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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (14 page)

—Habrás observado que nos dirigimos hacia el sur, más allá de las fronteras de la República. Es una zona sumamente peligrosa, será muy arriesgado cruzar los dominios de Siena sin que nos reconozcan, pero todavía será más difícil superar las montañas que nos separan del mar y enfrentarnos a las malsanas llanuras que bordean la costa. Nuestros soldados, por fortuna, son guías muy hábiles, y conocen todos los trucos tras haberlos experimentado en persona. Llegaremos a nuestro destino, y en un breve período de tiempo.

—¿Entonces el escondrijo de Leonardo está en Maremma?

Nicolás sorbió dos cucharadas de la maloliente sopa para ganar un poco de tiempo y pensarse una respuesta que no revelara más de lo necesario sus secretos y los de Leonardo, y que a la vez no resultara ofensiva y falsa a oídos de esa mujer tan misteriosa como inteligente.

—Nos dirigimos a uno de sus estudios secretos. Leonardo tiene un gran número de escondites repartidos por toda Italia: en Milán, en Mantua, en Venecia, en Roma, en la misma Florencia, allí donde ha prestado sus servicios. En muchos lugares, según dicen tapiados por él mismo, conserva dibujos jamás vistos, estatuas, máquinas y muchísimos códices, algunos son auténticas reliquias, junto a montañas de libros impresos.

—¿Y cómo pudo saber Durante dónde se escondía Leonardo?

Maquiavelo recordó las palabras que había pronunciado sin querer en Livorno. A esas alturas estaba convencido de que había sido él mismo, infravalorando la sagacidad y la valentía del joven, quien le había precipitado hacia la muerte.

—Creo que se lo revelé yo mismo, sin pensarlo.

—¿Y tú cómo lo sabías?

—Sólo puedo decirte que Leonardo cambia de escondite en función de las estaciones y de otras eventualidades. El Podestà de Livorno me indicó el camino que había tomado al abandonar enfurecido su pequeña aldea, y eso me bastó para intuir hacia dónde se dirigía. Lo conozco bien: en el pasado trabajamos juntos mucho tiempo, al servicio del duca Valentino. Mientras analizaba el pensamiento y la manera de comportarse del joven Borgia, sonsacándole los secretos, traté de leer también el pensamiento de Leonardo: no es cosa fácil, pero a veces, cuando su mente está ocupada en construir alguna de sus locuras o maravillas, se vuelve más ingenuo que una niña, y entonces es posible, para alguien que lleva tiempo cultivando las artes del engaño, saber muchas cosas sin que ni siquiera él mismo sea consciente de haberlas dicho. En estos momentos Leonardo puede muy bien ser presa de cualquiera, del primer bergante o corruptor que se cruce en su camino.

—¿Quieres decir con esto que Leonardo está ahora al servicio de otros?

—Es una hipótesis que cada día me parece más probable.

Ginebra apartó la escudilla y se sirvió un vaso de vino. Los soldados estaban sentados con la espalda contra la pared, el posadero y su mujer se habían retirado a la cocina. Nicolás la admiraba sin dejar de pensar cuán deseable y hermosa era ella, con aquel contraste tan marcado entre sus ojos azules y los cabellos azabache. Vestida de hombre, le recordaba ahora una amazona. Recorrió con su pensamiento esa piel blanca y tersa, su aliento cálido y perfumado, y sus piernas rodeándole. Habría querido cogerla de la mano y llevársela arriba, a la única cochambrosa habitación de la posada, y yacer con ella una noche y un día enteros. Pero despertó bruscamente de su ensueño: no disponían de tiempo para ello y le apremiaba la necesidad de encontrar a Leonardo. Ginebra lo miraba con una intensidad no menor, pero en aquel momento la expresión de sus ojos era sobre todo de curiosidad:

—El cuerpo de Durante fue hallado a las puertas de Florencia, no tan lejos. ¿Por qué razón tendrían que haberlo matado en estas tierras para luego transportarlo millas y millas hacia el norte?

—De una manera u otra, Durante ha estado con Leonardo. No hay lugar a dudas. Y su cuerpo fue embalsamado a fin de retardar durante mucho tiempo la descomposición. —Nicolás se arrepintió de inmediato de haber hablado, pues Ginebra estaba ahora visiblemente turbada.

Pero la mujer, firme y de carácter fuerte, se recuperó de inmediato:

—¿Cómo puedes saberlo?

Maquiavelo evitó la respuesta: el que Leonardo hubiera profanado el cuerpo de Durante, uno de sus más estimados discípulos, era mejor que permaneciera en secreto para todos.

Reemprendieron la marcha cuando el sol ya estaba alto, y, tras pasar por un camino adusto y solitario, el horizonte se cerró en un valle boscoso, húmedo y profundo. El camino se fue convirtiendo en poco más que un sendero peñascoso, y, al ver que la subida era cada vez más pronunciada, decidieron que era mejor dejar descansar a los caballos. Acamparon y durmieron por turnos, a intervalos breves. En los dos días que duró la ardua travesía cruzaron bosques de hayas y encinas, y pasaron por hondonadas sobre las que se erigían amenazadores castillos en lo alto de peñascos de pendiente escarpada, como desalmados. Pero no encontraron a nadie en su camino, y finalmente, tras superar el último puerto de montaña, el camino se abrió a una inmensa llanura, espléndida cuando la vieron desde arriba, a pesar de que todos supieron al punto que ahí se escondía la muerte, de faz tan mudable como infiel. Ginebra se quedó largo rato contemplando el hermoso verde esmeralda que se perdía hasta la línea más clara del horizonte, allí donde batía el mar.

—Quién diría que esta maravilla es un Infierno bajo la apariencia de Paraíso.

Nicolás asintió con semblante serio, también él absorto en la belleza que se abría fatal bajo la luz clarísima del sol. Era ésa la mortal llanura hacia la que tantos viajeros partían para no regresar jamás, y que a menudo era la última meta de quienes, hipócritamente condenados al exilio, en realidad eran condenados a una muerte las más de las veces certera.

—Avanzaremos por los caminos menos transitados. Falta mucho para el verano, y los habitantes de los pueblecitos costeros aún no habrán ocupado los refugios para protegerse de la insalubridad.

Tras muchas horas de camino, habiendo dejado a sus espaldas las montañas, el sendero se alargó por una tierra de rastrojos que corría entre dos hileras de arbustos bajos. Bajo el sol de mediodía no se veían pájaros volando y únicamente el paso de los caballos rompía el imponente silencio. De repente, advirtieron en el aire un olor desagradable, parecido al que desprenden los huevos al podrirse. Ginebra torció el gesto:

—Eso significa que nos aproximamos, ¿verdad?

Maquiavelo afirmó con la cabeza. En efecto, a ambos lados del camino los arbustos mudaron rápidamente en cañas palustres, que ondeaban levemente al viento, como si con su sonido invocaran el lamento de las innumerables almas muertas. En los pocos tramos en los que se avistaba el horizonte, entre malezas de perfil y color irregulares, atisbaban el reflejo del sol que se espejaba en las aguas estancadas y pútridas del inmenso cenagal.

Entonces llegaron los insectos. Al comienzo eran pocos, pero muy molestos: mosquitos y moscas carnívoras, grandes y verdosas, que ponían nerviosos a los caballos. Maquiavelo ordenó que todos se cubrieran el rostro y se enfundaran los guantes.

Prosiguieron la marcha sin detenerse en ningún momento, muchas horas todavía, ataviados y vendados de tal guisa que si alguien los hubiera visto, en aquel singular desierto, los habría tomado quién sabe por qué infiel guerrero o acaso por el mismo rey leproso Balduino de Jerusalén, resucitado de su sepulcro con sus escoltas y transportado por arte de magia hasta esas landas. Un enorme pájaro negro de cuello blanco, de dimensiones parecidas a las de un águila, se lanzó sobre la tierra y les pasó rozando; luego remontó el vuelo de nuevo hacia el cielo blanco, como si de un mensajero diabólico que anuncia una desgracia se tratara. Nicolás comprendió en cambio que era una señal mucho más terrenal, y ordenó aligerar el paso. Al poco, sobre la selva de cañaverales que quedaba a su izquierda, vieron otros pájaros malignos que se asemejaban al funesto mensajero: volaban en círculo, en lo alto, sobre un punto invisible de las aguas miasmáticas. De vez en cuando, alguno se separaba de aquel círculo aéreo y se lanzaba en picado. Entonces se oían sus obscenos chillidos junto al graznido de los cuervos, y un zumbido lejano, parecido al de una colmena. El Secretario ordenó detener la marcha, dejó a un soldado con Ginebra y, en compañía del otro, atravesó la pared de cañizares, avanzando a paso lento por el campo palustre, en dirección al infernal carrusel. Mientras se acercaba, notó que el terreno estaba inclinado, de manera casi imperceptible, y que los negros pájaros sobrevolaban una singular construcción, una torre cuadrada como las que los pisanos habían construido en las islas bajas de su mar: el edificio se sostenía sobre cuatro altas pilastras que terminaban en una bóveda de aljibe. Al aproximarse, Nicolás vio que los cuervos y los otros pájaros se habían posado formando una especie de alfombra viviente, mientras una bandada de aves había ennegrecido la torre. Dio orden a su soldado de preparar el arcabuz: quizá con los disparos lograrían ahuyentar a esas inmundas bestias. El soldado obedeció de inmediato, y en cuestión de segundos el arma estuvo preparada para el fogueo. Apoyó el largo cañón de hierro contra un palo de dos brazos, preparó el arma sobre la silla de montar, luego apuntó a lo alto de la torre y finalmente hizo fuego.

Aquel disparo terrible y puede que jamás oído en esas landas, pareció sacudir la tierra, los cañaverales y la misma torre, retronando a lo lejos. Un batir de alas ensordecedor hizo que los dos hombres, instintivamente, bajaran la cabeza: pero los pájaros no se alejaron, permanecieron revoloteando en el aire, oscureciendo casi por completo el enfermizo sol. Avanzaron cautos, con el olor de la muerte pegado en la garganta.

Lo que vieron les quitó el aliento: alrededor de la torre habían excavado trincheras profundas, donde habían arrojado decenas de cuerpos. Algunos de ellos como si fueran trapos sucios, medio descompuestos ya, hinchados y del color de la tierra. Otros parecían más recientes. Los negros cuervos y otras aves carroñeras se habían alimentado de unos y otros, y una plaga repugnante de insectos verdosos y negruzcos remataban ahora su trabajo. El soldado de escolta se apartó en un acto reflejo, cubriéndose la boca con la mano. Pero Maquiavelo había visto algo más en lo alto de la torre. Se quitó las vendas de la cara y las mojó con el agua que llevaba preparada, se las aplicó sobre nariz y boca, y, tosiendo por el nauseabundo olor, trepó por las pilastras. Cuando alcanzó el primer piso, vio unas cajas de madera de pino, alineadas contra la pared: contó por lo menos veinte. Parecían ataúdes improvisados, aunque allí arriba el hedor era menos intenso. Abrió la tapa de una de las cajas sirviéndose de la espada. La visión de lo que había en su interior le cortó la respiración: el cuerpo desnudo de una mujer que, a pesar del calor y de su estado de evidente abandono, parecía casi intacto. Su piel estaba recubierta de una pátina untuosa y traslúcida, la misma que había visto sobre el cuerpo de Durante.

Volvieron donde Ginebra y el otro soldado, sin mencionar lo que habían visto. Prosiguieron la marcha durante cinco millas mientras el olor a muerte poco a poco iba debilitándose y cedía el puesto al olor de sal marina y al aire perfumado de arrayanes y pinares. Finalmente Maquiavelo señaló un pequeño collado entre dos suaves colinas. En medio se alzaba una construcción visiblemente modesta, de un solo piso, medio escondida entre las copas frondosas de los árboles. No parecía una finca de campo ni una fortificación: era como si se hubiera construido sobre antiguas ruinas romanas, a juzgar por los hermosos arcos de piedra y los tramos de muralla construida con sillares regulares, al uso de los antiguos arquitectos.

La expresión de Nicolás se ensombreció.

—Este es el refugio de Leonardo. Aquí es donde envié a Durante, sellando su suerte con mi culpa.

Ginebra desmontó del caballo y se aproximó a la antigua muralla. Un sendero en buen estado conducía a un pequeño soportal, donde sólo había una ventana y una puerta, ambas cerradas a cal y canto. La madera parecía nueva y había sido reforzada con láminas de hierro aseguradas con muchos clavos, como solía hacerse para cerrar los cofres. La puerta estaba desprovista de picaporte, sólo había un pequeño agujero extrañamente labrado, quién sabe para qué tipo de extravagante llave. Algo apartado, un cobertizo llevaba a pensar en una cuadra para animales, pero estaba vacío y no había indicios de que se hubiera usado recientemente. Todo parecía en muy buen estado, pero abandonado.

Dieron la vuelta a la casa, pero tampoco hallaron signo alguno de vida ni huellas de herradura. Entre los adoquines que llevaban hasta el pórtico y la entrada de la casa la hierba incluso estaba crecida. Ginebra se dirigió a Nicolás, con cierta aprensión:

—Por aquí no ha pasado un alma viviente desde hace tiempo.

Maquiavelo apuntó un gesto afirmativo, pero no parecía muy convencido. Pegó el oído a la cerradura de la puerta, miró a su alrededor, se quitó las vendas y se sacó las guantes.

Fue entonces cuando, de improviso, dos soldados les cerraron el paso por detrás. Otros tres hombres armados les rodearon por los flancos, y un quinto compareció de un salto a sus espaldas. El primero en desenfundar la espada fue Nicolás, que se mostró a ojos de los presentes, y sobre todo a los de Ginebra, como un hombre completamente distinto del que todos conocían: lo vieron montar de un salto a su caballo y tirar con fuerza de las riendas, para forzar a su adiestrado corcel árabe a aliarse y a moverse amenazador de un lado a otro. El animal relinchaba y resoplaba mientras Maquiavelo hendía el aire con su espada. Le oyeron proferir un grito de guerra, con la fiereza inscrita en el rostro y los ojos negros centelleantes de furia, transfigurados en los de un gigante, cual capitán de antiguas batallas de una pintura al fresco florentina. Ginebra y los dos soldados fueron raudos en imitarlo y el fragor de las armas fue terrible, como el de dos ejércitos al enfrentarse: quizá con menor clamor, pero con ferocidad pareja. Consiguieron defenderse bien, a pesar de ser inferiores en número, y Maquiavelo hizo probar su espada a uno de los caballeros de negro, que cayó de su montura con un pie atrapado en el estribo y fue pisoteado por el animal embravecido por el miedo. Pero entonces oyeron el sonido de una trompa y vieron cómo otros caballeros bajaban a galope desde las colinas. Contaron a más de veinte, y comprendieron que su fin estaba cercano. El capitán que precedía a los recién llegados vestía de negro como los demás, pero era más alto e iba tocado con un sombrero rematado por una larga pluma de color blanco. Nicolás apuntó la espada hacia él, gritó con todas sus fuerzas el alarido de guerra florentino y fustigó al caballo para arrancarlo al galope.

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