El caballero de negro ya se disponía a hacer lo mismo cuando de repente y de forma incomprensible pareció mudar sus intenciones. Frenó con brusquedad al caballo y, espada en alto, profirió a sus hombres un potente: «¡Quietos!». Maquiavelo no se dio cuenta y continuó su feroz carrera, aún entre gritos de rabia y desesperación. El caballero de negro se vio forzado a reaccionar en el último momento y a golpear al caballo del florentino con la vaina de la espada, para desviarlo. Después se giró apresuradamente, se quitó el sombrero y lo agitó al aire contra el cielo azul mientras vociferaba:
—¡Nicolás! ¿Qué hacéis aquí?
Era un joven alto, de rostro afilado y nariz regular, sin duda un hombre apuesto y con garbo. Maquiavelo finalmente lo reconoció, y mientras los demás soldados se aproximaban en círculo, casi inmóviles, pero con sus potentes armas listas para el ataque, se acercó haciendo caracolear a su hermoso caballo árabe, empapado en sudor.
—¡Decídmelo vos, messere, qué estáis haciendo aquí! ¡Casi nos matáis!
—Casi —dijo el duca César Borgia, conocido como Valentino, mientras enfundaba de nuevo su espada—. Y tal vez es lo que tendría que haber hecho.
Si alguien hubiera visto aquella escena desde lo alto, abarcando con su ángulo de visión a soldados y caballeros, sin duda aquel encuentro le habría parecido cuando menos cómico. Pero los soldados de escolta, quienes no habían reconocido al Duca, estaban petrificados de terror, y les costó Dios y ayuda comprender lo que sucedía. Nadie osaba moverse: Ginebra, sin embargo, estaba como extasiada, e intentaba por todos los medios que su mirada y la de aquel príncipe joven y apuesto se cruzaran, pero las vendas y el sombrero le resultaban embarazosos y el miedo a crear confusión la llevó a no adelantarse. Después, aunque no alcanzaban a escuchar las palabras que intercambiaban los dos caballeros, todos dedujeron a partir de sus gestos que la conversación era cordial, si no amigable. Nicolás sonreía y movía la cabeza impetuosamente, mientras su caballo caracoleaba nervioso; el príncipe todavía tenía el sombrero en la mano y al moverlo, cuando hablaba, la gran pluma se agitaba como un estandarte al viento. Sólo después de un rato que nadie acertaría a decir cuánto duró, bajo el cielo que cocía esa tierra enferma, el príncipe dio una orden tajante y los dos capitanes se dirigieron a buen paso hacia Ginebra y los soldados con objeto de escoltarlos hasta el porticado de la casa. Los otros soldados se dedicaron a descargar tiendas militares, enseres de todo tipo,cestas repletas de pan y otros alimentos protegidos con telas. Pero, para gran asombro de Nicolás y los suyos, nadie hizo ademán de abrir la puerta acorazada, y distribuyeron las cosas por el suelo de piedra, justo enfrente de la única ventana, que permanecía cerrada.
Comieron mientras caía la tarde. Valentino miraba a Ginebra y le dedicaba elocuentes sonrisas, a las que ella respondía con un ardor, en sus grandes ojos celestes, que Maquiavelo nunca había visto. Finalmente llegó el crepúsculo, con el negro profundo de una noche en Maremma. Pero los soldados del Duca ya habían preparado un gran fuego y todos se sentaron a su alrededor. Valentino bebió del vino que uno de los soldados le había escanciado y le ordenó que sirviera a los demás.
—Conozco al florentino Nicolás desde hace apenas un par de años...
El príncipe reía, pero todos podían ver que la suya era una risa falsa, tanto más cuanto que las miradas de sus hombres no podían resultar más serias. Decir que tenían la mirada severa era poco: sus ojos eran inteligentes, y Nicolás podía leer en ellos una preocupación profunda.
—Un tiempo tal vez breve, messere, pero rico en acontecimientos...
—Para mí ha sido un tiempo infinito, amigo mío.
Parecía que la presencia del Borgia era para Ginebra motivo de emoción e inquietud, por lo que todavía no se atrevía a dirigirle la palabra. De momento, prefirió apartar su mirada del hermoso perfil de aquel joven hombre de armas que le turbaba en lo más hondo, y dirigirse a Nicolás:
—Vos estabais vinculado a la corte del Duca, por cuenta de la República...
Maquiavelo asintió.
—Partí de Florencia a primeros de octubre de mil quinientos dos para descubrir qué intenciones tenía el Duca para con mi ciudad.
Valentino apagó con el píe un tizón.
—Me habría gustado aplastaros así.
Ser Nicolás sonrió:
—Cuando os lo preguntaba, Duca, vos siempre os andabais con rodeos. Pero no había emprendido ese viaje sólo para eso. También quería conocer los motivos del rey de Francia y a qué acuerdos habíais llegado. Una alianza entre vosotros tal vez habría supuesto una ayuda para Florencia.
—Mis decisiones siempre eran en beneficio de mi Signoria.
—Algo que nunca puse en tela de juicio. —Nicolás guiñó el ojo a Valentino y después miró a Ginebra, con una sonrisa en los labios—. Seguí al Duca en todas sus campañas: sólo tres días después de mi llegada a su corte, entrábamos por las murallas de la conquistada Fano.
—Maravillosa campaña, económica y sin sangre. Los colmé de dones.
La voz de César Borgia era recia y profunda, y se propagaba en la llanura de Maremma envuelta en la oscuridad de la noche. El fuego reverberaba en el rostro de todos los presentes, pero el príncipe y Ginebra parecían resplandecer con una llama propia que a veces cobraba tintes infernales.
—El mayor don fue el castillo de Montefelcino, mi Duca, desde el que podíais controlar toda la Romaña...
—Un don interesado, como sin duda tiene que ser.
Maquiavelo le devolvió una sonrisa, a la que el Duca respondió imitándole. Entre las filas de sus mermados soldados pareció que un nudo se deshacía. Más animados, habían perdido aquel semblante de estatuas de bronce.
—De vos, Duca, admiré sobre todo el coraje sobrehumano, que os permitía hacer cuanto os propusierais. Y enseguida comprendí que en Italia debían aceptaros como un nuevo poder, tal vez el más temible de todos.
—Exageráis, Nicolás, aunque reconozco que ésa era precisamente mi intención.
Maquiavelo clavó su mirada en las llamas y tuvo la impresión de ver en ellas castillos ardiendo, gritos de soldados y mujeres violadas, los campos devastados y campesinos ahorcados de los árboles. Con todo se trataba de un fuego vivo, que tenía el poder de cambiar el mundo, y sobre las ruinas de las murallas abatidas imaginaba nuevas ciudades que se erigían y un nuevo mundo que se anunciaba. Dirigió su mirada a Ginebra, de nuevo.
—Estábamos de acuerdo en varias cuestiones de importancia.
Logré convencer a los Diez para presidiar el Borgo San Sepolcro, con la intención de apoyar los desplazamientos de las tropas del Duca y a la vez para reforzar la seguridad en los confines de la República.
De repente Valentino se puso en pie y sus hombres alzaron la cabeza al tiempo que, de manera instintiva, ponían las manos en las empuñaduras de sus espadas. Maquiavelo vio con claridad que había algo que lo intranquilizaba y le causaba inseguridad. Pero el Duca sonrió, por más que la suya fuera una mueca forzada.
—Nos entendimos y nuestro aprecio era recíproco. Mi estima para con vos ha perdurado. ¿Por vuestra parte también?
Nicolás no se esperaba esas palabras y no dijo nada. A Ginebra no se le escapó, al ver su mirada, que una respuesta sincera en esa situación habría resultado peligrosa, y que, por otra parte, una que no lo fuera habría roto el encanto que se había creado al amor de la lumbre. Ambos hombres odiaban la inútil falsedad de los cortesanos.
—Busqué la manera de mantenerme fiel a mi misión, Duca, sin alejarme de vos. Si no recuerdo mal, a comienzos de noviembre de aquel año marchamos hacia Rímini. —Valentino le secundó con un gesto, mientras avivaba los rescoldos con un bastón—. Ser Pier Soderini mantuvo tratos con el rey de Francia —añadió Maquiavelo—, y la alianza de Florencia con el Duca salió reforzada, por lo que fueron muchos quienes me escribieron que no me hiciera ilusiones acerca de vuestras intenciones reales...
—Yo leía vuestra correspondencia, Nicolás; y tenían razón.
Aquella salida del Duca provocó la hilaridad general, y por fin la atmósfera perdió la mortífera pesantez que había arrastrado desde el inicio. También Nicolás parecía transfigurado, como si estuviera hablando del período más feliz de su vida, y tal vez lo fuera. El fuego ahora había perdido los colores infernales y sólo era fuente de calor y regocijo. Las voces de todos se tornaron más amables, y Nicolás hablaba dirigiéndose ora a César Borgia ora a Ginebra, como si estuviera en su hermosa casa florentina, delante del hogar de piedra, con las mujeres hilando junto a las ventanas y los niños que iban a acostarse de la mano de las sirvientas.
—Pedí que me mandaran las
Vidas de Plutarco
, porque la personalidad del Duca me pareció que merecía un estudio en profundidad.
—Creó que Nicolás llegó a tomarme como modelo del príncipe ideal, ¿no es cierto?
—He intentado comprender cuáles son y cómo funcionan las distintas tipologías de principado...
Ginebra, que estaba mirando embelesada al hermoso César Borgia, se volvió hacia Nicolás y le preguntó:
—¿Y en qué consisten dichas categorías?
—El primer lugar lo ocupan los principados hereditarios. Sobre éstos no hay nada que decir: existen, y con eso es suficiente.
—¿Y aquellos sobre los que sí se puede razonar?
—Los principados nuevos. De ellos podemos decir que los hay de dos tipos: el primero sería el de los señoríos que se suman a los que ya están en posesión de un príncipe...
—¿Por derecho hereditario?
—Por reconvención. A éstos los denomino «mixtos». Luego están los principados completamente nuevos. Nuestro Duca llegó a conseguir un buen número de esta segunda clase.
En los ojos del Duca brillaba ahora un destello de melancolía. Removía las brasas con la punta de su espada, como un mago antiguo que intentara adivinar un oscuro futuro que ya conocía.
—Los fui perdiendo todos, siempre por los golpes adversos de la fortuna.
—Los señoríos que atesoró el Duca fueron fruto de la fortuna o de las armas ajenas: en su mayoría le fueron asignados por su padre. Otro tipo de principados nuevos son los que han sido conquistados con la virtud y las armas propias.
El Duca reaccionó dando un golpe violento de espada contra las brasas al rojo vivo que tenía enfrente. Una infinidad de chispas saltó por los aires, como luciérnagas en un campo de trigo, y un ardor amarillento le iluminó el rostro. Otra vez se hacía el fuego del infierno, pensó Maquiavelo.
—¡Era como si los hubiera conquistado yo mismo con esta espada, y vos lo sabéis!
Todos habían bajado la cabeza, atemorizados, con la salvedad de Ginebra y ser Nicolás, quien le sostenía la mirada al Duca sin asomo de miedo en los ojos.
—Lo que cuenta es tomar el poder, y todavía más importantes son los medios que consienten al príncipe el conservarlo como algo fuerte y estable.
—Siempre he velado por ello.
—Vos habéis alcanzado el poder mediante acciones, a ojos de la mayoría, malvadas y crueles. Pero también aquí cabe hacer una distinción...
Ginebra seguía mirando a los ojos de Valentino y le sonrió, de una manera que a Nicolás le pareció misteriosa.
—Verdaderamente sois demasiado sofista, Nicolás.
—Sólo intento explicar la política como una ciencia. Existe una crueldad mal usada y otra a la que es preciso recurrir con el fin de hacer el bien...
Ginebra protestó:
—¡A fin de cuentas crueldad!
Maquiavelo sonrió:
—Esto es precisamente lo más difícil de entender: cuando es del todo necesaria y trae como fruto la mayor felicidad posible para quienes la padecen, entonces se trata de crueldad bien usada. En tal caso finaliza cuando su objetivo se cumple.
—¿Y cuándo es nociva, entonces, la crueldad?
—Cuando sólo se utiliza en beneficio exclusivo del tirano. Entonces no es con el fin de hacer el bien y, en lugar de cesar, aumenta con el tiempo. No es éste el caso de nuestro duca Valentino, por supuesto.
El joven príncipe se quitó el sombrero tocado con la gran pluma e hizo una inclinación ceremoniosa y bufa, que sirvió para relajar de nuevo la tensión que se había formado alrededor del fuego. Ginebra lo miraba con devoción creciente, atenta a los argumentos certeros y desconcertantes del Primer Secretario.
—La crueldad bien aplicada nace del poder correctamente ejercitado, como inevitable consecuencia. Si no queremos escondernos tras la hipocresía de los cortesanos y en cambio amamos la verdad, es nuestro deber reconocer que los hombres son, por naturaleza, malvados, ávidos y violentos, y que faltan a la palabra dada. Un príncipe no puede seguir en todo las leyes morales; debe aprender a no ser bondadoso cuando las circunstancias así lo imponen. Debe atender al fin, que consiste en vencer y preservar el Estado.
Se hizo un momento de silencio: todos, incluidos los soldados, reflexionaban sobre unas palabras tan duras como innegablemente verdaderas. También ser Nicolás había empuñado su espada y, jugueteando con la punta en el fuego, había apartado unas pocas ramas incandescentes que constituían una pira en miniatura.
—En mil cuatrocientos noventa y cuatro la libertad italiana se derrumbó. La causa no fue otra que la cobardía de los príncipes, que en la tranquilidad de sus cortes no tuvieron ojos para apercibirse de la llegada de la tormenta y ponerle remedio. Fray Girolamo fue el único que lo intuyó, pero sus errores iban por otros derroteros. El príncipe debe tener la capacidad de poner diques a los embates de la fortuna. —Y aquí sus ojos se posaron sobre los del Duca, quien apartó la mirada, como si supiera demasiado bien en qué había consistido su error—. Debe saber brujulear entre la virtud y la fortuna.
—Hasta que la fortuna dejó de sonreírme —protestó el Duca—, mis acciones siempre llevaron la impronta de la verdad.
—Con una firmeza absoluta. Y os admiré en cada uno de vuestros actos, en esos meses inolvidables. El caso más interesante fue el de Vitellozzo Vitelli...
César Borgia esbozó una sonrisa maligna, no sin un ápice de tristeza y amargura. Maquiavelo ahora se dirigía únicamente a Ginebra, que vacilaba entre uno y otro hombre, indecisa sobre a cuál de ellos admirar.
—Se celebró un encuentro, ordenado por el Duca, en un castillo de los Orsini, en Trasimero. Acudieron también los Bentivoglio, los Baglioni, Pandolfo Petrucci y Oliverotto da Fermo.