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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (16 page)

—Querían declararme la guerra, robarme el título de Duca de la Romaña, forzarme a devolver los territorios conquistados... —Agitó la espada como si se estuviera defendiendo de fantasmas hostiles—. Intentaron por todos los medios instigar y levantar al pueblo en mi contra, y que mis capitanes y soldados desertaran. ¿Qué hace un buen hijo, en esos casos?

Al decir esto, Valentino tenía una mirada tan atemorizada como un cervatillo: sin duda sabía fingir como el mejor de los comediantes. Ser Nicolás acudió en su ayuda de inmediato:

—Pide apoyos a su padre.

—Pues eso es lo que hice. El Santo Padre vendió un poco de indulgencia y me envió cincuenta mil ducados, que me permitieron disponer de seis mil armados. Vitellozzo se avino entonces a afables razones, ¿no es cierto, Nicolás?

—Tuvo miedo, e hizo lo único que podía considerarse justo desde su punto de vista. A finales de octubre estábamos a las puertas de un proyecto de paz. El Duca decidió convocarlos a todos en Ancona, Senigalla. El año tocaba a su fin...

—Y tenía en mente un digno modo de celebrarlo. —Valentino se levantó por segunda vez, limpió el hollín del filo de su espada, y la enfundó de nuevo —. Nos encontramos todos el día de San Silvestre, para pasar la última velada del año disfrutando de un gran banquete. Tenía a las mejores mujeres de la Romaña: las mejores prostitutas de carnes blanquísimas y las campesinas vírgenes para los paladares más exigentes. Y para quien no se sintiera atraído por las hembras también había preparado otras formas de placer. Vinieron Vitellozzo, Oliverotto y los dos Orsini... Vos habíais intuido algo, ¿no es así, Nicolás?

—Que habría una sorpresa al final, sí. Vos mismo me lo habíais anunciado, pero no imaginé su consistencia hasta el final.

—Estábamos a punto de firmar el Pacto de Federación, una pequeña obra maestra del arte del engaño. A mi señal los guardias de corte, a quienes había escogido personalmente, entraron y los arrestaron a todos. A Oliverotto y Vitellozzo los mandé estrangular en el acto.

—Estaba desnudo, en la cama, cuando vinieron a llamarme. Pregunté enseguida por el gran pacto...

Ser Nicolás no podía ocultar su estado de excitación mientras revivía con el Duca aquella noche terrible. Los demás escuchaban intentando disimular el horror que sentían, y Ginebra era la única capaz de entender que no se trataba sólo de maldad. César Borgia, de pie enfrente del fuego y con las manos en las caderas, parecía haber escalado de nuevo a la cima de su fama y su poder:

—A los dos Orsini los condené a muerte con todos los honores, y sus cabezas se doblegaron el dieciocho de enero.

—Empresa rara y admirable que cuento en mi
Descripción de cómo el duca Valentino dio muerte a Vitellozzo Vitelli, Oliverotto da Fermo, messer Pagolo y el duca di Gravini Orsini
. Tras ello recuperasteis los señoríos del Lacio, conquistasteis la República de San Marino y tomasteis Urbino. Vuestra estrella brillaba en su máximo esplendor...

—¡Hasta el día de aquella condenada cena, en Roma: remaldita cena del Diablo! —Valentino empezó a asestar patadas contra las brasas, con tanta rabia que su primer capitán le agarró el brazo para apartarle—. Ya basta, no quiero seguir hablando de eso. Los soldados harán turnos de guardia cada cuatro horas, ¡vayamos a descansar!

Ginebra ya no podía resistir por más tiempo. Se levantó y fue corriendo hacia el Duca. Le miró fijamente al hermoso rostro, iluminado por el fuego con reflejos amarillos y rojos y sombras onduladas que le daban el aspecto de un demonio de particular belleza, algún Belfagor u otro Archidiablo. Alargó el brazo y con su pequeña mano le acarició la negra barba y el pelo. Sonrió, y también a ella las llamas de aquel fuego le confirieron una hermosura luciferina de hada maligna, que dejó sin aliento a Nicolás y a todos los soldados. Valentino la agarró por la muñeca.

—Creí que estabais con Nicolás, madonna.

—Y así es: me acuesto con él cuando me apetece.

El Duca soltó una carcajada, que a Nicolás le pareció alegremente cómplice.

—Sois peor que una meretriz de la corte papal o que una hetera de Oriente.

—Veo que conocéis bien qué clase de mujer soy.

Valentino seguía riendo, esta vez ruidosamente. Era una risa de taberna, mientras iba acariciando el finísimo rostro de Ginebra.

—Si de nada os conozco a vos, madonna... Pero sin duda sé cómo sois. Porque he yacido con mujeres de toda clase y condición...

La mano de Ginebra se deslizó por su cuerpo hasta cogerlo por la cintura.

—Como si fueran presas de caza, les habéis hecho probar vuestro orgullo y vuestro ímpetu...

—Ninguna de ellas ha tenido queja del trato recibido.

Mientras tal decía, el duca Valentino miró a su alrededor, y todos los hombres, Nicolás incluido, rieron con complicidad, como si fueran miembros de una atávica manada en presencia del macho dominante. Pero fue Ginebra quien lo atrajo hacia sí tirando de su jubón con una fuerza que le pilló desprevenido, para besarle en la boca, como un hombre haría con su joven y tímida prometida.

César Borgia, a pesar de contar con una contrastada experiencia que habría dejado en ascuas a los peores mercenarios de Italia y de Europa, se quedó aturrullado como un jovenzuelo, cediendo a los besos de esa mujer. Después Ginebra se apartó, y antes de que el Duca pudiera reponerse, tiró de él mientras le anunciaba:

—Esta noche quiero acostarme con vos, ahora mismo.

El Duca buscó los ojos de Nicolás, quien hizo un gesto resignado de rendición, levantando los brazos al cielo. A continuación la pareja desapareció en dirección a la tienda de mando, que los soldados justo habían acabado de montar.

Ginebra regresó a la tienda de Nicolás cuando en el horizonte una tenue luz rosada pugnaba por romper la oscuridad. Se encaramó al lecho y se echó encima de Maquiavelo, haciéndole sentir la calidez de su cuerpo. Pero él no tenía ningunas ganas de estar con ella: aunque no estuviera dispuesto a confesárselo ni siquiera a sí mismo, la escena con el Duca le había turbado profundamente. Ginebra lo notó, y se tumbó a su lado.

—¿Qué haremos, ahora?

—Prepararnos para partir, antes de que salga el sol: no podemos perder más tiempo.

—¿Qué puede sucedemos?

—El Duca es hombre de humor mudable: la desventura ha entrenado su presteza, y su inteligencia está ofuscada. Cuando nos ha reconocido, ha dicho que tendría que habernos matado...

—Puedes estar tranquilo, no nos hará daño.

Nicolás se puso de lado y se incorporó un poco, apoyándose sobre un codo. Escrutó los ojos azules de aquella misteriosa mujer y los notó extrañamente serenos.

—¿Cómo puedes estar tan segura de ello? ¿Sólo porque esta noche ha gozado de ti? Es imposible saber cuál será nuestra suerte en manos de Valentino... Debemos proseguir nuestro camino y encontrar a Leonardo.

—¿Crees que él puede saber dónde está?

—He visto los cadáveres de sus correrías, y cómo él y sus hombres nos han atacado. Estoy convencido de que está al servicio de Leonardo: la historia a veces se burla de nosotros, y nos trueca los papeles...

Ginebra ya no prestaba atención a sus palabras. Tenía los ojos fijos en la tela que servía de techo y por la que ya comenzaban a filtrarse los rayos del sol.

—¿Tú sabes qué sucedió en realidad en esa cena?

—La maldita cena de Valentino, que puso freno a su fortuna. —Nicolás cerró los ojos, en un intento de apaciguar la rabia que crecía en su interior. El comportamiento de Ginebra le hacía sufrir, pero se resistía a admitirlo. El recuerdo de los hechos de Valentino le distrajo por un momento:

—Fue en Roma, en una villa cercana al Vaticano. El cardenal de Corneto había invitado al Santo Padre y a su hijo. Era agosto, y aquel verano había sido terriblemente seco y tórrido, las aguas se pudrían y ni siquiera los pozos más helados resistían a la ola de calor: hasta en las más lujosas villas los manjares desprendían olores de mal agüero. Fue una cena suntuosa, pues el papa Alejandro era amante de los buenos banquetes. Pasaron dos días, y entonces los dos Borgia, el joven y el viejo, se vieron aquejados de fiebres altas e insoportables dolores...

—Eso ya lo sé. Pero ¿crees que los envenenaron? —le interrumpió la mujer.

Nicolás frunció el ceño:

—¿Quién puede saberlo? Hay quien dice que fueron ellos mismos quienes pusieron veneno en algunos alimentos con miras a los demás invitados y que acabaron probándolos por error...

Ginebra levantó la cabeza:

—¡Vaya tontería, ellos jamás habrían cometido tamaña estupidez!

—Tal vez sólo fue la terrible enfermedad que asolaba la ciudad de Roma... La cuestión fue que el Papa murió el dieciocho de agosto. Valentino estaba muy enfermo, la fiebre no menguaba, y aun así tuvo que combatir contra sus enemigos, que al conocerla noticia aprovecharon la ocasión con la ayuda de los venecianos, quienes entretanto ya habían bajado hasta la Romaña. Además el cónclave estaba a punto de celebrarse, y Valentino debía apresurarse si no quería que un enemigo suyo se hiciera con el poder, en especial Della Rovere. También yo recibí la invitación para ir a Roma. Y ésta es la historia de los últimos seis meses: el año pasado, el dos de septiembre, gracias a los cardenales españoles, salió elegido Piccolomini...

—Pío III. Pero ha durado bien poco.

—Veintisiete días. A duras penas tuvo tiempo de confirmar al Duca el puesto de Capitán General de la Iglesia, y luego, por mediación del Espíritu Santo o de alguien más, entregó su alma al Creador.

—Y Della Rovere ganó con ello la partida...

Nicolás asintió, todavía con los ojos cerrados.

—Al segundo intento. Fue elegido Papa el primero de noviembre y ahora es Julio II.

—En tu opinión, ¿el Duca se ha equivocado en las acciones sucesivas?

—Al comienzo actuó correctamente: yo mismo seguía sus resoluciones de cerca, y aprobé su decisión de intentar un acuerdo con su potentísimo enemigo. Su objetivo era conservar el título de Duca de la Romaña, pero sobre todo no perder el mando del ejército pontificio. Como ves, Ginebra, Valentino actuaba con gallardía e inteligencia, pero le faltaba la fuerza necesaria para mantener unidos sus dominios. Anoche hablé de las distintas clases de principado, pero por cortesía hacia el Duca no quise mencionar uno, el más importante.

—¿Cuál?

—El principado que yo denomino civil, en el que el príncipe recibe el poder de los propios ciudadanos.

—¿Como en Florencia?

—Sólo en parte...

—¿Como en Roma en tiempos de la República? ¿O en la Atenas de Pericles?

—También de otra manera. Pero cuando llegue el momento, todavía lejano, en que los principados civiles existan, deberán defender su libertad. En nuestro mundo, las armas se confían a las milicias mercenarias, tal como ha hecho el Duca. Y esto no puede ser sino un mal en sí mismo, porque los soldados combaten sólo por dinero, casi siempre son desleales y con ello agravan la debilidad de los Estados.

—¡Pero, en Barletta, Ettore Fieramosca, Giovanni Capoccio y otros caballeros han defendido Italia, venciendo en un desafío a los arrogantes franceses!

—No pongo en duda el valor de esos caballeros; al contrario, los admiro y les reconozco su grandeza. Pero la cuestión es que defendían la corona de España, por la que luchaban. Italia es sólo una palabra y un largo brazo de tierra entre dos mares. De momento sólo podemos aspirar a principados menores, pero
civiles
. A mi juicio, la fuerza de un Estado depende de las propias armas, de los propios ciudadanos que combaten para defender sus posesiones y sus vidas.

—¿El Duca perdió porque sus mercenarios le traicionaron?

Maquiavelo reflexionó un momento, para no precipitarse en la respuesta.

—Virtud y fortuna no se unieron en él, y eso fue su ruina. Tras la muerte de su padre, todos los movimientos fueron equivocados: el intento de pactar con Julio II pronto derivó en una serie de inútiles súplicas. Finalmente el Papa rechazó el acuerdo, le ordenó renunciar al título de Duca y devolver la Romaña a sus poderes personales. Su fortuna se estaba ensombreciendo, y por supuesto los florentinos cambiaron alianzas. Debo admitir que sigue doliéndome que en el Consejo de los Ochenta prevaleciera la decisión de quienes quisieron negarle el salvoconducto para los territorios de la República. Aunque mayor desagrado me causó que lo arrestaran cuando se negó a obedecer las órdenes del Papa. En la cárcel renunció a todo cuanto pudo, con tal de recuperar su libertad, y ahora recorre estas landas desoladas en busca de alguna salida...

Una larga espada desgarró con saña la tela de la tienda y por la brecha asomó el rostro barbudo de Valentino: tenía el pelo ensortijado y los ojos furiosos.

—¡Sois muy listo, mi amigo Nicolás! Pero diría que no lo habéis contado todo...

Ginebra se quedó inmóvil como una estatua. Maquiavelo no tuvo tiempo de coger su espada porque dos soldados entraron en la tienda y lo obligaron a permanecer tumbado. Por un momento se temió que iba a acabar ensartado como un faisán, pero Valentino sació pronto su voraz rabia: se acurrucó junto a Ginebra, acariciándole dulcemente los largos cabellos azabache, y le habló en el tono de quien quiere justificarse:

—Los venecianos me arrebataron mis poderes sobre la Romaña y el Papa está peleado con San Marco, bajo amenaza de excomunión. La guerra se avecina, y será de las peores, de las que rompen todos los equilibrios... ¡Yo podría ser su primer protagonista, pero soy un odiado Borgia y me han apartado! Quise ir a La Spezia y ni siquiera eso me permitieron. Ahora debo dirigirme a Nápoles, es mi única esperanza.

Nicolás, inmovilizado por los soldados que lo sujetaban, levantó la cabeza para protestar:

—¿Por qué merodeáis por estas landas, entonces? El camino hacia Nápoles es muy otro, ¿qué os retiene aquí?

Ginebra apretó la mano del joven príncipe, llevándosela al pecho:

—Sí, mi corazón: ¿por qué retardas tu partida, arriesgando la vida con ello?

Su voz sonaba descorazonada, como la de una madre a su hijo. Valentino le devolvió el gesto, con amor.

—Recibí el encargo de un hombre, mientras huía... ¡Valentino, que antes era príncipe, se ha hecho ahora mercenario! —Luego miró a Nicolás, con fiereza—. Vos me admirabais, amigo mío. Quizás erais el único, los otros sólo me temían.

—Yo os comprendía. Los otros simplemente no entendían nada.

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