Pero el prelado le hizo callar con un gesto de la mano:
—No tardaréis en saberlo. Terminad vuestra exposición, madonna Ginebra.
—Intenté reunir toda la información posible sobre Valentino, que había recibido del Sultán el encargo de procurar cuerpos y huesos a Leonardo...
—Y también supiste exprimir bien al joven Borgia, en otro sentido —dijo socarrón Nicolás, que ya no lograba contenerse.
Ginebra perdió la sonrisa, sin duda decepcionada por aquella salida infeliz.
—He amado sinceramente a César, por supuesto no una única noche, y de una forma que creí que habías intuido...
El cardenal Giovanni, ante aquel intercambio de palabras celosas, endureció el tono:
—Ya basta, estáis profanando este lugar sagrado. Y que no vuelva a pronunciarse el nombre del Duca, quien, unido con vínculos de sangre al linaje de Pietro, por una venganza miserable contra el actual pontífice ha intrigado contra la Iglesia.
Ginebra agachó la cabeza.
—Finalmente mastro Michele fue asesinado por los hombres de Violante, fiel colaborador de ser Nicolás, sin cuya ayuda mi misión habría fracasado irremisiblemente. El libro de Herófilo fue recuperado y entregado a vuestra persona, a través de agentes romanos, a fin de que pudierais estudiarlo por un tiempo. —La hermosísima mujer se acercó a Giovanni de Médicis y le tendió el antiguo códice, para después regresar a su puesto—. De esta forma, el silencio se abatió sobre el descubrimiento de messer Leonardo, también a causa de las muertes de los otros implicados. Sólo él, ahora, conoce su secreto.
El prelado inquisidor dio las gracias a Ginebra, que volvió a inclinarse y se sentó aparte, en uno de los escaños que no habían sido ocupados. La portentosa mujer negra estaba ahora sola, de pie, al lado de Leonardo y Nicolás. Y de improviso, sin que nadie la hubiera invitado a hacerlo, comenzó a hablar, con una voz profunda y extraordinariamente melódica, en un italiano con acento siciliano y normando que a todos les hizo pensar en el dolce stile perdido de Cielo d'Alcamo y de sus poetas coetáneos:
—También yo quiero hablar en defensa de estos hombres que han sido acusados, en especial maestro Leonardo...
El inquisidor le indicó con un gesto que esperara:
—Decid primero quién sois y dad vuestro testimonio.
—Soy la princesa Tsahai Saba de Zamanuel Destá, del Imperio de Etiopía, creyente en el Dios Verdadero. Por orden de mi soberano, Negus Neghesti, y del Santo Patriarca de la Iglesia copta de Axum y de Lalibela, quien custodia el Arca de la Alianza, emprendí un largo y peligroso viaje por tierras infieles hasta llegar a la corte del Sultán en Constantinopla, adonde llevé la embajada más importante que imaginarse pueda. Después fui conducida a Florencia y entregada a maestro Leonardo, como objeto de estudio, puesto que todos los hombres negros que los portugueses habían llevado a Livorno habían sido asesinados.
Ser Nicolás, que se había quedado encantado al oír aquella voz extrañamente musical, no pudo evitar el desconcierto ante esas palabras:
—¡Entonces quien os llevó hasta Leonardo sabía dónde se escondía! Creía que yo había sido el anzuelo para dar con su refugio...
—Nadie lo sabía, ser Nicolás, y mucho menos yo. Aquel joven de aire torvo e indigno de confianza, Salaì, era el único intermediario entre Leonardo y el mundo. Me entregaron a él de noche, a orillas del Arno, más allá de la última represa de la ciudad, y nos siguieron hasta la confluencia con la Sieve, hasta que me subieron a la mágica nave que ya conocéis. Los dos agentes romanos que nos seguían creyeron que era una simple gabarra, útil para el transporte de una orilla a otra, y no podían sospechar que, una vez en medio de la corriente, en el velo de niebla que nos rodeaba, la nave se sumergiría y desaparecería de la vista. Desde aquel momento, he sido objeto de estudio de messer Leonardo, hasta que madonna Ginebra halló la manera de hacerme salir...
Leonardo contemplaba a la maravillosa mujer con estupor y admiración.
—Así que tú también... ¡y no me has dicho ni una palabra!
—Creíais que yo era muda, maestro, y esto me resultaba útil para que no sospecharais de mí como informadora; y además porque creíais, y todavía lo creéis, que la raza negra es inferior a la blanca, como un anillo intermedio en vuestra cadena entre los simios, los hombres primitivos y los europeos...
Nicolás se quedó impresionado al ver las mejillas de Leonardo ruborizadas: era la primera vez que eso pasaba.
—Ahora que habéis hablado ya he dejado de creerlo, si es que jamás llegué a pensarlo en serio...
Nicolás estaba probablemente más maravillado que Leonardo, pero intentó mantener la calma para recabar toda la información posible:
—Pero en la embajada a la corte del Sultán... ¿Qué debíais decirle?
El cardenal Giovanni de Médicis sonrió y levantó la mano derecha en dirección a la puerta de la sacristía:
—El testimonio de la princesa de Etiopía también ha acabado. Que entre el sacerdote Massud Abdulmejid.
Ante aquel anuncio, los allí reunidos se levantaron y abandonaron la sala. Cuando hubieron salido todos, un anciano con un libro bajo el brazo salió de la puerta de madera junto al altar mayor: era claramente un infiel, porque vestía una túnica larga y de color rojo y llevaba en la cabeza un turbante blanco, y tanto el nombre como los rasgos de su cara revelaban su origen turco. Nicolás se dio cuenta, antes de que el inquisidor lo anunciara formalmente, de que se trataba de un sacerdote mahometano de Constantinopla. Lo acompañaban dos hombres, que no tenían aspecto de ser siervos, quienes se apresuraron a ponerle enfrente una especie de gran mampara, seguramente para esconderlo a la vista del Santísimo. Uno de los dos era un soldado: alto y delgado, con una barba negra en el mentón, el rostro alargado y sonriente. Maquiavelo no daba crédito a sus ojos: había reconocido en él al capitán de Pisa, que él mismo había mandado capturar en la excavación del Arno para conocer los detalles sobre la nave de los simios. El inquisidor se dio cuenta de su sorpresa:
—¿Tenéis la impresión de conocer a este soldado, ser Nicolás? Y sin embargo sois maestro en engaños dobles y triples... Vos mismo sois víctima de ellos, según parece, y más a menudo de lo que creéis, ¿no es cierto?
Nicolás no tuvo fuerzas para responder, pero pensó que su Violante era más hábil de lo que había imaginado. Se invitó al infiel a rendir testimonio, y de detrás de la tela blanca que lo ocultaba salió una voz melodiosa. El capitán de Pisa, si en verdad era él, la traducía simultáneamente al italiano:
—Leonardo descubrió los huesos antiguos y lo habló largamente con Michele Almieri, quien lo refirió a nuestros agentes. La noticia llegó hasta el Sultán, que quiso aprovechar la ocasión para minar desde su base el poder del Papa recién nombrado, negando los fundamentos de vuestra religión. Almieri pasó a ser embajador del Sultán en aras de tal misión; pero para no levantar sospechas se dijo a Leonardo que el Dux era quien iba a brindarle todos los medios necesarios para probar su teoría. Da Vinci nos hizo saber que necesitaba dos libros antiguos paganos, uno de Erasístrato y otro de Herófilo. El primero podía encontrarse en los emiratos de Occidente, el segundo en Estambul y procedía directamente de la Biblioteca de Alejandría. Leonardo indicó dos personas adecuadas para hacer las veces de correo: el filósofo Filippo Del Sarto, que era conocido en la Córdoba de los tiempos felices, y Durante Rucellai, su obediente discípulo, que actuó sin saber realmente la identidad de quien le mandaba el libro: a él se le dijo que el códice había pertenecido a los venecianos desde el saqueo cristiano de Constantinopla en mil doscientos tres.
Maquiavelo lo interrumpió:
—Pero el pobre Durante lo sospechaba, visto que escribió esa frase en su breviario:
«La filosofía puede tener en verdad la potencia de las armas si, en nombre de lo positivo, se opone a lo Verdadero»
.
Ginebra, desde su escaño, le secundó:
—Fue un intento de confiar sus sospechas a Leonardo, como probablemente hiciera también Filippo Del Sarto, poco antes de ser asesinado.
El cardenal inquisidor levantó la mano, para interrumpir aquella discusión:
—Es inútil intentar defender a quien no tiene defensa posible. Dejad terminar al sacerdote mahometano, después daremos paso a las conclusiones.
La voz del infiel retomó su melodía desde detrás de la mampara, y el hombre que estaba a su lado volvió a traducir:
—Leonardo pidió también quinientos simios de todas las razas, pero en especial gorilas, y como mínimo cuatro hombres africanos oscurísimos y vivos. Necesitaba también una gran cantidad de cadáveres, y para hacerse con ellos se sirvió del fugitivo duca César Borgia, a quien vosotros llamáis Valentino, quien le procuró cuanto se le había pedido en Maremma, robando innumerables huesos de las necrópolis abandonadas y de los cementerios de los pueblos deshabitados por la malaria. El maestro pronto obtuvo lo que había pedido.
Giovanni de Médicis se acercó a la mampara y se puso enfrente, con los brazos cruzados. La tela blanca dejaba entrever la silueta del sacerdote musulmán, sentado y con su libro abierto sobre las rodillas.
—Y ahora explicad cómo y por qué cambiasteis de opinión.
—Los sabios de Estambul, entre los cuales indignamente me cuento, informaron al Sultán de que al negar la Creación no sólo se atacaba a los infieles, sino también a la religión verdadera, contradiciendo el Corán. Y que todo aquello que se lanzaba como arma contra Occidente podía regresar a Oriente para rematar su obra destructora.
—¿Fuisteis únicamente vosotros, los sabios, los que convencisteis al Sultán?
El sacerdote mahometano vaciló por un momento antes de responder.
—La embajada de la princesa Tsahai, enviada por el papa Julio, provocó el mismo cambio de opinión.
—¿Y qué hicisteis una vez tomada la decisión?
—Se enviaron agentes para eliminar el problema.
—¿Es decir? Hablad claro, no se os hará ningún daño y regresaréis a Constantinopla.
Se hizo el silencio, y después el turco habló:
—Debíamos destruir a los simios y a los negros, antes de que fuera demasiado tarde, y eso fue lo que hicimos en el puerto de Livorno. Teníamos que recuperar los libros de Herófilo y de Erasístrato y destruirlos. Asimismo, teníamos que matar a messer Filippo Del Sarto, a messer Durante Rucellai y a todos aquellos que pudieran haber descubierto la naturaleza del secreto. Pero no llegamos a cumplir todos los objetivos, debido a la intervención de vuestros agentes romanos.
El cardenal teólogo sonrió a Maquiavelo:
—Como he dicho hace un momento, os hemos traído la vida y no la muerte.
Pero Giovanni de Médicis lo interrumpió, con voz retumbante:
—Que Massud Abdulmejid sea alejado de inmediato de este lugar sagrado.
Desmontaron la mampara a toda prisa y el teólogo musulmán y sus acompañantes se retiraron. Al mismo tiempo, los miembros de aquel extraordinario jurado entraron otra vez en la capilla y ocuparon de nuevo sus asientos respectivos. Nicolás había comenzado a temer por la propia vida: la mirada de todos los presentes era abiertamente hostil; Ginebra y la princesa negra estaban con la cabeza gacha; hasta Leonardo parecía haberse doblegado a la edad y a sus preocupaciones. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y cuando Nicolás pensó que ya había llegado el momento de armarse para el discurso final, para el que se había estado preparando desde que entrara en la Capilla Sixtina, el inquisidor sacó del bolsillo de la túnica una hoja de pergamino, la desenrolló y comenzó a leer: «Decisión del tribunal extraordinario...».
Nicolás murmuró desconsoladamente a Leonardo:
—La sentencia ya estaba escrita.
Y renunció a cualquier protesta o ulterior defensa.
Giovanni de Médicis continuó la lectura de la promulgación, con voz estentórea y manifiestamente satisfecha:
—Esta asamblea, tras escuchar a ser Nicolás di Bernardo Maquiavelo, florentino, a Leonardo di ser Piero da Vinci y a los testigos convocados, decide cuanto sigue...
Las palabras del inquisidor resonaban por la inmensa sala, y retumbaban bajo el cielo azul colmado de estrellas de oro, y los rostros de los pontífices, desde sus posiciones, parecían unirse al electo auditorio en el acto de escucharlas.
Nicolás temía por su vida, y con toda probabilidad también Leonardo auguraba un lúgubre futuro para él: quizá la muerte por ahorcamiento en la Piazza del Popolo, o, peor todavía, una cárcel a perpetuidad, que trágicamente cubriría de silencio su existencia a los ojos del mundo. El inquisidor respiró hondo, antes de comunicar la decisión final. Nadie, en aquella tensión espasmódica, se percató de que la puerta de la sacristía estaba abierta. Y de ahí salió una voz nueva, poderosa e irrefrenable:
—¡Calla!
Todos miraron hacia la puerta de leño, de donde procedía aquella orden imperiosa.
La voz profunda, un poco ronca, resonó por dos veces antes de que los presentes se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero, de inmediato, el inquisidor cardenal Giovanni de Médicis se lanzó al suelo como fulminado, y los cardenales que todavía no se habían sentado en los escaños hicieron lo mismo, doblegándose en una reverencia profunda. Ser Nicolás reconoció al vuelo la alta figura vestida de blanco que había comparecido en el umbral de la puerta de la capilla: era un hombre de unos sesenta años, con el rostro alargado y severo y la barba blanca. Era Giuliano Della Rovere, elegido pontífice bajo el nombre de Julio II. El Papa se acercó con paso resuelto hasta plantarse delante de Leonardo da Vinci y Nicolás Maquiavelo, que se habían arrodillado.
—¿Habéis oído todo lo que ha sucedido por culpa vuestra? ¡La Cristiandad ha estado en peligro, y vosotros dos sólo pensáis en vuestras vidas! Tranquilizaos, porque decidimos conduciros hasta aquí para conocer cada detalle y para que abrierais los ojos a la magnitud de vuestras inanes acciones. Y no deseamos quitaros la vida. Porque consideramos que vuestras existencias terrenas todavía pueden ser de gran utilidad para la Santa Iglesia, comunidad de los creyentes. Y a pesar de que las llamas del Infierno reclaman vuestras almas, permanecerán, al menos por el momento, ancladas a vuestros cuerpos, con el objeto de que concibáis ideas profundas y astutas y obras de arte y de alto ingenio: sólo nosotros juzgaremos si serán buenas o falsas, y buscaremos la forma de dirigirlas, en cada caso, a la mayor gloria de Dios. Por otro lado, nuestro corazón paterno ha palpitado por vosotros dos... Son demasiados los riesgos que hemos hecho sufrir a otras almas, caras a nosotros, para que los infieles no os dieran muerte: ¿qué sentido tendría, ahora, culminar nosotros mismos la obra? Entonces, decidme: ¿se os ha estremecido suficientemente el alma? ¿Habéis saboreado ya el terror merecido? —El Papa apuntó el índice contra Leonardo—: A ti no te pido que reniegues de tu descubrimiento, porque te conozco y sé que no crees en nada, sólo en tus dibujos y tus proyectos. Pero ahora guardarás silencio, ¿o acaso tendré que ordenar a otros que te cierren la boca?