—Michele Almieri, el capataz de los maestros de la excavación del Arno. Me dijo en su momento que sólo el Dux estaría al corriente y que yo debía mantenerlo completamente en secreto. Pero mastro Michele también habrá muerto, supongo, visto que a mis enemigos, que quieren destruir el arma, no les tiembla el pulso en sus matanzas.
Nicolás lo miró con perplejidad. Pensó en el capomastro, que lo había recibido en la excavación del Arno, a él y a Ginebra y Durante, y que rotundamente había negado conocer el paradero de Leonardo. A pesar de ser hombre experimentado en espías, traidores y agentes enemigos, su comportamiento no le había levantado entonces la menor sospecha.
—¿Y dices que San Marco, a diferencia de Florencia y de Milán, ha sido capaz de procurarte cuanto necesitabas y comprender el calado de tu descubrimiento?
—Ellos podían conseguirme los libros de Herófilo y Erasístrato, cuyos originales se conservaban en la Biblioteca de Alejandría. Y, sobre todo, los simios que había pedido: más de quinientos ejemplares rarísimos, que sólo se encuentran más allá del desierto de Libia, en las selvas vírgenes. ¡Y mis hombres negros, que fueron estúpidamente asesinados! Dispuse de muy poco tiempo para estudiarlos, la noche en que aquellos imbéciles de los pisanos arrojaron sus cuerpos a la excavación del Arno, sin percatarse de la gravedad de sus actos. Necesitaba ejemplares con vida para compararlos con los simios vivos, no carroñas en descomposición... Esa misma noche partí a toda prisa hacia Livorno. Tenía que entender qué había sucedido, recuperar los gorilas que hubieran sobrevivido, y hacerme con el libro de Erasístrato que estaba en manos de ser Filippo Del Sarto. Eso era lo más importante. Pero la casa estaba cerrada, y nadie respondía, así que entré por el tejado. Lo encontré muerto, colgado por un pie de una viga de su estudio. Y el libro había desaparecido. Obra de los enemigos de quienes me financian, que seguramente también buscaban mi muerte...
—Ser Filippo había dejado un mensaje...
—Sí,
Ingenium terribile ex Inferis
: era un aviso.
—¿Dirigido a quién?
Leonardo movió la mano con nerviosismo. Maquiavelo sospechó que quería mentir u ocultar una parte de la verdad.
—Puede que a quien hallara su cuerpo, para denunciar a sus asesinos. O tal vez aquel viejo era un pobre de espíritu y se arrepintió... En aquel punto tuve que escoger entre regresar a la excavación del Arno y esperar la llegada de Durante con el libro de Herófilo, o apresurarme a recuperar los huesos y los cuerpos necesarios para el perfeccionamiento de mis estudios. Quien me los estaba procurando, por otra parte, enviándomelos a mí y a Del Sarto mediante Salaì, quizá también pudiera ayudarme a combatir a los enemigos del arma...
Nicolás sonrió con una mueca sarcástica.
—Pero Valentino ya no quiso saber nada más, puesto que ya sólo le interesaba salvar su pellejo.
—Me dio lo que pudo y prometió enviarme otros cuerpos y esqueletos antiguos, pero se negó a movilizar a sus hombres: según me dijo, esperaba importantes noticias de Nápoles. Así que regresé a Florencia, furtivamente y sin que nadie pudiera reconocerme. Por fortuna me esperaba esta espléndida mujer negra, que quienes me financian me habían traído por vías misteriosas. Estaba ocupado estudiando su anatomía y me había olvidado por completo de los peligros, cuando me llegó un inquietante mensaje de Valentino, junto a los cadáveres que Salaì me entregó de su parte.
—¡El cuerpo de Durante!
Leonardo afirmó con la cabeza.
—Lavado y vestido con ropajes orientales. Había hallado la muerte a manos de los enemigos del arma, que por supuesto le habían robado el libro. Entonces entendí que Durante había ido solo a mi refugio de Maremma, con la esperanza de encontrarme allí. ¿Quién le puso en tal situación de peligro, Nicolás?
Maquiavelo bajó la cabeza, taciturno, y Leonardo suspiró.
—Era evidente que, entretanto, mis enemigos habían amenazado también a Valentino: él me comunicaba que el peligro era cada vez mayor y que esta vez atañía incluso a mi persona. Era un mensaje más elocuente que cualquier nota: nadie podía interceptarlo y sólo yo podía descifrarlo. Todo estaba claro, en aquel punto...
—¡Y entonces me pediste ayuda!
—Eras el único de quien podía fiarme, Nicolás. Para evitar que mis enemigos descubrieran este laboratorio, tenía que avisarte en secreto haciendo uso de la mayor prudencia. Así que yo también me serví de aquel pobre cuerpo a modo de carta, cifrándolo sólo para ti.
—¿Y por qué precisamente yo?
Leonardo se echó a reír.
—Porque eres el único que yo conozco, entre príncipes y ciudadanos, que no tiene escrúpulos o rémoras religiosas y al mismo tiempo posee una inquebrantable e inflexible rectitud. Y además, o al menos así era todavía ayer, tienes un gran poder en el seno de la República.
—Pues parece que ahora me siguen los esbirros del Palazzo dei Priori...
—Algo que sin duda complica mis planes. Tendremos que resignarnos a abandonar Florencia...
—Pero, dime, ¿quiénes son esos enemigos del arma que tanto miedo te infunden y que disponen de tan inaudito poder?
—¿Todavía no lo has comprendido, Nicolás? Si quienes me financian están en Venecia, el enemigo no puede ser otro que el Papa. Tienes que salvarme a mí y a mi descubrimiento.
Maquiavelo negó desconsoladamente con la cabeza.
—Ni siquiera soy capaz de proteger mi propia vida. Los guardias del Palazzo dei Priori me andan buscando. Y debo hallar el modo de sacar a la luz las nefandas tramas de Violante y de los Palleschi. ¡Ser Piero debe saber la verdad! Hay demasiadas falsedades en mi contra...
Oyeron el ruido de unos pasos acercándose, pero Leonardo le dio a entender con un gesto a Nicolás que no les concediera importancia. Luego retumbaron lejanas, y aun así perfectamente audibles, voces de hombres que hablaban a voz en grito en el brocal del pozo, a pie de calle.
—¡Mis verdugos se están acercando! —dijo Leonardo, con semblante serio pero a la vez resignado.
—¿Por qué dices eso? Me buscan a mí...
—Tú no has entendido nada, Nicolás, y la verdad es que no me sorprende.
Maquiavelo ya no podía soportar por más tiempo esos aires de superioridad y ese desapego aristocrático de que hacía gala Leonardo a cada momento. Se puso de puntillas y le agarró de la camisa, sin contemplaciones y mirándole fijamente a los ojos.
—Te estoy diciendo que son los soldados que nos seguían cuando íbamos en tu carro. Parece que Salaì no ha logrado despistarlos como creíamos y nos han seguido hasta el pozo. ¡Quieren capturarme y no tardarán en llegar hasta aquí!
Leonardo, con un gesto, le dio a entender que se callara y aguzó los oídos. Alguien estaba pronunciando su nombre, y Nicolás reconoció la voz de Violante. Leonardo apuntó una sonrisa.
—Como te iba diciendo, no sólo buscan a un simple Secretario, improbable traidor de la República: les interesa más el artífice de la terrible arma.
—¿Hay algún modo de salir de esta tumba? ¿Todas tus máquinas, oh iluminado maestro y genio de las cortes de Europa, no son capaces de salvarnos?
—Éstas precisamente no, Nicolás. Pero tengo otra que sí, y que ya conocéis. Vayámonos, porque además ya ha llegado el momento.
Regresaron al laboratorio iluminado por esas luces extrañas y potentes, y Leonardo les guio hacia otra puerta, excavada en la robusta muralla de los romanos. También de ahí arrancaban unas escaleras y de la oscuridad llegaba una suave brisa, más natural que la que soplaba en el refugio secreto: Nicolás comprendió que aquel segundo pasaje conducía al exterior.
—¿Adónde saldremos, por aquí?
Leonardo sacó algo de la bolsa, una especie de cerilla metálica. Accionó un mecanismo y una luz vivísima refulgió de repente, con más potencia que una antorcha.
—Este pasaje nos permitirá huir, si quien busca mi muerte no ha localizado mi carruaje.
Subieron las escaleras, precedidos por Leonardo, que mantenía en alto la luz de la extravagante antorcha. El maestro tenía un aire radiante, y con la barba y el pelo encanecidos casi parecía un Cristo envejecido.
—¡Nos guían Herón y Arquímedes! Es la luz antigua que iluminara en otros tiempos las noches de Alejandría, hace ya mil setecientos años. Aunque ahora será una luz fugaz...
Y, en efecto, vieron cómo el haz de luz se atenuaba. Pero las escaleras ya habían terminado y del último tramo en pendiente llegaba un débil resplandor. Apretaron el paso: Leonardo, Nicolás, Ginebra y, tras ellos, la monumental mujer negra, envuelta en su capa multicolor.
Salieron a la luz del día, en el arenal del Arno, muy cerca de los arcos del puente hacia Rubaconte: en la orilla opuesta veían las escalinatas del muelle, justo donde se hallaba el antiguo puerto romano. Cuando reconoció el lugar, Nicolás sintió que el corazón le daba un vuelco.
—De todos modos, estamos perdidos. En el tiempo que empleemos en subir los hombres de Violante nos darán alcance. Los conozco bien, los he reclutado en persona, uno a uno, entre los mejores soldados mercenarios de media Italia... —Maquiavelo, henchido de odio, pensó en los soldados, siempre dispuestos a venderse al mejor amo: si Dios le hubiera concedido más vida y más poder, cosa que por otro lado ahora empezaba a poner seriamente en duda, habría trabajado con mayor celo en la creación de un ejército ciudadano.
Leonardo, en ese momento, le tiró del brazo:
—He aquí nuestra salvación —dijo, y le señaló una sombra que se movía bajo el primer arco del puente.
Solo y con su acostumbrada risa sarcástica, medio agachado y con los pies desnudos en el agua, les esperaba Salaì. Sostenía el cabo de la amarra de una extraña embarcación. Nicolás sacudió la cabeza, desesperanzado:
—No llegaremos muy lejos con una barquichuela, Leonardo: ¡los arqueros y ballesteros nos ensartarán como a San Sebastián, desde los guardalados del Arno!
—¿Sigues menospreciando la ciencia de los antiguos y la sagacidad de mi mente?
Se acercaron al leño, que apenas sobresalía de la superficie del agua, y Nicolás se quedó pasmado al ver que no se trataba de una de esas pobres barquichuelas que utilizaban los remeros para vadear el río. No, era el mismo carro cubierto que lo había salvado en la Piazza della Signoria, aunque esta vez estaba casi sumergido por completo.
—¡Está hundido! ¿Cómo podrá navegar, por mucho que se trate de una especie de anfibio?
—Dices bien, es un carruaje anfibio, pero no navega sólo en la superficie del agua: puede avanzar en inmersión, como un pez.
—¿Y qué fuerza lo empuja?
—¡La fuerza de los antiguos!
Leonardo señaló un hilo de vapor que salía de la parte más alta del carruaje cubierto, e invitó a Nicolás y a las dos mujeres a subir con presteza a bordo. Salaì, mudo como siempre, seguía con su risa histriónica, como un pobre demente. Y, sin embargo, Nicolás, esta vez, percibió en sus vivaces ojos más cosas de las que él mismo sabía.
El sacerdote se había quedado solo, taciturno, en el centro de la habitación. Le habían encerrado con llave sin siquiera proporcionarle agua y comida: además había tenido que realizar, camuflado, un larguísimo viaje en el que lo habían tratado peor que a un siervo. Desde que había puesto los pies en la gran Roma, tras aquel Infierno de mar y tierra, todos lo habían mirado con desprecio. Y, no obstante, tenía el espíritu tranquilo, como quien sabe que jamás ha hecho nada malo a nadie y está seguro, por el contrario, de haber observado siempre la ley y haber servido a Dios con dignidad.
La espaciosa habitación donde se hallaba parecía una especie de cárcel. Estaba convencido de hallarse bajo tierra, porque la luz caía en picado desde unos altos ventanales: detrás de las rejas, atisbaba las sombras de unos soldados que probablemente montaban guardia. El ambiente era frío y húmedo; el corazón se le helaba de nostalgia y de miedo. Y, con todo, cuando había llegado a su destino, aquel palacio le había parecido el más hermoso y monumental que existiera bajo el cielo de Dios: era circular como una inmensa torre y tenía un magnífico puente que lo unía a la otra orilla del Líber. Le habían contado que en sus orígenes había sido una tumba de paganos antiguos, o más probablemente el sepulcro de un gran emperador de otros tiempos.
El sacerdote estudió la inclinación de la luz que se proyectaba desde las ventanas y se arrodilló para rezar según mandaban los preceptos.
La puerta se abrió tras cuatro horas de angustiosa espera: había calculado el tiempo transcurrido con la ayuda del sol y sus conocimientos astronómicos, heredados de sus padres. Entró un soldado joven y alto, pagado de sí mismo, con el rostro alargado y cetrino, encuadrado en una corta barba.
—No me parece que os hayan tratado bien.
Por un instante el corazón le dio un vuelco, porque aquel soldado hablaba en su lengua, aunque con aquel peculiar acento melodioso que había oído en la nave. Pero después vio una pequeña cruz de hierro que colgaba de su cuello.
—¿Debo morir, soldado? Y si tal es la voluntad de Dios, ¿puedo al menos conocer el motivo?
El soldado soltó una carcajada:
—Nadie os quiere muerto: podéis estar tranquilo.
—Pero vinieron a buscarme a mi hogar como si yo fuera un asesino, me cubrieron con ropajes mugrientos y me condujeron en carro hasta el puerto de mi ciudad. Una vez allí, me encerrasteis en una caja para cargarme en una nave de la que nada sé...
—Era una nave pisana, sacerdote: un leño de mi patria.
—¿Cómo es que habláis mi idioma?
—He navegado y he luchado durante mucho tiempo en vuestros mares. Y desposé a una de vuestras hermosísimas mujeres, así que he observado y comprendido vuestro mundo, a mayor gloria de Dios y en aras de la defensa de la Cristiandad.
El sacerdote se cubrió la cara con el brazo.
—¡Así que sois un espía! Y hasta habéis infectado nuestra sangre, uniéndoos a una hija nuestra...
—Fue mi amada esposa, sacerdote, hasta que Dios la llamó a su lado. Sólo entonces regresé a mi patria, donde hallé la guerra. Y sí, una vez tuve que prestar mis servicios como espía, como vos decís. Aunque no fue en defensa de la ciudad de Pisa, sino por la fe verdadera.
—¿Por qué me habéis traído hasta Roma, si no es vuestra intención matarme? Yo no conozco secretos militares, soy un hombre de Dios.
El pisano no disimuló su sonrisa.
—Conocéis secretos mucho mayores que los que saben los capitanes de los ejércitos. Vos sois un sacerdote, es cierto, pero también un maestro en doctrina. Se celebrará un juicio, en breve, en el gran Palazzo. Dará comienzo cuando se haya reunido a todos los testigos...
El sacerdote, finalmente, creyó intuir el motivo de su captura.
—¿Queréis procesarme, infiel? Yo sólo he servido al Dios verdadero y he expresado las opiniones por las que se me ha preguntado...
La puerta de la enorme cárcel bajo Castel Sant'Angelo se abrió de par en par y entraron dos soldados. El capitán, con un gesto, le indicó al sacerdote que los siguiera.
Lo llevaron a unos grandes baños, donde unas mujeres rubias, sin prestar atención a sus desesperadas protestas, le quitaron los mugrientos ropajes de mendicante con los que le habían camuflado para que no levantara las sospechas del pueblo ni de sus raptores, y le lavaron esmeradamente, con agua caliente y polvos perfumados. Después le vistieron de nuevo con sus hábitos de preciosa tela oriental. Entonces los soldados lo sujetaron con firmeza y lo arrastraron por unas interminables escaleras que conducían a los pisos superiores. Caminaron un buen rato por pasajes cerrados, sin ventanas y por los que no pasaba ni un alma. Finalmente, al fondo de un pasillo, el sacerdote vio a un hombre joven, con un libro antiguo bajo el brazo, ataviado con un elegante hábito que le recordó el de los religiosos infieles. Parecía que estuviera allí esperándole. El soldado le empujó con suavidad hacia él.
—Aquél es el cardenal Giovanni de Médicis. Id con él, Massud Abdulmejid, y hágase la voluntad de Dios.