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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (19 page)

—Sí, messere, el maestro Giovanni está ya de vuelta en el Estudio florentino y espera ser convocado por vos.

—Iré a verle yo mismo en breve. ¿Ha hablado con alguien de los resultados de su misión?

—Con nadie, ni siquiera conmigo. Hemos seguido al pie de la letra vuestras órdenes.

Nicolás se quedó pensativo, pluma en mano, como si estuviera a punto de escribir algo pero no se decidiera a hacerlo. Violante se impacientaba, ya en el umbral de la puerta.

—¿Puedo volver a mis despachos?

—Sí, pero preciso de un último servicio vuestro, completamente confidencial.

—Como siempre, messere. Decidme.

—En el Bargello hallaréis a un joven maestro de edificios y médico, custodiado por el verdugo. Quiero que lo traigáis aquí cuanto antes, en secreto.

Violante enarcó sus tupidas cejas, que se unían en su frente a modo de visera sobre el entrecejo.

—Si he entendido bien de quién se trata, Secretario, no lo juzgo conveniente...

—¿Qué queréis decir?

—No sabía que quisierais protegerlo para vos: los carceleros del Bargello no han escatimado la ocasión de...

Nicolás se puso en pie, enfurecido, y levantó las manos con los puños amenazadoramente cerrados:

—¡Había dado instrucciones precisas!

—No estaba al corriente —repuso Violante, alargando los brazos—. De lo contrario, me habría encargado personalmente de velar por él.

—Pero decidme, ¿está vivo? Hablad, ¡por Dios!

—Medio vivo, messere. No tiene la fortaleza suficiente para soportar las torturas, ni siquiera las más livianas, como los latigazos o los azotes...

El Secretario soltó todo tipo de blasfemias, y lo hizo con tanta vehemencia y colorido que finalmente Violante se asustó: tales palabras, pronunciadas en público, habrían motivado el arresto inmediato y hasta la muerte. Su terror se hizo todavía más profundo cuando el Secretario le dio una orden que jamás se habría imaginado y ante la cual no pudo sino hacer la señal de la cruz unas cuantas veces, a pesar de ser hombre incrédulo en temas de fe.

Nicolás se dirigió raudo como el viento a las mazmorras del Bargello y se encargó en persona del verdugo, amenazándolo con infligirle diez veces los tormentos que había padecido el inocente prisionero. A continuación se hizo acompañar a la escuálida y maloliente celda donde tenían encerrado a Lapo da Empoli. El joven médico y arquitecto estaba echado sobre un tablero, con la camisa sucia de sudor y sangre, manos y pies marcados con pequeñas heridas y el rostro completamente hinchado. Nicolás maldijo por segunda vez la ineptitud de aquellos estúpidos verdugos, y se sentó al lado del desventurado. Vio cómo abría los ojos, todavía contritos.

—¡Messer Secretario!

Su voz era como un soplo. El joven intentó incorporarse, pero Nicolás le cogió del brazo, que notó muy escuálido en sus dedos.

—Tranquilo. Escúchame bien, quiero proponerte un pacto, que quizá te parezca algo raro...

—¿De qué se trata? Decidme, os lo ruego, estoy dispuesto a todo, yo...

—Un pacto en el que puedes escoger sólo entre la vida o la muerte.

—No lo entiendo.

—Te haré una propuesta: si la aceptas, me encargaré personalmente de que salgas de ésta con vida y tu familia quede a salvo. Pero si la rechazas, me veré obligado a ajusticiarte en el acto.

Dos lagrimones surcaron las pálidas mejillas del pobre muchacho.

—¡Pero yo soy inocente!

—Estoy convencido de que conoces las leyes que rigen el uso del poder. Y no me cabe la menor duda de que tu corazón ansia la salud de la República.

El joven asintió con la cabeza repetidas veces, mientras Maquiavelo observaba con nostalgia la vehemencia de su juventud.

—Tú fuiste discípulo de Leonardo.

—Sí, messere, de arquitectura y anatomía.

—Por ahora me interesa la segunda disciplina. Estoy seguro de que le has ayudado a diseccionar cuerpos en más de una ocasión...

El ánimo del joven Lapo se turbó.

—¡Yo jamás he practicado la
notomía
a los cadáveres robados, messer Secretario! Y cuanto se dice sobre el maestro son puras falsedades...

Nicolás sonrió ante la ingenuidad del chico.

—No debes preocuparte, no he venido hasta aquí para acusarte por estas nimiedades, dejémoslas para los delirios furibundos de los inquisidores. Únicamente me interesa que realices la disección limpia y minuciosa de un cadáver, que busques lo que te diré en sus miembros y después que lo olvides para siempre.

—¡Si quiere puedo hacerlo ahora mismo!

—Cuanto antes se haga, mejor. Pero tienes que estar en plenas facultades y no me gusta cómo te han dejado esos imbéciles. Ordenaré que te traigan comida y buen vino, y una tinaja con agua caliente. Ahora dime, Lapo: ¿se puede diseccionar un cuerpo que ya ha sido sometido a una notomía?

El joven miró a Maquiavelo, con una expresión de sorpresa en el rostro que resultaba cómica.

—Si no se le han extirpado los órganos, práctica por otra parte nada común, en efecto puede repetirse la operación.

—¿Aunque el cuerpo se halle ya en avanzado estado de descomposición?

—El maestro ha estudiado los diversos grados de descomposición. Si los miembros se conservan todavía elásticos y el vientre no está hinchado en exceso, entonces el cuerpo puede investigarse. Con ciertas restricciones, por supuesto. Si, por el contrario, el cadáver ha sido expuesto al calor y se ha conservado en un ambiente húmedo, entonces todo está putrefacto, y el contenido del abdomen se convierte en icor y...

A Maquiavelo se le estaba revolviendo el estómago y le interrumpió:

—En eso no puedo ayudarte, tendrás que ser tú quien decida. Hay un último detalle, y sólo ahora me doy cuenta de que tal vez sea el más importante. Leonardo en una ocasión me dijo que un buen médico, como todo hombre de ciencia, no debe dejarse llevar por los sentimientos. Y que debería ser capaz de practicar una disección en todo momento y bajo cualquier circunstancia, aunque el cadáver sea el de un familiar cercano, un amigo íntimo o también el de una amante...

—Esa es una regla de oro.

—Bien. Ahora te dirigirás a una casa, aquí al lado, donde encontrarás a un hombre con la espalda gibosa vestido de negro. Te confiará a unos siervos. Lávate, come, bebe y descansa. Dentro de unas horas mandaré a alguien a buscarte.

El Estudio florentino, cuyo prestigio podía compararse con el de la Universidad, estaba situado en una callejuela muy cercana al Duomo. Ninguno de los allí presentes se extrañó al ver que ser Nicolás, estudioso y escritor, además de hombre versado e influyente en las artes políticas, entraba en aquellas dependencias. Ser Giovanni Bardini era un filósofo que se había visto obligado a transmitir sus enseñanzas en la clandestinidad, debido a las sospechas de herejía que la Iglesia romana le había imputado. Trabajaba en una pequeña celda parecida a la de un fraile, y contaba con la protección incondicional del Secretario. Todo el mundo sabía dónde estaba y qué hacía, pero nadie osaba contradecirle. Aquel privilegio se remontaba a los tiempos de Savonarola, antes de que éste fuera condenado a la hoguera: el docente había sido un adversario declarado del dominico, a pesar de albergar una sincera fe en la República y declararse abiertamente enemigo de los Médicis. Pero le había faltado la sagacidad necesaria para congraciarse con uno de los dos bandos y ahora, odiado por todos, había caído en justa desgracia. En eso pensaba Maquiavelo, mientras se decía que tales añagazas y bajezas no iban a tener lugar en la República ideal del futuro.

Bardini tenía cincuenta años de edad y era todavía un hombre fuerte. Se levantó para recibir a Nicolás y le abrazó. Hablaba en voz baja, siempre temeroso de ser escuchado por espías y delatores, pero su timbre era cálido y su dicción clara y segura de sí misma.

—Esperaba ser llamado al Palazzo dei Priori.

—Aquí es mejor: y estoy seguro de que ninguno de los profesores o de los estudiantes irá diciendo por ahí que hemos estado hablando.

—Si no supiera que eres Nicolás di Bernardo Maquiavelo, diría que eres ingenuo como una doncella. Pero hagamos como tú quieras, fingiremos estar en un templo del saber en lugar de en un palacio de Florencia, cuyas estancias el demonio conoce como las grutas del Infierno. Querrás que te hable del malhadado Filippo de Padua, supongo...

—De todo cuanto hayas descubierto sobre él.

Ser Giovanni, con palabras tan escuetas como eficaces y sin perderse en detalles superfluos, contó prácticamente toda la vida del hombre que habían hallado ahorcado en Livorno. Desde sus estudios de juventud en Palermo hasta sus progresos en la Universidad de Nápoles y Bolonia, sin olvidar su tarea como profesor de Filosofía en Padua. A Nicolás le pareció la vida corriente de un hombre entregado al estudio, sin nada raro o particular que mereciera su atención.

—En cuanto al objeto de tu interés, es decir, los eventuales estudios secretos y sus contactos con Leonardo, es poco lo que he podido esclarecer, aunque muy valioso. Ser Filippo Del Sarto viajó mucho en los últimos quince años. Y en dos ocasiones estuvo en España, donde permaneció un año entero en cada ocasión, en mil cuatrocientos ochenta y cinco y en mil cuatrocientos noventa y uno.

—¿En la corte de Castilla?

—No, y he aquí el dato interesante: las dos veces estuvo en Granada...

—¿En la corte del Emir? ¿Precisamente un año antes de la Reconquista que emprendieron los Reyes Católicos?

Ser Giovanni asintió.

—Aunque no he podido saber si se alojó en la misma corte del emir Boabdil, en la Alhambra: las personas que mandé interrogar lo ignoraban o no querían hablar más de la cuenta. Pero me he enterado de que allí tuvo acceso a conocimientos que considero fundamentales, a pesar de todas las desgracias que tales saberes me han acarreado...

—¿Te refieres a libros heréticos?

—Reciben ese nombre por ignorancia o por maldad. No tienen nada que ver con la Santa Madre Iglesia, con la doctrina cristiana o con la religión en general. Del Sarto visitó las bibliotecas árabes y consiguió muchas copias de libros perdidos...

Nicolás alzó una mano y ser Giovanni interrumpió el curso de sus palabras.

—Entre esos libros, ¿puede que hubiera un tratado sobre Herófilo?

—Supongo que te refieres a un libro escrito por Herófilo de Calcedonia... No sabía que también esas doctrinas suscitaran tu interés, Nicolás. Debo reconocer que sé poco sobre el tema.

—¿No es también un filósofo?

—No en sentido estricto. Es un médico de la Antigüedad, pero no sé nada de aquella ciencia. Y tampoco creo que a ser Filippo le interesara demasiado.

—El filósofo de Padua murió ahorcado, en Livorno, en una habitación en la que había una increíble cantidad de huesos humanos.

—Eso que dices suena muy raro...

—Dejó escrita una frase, puede que se trate de un mensaje secreto:
Ingenium terribile ex Inferis
. Y su muerte es sólo un eslabón de una cadena más larga que quizá no haya tocado a su fin. Pero sigue con tu relato, por favor.

—Hay poco más que contar. Ser Filippo se hizo con muchos libros árabes, en especial aprovechando el desconcierto de mil cuatrocientos noventa y dos. Tratados perdidos de los antiguos: obras poéticas y también especulaciones científicas. Y como bien sabes, gran parte de esa ciencia, y sobre todo cuando procede de hombres infieles, no es muy bien recibida por las jerarquías eclesiásticas...

—¿Has descubierto algo sobre él y Leonardo?

A Bardini se le escapó una risotada.

—Parece que todos quieran sacarle provecho, a Da Vinci... La Signoria está esperando que empiece a pintar la
Batalla de Anghiari
en el Salón del Cinquecento, y la comisión encargada de decidir dónde colocar el
David
, obra de su poco preciado amigo, se desespera por saber cuál es su valioso e imprescindible parecer... Pero es como si Leonardo se hubiera esfumado...

—Lo único que me interesa ahora es saber cuál era su relación con ser Filippo.

—Se conocieron en Venecia, al servicio del Dux: muchos de los libros sustraídos de las bibliotecas de Granada terminaron en manos de Leonardo, en especial los que versaban sobre temas mecánicos y médicos. Es más, me parece sumamente curioso que hayas mencionado a Herófilo, porque sus textos de medicina se cuentan entre los más ambicionados por nuestro maestro, sobre todo los de anatomía, y no excluyo que ser Filippo diera con alguno de los tratados perdidos de aquel sabio de Calcedonia. Como bien sabes, en época antigua los árabes destruyeron la Biblioteca de Alejandría, pero muchos textos probablemente se salvaron: según cuentan los cruzados, numerosas copias de libros griegos circulaban por Tierra Santa. Y ya conoces el caso de Aristóteles, transmitido por los árabes, que lo veían casi como a un profeta.

Pero a Nicolás todas esas historias le interesaban poco o nada, visto que no podían redundar en beneficio alguno para la política de los príncipes italianos y que los textos citados, a su juicio, carecían por completo de valor literario. A estas alturas de la conversación, lo que a él le inquietaba profundamente era el arma misteriosa.

—¿No sabes nada más? ¿Leonardo no había llegado a algún tipo de acuerdo con el filósofo paduano?

—Ser Filippo abandonó de forma inesperada la universidad, el año pasado. Sin embargo, nadie sabía que se hallaba en Livorno. Por supuesto, nada excluye la posibilidad de que Leonardo le escribiera para pedirle que participase en alguno de sus proyectos.

La noche se cernía sobre las calles de Florencia cuando Maquiavelo, vestido de negro y con una caperuza que casi le cubría toda la cara, se encontró con Violante ante la Porta al Prato, en la desolada zanja de tierra que iba a morir en el Arno y que, en el curso de los siglos, por tratarse de un lugar inaccesible, se había convertido en una especie de vertedero conocido con el nombre de Sardigna. Unos pocos árboles dispersados más allá de la muralla a duras penas ocultaban a la vista el triste espectáculo de montones de basura maloliente, y no muy lejos de éstos el cuerpo de un asno estaba siendo devorado con avidez por una bandada de pájaros carroñeros. En aquel lugar era improbable que Maquiavelo se cruzara con gentilhombres que pudieran reconocerlo, pero aun así el Secretario observó con recelo a un joven que cabalgaba en dirección al puente del fosado y a un soldado que, a paso ligero y en sentido opuesto, avanzaba hacia el arenal del Arno. También vio a unos cuantos chiquillos, algunos de ellos medio desnudos, que recogían piedras en la orilla del río mientras entonaban cancioncillas sobre pescadores que echaban sus redes al agua. Pero no le parecieron sospechosos. Una barca, en medio del río, transportaba pasajeros de una orilla a otra. Violante caminaba curvado a su lado, con una expresión asustada en los ojos.

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