Leonardo no objetó nada y permaneció con la cabeza inclinada. El Papa continuaba hablando, y parecía dirigirse sólo a él, como si los demás, Nicolás incluido, no existieran en absoluto:
—¿Qué crees que ha sido tu descubrimiento? Tu verdadera alma, que secretamente contempla la Verdad, se manifiesta al mundo cuando pintas, y en ese campo siempre serás ensalzado como el más grande. Pero si diriges tu mirada a las cosas terrenales, ya no eres por más tiempo el maestro de Almieri o del último de tus capataces en la fracasada excavación del Arno.
Leonardo levantó la cabeza, pero Julio II le impuso los dedos sobre la frente y se la bajó de nuevo, en un gesto enérgico:
—No te alteres, Leonardo, no soy un majadero: muchas de tus máquinas son milagrosas, y me trae sin cuidado que las hayas copiado de los antiguos griegos, porque acepto que nadie más habría sido capaz de ello. Tus estudios militares, tus fortalezas, tus obras hidráulicas, son útiles al mundo y a mí, y seguirán siendo necesarias. En cuanto a tus actividades con los cadáveres, por las que te merecerías un juicio por brujería, comprendo que tan turbias acciones conducen a importantes descubrimientos. No te preocupes, ningún capomastro sería capaz de concebir nada similar, ni siquiera el mejor de tus discípulos, al que, por otra parte, los infieles han matado. Pero cuando crees comprender la esencia profunda de las cosas, la razón primera y última, tu falta de fe te confunde. Esa teoría tuya, que has vendido a los infieles, por ejemplo: no es falsa, como sostienen estos mentecatos, empezando por el Médicis.
Nadie comentó esa salida del Papa, pero el cardenal inquisidor, mudo e inmóvil, se puso rojo como la grana. Julio II lo vio:
—Ahora vete, Giovanni: lo has hecho muy bien como abogado del diablo. Algún día serás Papa.
El cardenal se postró dos veces y cruzó toda la sala con la cabeza erguida, sin preocuparse por las miradas de todos, y salió por la gran puerta principal. Cuando se cerraron los batientes, el Papa se dirigió de nuevo a Leonardo:
—¿Quieres que el sabio teólogo que te ha defendido, de acuerdo con mis disposiciones personales, te dé una versión correcta y más respetuosa de la teoría que has expuesto tú ante estos pacientes padres?
Julio II se volvió para mirar al auditorio y le hizo un guiño al corpulento cardenal, que tenía los ojos bajos por respeto y que sonreía maliciosamente.
—Adelante, cardenal Francesco da Signa, cuéntale también a Leonardo lo que me dijiste a mí, tras leer el libro.
El teólogo se puso de pie, y, después de agradecerle al Santo Padre el que le concediera la palabra, explicó con voz persuasiva:
—Ninguna ciencia atenta contra lo Verdadero si afirma que Dios, con su plan creador, avanzó por intentos, del mismo modo que un escultor, cuando se halla enfrente de un bloque de mármol, ignora qué forma tendrá la estatua. Y, sin embargo, ésta será exactamente la que él quiera y no podrá tener un aspecto diverso. Nuestro Miguel Ángel escribió:
No tiene el buen artista ningún concepto
que un mármol sólo en él se amolde
bajo su yugo: sólo a éste llega
la mano que obedece al intelecto.
»Y por tanto es muy posible que la Creación se haya originado siguiendo un dibujo inteligente de Dios, y que varias formas humanas hayan sido puestas en la lucha por la vida y que hayan combatido y hayan sobrevivido sólo aquellas
casualmente
más preparadas, de modo que su simiente ha podido perpetuarse. Y tal eventualidad entraba en el plan original de Dios, que ha aceptado o rechazado lo que de éste procedía. La teoría de Leonardo no es falsa como tampoco es verdadera, porque, a la sazón, los huesos que él ha hallado son de hombres antiguos, pero no son nuestros progenitores directos, a pesar de que compartamos el linaje... La cadena es mucho más compleja y se remonta mucho más en el tiempo. Esto es lo que leí en el libro perdido de los antiguos que nos procuró madonna Ginebra y que Su Santidad quiso que llegara a mis manos en lugar de a las de Leonardo.
El cardenal teólogo hizo una reverencia, y el Papa, a su vez, le hizo un gesto con la mano para que se incorporara. Leonardo había levantado la cabeza y seguía la escena con ojos atónitos. Julio II le sonrió.
—La cuestión es que nosotros sabemos más que tú, porque los libros de Herófilo y de otros griegos se han conservado en otras bibliotecas, además de en la de Alejandría. Y quien ha transmitido el saber antiguo, copiando una y otra vez los textos, ha entregado a quien tenía el encargo de ocultarlos aquellos que aparentemente contradecían la doctrina de la Iglesia. Pobre Leonardo, con qué deleite leerías, eso suponiendo que fueras capaz de entenderlas, las obras que el mundo creía perdidas y que hablan de razas humanas nacidas y luego desaparecidas; de una única estirpe que abandonó el Edén y que cometió torpezas y cosas extraordinarias, en una historia que es más larga y complicada de lo que tú piensas...
Leonardo se levantó del asiento: era alto como Julio II, y los dos hombres permanecieron uno enfrente del otro, como dos gigantes bíblicos a punto de luchar.
—Entonces, ¿debo convencerme de que mi teoría es falsa?
—No, acabamos de decirte lo contrario. No hay nada nuevo, en lo que acabas de descubrir, Leonardo, pero deberá continuar en secreto durante mucho más tiempo todavía. Porque si tal idea no contradice, en lo profundo, la doctrina de la Santa Madre Iglesia, es igualmente muy peligrosa para las mentes débiles, como ha quedado demostrado con la conjura de los infieles. Por lo que el códice de Herófilo terminará donde los otros libros antiguos...
—¿Debo resignarme a que lo destruyáis?
—¡Nada de eso, Leonardo! Nosotros no destruimos nada, a diferencia de lo que hace el Sultán, que creo que gusta de alimentar sus estufas con los códices que contradicen el Corán. Somos muchos los que sabemos que la Cristiandad y el Islam, junto al Hebraísmo, están profundamente unidos. Si cae una religión, arrastra consigo a las demás. En cuanto a ti, resígnate: deberás regresar a tu acostumbrada vida y a tu manera disoluta, pero olvídate de tu refugio secreto en Florencia, que ya ha sido vaciado por mis hombres. No temas nada: hemos escondido las máquinas y custodiaremos los libros. Como éste.
Julio II entregó al cardenal Francesco da Signa el códice de Herófilo de Calcedonia, y el prelado desapareció por la puerta de la sacristía.
—La embajada hizo un excelente trabajo, y el Sultán actuó correctamente. A pesar de ser infiel, es hombre sabio.
Después el Papa se dirigió a Maquiavelo:
—Y a ti, Nicolás di Bernardo, ¿te asombra Ginebra? ¿Querrías saber quién es, en verdad?
Nicolás no ansiaba nada más y afirmó repetidamente con la cabeza.
—Ve con ella, entonces, acompáñala en su carruaje, que está esperando en el patio más externo del palacio.
Ginebra dijo que no con un gesto, asustada, e intentó protestar, pero la autoridad de Julio II era indiscutible. El Papa sonrió, invitándola con un gesto de la mano a salir:
—Adelante, madonna, habéis sido una agente incomparable al servicio de Dios, y la Santa Madre Iglesia siempre os guardará reconocimiento por ello: sabemos que la vuestra es una vida nueva, santificada por la fe y la caridad, y ni siquiera un momento de nostalgia, en Maremma, podrá anular vuestra virtud. Ser Nicolás merece ser conocedor de la verdad, porque ha actuado con rectitud y porque creo que nutre hacia vos un sentimiento profundo. Id los dos, hijos míos, a despediros dignamente.
A continuación, el Papa, mientras Maquiavelo le tomaba la mano que Ginebra le tendía, se dirigió a Leonardo, encerrado en su orgulloso silencio y con los brazos cruzados.
—Vamos, Leonardo, es hora de regresar a Florencia. Esta misma noche te acompañaremos al Arno, la Signoria te espera.
Leonardo movía la cabeza, desconsolado.
—Sí, por supuesto, me espera con encargos importantísimos, como decidir el lugar en el que exponer el David de aquel joven exaltado llamado Miguel Ángel o para comenzar mi
Batalla de Anghiari
.
—¿Acaso te parece poco, Leonardo? Tú posees el don de la inmortalidad en esta tierra.
Nicolás apretaba con fuerza la mano de Ginebra, mientras bajaba a su lado la larga escalinata que conducía al patio interno de los Palacios Vaticanos. Los inmensos pasillos y salas estaban desiertos, como si el Papa hubiera dado la orden de que los dejaran solos. Ninguno de los dos decía nada, porque ambos tenían sentimientos y secretos encontrados que no podían expresar: el calor de sus manos hablaba en su lugar. Cuando llegaron al último pasillo, Ginebra se detuvo. Al fondo había un portal entreabierto, y, enfrente, dos figuras indistinguibles e inmóviles les esperaban.
—¿Cuántos hijos tienes, Nicolás?
—Dos en vida, madonna Ginebra. El último se llama Ludovico. ¿Y tú tienes hijos?
—También yo tengo dos, querido.
—¿Quién eres, entonces, madonna? ¿Es Ginebra tu nombre verdadero? Lo dudo mucho...
La mujer sonrió.
—Tus dudas son ciertas. Ni siquiera mis cabellos dicen la verdad: los tiñeron de azabache...
Nicolás, finalmente, comprendió el motivo de la peculiaridad física de esa mujer de extraordinaria belleza.
—¿Entonces?
—Habría preferido no decirte nada, pero una orden del Papa no puede ser desobedecida. Además, aunque callara, igualmente comprenderías quién soy al ver de cerca a esos dos hombres de ahí, que me esperan al final de este pasillo. Pero déjame que te diga que eres ciego, como todos los hombres... —Le apretó la mano con suavidad—. Ven, va siendo hora de que vuelva a mi palacio, con mis amados súbditos y junto a mi verdadero esposo.
—¡Espera! Tú dijiste que tu amor por Valentino había sido sincero, y que no había sido cosa de una sola noche...
La mujer bajó la cabeza.
—¿Y cómo podría no amarlo? Lo amaré siempre. Pero he vuelto a pecar con él, y eso no está bien. El Papa me absuelve cada vez y siempre con la misma sonrisa que un padre dedicaría a su hija amada, a pesar de que yo sea todo lo contrario, casi una enemiga suya... Aunque, a pesar de que el sacerdote Julio me absuelva, mi corazón no estará en paz...
—¡Pero has dicho que también me has amado a mí!
La hermosísima mujer le pareció a Maquiavelo una doncella virgen cuando le acarició las ásperas mejillas y le pasó los dedos por el pelo con ternura.
—Claro que te amo, Nicolás. Pero ahora tengo un amor más profundo que el que siento por los hombres. Tú eres justo y fuerte, pero tienes grandes debilidades y pequeñas miserias. Tendrás que cambiar, si quieres envejecer felizmente.
—Dudo que mis enemigos me lo consientan.
—No dejes que la rabia y la envidia se adueñen de ti; presta atención al dinero, pero no te conviertas en su siervo. Ama a tu Marietta y a los hijos que te ha dado y te dará. Y si los hombres, poderosos o humildes, no reconocen tus virtudes como hombre de gobierno y de letras, ten el corazón en paz. Escribe sobre tus príncipes y sobre tu Clizia, pero no para recibir elogios privados y públicos, sino por el placer que te dará haber escrito cosas hermosas y verdaderas. Y ten más fe, Nicolás, porque en verdad eso te falta...
—Pero mi pasión por ti es tan fuerte que...
Los ojos azules de la mujer que se había hecho llamar Ginebra resplandecieron casi con un fuego sobrenatural.
—Ya te he dicho, amor mío, amor como lo es el de todos los otros hombres, que cada uno de vosotros ocupa un lugar en mi corazón, y tú tienes el tuyo. Y ya te he dicho, mi dulce hombre, que ahora tengo un amor más profundo. Así que deja que me vaya...
La mujer se dirigió hacia el portal, que en aquel momento se abrió. La luz intensa del sol se reflejaba en el enlosado blanco de mármol travertino e iluminaba el pasillo como la potente luz de los antiguos que Leonardo había recuperado. Ahora, aunque estaban a contraluz, Nicolás tuvo la ocasión de fijarse mejor en los hombres que esperaban a Ginebra. El primero era no muy alto, y parecía estar un poco molesto: tendría unos treinta años, llevaba una barba negra bien cuidada e iba vestido con el traje de los embajadores de corte; el otro tenía más o menos la misma edad, pero era más alto y vestía traje cardenalicio. Cuando dieron un paso atrás y la luz del sol iluminó sus rostros, Nicolás abrió los ojos estupefacto, porque reconoció quiénes eran y con ello comprendió la verdadera identidad de Ginebra. Se volvió hacia ella, pero la mujer tenía la cabeza gacha y sonreía para sus adentros.
Cuando finalmente se encontró ante los dos hombres, Nicolás hizo una reverencia ante el primero, un cardenal, y éste, con una sonrisa, le ordenó encarecidamente que se incorporara de inmediato:
—¡Levanta, florentino del diablo!
—¡Pietro, señor mío, cuánto tiempo!
El otro hombre le dio un apretón de manos:
—¿Has escrito algo nuevo? ¿Alguna comedia? Ya sabes que tus tratados no me interesan.
—Estoy preparando una obra nueva, Ludovico. Y me gustaría tanto que vosotros, los poetas, la leyerais y la comentarais... Y quisiera representarla también en Ferrara.
El cardenal Pietro Bembo cogió a Nicolás por el brazo y lo arrancó de las manos de Ludovico Ariosto, poeta y embajador de la corte estense.
—¡Nicolás! Siempre rondando a Ludovico, porque te sitúa entre los literatos...
—Y vos siempre intentando hablar toscano, a pesar de que la lengua de vuestra natal Venecia es tan musical... Jamás pasaréis por florentino, messere mío.
Se abrazaron entre risas, en aquel patio diáfano, mientras el carruaje esperaba. A continuación ser Ludovico se inclinó e invitó a la hermosísima mujer a subir. Pero Maquiavelo la tenía cogida de la mano, como si no quisiera soltar la presa. Ariosto sonrió al verlo, con una sombra de tristeza en la voz.
—Nicolás, si habéis tenido su amor, no cabe duda de que sois el más afortunado de los mortales. Pero ahora es tarde, debemos acompañar a la princesa a su casa: ha pasado mucho tiempo fuera, y su regreso no puede demorarse por más tiempo... Entiendo el afecto que sentís por ella, como yo mismo, como todos nosotros. Pero ha llegado el momento de partir.
Nicolás parecía sordo y no dejaba la tersa mano de la mujer más hermosa que jamás había amado. Entonces, ella le besó en la boca, apasionadamente, y la unión de sus manos se deshizo. Los dos poetas subieron al carruaje que arrancó de inmediato. Nicolás, con el corazón partido y solo, se quedó de pie en el umbral del portal. Dos sirvientes, salidos de la nada, abrieron los altos batientes y apareció con toda su majestuosidad la vista del Borgo, a lo lejos, que nacía del Vaticano y se perdía dentro de Roma.