinetes veloces. Superó la Piazza di Santa Croce y en poco tiempo llegó a los campos que, en parte sin cultivar, se extendían entre el área habitada de Florencia y algunos tramos de muralla, que habían sido construidos hacía doscientos años según ciertas previsiones de desarrollo demasiado optimistas: el adoquinado y la grava daban paso a la tierra batida, y tras cruzar una larga explanada triangular, alcanzaron una poterna. Apenas franquearon las murallas, las portezuelas del carro parecieron abrirse automáticamente y Salaì empujó con violencia a Nicolás y a Ginebra fuera del vehículo.

Cuando comprendieron adónde les habían conducido se les heló el corazón: enfrente, pegado a la antigua muralla, vieron el terrible cadalso sobre el que se alzaba la horca de los condenados a muerte. Nicolás se estremeció horrorizado al pensar que tal vez le habían salvado de una muerte para librarlo a otra. La carroza, de inmediato, reprendió la marcha por el camino que bordeaba el río, directa al Borgo delle Casacce, ya en el campo. Las ideas de Maquiavelo eran cada vez más confusas, y no lograba dar con un hilo que uniera todas las cuentas de ese collar que no encajaba. La plaza del patíbulo estaba desierta, y ambos habrían jurado que nadie más se había apeado del carruaje. Pero se equivocaban: de pronto apareció Salaì y, con un gesto que no admitía réplicas, les invitó a esconderse detrás del cadalso. Al cabo de un rato, vieron a los caballeros que entraban por la poterna y se lanzaban cabalgando en pos del carro cubierto. Nicolás habría querido preguntarle a Ginebra muchas cosas, pero antes de que pudiera abrir la boca, Salaì le cogió del brazo y tiró de él: no le quedó más remedio que guardarse sus preguntas para después y lanzarse a la carrera detrás de la extraña pareja.

Aminoraron el paso para entrar de nuevo en la ciudad y se mezclaron con la multitud del antiguo burgo a orillas del Arno, que antaño fuera el puerto fluvial de la Florentia romana: las calles eran estrechas y casi desprovistas de aire y de luz, más sofocantes que las del Mercado Viejo. Las plazoletas estaban abarrotadas de mercaderes y artesanos, algunos griegos o sirios, gentes del pueblo llano que no sabían qué cara tenía Nicolás Maquiavelo y que, en cualquier caso, en el trajín general, no prestaban atención a esas tres personas que avanzaban por sus calles. Cruzaron el puente hacia Rubaconte pasando por las lúgubres tejedurías de los hiladores del Arte della Lana, construidas en madera negra y con sus inestables bastidores llenos de tejidos tendidos para secarse tras el tinte. El olor acre de la orina, que se usaba para el teñido, casi les ahogaba: sin duda Salaì era el único que sabía moverse por aquellos fétidos rincones de Florencia. Nicolás avanzaba sin resuello a la vez que intentaba no separarse de Ginebra, que a su vez se dejaba arrastrar por Salaì. Cruzaron el Ponte Vecchio, todavía abarrotado de gentes que habían acudido a los festejos, y que ahora se hallaban desorientadas tras los excepcionales acontecimientos que habían presenciado en la plaza. Al otro lado del Arno, en la plazoleta de Santa Felicita, Maquiavelo levantó la mirada hacia la fachada simple y desnuda de la iglesia y abrió la boca, como ante una revelación:


¡La raíz de Cristo!

Ginebra asintió con la cabeza. Su larga melena negra, húmeda por el sudor, se le pegaba al cuello y resultaba más hermosa y deseable que nunca:

—La iglesia madre de Florentia, en la antigua vía romana. Pero yo ya he estado aquí y no hay indicio alguno del refugio de Leonardo...

Maquiavelo miró a su alrededor con aire afligido, y luego señaló el adoquinado:

—Tiene que estar aquí abajo, por fuerza.

Salaì soltó una carcajada estridente y repetitiva, a la manera de los pequeños monos de los serrallos, y los condujo hasta el pozo que había en el centro de la plaza. Abrió la tapa de hierro, se encaramó al brocal y desapareció en su interior, ágil como un gato. Maquiavelo se asomó y lo vio agarrado a la cadena que pendía de la polea, indicándole con señas que lo siguiera. Miró con atención hacia el fondo del pozo, y luego se dirigió a Ginebra:

—Podremos apoyar los pies en los huecos de la piedra. ¿Crees que podrás seguir a este diablillo?

La mujer lo apartó del brocal:

—No seas tonto. Vamos, antes de que alguien nos vea.

A continuación se agarró con las dos manos a la cadena y desapareció en el interior del pozo.

En un abrir y cerrar de ojos los tres habían bajado. Nicolás entrevió un arco en la penumbra y distinguió a Ginebra que pasaba por él con la cabeza gacha. Se trataba de una galería que descendía a las profundidades de Florencia, y, en más de una ocasión, estuvieron a punto de resbalar debido al musgo que cubría el empedrado: probablemente se hallaban al nivel del Arno o tal vez por debajo del río. Sólo podían ir hacia delante, hasta que finalmente la galería terminó y a sus pies se abrió una escalera antiquísima, sin duda romana, que bajaba escarpada hacia algún lugar. En los últimos peldaños, entrevieron una luz a lo lejos y sus pasos se hicieron más seguros. Se apoyaban el uno al otro, y la mano de Ginebra estaba menos bañada en sudor que la de Nicolás, quien era incapaz de ocultar su miedo.

Estarían por lo menos a unos veinte brazos bajo el nivel de la calle cuando Maquiavelo cruzó el umbral de una habitación iluminada por antorchas y cubierta por ladrillos de extraña hechura: el techo era abovedado, pero en lugar de cerrarse en la pared opuesta, caía hasta el nivel del suelo sin solución de continuidad. Era como si la habitación hubiera sido recabada bajo una gran bóveda, como en ciertas construcciones de las antiguas villas romanas.

En la pared del fondo se había practicado una pequeña puerta: la cruzaron y pasaron a un ambiente idéntico. Maquiavelo, finalmente, lo comprendió: se hallaban bajo los antiguos restos de los primeros arcos del puente romano de Florentia, el segundo que había sido construido, después de un primer puente de madera. El puente romano se había derrumbado tras unos aluviones, en tiempos remotos, y ya sólo se conservaba su recuerdo. El siguiente Ponte Vecchio se había levantado un poco más abajo y nadie había hallado jamás las ruinas del antiguo, cubiertas por las nuevas márgenes y luego ocultas bajo las nuevas construcciones a orillas del río. Sólo ahora entendía Nicolás por qué la iglesia de Santa Felicita estaba desplazada hacia atrás con respecto al recorrido de la calle, y por qué las callejuelas de la otra margen del río conservaban la huella, entre pasajes ciegos y patios cerrados, de un antiguo camino. Ante sí tenían otra pequeña puerta, y de ella salía una luz potente. Esta vez entraron sin necesidad de que Salaì, el mudo, les empujara, y quedaron fulminados por una emoción indecible.

Máquinas y luces

El tercer arco del perdido puente romano había sido transformado en un gran laboratorio, con las paredes enlucidas y pintadas con cal blanquísima. No había antorchas, pero la luz casi era cegadora y salía de unas lámparas verdaderamente insólitas, parecidas a las del carruaje que les había recogido en la Piazza della Signoria. A diferencia de las otras habitaciones, la sala no olía a humedad y en el ambiente parecía soplar una brisa primaveral. Pegadas a la pared, y diseminadas por el suelo —que también era extraño, más pulido que una piedra y sin embargo cálido—, había unas curiosas máquinas construidas en madera y metal, algunas quietas y otras en movimiento. Su función era totalmente incomprensible. Por encima del ruido que hacían unas enormes ruedas dentadas, encajadas unas con otras en un engranaje de complejidad jamás vista, se oían sonidos agudos y entrecortados. Nicolás no tardó en identificar que se trataba de los chillidos que hacen los simios: parecía un grupo numeroso, pero no podía verlos por ninguna parte y acusaba la sensación de que no había nadie más en la sala. Únicamente cuando ya se había acostumbrado a aquel espectáculo terrible y maravilloso, Maquiavelo se dio cuenta de que al fondo de la habitación había una especie de tabique de cristal. Pero no estaba hecho de cristal transparente, como los cristales venecianos más preciados: ni siquiera parecía tratarse de cristal auténtico. Era un material indefinible, que dejaba pasar la luz pero no permitía distinguir las formas de la habitación contigua.

De repente se abrió una puerta recortada en el tabique y apareció la figura alta y fuerte de un hombre de cincuenta años, de físico imponente y espigado, el rostro encuadrado en una hermosa barba ya blanca y los ojos profundos y vivaces. La habitación que quedaba a sus espaldas estaba muy iluminada y podían apreciarse confusamente unas formas en movimiento. El hombre alzó la mano derecha en señal de saludo, y Maquiavelo le respondió de la misma forma, mientras se acercaba a él. Después, todos escucharon la voz profunda del hombre, que dio una orden a Salaì: «Déjalos ya, muchacho, y ve a por madera».

Leonardo da Vinci, finalmente.

Ginebra miraba de soslayo la cabellera encanecida de aquel hombre, en su fuero interno más respetado que Nicolás y tal vez más admirado que el propio Valentino. El aspecto del maestro se ajustaba bastante a las descripciones que había oído en las cortes de media Italia: su persona infundía tanto respeto que parecía más alto de lo que en realidad era. Pero ahora, de cerca, no podía evitar cierta sensación de desconcierto, semejante a la reacción que le suscitaba la presencia de Durante, cuando éste vivía. A su lado, Nicolás se sentía como un enano delante de un gigante, y no pudo disimular una sonrisa.

—¡Leonardo! ¡Así que has trasladado aquí tu laboratorio secreto, desde la triste Maremma...!

—Bienvenido, Nicolás. Pero te equivocas, mis laboratorios siguen en el mismo sitio. Por otro lado tampoco sería posible una mudanza, las máquinas que aquí ves pesan demasiado y son frágiles. Pero venid conmigo, no disponemos de mucho tiempo.

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