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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (33 page)

El prelado tomó asiento. Los demás padres intercambiaron unas palabras; el murmullo de sus voces se interrumpió cuando una puerta que daba a la sacristía se abrió de improviso. Entró un hombre joven con hábito cardenalicio. No era alto, pero parecía ágil y fuerte: de rostro redondo y sin apenas cuello, diríase que su cabeza arrancaba directamente del tronco. Leonardo lo reconoció de inmediato y lo señaló a Maquiavelo, haciendo señas con los ojos y moviendo los labios sin emitir ningún sonido. Maquiavelo se sintió morir: aquel hombre respetado era el cardenal Giovanni, ¡un odiado Médicis! Así que realmente habían caído en una trampa...

El joven príncipe de la Iglesia se dirigió a un asiento de los primeros escaños, pero permaneció de pie, con algunas hojas dobladas en la mano izquierda. Habló mirando directamente a los, ojos de Leonardo.

—Pese a que el padre ha expuesto de manera clara y concluyente las razones que nos han llevado a reunimos en esta sagrada sala, las personalidades que tenemos delante, en especial messer Leonardo, conocido por todos los presentes y admirado en el mundo entero, me obligan a hablar de manera amigable y no como se esperaría en un tribunal.

El cardenal Giovanni sonrió, pero Leonardo hizo un gesto con la mano señalando a Maquiavelo.

—Vuestras palabras me tranquilizan. Pero en primer lugar querría que ser Nicolás, en calidad de defensor, acepte o no públicamente la contradictoria. Hablaré sólo si él está de acuerdo.

El prelado adoptó una actitud displicente y algo contrariada.

—Messer Leonardo, dilectísimo maestro, como acabo de decir, esto no es un tribunal, sino una reunión de espíritus cultivados e inteligentes cuyo objetivo es deliberar ciertos... descubrimientos vuestros de extraordinaria gravedad. Pero si así lo deseáis, que el defensor se pronuncie, de juzgarlo necesario.

Nicolás no estaba familiarizado con la profesión de abogado, pero intentó salir airoso de aquel lance dando buena cuenta de sus virtudes dialécticas y de los trucos retóricos que conocía.

—Presento mis saludos a los cardenales, diáconos y hermanos, así como a los ilustrísimos presentes que no conozco, y les agradezco el que nos hayan concedido la posibilidad de explicar nuestras razones. —Ignoró la mirada fulminante que le lanzaba Leonardo y prosiguió—. Antes de responder a la petición del maestro, es mi intención formular ciertas preguntas a quien preside esta asamblea.

—Podéis dirigiros a mí —aceptó el cardenal Giovanni de Médicis, que seguía de pie enfrente de su escaño.

—En primer lugar, pregunto si la familia Médicis pretende hacer uso de esta sede para juzgar al Primer Secretario de la República florentina.

El murmullo de los presentes se hizo sentir con más fuerza, hasta tal punto que el cardenal Giovanni se vio obligado a levantar sensiblemente la voz.

—Aquí todos somos hermanos de Cristo, ser Nicolás. Haremos ver que esta pregunta jamás ha sido formulada. Pasad a la segunda.

Maquiavelo se sintió satisfecho al constatar que Giovanni de Médicis se había puesto nervioso: las miradas preocupadas de los otros padres, naturalmente reacios a verse implicados en una lucha política, rechazaban una eventualidad tan incómoda.

—Pido ahora si se pretende juzgar los actos de messer Leonardo y, en segunda instancia, los míos, considerándolos como contrarios y voluntariamente dañinos para la Santa Madre Iglesia y conscientemente dirigidos a defender doctrinas falsas y contrarias a la religión, o si por el contrario la intención del tribunal es aclarar si el maestro ha llevado a cabo ciertas investigaciones sin el conocimiento de causa de su peligrosidad.

—Nadie os acusa de haber intentado atacar a la Iglesia inspirados por el demonio, ser Nicolás.

—Me había parecido entender lo contrario, según la acusación que acaba de leer el cardenal. Así pues, si he entendido correctamente, no nos juzgáis como herejes, sino que nos habéis convocado aquí para convencernos, a Leonardo y a mí, de nuestros errores y guiarnos hacia el camino de la Verdad.

Leonardo lo miró esta vez enfurecido:

—Pero qué disparates son ésos, Nicolás, de qué habláis...

Maquiavelo le cogió la mano y se la apretó lo más fuerte que pudo: le pareció dura como una piedra, pero Leonardo comprendió y guardó silencio.

—Entonces, ¿estamos aquí por los motivos que acabo de decir, señor?

—Ni siquiera por ellos, ser Nicolás: debemos entender, vosotros y nosotros a un tiempo, si las ideas de Leonardo son falsas o no, y si son peligrosas. Vosotros dos, personalmente, en cuanto creyentes, no seréis juzgados.

—Si es así, pido a quien se ocupa de la sumaria que escriba cuanto acabáis de decir, y declaro aceptar este juicio particular, en mi nombre y en el de Leonardo.

—No hay ningún escribano, como podéis observar. En cualquier caso, espero que os baste la palabra de Giovanni de Médicis, cardenal de la Santa Iglesia Romana.

—Me basta.

El alto prelado suspiró.

—Así pues, maestro Leonardo, contad a este santo concilio qué hallasteis en la fosa del Arno y qué idea habéis concebido.

—En la excavación realizada para desviar el curso del río, en las proximidades de Pisa, bajo un bloque de piedra de grandes dimensiones que sólo mi excavadora móvil podía retirar, hallé unos huesos antiguos.

La noticia no tenía nada de extraordinario a oídos de los presentes: Nicolás se percató de que todos conocían ya ese detalle. ¿Cuántos otros acontecimientos conocían?

—Explicadnos entonces por qué esos restos a los que os aplicasteis con tanto empeño resultaron ser tan importantes, hasta el punto de haceros abandonar la excavación a toda prisa...

—Primero quisiera hablar de mi admirable máquina excavadora...

Entre los cardenales se alzó de nuevo un murmullo de impaciencia, y también Maquiavelo suspiró. El cardenal Giovanni hizo un gesto comprensivo y paternal.

—Bendito maestro, todo el mundo sabe quién sois y en qué consisten vuestros inventos, no es éste el momento de explicarlos. Os ruego que vayáis al grano.

—La excavadora ha sido la causa de todo, y no sólo porque la pala fragmentó sin querer los primeros huesos. La diseñé copiando un códice perdido de Alejandría. Por otro lado, yo no he sido el primero en copiar a los griegos...

—Nadie os culpa por ello. Volvamos a esos huesos.

Pero Leonardo seguía hablando sin hacer caso de la invitación del cardenal.

—Hace más de sesenta años, Mariano Taccola estudió los textos de Filón de Bizancio: libros de segunda o tercera mano, pero muy importantes para la neumática y el arte militar. También yo partí en mis investigaciones de Filón.

—¿Y entonces?

—Más recientemente, partiendo de otros textos antiguos, Francesco di Giorgio Martini copió las bombas y otros prodigios de la mecánica. Como podéis apreciar no soy el único, señores.

—De acuerdo, todos copiáis de los alejandrinos. Si os place, que así sea. Continuad, pero daos prisa, os lo ruego.

—En particular, mis estudios comenzaron con Herón. Todos creían que sólo había construido juguetes estúpidos, por más ingeniosos que fueran. En cambio, en sus libros, especialmente en los que todavía no se conocen, describe máquinas maravillosas y que nuestra imaginación no alcanza a concebir. Siguiendo a Herón, he construido muchos de los aparatos que todos aplauden, pero que no son más que deslucidas imitaciones de un conocimiento mucho más profundo. Por ejemplo, he diseñado algunas máquinas que en el siglo tercero antes de Cristo podían construirse y cuya realización hoy es imposible, ¡porque nos faltan medios materiales! Por este motivo, mis modelos no funcionan. A veces, debo decir, son inútiles porque ni siquiera yo mismo he podido comprenderlos.

—Maestro Leonardo, se nos agota el tiempo...

—En cambio, he sacado más provecho de los textos de medicina. A través del malhadado Filippo Del Sarto, que viajaba a las tierras hace poco restituidas a la Cristiandad de manos de los Reyes Católicos, llegaron hasta mí importantes fragmentos de las obras de Herófilo y Erasístrato, hoy perdidas en todo el mundo. He podido leer el gran tratado de Herófilo sobre el ojo, otro sobre el hígado, el aparato digestivo y otro sobre el sistema nervioso: he obtenido preciosísimos conocimientos sobre el sistema de vasos que distribuyen la sangre por todo el cuerpo, algo que ha revolucionado mis teorías. Y su disertación sobre la cavidad del corazón me produjo un deleite indescriptible. Además, Herófilo fue el primero en comprender que el cerebro es la sede del pensamiento, y por primera vez midió los latidos del corazón en un reloj de agua. ¡Grandes constructores de máquinas, los alejandrinos! Ctesibio construyó un cronómetro que medía las horas en su extensión variable, de la salida del sol al ocaso... Pero a lo mejor me estoy desviando. Sólo me faltaban unos libros de Herófilo y de Erasístrato, en especial uno del primero, que trataba de las generaciones, de las constancias y las variaciones de la simiente. Al comienzo no me interesaba de manera particular, porque yo me ocupaba sobre todo de anatomía. Hasta que asistí, yo solo, a un gran descubrimiento. Un poeta romano de época imperial, especialmente sagaz, me mostró el camino.

Leonardo empezó a declamar de memoria, primero en latín y después improvisando una traducción:

Que la tierra haya guardado muchas semillas de cosas

desde los tiempos en que el suelo empezó a crear animales

no es signo de que se hayan podido procrear

bestias mixtas y cruzadas y miembros reunidos de seres vivientes,

ya que las especies de hierbas y las mieses y los árboles frondosos,

que todavía pueblan abundantemente la tierra,

aún no pueden nacer entrelazados unos con otros,

y cada uno de estos seres proceden según un modo propio

y todos por firme ley de la naturaleza conservan sus diferencias.

—Es el
De rerum natura
, de Lucrecio. Y entendéis de qué habla, ¿no es cierto? Toda especie, animal y vegetal, está limpiamente separada y en la simiente conserva su especificidad, su forma, sus consignas intactas, o casi intactas, hasta la generación sucesiva.

El cardenal Giovanni no dijo nada. Se quedó inmóvil con expresión enigmática, sin apremiarle ya para que llegara al nudo de la cuestión. Leonardo interpretó aquel silencio como una autorización para proseguir:

El tiempo en efecto muda la naturaleza de todo el mundo, y todas las cosas deben pasar de un estado a otro, nada permanece igual a sí mismo: todas las cosas pasan, la naturaleza las transmuta a todas y las obliga a transformarse.

—Se trata sólo de una contradicción aparente: Lucrecio recoge una sabiduría que para él ya es antigua y que ya no comprende muy bien. Pero intuye en ella una gran novedad: con ello realiza un salto pequeño pero muy importante para la comprensión de un aspecto particular del devenir. Porque Lucrecio se da cuenta de que la naturaleza introduce cambios en las especies...

El cardenal alzó la mano, dejando al descubierto su blanco antebrazo:

—Creo que el poeta se refiere a que los restos mortales se deshacen, pero no desaparecen, sino que todo vuelve a la Creación, así como el río excava su curso y sobre la tierra renace la vegetación y luego viene el hielo del invierno...

Leonardo negó con la cabeza.

—De ninguna manera, Lucrecio dice algo muy distinto:

Y son muchas las estirpes de seres vivos que tuvieron que sucumbir y no pudieron generar y propagar su prole.

Y a todas las que ves respirar, el aura vital, o la astucia, o la fuerza o al menos la velocidad las protegió del principio de la vida y conservó sus generaciones.

—Aquí el poeta afirma que la naturaleza ha eliminado las especies que no se adaptaban al ambiente en transformación y ha conservado, por el contrario, la simiente de las especies más acostumbradas a los cambios de condición, que de este modo han llegado hasta nosotros...

El cardenal Giovanni interrumpió con un gesto la impetuosa exposición de Leonardo.

—¡Vos, maestro, utilizáis la palabra
naturaleza
como si ésta pudiera existir sin Dios y como si el Creador no fuera necesario!

Maquiavelo palideció de miedo. Miró a Leonardo a los ojos, y por la leve sonrisa y la mirada que éste le devolvió pudo comprender que el maestro también se había dado cuenta de la gravedad de tal afirmación y que sabría cómo corregirla.

—No, messere: yo no niego a Dios, pues mantengo que él está en el origen de todo y precisamente en este punto me alejo de los antiguos, de los paganos y de los muchos agnósticos. Pero una vez iniciada la Creación, al tener que hablar de los estadios sucesivos, utilizo el término
naturaleza
porque ella, a mi juicio, una vez iniciada la vida primordial, se basta a sí misma en su devenir...

—Maestro, es mejor que nos dejéis a nosotros la dilucidación de tales cuestiones. Concluid vuestro discurso, y daos prisa.

Leonardo apuntó una pequeña inclinación, de nuevo con una sonrisa indefinible en los labios.

—De las especies vegetales y animales, Lucrecio pasa a los hombres:

Pero la estirpe humana que entonces vivía en los campos era mucho

más dura, porque la dura tierra la había creado;

y en el interior de su cuerpo albergaba huesos más grandes y

más firmes, y sus carnes se unían con nervios poderosos,

de forma que no podía ser fácilmente vencida por el frío ni el calor,

ni por desacostumbrada comida ni por defecto alguno del cuerpo.

Y, durante el curso de muchos lustros en que el sol recorrió el cielo,

vivían a la manera de las fieras vagabundas.

Y nadie manejaba robusto el curvo arado por los campos,

porque nadie sabía labrar la tierra con el hierro,

ni plantar en ella semillas y nuevos brotes, ni de los altos

árboles cortar con hocinos las ramas viejas.

—Lucrecio hablaba de una humanidad anterior a la nuestra, distinta y primitiva...

Ante tales palabras, Giovanni de Médicis pareció recuperar la sonrisa.

—¡Ésa es una noción del todo falsa y altamente peligrosa, maestro!

—Son palabras de Lucrecio, no mías. ¡Todavía no! —Leonardo levantaba la voz más allá de lo consentido, en aquel lugar sagrado, pero nadie le amonestó.

El cardenal apretaba el puño con fuerza y lo blandía en el aire:

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