Obreros y soldados emprendieron precipitadamente la fuga, pero su intento fue vano: de las grietas comenzaron a desprenderse enormes terrones de tierra, y en las fallas que se iban formando, el Arno, con su fuerza devastadora, manaba embravecido por miles de fuentes imparables, no sólo a lo largo del talud que todavía separaba el canal del lecho del río, sino por todos los costados. Fueron pocos los hombres que lograron trepar por la pendiente de la colina; la mayoría perecieron aplastados bajo el derrumbamiento más estrepitoso al que Nicolás y Leonardo habían asistido jamás. El talud se desprendió de golpe con un ruido parecido al de un inmenso tronco al romperse, seguido de un largo y quejumbroso bramido, y una gigantesca cortina de agua, parecida a la del Mar Rojo según narra el Libro del Éxodo cayó a plomo sobre el terreno. Su onda destructora fue digna del Apocalipsis de San Juan.
El Arno, tras la rotura del talud, pareció aceptar el nuevo curso que los hombres le habían impuesto y sus aguas cargadas de barro corrieron por el lecho artificial, subiendo velozmente el nivel: pero nadie tuvo las ganas ni las fuerzas para alegrarse. Además, la idea de que la obra se había llevado a cabo con éxito, muy a pesar del gran número de víctimas, duró bien poco. Porque pronto resultó evidente que el canal no tenía el ancho necesario, fallo imputable a los cálculos equivocados de los maestros, pero sobre todo a una valoración errónea del propio Leonardo. El ímpetu de la corriente, tal vez debido a la escasa pendiente del lecho artificial, no siguió el comportamiento previsto: el agua socavaba las paredes de la excavación con violencia, arrastrando en muchos puntos las márgenes de tierra más flojas y se derramaba por los campos, que en esa zona eran llanos y con escasos relieves, y que ya estaban empapados del agua pluvial. La onda se expandió descontrolada, echando a perder las cosechas, mientras bestias y hombres morían ahogados en un radio de extensión considerable.
En su antiguo lecho, por otra parte, el Arno no parecía haber sufrido alteración alguna, y hasta donde alcanzaba la vista apenas había bajado el nivel de sus aguas. Corría mansamente hacia Pisa, como siempre había hecho desde los tiempos de la Creación. Una oleada de desaliento sacudió a todos cuantos asistieron al fracaso de la obra.
Bajaron en el carro hacia el pequeño campamento de casetas que hasta entonces había alojado a maestros y excavadores, pero hallaron una especie de charca inmensa que impedía avanzar a los vehículos rodados. El agua fangosa había entrado en las estancias y había arruinado mapas y apuntes, despensas y enseres. Los supervivientes vagaban cual espectros dolientes, pobres almas del Purgatorio sin objetivo ni penas de las que resarcirse. El maestro anciano y los demás hombres se apearon del carro para prestar su ayuda en lo que pudieran. Nicolás tomó entonces las riendas y condujo el vehículo como pudo, en busca de las zonas más secas. A sus espaldas, Ginebra y la mujer negra miraban aquel paisaje de destrucción con ojos anegados, mientras las fuerzas parecían haber abandonado a Leonardo, silencioso e inmóvil. El Secretario iba preguntando por Michele Almieri; pero nadie sabía darle ninguna indicación.
Finalmente sortearon el cenagal en que se había convertido la llanura y llegaron a un camino más elevado, y el carruaje pudo avanzar más rápido. Nicolás podría haber tomado la vía hacia Florencia, pero quiso a toda costa ir en busca del hombre que había intercedido para que Leonardo pudiera hacer realidad su devastadora arma. Pero por el camino que discurría entre los campos sólo hallaron campesinos poseídos por un terror ciego, soldados en desbandada y excavadores que se habían salvado de milagro del hundimiento. Y nadie podía darles ninguna información útil.
Un viento cálido y húmedo, tan racheado que casi les rasgaba las vestiduras, anunció la última venganza del Arno violentado. A lo lejos, vieron a unos caballeros a galope tendido que marchaban en la misma dirección que ellos. El cielo de Pisa se había vuelto negro y amenazaba tempestad, cargado de densas nubes y rayos. Entonces les sorprendió una lluvia extraña, que caía oblicua, casi horizontal, y al final oyeron una especie de rugido persistente y cada vez más fuerte.
Ginebra parecía haber salido ya de su estado de conmoción y señaló las ruedas del carro, que estaban casi sumergidas hasta la mitad. Era como si una extraña fuerza hiciera aflorar el agua en todas direcciones, o como si el aire la succionara hacia lo alto. De repente Leonardo se puso en pie y señaló algo en el horizonte, una muralla gris que avanzaba a gran velocidad hacia ellos:
—¡El reflujo!
El agua del Arno, que había entrado con una fuerza inusitada en el canal artificial y enseguida había destruido sus márgenes, blandas como arena mojada, se había extendido por los campos.
Pero el terreno ya calado no la había absorbido y, una vez llegada al final de su carrera, había invertido la dirección de su flujo. La gigantesca ola retrocedía ahora, con sus fuerzas apenas mermadas, para refluir hasta el lecho del que había salido.
Nicolás hizo girar el carruaje y fustigó salvajemente al caballo, y, mientras trotaban por el cenagal que cada vez era más como un lago, vio, a su derecha, lo que quedaba del campamento de los excavadores bajo una ola, tan alta como las casetas, que se cernía sobre ellas.
En la llanura, Nicolás dejó que el aterrorizado caballo corriera a toda rienda por el camino hacia Empoli, y ni siquiera cuando ya habían dejado atrás los campos inundados retuvo el galope del animal. En el carro, las dos mujeres seguían abrazadas mientras Leonardo, circunspecto, se sumía en un silencio cerrado: se sentía profundamente decepcionado y sin duda reflexionaba sobre la condición falaz de la ciencia, que había sido incapaz de gobernar el movimiento imprevisible de aquella inmensa masa de agua. Si, en lugar de consumirse en su mutismo, hubiera hablado, les habría explicado que los alejandrinos, hacía mil ochocientos años, habían cortado el istmo de tierra que unía Grecia con el golfo de Arabia, y que él había intentado en vano interpretar sus cálculos matemáticos, estudiándolos en manuscritos celosamente guardados en su biblioteca. Aunque ni siquiera de haberse confiado a Nicolás, en medio de esa carrera enloquecida por los campos entre Pisa y Florencia, habría podido entender éste el calado de sus razonamientos.
La enfurecida marcha sólo acabó cuando el caballo estuvo exhausto: estaban en medio de la nada, sin casas a la vista, en un mar de verde en el que, en dirección al norte, atisbaban el perfil del monte Pisano y, ante él, el Arno, que fluía manso e ignaro, ajeno a la destrucción que acababa de causar en el valle. Tenían sed, y Nicolás decidió alejarse en solitario hasta la orilla del río para rellenar los recipientes de cuero. Pero, al apearse, vio una nube blanca de polvo que se acercaba hacia ellos: era un grupo de caballos a galope, y pensó que se trataría de otros fugitivos del aluvión. Se mantuvo a la espera y, cuando estuvieron más cerca, vio que eran cinco. A media milla de distancia, dos de ellos dejaron el camino de tierra batida y se adentraron en la campiña, lo que sin duda suponía un rodeo largo. De forma instintiva Nicolás se llevó la mano a la empuñadura de la espada y sacudió el hombro de Ginebra, que se había dormido.
—Prepárate, se acercan unos hombres.
La mujer vislumbró las figuras de los caballeros, todavía pequeñas en el horizonte: les darían alcance en cuestión de minutos.
—¿Por qué? Serán pobres fugitivos, como nosotros, aterrorizados por aquel infierno de agua y salvados por la voluntad de Dios.
—Puede que así sea: pero no me gusta que se hayan dividido, como si quisieran sorprendernos por ambos lados.
Señaló a la mujer dos puntos diminutos que estaban a punto de desaparecer tras una hilera de chopos, que discurría en paralelo al camino. Ginebra sacudió la cabeza:
—Siempre me mantengo en guardia, Nicolás, pero tú te has convertido en un hurón asustadizo...
Nicolás le dio su puñal a Leonardo, quien, a pesar de ser alto y fornido y hábil con las armas, aun cuando nunca las usaba, no era hombre avezado a las astucias de los soldados. Pero Nicolás confió en que su aguda mente, en cualquier caso, supliría esa inexperiencia. Se apostó con Ginebra en medio del camino, empuñando las armas. Leonardo y la mujer negra permanecieron en el interior del vehículo, cubriéndose la cabeza con la capa para resguardarse del sol y, sobre todo, con objeto de pasar desapercibidos.
Los tres caballeros llegaron por fin y se detuvieron. No parecían excavadores, tal vez fueran maestros de obra. Aunque tenían cierto aire resuelto y belicoso, envueltos en esas capas oscuras blanqueadas por el polvo del camino. Nicolás miró a Leonardo, que con un gesto apenas perceptible le dio a entender que no los conocía. Sus caballos chorreaban sudor y espumajeaban nerviosos.
—¿Tenéis agua, por cortesía?
La voz era un tanto extraña; su cantinela no les resultaba familiar.
—El Arno está cerca. Nos disponíamos a rellenar las botellas.
—¡Maldito río, y malditos Leonardo da Vinci y su amigo Nicolás Maquiavelo, que han causado este desastre! ¿Los habéis visto pasar, messere? ¿O acaso han perecido, alabado sea Dios, en la terrible tempestad?
—Creo que han perecido. Pero ¿vos quiénes sois?
—Víctimas del aluvión, y no somos los únicos, diría. —El hombre miró a Ginebra—. Vos tenéis la gracia y la belleza de una dama, pero vestís como un hombre y empuñáis con fiereza vuestra arma. ¿Quién sois y de qué tenéis miedo?
—Mi identidad no es cosa vuestra, y yo no temo a nadie.
El hombre se echó a reír, y sus compañeros le imitaron.
—¿Y las dos viejas tremebundas que se esconden en el carro? ¿Cómo se llaman?
—Tampoco eso debe preocuparos.
—No seáis descortés, madonna, os lo ruego. También nosotros tenemos las armas preparadas. ¿Lo veis?
Desenfundaron las espadas e hicieron un ceremonioso saludo con ellas, al estilo oriental. Nicolás pudo observarlos mejor, y percibió que sus rostros de tez morena tenían rasgos inequívocamente exóticos: podrían haber sido españoles, pero no reconocía su acento. Mientras los estudiaba, seguía atento a los pasos que podía oír a sus espaldas, signo inequívoco de que los otros dos caballeros se acercaban. Pensó que no tenían escapatoria: ellos eran dos, como máximo tres si contaban con Leonardo, contra cinco hombres que con toda probabilidad eran soldados de buena ley. Con un gesto elocuente, ordenó a Ginebra que cubriera la parte trasera del carro, para proteger a la mujer negra y decirle a Leonardo que se preparara para un combate desigual. Justo en ese momento los tres hombres, cuyos rasgos al fin se revelaron parecidos a los de los sarracenos infieles, lo rodearon y le apuntaron con las espadas.
—Deponed las armas, messere, y dejadnos ver a esas dos viejas que se cubren con las capas, ahí detrás.
Nicolás se subió al carro, para estar a su altura, y les apuntó a su vez con la espada.
—¿Qué queréis de nosotros? ¿Quién os envía?
No obtuvo respuesta. Aunque los tres caballeros hubieran querido hacerlo, les detuvo el inesperado grito de Ginebra, que había visto llegar a los otros dos soldados a sus espaldas. Leonardo, todavía acurrucado, se cubrió aún más el rostro con la capucha y agachó la cabeza. La mujer negra, en cambio, se alzó alta cuan era, feroz y bellísima, y clavó la mirada en los recién llegados, con valentía. Nicolás, ocupado en defenderse con su espada de los otros, reconoció la voz de uno de los caballeros y se volvió:
—Finalmente, aquí estáis. Aunque no negaré vuestra habilidad en huir como ardillas por media Toscana...
Maquiavelo vio a un hombre que rondaba los treinta años, de complexión robusta pero con el pelo ligeramente encanecido: era Michele Almieri, el capataz de los maestros de la excavación del Arno, pertrechado como un soldado y empuñando la espada. El otro soldado tenía la cara alargada y cetrina, parecida a la de los otros hombres que les tenían en jaque. Almieri no prestó atención a la mujer negra, a pesar de que también a sus ojos debía resultar esplendorosa, y se acercó a Leonardo, ovillado bajo la capa.
—¡Quitaos esa capa de la cabeza! ¿De quién os escondéis? ¿Tan fea sois, anciana? ¿O es que tenéis la viruela o, peor aún, la lepra?
Con un corte neto de espada le arrancó la capucha y dejó al descubierto el pelo blanco y el rostro inconfundible de Leonardo. El maestro se puso entonces en pie. Su mano apretaba con fuerza el puñal, escondido en un bolsillo de sus ropajes:
—¿Qué pretendes, matarme?
—Has acertado: voy a matarte, mi maestro. Pero no lo hago por odio, créeme, únicamente obedezco órdenes de mis señores.
A Leonardo le temblaba levemente la mano, pero su voz sonaba firme.
—Yo en nada he faltado a nuestro acuerdo. Ya he escrito el códice, y si no han llegado a mis manos los libros de Herófilo y de Erasístrato, sin duda no se debe a mi negligencia, sino a vuestros enemigos, que han asesinado a Durante y a Del Sarto... Y además puedo prescindir de esos textos perdidos. Tengo los huesos, en mi refugio secreto, bien escondidos. Comunica a los venecianos que todavía estamos a tiempo...
Almieri sonrió y negó ligeramente con la cabeza.
—Los venecianos... ¿Todavía crees que te pagó el Dux?
—Era lógico que así fuera...
—Creo que ser Nicolás, hombre más ducho en cuestiones políticas, no comparte esa opinión, ¿no es cierto?
Y miró sonriendo a Maquiavelo, que permanecía cabizbajo, aparentemente vencido. El Secretario habló, con voz doliente:
—No era Venecia, maestro, quien te financiaba... Pero no eres tan ciego como Almieri afirma.
Leonardo asentía con el semblante serio, casi confirmando esas palabras pero en silencio. Nicolás, de repente, adoptó un tono enérgico y sacudió al maestro por el brazo:
—Sólo tú conocías el secreto del arma infernal. No quisiste revelármelo porque en tu corazón sospechabas qué tipo de destrucción asolaría el mundo, pero sí imaginabas quiénes estaban interesados en tan fatal desenlace. Supiste enseguida que no era San Marco quien te estaba procurando simios, hombres negros y dinero. ¿No es cierto? ¡Responde!
Leonardo lo miraba con aire compungido.
—Crees haber comprendido la naturaleza del arma, Nicolás, pero todavía estás muy lejos de hacerlo. Tampoco ahora te revelaré el secreto, porque incluso tú, que tienes fama de hombre calculador y de político desalmado, te quedarías profundamente turbado y la desesperación se apoderaría de ti. La deslumbrante luz de mi arma, Nicolás, es más fuerte que el sol, y sólo las almas que han comprendido los principios que rigen la naturaleza pueden gobernarla. —Leonardo vaciló por un momento, quizá cediendo a la tentación de confesarle el secreto a su amigo, ahora que se hallaba a las puertas de la muerte—. Ni siquiera serías capaz de imaginar la verdad de la que te hablo, Nicolás. Pero en una cosa tienes razón: hay alguien mucho más interesado que los venecianos en dar a conocer al mundo entero qué obra en mi poder. Alguien que quiere destruir la Cristiandad, y que, golpeando al Papa, quiere arrasar a todo Occidente e imponer su voluntad. Has dicho bien, Nicolás, este pensamiento no es nuevo, y en mi fuero interno he luchado contra lo que me sugería mi conciencia...