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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (20 page)

—Sabéis que es mi intención serviros con el corazón, Secretario, además de con los hechos. Pero esta vez me habéis ordenado algo tan terrible que casi he tenido la tentación de desobedeceros...

—Y habríais ido a parar al Bargello en compañía de aquellos desgraciados que padecen vuestros tormentos. No os comportéis como una mujercita. ¿Dónde está la caja?

—Me ha costado gran esfuerzo hallar a alguien que la llevara a donde me habéis dicho. Por suerte dos frailes de los Humillados de Santa Lucía...

—No me interesan los detalles, Violante. ¿Nadie se ha dado cuenta del hurto?

—¡Dios mediante, no!

Nicolás podía notar el miedo de Violante hasta en el temblor de su cuerpo.

—Pero mañana se celebrarán los funerales a cargo de la Signoria, porque su padre no puede llegar a tiempo. ¡Y el robo de un cadáver, Secretario, se castiga con la muerte!

—No lo hemos robado, sólo lo hemos tomado prestado. Dentro de unas horas estará de vuelta donde le corresponde. ¿Lo habéis hecho como os he dicho hoy?

—Vuestro joven médico está muy debilitado, lo han tenido que llevar en brazos. Pero es un chico de espíritu despierto y quiere ayudaros a toda costa. Es curioso cómo, a veces, quienes han sido torturados con más saña se aferran a nosotros casi de una forma enfermiza...

Se encaminaron por el desolado llano entre pedruscos e inmundicias, fijándose bien en dónde ponían los pies. Cruzaron las murallas por el pequeño puente del fosado y bordearon algunos miserables huertos hasta llegar a una de las primeras alquerías de la campiña, resguardada a la vista por un alto muro de época antigua, que tal vez se remontaba a los tiempos de la Florentia romana. Una familia de campesinos habitaba el caserío, aunque en realidad éste servía como refugio para los hombres de Violante. Alguien debió de verlos desde las ventanas más altas porque la puerta de entrada se abrió de inmediato, antes de que pudieran llamar. En el interior no había ninguna lámpara encendida. Un hombre con una antorcha salió a su encuentro en la gran cocina que hacía las veces de vestíbulo, y los condujo, sin pronunciar palabra, a la bodega.

El cuerpo desnudo de Durante yacía boca arriba sobre una mesa de mármol, en el centro de la cámara más baja, flanqueado por cuatro altos candeleros con antorchas que lo alumbraban. Ya desde lejos, Maquiavelo reparó en que había mudado de color: ya no tenía la piel rosada, como cuando lo había examinado cinco días antes, sino blanca como la cera y salpicada de manchas de color violáceo. El vientre estaba algo hinchado. Cuando se acercó reconoció el recio olor de la muerte, a la vez que vio, de pie al lado de las antorchas, al joven Lapo da Empoli. Vestía un mandil de carnicero, con la camisa remangada a la altura de los codos, quieto junto a una enorme bolsa depositada encima de la mesa. De ésta asomaban todo tipo de hierros extraños: era la bolsa del pobre Durante, que habían recuperado de entre su equipaje.

—Estoy listo, messer Secretario. —¿Lo has reconocido?

—Es ser Durante Rucellai, messere: discípulo y amigo íntimo del maestro —habló con un hilo de voz, pero sin que se le empañaran los ojos y sin ninguna expresión particular en el rostro.

—Te preguntarás cómo murió y por qué...

—En breve sabremos las causas del fallecimiento, aunque a primera vista ya resulta bastante evidente. El porqué no es objeto de mi interés.

—Muy bien. Habrás visto que alguien ya ha...

—Los puntos son impecables, cosidos con hilo de seda finísimo, sin duda obra de Leonardo, quien después ha extendido sobre la piel unos de sus mejores y más secretos ungüentos a fin de retardar la descomposición. He observado que lleva un tatuaje
post mortem
en la muñeca en el que se leen las letras
Artneucne Acsub
, obra también del maestro. Pero no voy a preguntarme tampoco el sentido de todo esto.

El Secretario movió lentamente la cabeza en señal de aprobación. A continuación ordenó a Violante, que estaba horrorizado a sus espaldas, que se retirara. Cuando por fin se quedaron a solas, le dedicó una sonrisa al joven y exhausto Lapo da Empoli, y sus pequeños ojos negros centellearon bajo la luz de las antorchas.

—Procede.

Lapo sumergió dos pañuelos en un barreño, le tendió uno a Maquiavelo y el otro se lo sujetó sobre la nariz con un extraño cordel de plata.

—Es vinagre, Secretario, apretad bien el pañuelo al respirar.

Entonces cogió un pequeño cuchillo afiladísimo y practicó una incisión en la carne de Durante, justo debajo del omoplato izquierdo. En lugar de sangre, fluyó un líquido de un color indefinible.

—No descoseré los puntos de la disección precedente: he decidido abrir un segundo corte limpio, siguiendo las enseñanzas del maestro. No es un procedimiento muy habitual, pero intentaré realizarlo lo mejor que pueda.

El avance del corte hasta el centro del pecho provocaba un extraño crujido intermitente y pronto comenzaron a borbotear vapores de la herida. Maquiavelo asistía horrorizado al espectáculo.

—El olor es insoportable.

—Empapad bien el pañuelo con vinagre. O si lo preferís puedo hacerlo yo solo: basta con que me deis alguna indicación sobre lo que debo buscar...

—No sabría decirte, Lapo. Tendremos que verlo juntos, podré aguantar.

—Separaos un poco, entonces, no vaya a salpicaros la sangre, algún fluido o el tejido del cadáver.

—¿Por qué?

—No puedo precisar el motivo, pero todos estamos convencidos de que es muy peligroso. El maestro ha postulado que ciertos venenos y diminutas partículas, algunas tal vez vivas como insectos invisibles, viven en los cuerpos descompuestos. Y que en el infausto caso de que alcancen la linfa vital u otros fluidos presentes en un organismo vivo, pueden causar una grave enfermedad o la destrucción definitiva. Sólo nosotros, los expertos, sabemos cómo evitarlo.

Nicolás no acababa de entender muy bien el razonamiento, en parte porque la voz del joven le llegaba distorsionada debido al pañuelo. Sin embargo, de forma instintiva, retrocedió de inmediato y desvió la mirada.

Siguieron una serie de ruidos indescifrables, como si se estuvieran removiendo aguas u otros líquidos, entre bufidos y un sonido parecido al chirrido insistente de una sierra. La voz cada vez más débil de Lapo iba comentando paso a paso los particulares de aquella espeluznante notomía, mientras ser Nicolás seguía inmóvil, con los ojos cerrados, cubriéndose la nariz con el pañuelo.

—Los órganos internos están completamente deshechos. No sé qué buscar ahí.

—¿Dónde habría podido esconder algo, tu maestro?

—No entiendo a qué os referís, messer Secretario...

Maquiavelo tosió, intentando sofocar las arcadas de su estómago, para prorrumpir después en un tono de voz airado que puso en guardia de inmediato al pobre joven médico:

—¡
Artneucne Acsub
, o más bien
Busca Encuentra
, significa que Leonardo ha dejado un mensaje en el cuerpo de Durante!

—Entonces lo habrá grabado en los huesos. El maestro no podía prever cuándo iba a ser encontrado el cuerpo y en qué estado.

Lapo practicó un largo corte en cada pierna y luego cogió una gruesa lente para explorar con atención los fémures, apartando músculos y tendones.

—Lo más lógico es que haya escogido el hueso más largo del esqueleto. Y, en efecto, aquí está.

El Secretario abrió de par en par los ojos y vio que el joven médico, con las manos y los antebrazos sucios de sangre y otras repugnantes materias, le hacía un gesto para que se aproximara. Apretó con más fuerza el pañuelo sobre la nariz y la boca, y se inclinó sobre el cadáver: pero sólo veía una enorme y horrible cavidad negra y podrida. Se dio la vuelta y vomitó, con contracciones dolorosas, apoyándose en la pared.

—¡No puedo acercarme! ¡Si has hallado algo, descríbemelo, y rápido!

—Se trata de un texto grabado con precisión, en elegantes caracteres latinos: parece una antigua lápida imperial. Obra de Leonardo, por supuesto.

—¡Pues léelo, Dios Santo!

Lapo deletreó, lentamente, como un escolar en sus primeras lecturas:

—«Al maestro de los Príncipes: bajo la raíz de Cristo con los libros de Herófilo y de Erasístrato.»

Lapo se detuvo, con estupor. Leía y releía una y otra vez, luego se volvió hacia Maquiavelo, que intentaba recuperarse de las náuseas todavía apoyado en la pared.

—¿Quién es el «maestro de los Príncipes», messer Secretario?

—Creo que se refiere a mí.

—¿Y qué es «la raíz de Cristo»?

—Eso lo ignoro. Parece un lugar, pero no existe ninguno con ese nombre, que yo sepa. Y tú, ¿qué puedes decirme de los libros de Herófilo y Erasístrato?

—Así pues, el maestro los ha encontrado...

—No, creo que estuvo a punto, pero al final no los consiguió. Y hasta puede que sepa quién debía traérselos y cómo. Habla, pues.

Lapo no respondió y Nicolás comenzaba a impacientarse.

—¡Vamos, dime, por Dios, si lo sabes!

Pero el joven parecía ahora una estatua de hielo, de pie junto a la antorcha que crepitaba, con las manos apoyadas en la tabla de mármol. El Secretario se le acercó, vio su mirada fija y vítrea y le zarandeó. Tenía la piel fría y húmeda, bañada en un sudor espeso y viscoso. Lo dejó, y Lapo cayó al suelo como un saco vacío.

Lo llevaron en brazos al piso de arriba y los guardias de Violante lo tendieron sobre una yacija. La mujer del campesino, cuyas labores servían para encubrir la verdadera función de la casa, intentó limpiarlo, lavándole las manos ensangrentadas y los brazos. El muchacho tardó más de una hora en recobrar la conciencia; el frío marmóreo de antes había dado paso a un acceso de fiebre. Pero Nicolás no podía llamar a un médico, a pesar de tener la impresión de que la vida del muchacho estaba en peligro. El mismo Lapo, casi sin poder mover los labios, dijo en un susurro:

—He contraído la fiebre del cadáver. No hagáis nada, es inútil.

La mujer le renovaba a cada momento el pañuelo empapado sobre la frente, pero la fiebre seguía subiendo. Maquiavelo comprendió que disponían de poco tiempo. Se sentó a su lado y le acarició los largos cabellos ondulados, que parecían la cabellera de una muchacha.

—Háblame de los libros de Herófilo y de Erasístrato.

—Sí, sí, se nos agota el tiempo...

—¿Qué sabes al respecto? ¿A quién se los había pedido Leonardo?

—Tal vez también vos conozcáis a Hipócrates...

Nicolás afirmó circunspecto:

—El fundador de la medicina.

—Vivió en Cos, en el siglo quinto antes de Nuestro Señor Jesucristo. Liberó nuestra disciplina de la magia. Pero la enseñanza, que es algo muy distinto a la profesión médica, estaba obstaculizada por preceptos religiosos. —Lapo hizo un hondo suspiro, y Maquiavelo tuvo miedo de que estuviera a punto de entregar el alma. Pero el joven recobró fuerzas—: Entonces sucedía lo mismo que ahora. Estaba prohibido seccionar el cuerpo humano, y los médicos sólo podían basarse en las víctimas de los sacrificios a los dioses...

—Cabras y cerdos...

—Bueyes, sobre todo. Pero todo esto cambió con la magna empresa de Alejandro, quien sin duda fue el hombre más extraordinario sobre la tierra. Su imperio abarcaba de la India hasta Egipto, y de cada uno de los tronos antiguos y los dominios conquistados, absorbió los saberes empíricos, acumulados durante milenios. A su muerte, el imperio se dividió entre sus generales...

—Y nacieron los principados. Eso lo sé, Lapo. Háblame de los libros.

Pero el infeliz joven parecía no escucharle y seguía hablando como para sus adentros.

—Egipto bajo los Ptolomeos fue el principado más espléndido. Y en Alejandría, la ciudad fundada por el condotiero que todavía allí reposa, oculto a los ojos de todos, tres siglos antes de la era cristiana sucedió algo maravilloso...

Nicolás entendió que no había modo de frenar al joven Lapo, cuyo relato semejaba una lección escolástica. Así que intentó anticiparse a las conclusiones:

—Y Ptolomeo quiso acumular todos los libros existentes en el mundo.

—Ésa es la historia que cuentan y que contiene una parte de verdad. Ptolomeo fundó el Museo, fragua de hombres sabios, del que la Biblioteca sólo era una parte, y durante más de un siglo todos los saberes triunfaron y los reinos helenísticos rebosaron de ciencia y técnica, mucho más de lo que hoy somos capaces de soñar... ¡El siglo tercero antes de Cristo fue la época del verdadero Saber! Entonces los médicos tuvieron permiso para diseccionar cadáveres, y hasta se les exhortaba a hacerlo... Herófilo de Calcedonia, oriundo de Alejandría, y Erasístrato de Ceos, fueron los primeros que abrieron cuerpos no para curarlos o embalsamarlos, ¡sino para conocer su estructura interna!

Lapo hablaba con ímpetu e hizo acopio de fuerzas para incorporarse. Ser Nicolás le obligó a tumbarse de nuevo.

—Nunca he oído hablar de ellos. ¿De qué tratan los libros de Herófilo y de Erasístrato? ¿Para qué los quería Leonardo? ¿Qué relación guardan con los hombres negros, los simios, los huesos? ¿Qué arma terrible puede construirse con ellos? Habla, Lapo, habla, te lo ruego.

Pero Lapo sonrió, con una expresión desarmada que resultaba más elocuente que cualquier tipo de discurso: él, sencillamente, no lo sabía.

—Los conocimientos de Alejandría se han perdido. Y pareja suerte corrieron los tratados de Herófilo y Erasístrato.

—Pero aunque se hayan perdido, tú sabes, o al menos sospecharás, qué tipo de secretos contenían...

El joven Lapo afirmó con la cabeza, pero acto seguido comenzó a temblar convulsivamente, a llorar y a gritar de dolor, hasta que lanzó por los aires de una patada la manta que le cubría, con una fuerza inusitada que ninguno de los presentes se esperaba, y cayó al suelo agitándose como si estuviera poseído. Necesitaron tres hombres para volverlo a meter en la cama. De nuevo perdió el conocimiento, pero esta vez Nicolás supo que ya no había nada que hacer. Así que llamó a Violante:

—Que alguien vaya abajo con vendas y cierre el cuerpo de Durante lo mejor que pueda. Está tendido todavía sobre la mesa de mármol. Limpiadlo, vestidlo, colocadlo de nuevo en la caja y llevadlo al cementerio.

Violante iba a responder, cuando vieron que Lapo había abierto los ojos, negrísimos sobre su lívida piel, y que miraba fijamente al vacío. El joven articuló algunas palabras inaudibles. Nicolás se acercó a él, venciendo el miedo al contagio mientras aproximaba su oído a aquellos labios de cera:
«Erophilus semen hominum invenit...»
.

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