Los dos soldados lo agarraban con firmeza y le empujaban hacia el agua. Maquiavelo intentaba zafarse con todas sus fuerzas, pero resultaba inútil. Entonces, de un tirón, le arrancaron las vendas de la boca: Nicolás profirió un grito salvaje y el aire salió a borbotones por entre la espumosa superficie del agua; sus miembros se estremecieron sucesivamente hasta que, con los ojos negros clavados en el cielo y ya sin mirada, los dos brutos ignorantes comenzaron a reírse de él. De su boca y de su nariz seguían saliendo burbujas de aire; de repente le sobrevino un resuello espantoso y sus miembros se relajaron de golpe. Después no pasó nada más, sólo el borbolleo del agua, el graznido de los negros pájaros carroñeros que sobrevolaban el cadáver ya reseco de un asno y las voces de algunos muchachos que salían de las aceñas en dirección a la orilla para tirar piedras a los peces. Nicolás estaba bajo la superficie del agua, boca arriba, con los ojos abiertos. Los muchachos podían acercarse en cualquier momento. Así que los sicarios se apresuraron a cortar las cuerdas que todavía le ataban los miembros y le empujaron hacia el centro del río. El cuerpo de Nicolás se deslizaba con suavidad, sus brazos y piernas se abrían a tenor del movimiento de la débil corriente.
Ginebra estaba aterrorizada cuando bajó a la calle, sola y ataviada como un hombre. Se dirigía al Ponte Vecchio.
Bajo la raíz de Cristo
: durante horas había estado pensando en todas las posibles explicaciones a aquel críptico mensaje de Leonardo, pero la interpretación de Nicolás seguía pareciéndole la más razonable. Tenía que tratarse de un refugio sagrado y subterráneo, relacionado de algún modo con «los orígenes». Si Leonardo se hallaba en la ciudad, como se desprendía con buena lógica de las informaciones que habían llegado a sus oídos, sólo había un lugar que podía corresponderse con esas características.
Ginebra avanzaba y el gentío iba aumentando a medida que se aproximaba al puente más antiguo de la ciudad, que según algunos había sido construido en tiempos de los romanos y al parecer de otros reconstruido tras el terrible diluvio de 1333. Ginebra lo cruzó, entre las malolientes tiendas de los carniceros, y dobló por la calle que conducía al Palazzo Pitti, la morada real que habían erigido las más importantes familias rivales de los Médicis. A pesar de tratarse de una construcción inconclusa, era el palacio más hermoso de toda Florencia y tal vez del mundo entero. Pero el edificio que ahora ella tenía en mente, o más bien
la raíz de Cristo
, era en cambio mucho más antiguo y se alzaba medio escondido en una plazoleta, un poco retirado con respecto al eje de la calle.
Santa Felicita se contaba entre las iglesias más venerables de Florencia: por las numerosas tumbas que albergaba, de comerciantes griegos y sirios del siglo V, podía considerarse la más antigua de la ciudad. Esa iglesia era sin duda una raíz de Cristo en Florencia. Quizás el templo de San Giovanni fuera tan antiguo como ella, pero por su posición central y por la perfecta geometría de su planta no podía ofrecer ningún tipo de escondite. Aunque Ginebra tampoco estaba del todo segura de ello, ya que sabía que el genio de Leonardo era capaz de hallar en un minuto lo que los ojos, del resto de los mortales no alcanzarían a ver en cien años. Pero no disponía de más tiempo y tenía que arriesgarse.
La puerta de la canónica, al lado de la iglesia, estaba abierta y dejaba entrever el claustro en penumbra. La joven mujer, enfundada en sus ropajes de varón, cruzó el umbral y miró por entre las columnas, buscando alguna ventana que pudiera indicarle la existencia de una habitación secreta o de un subterráneo oculto, pero no halló nada que le hiciera sospechar tal. Desde el claustro se accedía a la iglesia, así que se adentró en la penumbra del templo vacío, hizo la señal de la cruz casi impulsivamente y al punto se dio cuenta, para su desánimo, que bajo cada lápida sepulcral, bajo cada losa de mármol o de piedra muy bien podía esconderse un pasaje secreto. ¿Qué podía hacer? ¿Tal vez ponerse a vociferar «messer Leonardo» en aquel lugar sagrado para que los guardias la arrestaran tomándola por una demente? Mientras pensaba en ello, vio a un sacerdote que salía de la portezuela de la sacristía y se dirigía con paso decidido hacia ella. Era un joven alto y delgado, con una voz aguda como la de una muchacha o un castrado: «Messere, no podéis entrar, hoy la iglesia está cerrada al culto, debemos hacer los preparativos para...».
El párroco dio un salto hacia atrás cuando se dio cuenta de que aquel que había creído un joven o un noble
cavaliere
era en cambio una mujer travestida. Le indicó que saliera con un gesto de la mano, torciendo los ojos en una mueca que resultaba cuando menos cómica. Ginebra intentó oponer resistencia, pero el joven párroco estaba visiblemente escandalizado y poco le faltaba para ponerse a gritar: con el brazo extendido y el índice apuntando a modo de amenaza le señalaba la salida del claustro. Al ver que la mujer vacilaba, avanzó hacia ella y la echó a empellones, y Ginebra fue retrocediendo de espaldas vigilando no tropezar. Estuvo a punto de desenfundar su puñal y proceder a utilizar argumentos más persuasivos para que aquel imbécil que le cerraba el paso la dejara en paz. Pero sabía que no podía comprometer el plan que había tramado por una sandez como ésa. Así que no tardó en hallarse, de nuevo, en medio de la pequeña plaza. Se apoyó en el borde del pozo central y murmuró desconsolada: «Leonardo, Leonardo, deja que te encuentre, Nicolás corre serio peligro». Cuando hubo recobrado el aliento, salió de la plazoleta pensando que todo había sido en vano. Deshizo el camino andado con la determinación de llegar hasta la Piazza della Signoria y una vez allí usar personalmente las armas, si se revelaba necesario.
Cruzó de nuevo el Ponte Vecchio y aceleró el paso para llegar cuanto antes al Palazzo dei Priori. Pero la turba de gente era tan densa que tenía que abrirse camino literalmente a codazos. A cada momento se exponía a acabar aplastada por la multitud y apenas consiguió avanzar unos pasos. Cada vez oía más cerca el redoblar rítmico de los tambores, que parecían sacudir incluso las antiguas torres como lo hacían con su propio cuerpo. El límpido sonido de las trompas le hería los oídos. Se vio forzada a trepar por una ventana en busca de un camino más rápido, y así fue como vio que la multitud se abría en dos para ceder el paso a una carroza de singular forma, completamente cerrada, con dos caballos y un cochero. Se lanzó de cabeza hacia esa dirección, para aprovechar el vacío que la gente dejaba tras el carruaje y avanzar con mayor presteza. El coche, en un momento dado, se detuvo en seco, como si la estuviera esperando; y cuando Ginebra finalmente lo alcanzó, se abrió una portezuela de madera reluciente y por ella salió un brazo cubierto por la tela de una capa coloreada. Le hizo un gesto imperioso. La mujer miró aquella mano y permaneció desconcertada y sorprendida. Dos fuertes brazos la rodearon por la cintura y la introdujeron en el carruaje. Entonces la portezuela se cerró otra vez y el coche dio media vuelta, deshaciendo el camino recorrido.
Nicolás siguió conteniendo la respiración hasta que estuvo en el centro del Arno, justo antes de la represa, con las manos y los brazos extendidos para mantenerse a flote bajo la superficie del agua. Una vez allí, exhaló el último aire que le quedaba en el cuerpo y levantó la cabeza, respirando convulsamente el aire fresco: estaba al límite de sus fuerzas y, de no haber sido por la prisa de los soldados por soltarle, seguramente habría entregado el alma, a pesar de sus habilidades en aguantar la respiración y su capacidad de representar el papel de muerto. Había logrado engañarles. Se liberó de sus ropajes curiales, tras hacerse con el puñal y la bolsa, y se quedó en calzones y camisa, a fin de poder nadar con más facilidad hasta la orilla. Enfrente del molino de la torre de Santa Rosa, cerca de San Frediano, escaló el pequeño talud, entre las ratas que corrían por el arenal, y finalmente pudo descansar un rato.
Su primer pensamiento fue para Violante, el gran traidor. Le había confiado sus asuntos porque había tenido que alejarse de Florencia en repetidas ocasiones: primero para la embajada en la corte de Valentino, después para viajar a Francia y desplazarse a Roma. A pesar de que sabía a ciencia cierta que un político, aun cuando se trate de un hombre de poco poder, jamás debe confiarse a nadie. Y debe estar siempre preparado para los embates de la fortuna y ante posibles traiciones. Amén de no alejarse nunca de su lugar de poder. Porque si se confía a los amigos, éstos acabarán por aprovecharlo en beneficio propio. En ese momento, sin embargo, sólo tenía una idea en la cabeza: salvar a Pier Soderini, desenmascarar a Violante delante de todos aunque evitando a toda costa que su vida peligrara, puesto que su plan era confiarlo a los mejores tratos de los verdugos del Bargello. Y ya se imaginaba que lo mandaba ahorcar, tras sufrir los merecidos tormentos, desde la ventana más alta del Palazzo dei Priori, o tal vez en la horca de Porta di Croce. O quizá mejor haría que el verdugo más inexperto le cortara la cabeza, de modo que su agonía fuera más larga y terrible.
Sacudió la cabeza: sólo eran inútiles fantasías vengativas, impropias de alguien como él. Ahora tenía que emplear todo su ingenio y todas sus fuerzas para salvaguardar la República y asegurar su pervivencia. Golpeó insistentemente la puerta de la aceña. Le abrió una mujer con expresión de miedo en los ojos, y no puso reparos, ante la imperiosa mirada y las palabras de Nicolás, en entregarle las mejores ropas de su marido. Sin entretenerse más de lo necesario, le entregó unos pantalones ceñidos de media pierna, que a él le llegaban hasta la canilla, una camisa blanca y un jubón. Nicolás se secó a toda prisa, se vistió y antes de salir vio un caballo atado a un árbol de la nueva represa que estaban construyendo. Deshizo el nudo, ignorando los llantos e imprecaciones de la pobre mujer, que no lo había reconocido y que de haberlo hecho tampoco habría dado crédito a la identidad de su inesperado huésped. Montó el animal y partió directo hacia el Ponte della Trinità: tal vez llegara a tiempo para salvar la vida de Soderini.
La Piazza della Signoria estaba tan abarrotada que podría decirse que no cabía ni un hombre más. Ladrones y ladronzuelos, vendedores improvisados de añagazas, muchachos, prostitutas, campesinos que se habían desplazado para la ocasión, todos ellos se mezclaban con los florentinos ansiosos de fanfarrias, tambores, colores y bellas damas. Aunque no iban a encontrar mucho de cuanto esperaban, porque desde que los Piagnoni habían perdido el poder, la República procuraba no emular en nada los desconsiderados fastos de los Médicis y, sobre todo, intentaba no alentar la arrogancia y el ansia de riqueza de los jóvenes nobles. Treinta años atrás, la Signoria se había visto obligada a cerrar durante días enteros ciertas calles y plazas a fin de que los vástagos de la aristocracia pudieran exhibirse en sus suntuosas representaciones: con la excusa de declaraciones de amor en grupo a doncellas de la aristocracia, decenas de jóvenes a caballo lujosamente ataviados, cada uno de ellos con treinta lacayos en su séquito, se entregaban a orgías desenfrenadas, y entre los carros con triunfos de amor y los cortejos vistosos, en medio de la muchedumbre, siempre acababa por aparecer algún herido y de vez en vez algún muerto. Por ese motivo, incluso un festejo como el de San Juan, el 24 de junio, se había planteado en otros términos y dimensiones. Sin duda no consistía en las deslucidas procesiones de los tiempos de fray Girolamo, pero al menos había dejado de ser un fasto a la manera de una celebración pagana, con torneos, estallidos y fuegos.
Pero Nicolás necesitaba algo más que aquellos hábitos modestos que prácticamente había robado. En la bolsa, todavía empapada, halló algunas monedas con las que comprar en una tienda de griegos una gran capa de color negro para cubrirse. También adquirió un sombrero de ala ancha que le daba un aire de bandido. Así nadie podría reconocerle. Estudió la escena con atención: el portal del Palazzo dei Priori se abría justo en aquel momento, entre fanfarrias y tambores, y todo el mundo miraba en aquella dirección a la espera de ver a ser Piero, quien iba a comparecer, de un momento a otro, con su traje púrpura y blanco. ¡Le quedaba muy poco tiempo! En realidad, todo era cuestión de segundos: el Gonfalonero a punto estaba de bajar los peldaños y encabezar la procesión que debía llevarlo hasta el Duomo, por toda la Via Calzaiuoli. Nicolás se abría paso a codazos y empujones, maldiciendo, y, mientras intentaba llegar hasta el portal, no dejaba de pensar ni un momento en lo sucedido. Reflexionaba sobre lo que Violante le había dicho en su momento, que los Piagnoni habían planeado seguir al Gonfalonero desde el Palazzo dei Priori hasta el Duomo, camuflados entre la muchedumbre, para asestarle el golpe una vez en la iglesia al grito de
«¡Libertad!»
. En ese preciso instante, los guardias de Violante, bien preparados, los asesinarían o les apresarían, según se presentara la ocasión. Pero Violante era un traidor, y ahora sabía que su intención era que el atentado se perpetrara. Y puesto que mentía en la sustancia, seguramente también lo hacía en relación con los detalles de la conjura. Por otra parte, de hallarse él en la piel de Violante, también habría comunicado un plan lo más alejado posible de la realidad. De este modo, si una de las víctimas por él designadas lograba escapar a la muerte, como de hecho había sucedido, no podría desentrañar la trama del asesinato de Pier Soderini. Aunque, si bien era verdad que Violante había tomado buena nota de la agudeza de ingenio que él mismo le enseñara, no era menos cierto que su inteligencia era rígida, y Maquiavelo estaba convencido de que en aquella delicadísima ocasión se disponía a seguir, sin demasiados rodeos, un engaño simple y en exceso simétrico.
Al fin y al cabo, se dijo Nicolás, la eventualidad más probable era que los Piagnoni no sólo no esperaran la llegada de Soderini al Duomo, sino que, por ende, su intención fuera matarlo de inmediato, en su momento de mayor vulnerabilidad, a saber, sobre los mismos escalones del Palazzo dei Priori. El último pensamiento, antes de alcanzar el podio y salvar el balaustre profiriendo un sonoro grito, lo dedicó a complacerse de su propia sagacidad: ¡ardua tarea la de igualar en astucia a un maestro como él!
El gonfalonero Pier Soderini, magnífico en su gloria y sonriendo al pueblo jubiloso, compareció bajo el portal del Palazzo della Signoria. Nicolás se quitó la enorme capa para que le reconociera, y justo en aquel momento vio a cuatro hombres que salían a su encuentro rodeándole: uno de ellos llevaba un puñal en la cintura, y, cuando lo hubo desenfundado, Nicolás pudo robárselo con singular facilidad. Apenas lo empuñó el sol hizo brillar su hoja y un hombre lo apuntó con el dedo mientras gritaba: «¡Es Maquiavelo!».