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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (8 page)

Una sonrisa en sus labios disipó las dudas cuando se dio cuenta de que era Ginebra. Envuelta en el mismo vestido transparente y señorial que llevara la noche de la excavación del Arno, la mujer le acarició con atrevimiento, y Nicolás sintió una descarga de placer como el restallido de una fusta.

—Madonna, no podemos... Nuestras habitaciones están demasiado cerca, pueden vernos entrar y tal vez Durante no duerma todavía...

—Tampoco necesitamos por fuerza una cama, ¿no os parece?

Ginebra no vaciló y lo atrajo hacia sí, pero Nicolás oponía resistencia.

—Una cama es el lugar más cómodo para ciertas prácticas, madonna Ginebra. Podemos esperar a una ocasión más propicia.

—¿Queréis decir que ya no sois capaz de gozar plenamente de una mujer sin colchón, mantas y a poder ser una buena cómoda al lado? ¿Tan viejo sois?

A estas palabras, Nicolás le puso las manos bajo el vaporoso salto de cama y se pegó a su cuerpo. Ella le rodeó con las piernas y gozaron largamente uno del otro, sin que el frío les importunara.

Durante Rucellai cruzaba el pequeño jardín ante el palacio del Podestà en compañía de su siervo. Levantó los ojos al percibir un reflejo de la luna y los vio. Por un momento, tuvo la sensación de que se quedaba sin aliento, y un frío inesperado se abatió con ferocidad sobre su corazón. Permaneció unos segundos en esa posición sin poder moverse, y luego, con una triste sonrisa en los labios, reanudó la marcha. Al fin y al cabo, Ginebra tendría a alguien que velara por ella.

Llegaron al establo, donde dormían los armígeros, y despertó a uno que era de su confianza. Con la ayuda del siervo ensillaron tres caballos.
No voy a dejaros de ronda entre charcas y miasmas…
, había dicho hacía poco el Secretario: Durante conocía una zona, entre las tierras de Siena y el confín con el Estado de la Iglesia, que se ajustaba a la descripción y escondía uno de los refugios secretos del maestro. Condujeron a los caballos tirando de las bridas hasta el camino, y después montaron y arrancaron a galope, bajo el resplandor casto y gentil de la luna.

La conjura

La luz del sol que despuntaba inflamó el rostro furibundo de Nicolás, que se había quitado el cinturón y golpeaba a latigazos a los soldados que no habían hecho nada por impedir la huida de Durante Rucellai y su siervo. Los hombres estaban aterrorizados, sabían que les esperaba la cárcel, la tortura y a buen seguro la muerte. Pero no podían decir otra cosa que la verdad, que un guardia probablemente había planeado la huida con el joven médico y con su siervo, que la habían perpetrado en el silencio más absoluto y que ignoraban por completo hacia dónde se habían dirigido. Nicolás los maldijo a ellos y a todo el género humano, incluidos Leonardo y él mismo: recordaba cómo le había proporcionado incautamente una indicación valiosísima a aquel joven rubio y demasiado hermoso, y se propinó a sí mismo un cinchazo, ante la mirada aterrada de los soldados. De los tres guardias que intentaban reponerse de la paliza, a uno lo mandó como una flecha, a galope tendido, en un vano intento de dar alcance a los fugitivos que llevaban ya unas horas de ventaja; los otros dos le resultaban indispensables para su regreso a Florencia, que ya no podía seguir posponiendo. Ginebra, a su lado, se había quedado petrificada: esa hermosísima mujer, que había gozado con él por dos veces, en la excavación del Arno y luego en lo alto de aquel mísero palacio, parecía ahora mortificada por los peligros que pudiera correr Durante. Era algo que Maquiavelo no lograba esclarecer: era cierto que no había reaccionado como una amante, más bien como una hermana en pena, a pesar de que era evidente que no era tal. ¿O acaso era una preocupación de índole diversa? Intentó preguntarse, hasta dónde se lo permitía el desasosiego de la situación, si lo que sentía por ella era amor de verdad. No, no sentía desesperación ante la idea de que le arrebataran a esa hermosa mujer o de que ésta huyera por su propio pie. En todo caso, sus sentimientos eran de despecho. Y le parecía que la misteriosa dama, en materia de amor, compartía sus convicciones. Entonces, ¿qué naturaleza tenía el afecto que ella sentía por Durante?

Ginebra se aferró a su brazo, como buscando apoyo para no desvanecerse.

—Ser Nicolás, ¿la vida de Durante está en peligro?

—Si logra avanzar en su travesía, pasará por una zona de charcas malsanas y miasmas. Pero no temáis, veréis cómo el hombre que acabo de mandar será capaz de velar por la salvación de vuestro joven. —Nicolás pronunció esas palabras a sabiendas de que eran falsas, y eso le disgustó—. En cualquier caso, estáis bajo mi protección, madonna...

—Sabéis que no aceptaré que nadie se refiera a mí en esos términos —lo interrumpió bruscamente Ginebra—. Espero poder contar con vuestra amistad y confío en vuestra ayuda, pero yo no estoy bajo la potestad de nadie...

—Habláis como una princesa de sangre real, madonna, o como una reina... ¿Puedo preguntaros quién sois en realidad? Apenas os conozco por las vagas palabras de Durante...

Ginebra endureció su expresión.

—¿Cuándo partimos hacia Florencia?

—Ahora mismo, madonna.

—¿Mandaréis a alguien más para encontrar a Durante? Os lo ruego.

—Por supuesto. Me encargaré de ello con discreción, confiándolo a mis mejores hombres.

El Secretario ya había ordenado a sus siervos, quienes también habían probado su látigo, que prepararan carroza y equipajes. Antes de partir se despidió del Podestà ser Lorenzino Degli Albizzi, estrechándole ambas manos, en un gesto insólito tratándose de él.

—Que el cuerpo de Filippo Del Sarto desaparezca de inmediato y que aquella montaña de huesos sea enterrada junto a él, en un lugar donde puedan exhumarse fácilmente, de resultar necesario.

—Nuestro camposanto está en terreno seco, messer Secretario.

—Bien. También os ordeno que guardéis el más estricto secreto. En caso de que la noticia se difundiera, responderíais con vuestra propia vida.

—Somos una aldea pequeña, ser Nicolás, pero muy leal a la República, como bien sabéis. La noticia de los simios corrió de boca en boca, es cierto, pero os doy mi palabra de que nadie sabrá de la muerte de ser Filippo: yo también dispongo de métodos convincentes para imponer silencio.

Maquiavelo ordenó que los carros se afanaran al máximo en su carrera hacia Florencia, sin tener en cuenta la comodidad de los pasajeros, con el objeto de que la ciudad apareciera cuanto antes en el horizonte. De modo que el viaje fue más breve de lo previsto y penosamente incómodo, con raras paradas en las ventas del camino y veloces cambios de caballos. Ginebra permaneció en silencio casi todo el trayecto, asistida por su joven doncella, que le secaba continuamente el sudor y le limpiaba el polvo del rostro con la ayuda de extrañas cremas. Nicolás no podía dejar de admirar aquella faz de rasgos regulares, aquellos ojos azules que contrastaban con los negros cabellos, a la vez que se preguntaba quién era en realidad esa mujer: ¿cortesana, amante o en verdad una princesa? El joven Durante, al regresar de sus estudios en Bolonia, se la había presentado como su esposa, con quien se había desposado en Ferrara, pero dando a entender que en verdad era una mujer libre y noble que compartía lecho con él. En aquel momento había aceptado esa historia sin más, y sólo ahora que el joven estaba lejos en busca de su maestro, crecían sus sospechas y reparaba en que tales mujeres eran tan raras como las perlas negras en los mares del Extremo Oriente. Pero Durante, al huir en plena noche, implícitamente se la había confiado a él, y era su deber protegerla como a una esposa,
more uxorio
, dijo con una sonrisa para sus adentros, y sin sentir tampoco entonces remordimientos por lo que habían estado haciendo por dos noches consecutivas. Sólo en aquel momento, mientras la carroza remprendía la marcha por la estrecha y pedregosa vía pisana, fue consciente de que Durante contaba mucho como amigo y en cierto sentido como discípulo y protegido, pero no como hombre de verdad, como rival en lo que las almas cándidas convienen en llamar «asuntos del corazón». Por más que lo intentara, no se arrepentía de haberlo traicionado.

El interminable trayecto, que duró todo un día, y el silencio de madonna Ginebra le indujeron a volver sobre sus pensamientos, repasando los convulsos acontecimientos de las horas precedentes, uno a uno, como si en realidad hubieran pasado meses enteros. Le vino a la mente otra vez el pasquín con letras de cal de la fosa del Arno y la frase escarnecedora de los pisanos. Pero lo que más le intranquilizaba era la incisión que el pobre Del Sarto, muy probablemente con las uñas, había hecho en la madera mientras intentaba escapar a la desesperada de sus asesinos. Que entre ellos pudiera hallarse Leonardo era un pensamiento tan molesto que se le hacía insoportable. El lenguaje de ambas frases ponía en evidencia la muy distinta instrucción de sus respectivos autores, y, a su juicio, eso era un signo más de su autenticidad:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo

de Maquiavelo.

Ingenium terribile ex Inferis.

La primera sin duda se debía a la mano de un hombre del pueblo llano o de un soldado, mientras que la autoría de la segunda apuntaba inequívocamente a un hombre de letras. Ello concordaba con el hecho de que el pasquín lo hubiera concebido un ignorante capitán del ejército de Pisa y que la segunda frase hubiera nacido, en cambio, de la mente del ingenioso ser Filippo de Padua. Existía una sola hipótesis alternativa: que alguien hubiera imitado con destreza dos maneras de expresarse tan dispares, a pesar de que no entendía por qué y, sobre todo, de quién era la sutil mente que así lo había ingeniado. Quizás él mismo, Nicolás Maquiavelo, Primer Secretario florentino, habría sido capaz de proyectar un engaño de este tipo. En cambio, ahora, el asunto comenzaba a intrigarle hasta tal punto que era él quien estaba seducido por su misterio.

Los carros, protegidos con espesas telas, entraron en Florencia por la Puerta de San Frediano sin aminorar la marcha. Les había precedido un soldado a caballo, con la hoja de viaje del Primer Secretario, por lo que encontraron el camino libre de curiosos y estorbos. El pequeño convoy cruzó a toda velocidad la antepuerta y pasó ante la inmensa torre que protegía la ciudad desde que la construyeran en el Trecento. Tras la puerta se extendía el burgo a lo largo de una vía romana, anteriormente etrusca, que desembocaba en el estribo del Ponte Vecchio. Cruzaron el Arno por entre las dos filas de puestos de carniceros, ante el hormigueo de las gentes que miraban con curiosidad las telas tensadas del carruaje, intuyendo quizá quiénes eran sus ocupantes. Nicolás sabía de sobra que para un príncipe, así como para un alto funcionario del Estado como era él, aquellas incursiones por las calles de la ciudad eran sumamente peligrosas y hasta podían resultar fatales. Las plazas abarrotadas, las iglesias (todos recordaban el homicidio de Giuliano de Médicis, en el Duomo), las vías estrechas como el puente por el que pasaban, eran todos lugares en los que resultaba muy fácil tenderle una emboscada, con puñal o arma de fuego en mano. Tendría que existir, fantaseó el Primer Secretario, una vía secreta y subterránea, o mejor aún, una calle aérea y cubierta por completo, suspendida sobre los techos de Florencia, lejos del alboroto del pueblo y de las ágiles manos de los sicarios.

Ginebra y sus siervos se apearon en Via delle Terme, ante las puertas del palacio que Durante Rucellai había escogido como residencia. Maquiavelo, en cambio, ordenó que el carro no se detuviera hasta el Palazzo dei Priori, y al cabo de una hora, cansado y con los ropajes todavía polvorientos, se sentaba en su salón de la Cancillería, de nuevo ocupado en la investigación sobre las intrigas de los Palleschi, los partidarios del regreso de los Médicis. Había tenido que interrumpirla en dos ocasiones, por encargo de los Diez: primero para asistir en Roma a la elección del Papa, Julio II, que el Espíritu Santo había inspirado finalmente a los Padres; después para llevar a cabo una importante misión en Francia, en la corte de Luis XII. Ahora debía recuperar el tiempo perdido y le urgía hablar con su
longa manus
acerca de los asuntos secretos y reservados de la República.

Lo había hecho llamar apenas cruzado el umbral del portalón que daba a la plaza, y en unos minutos le anunciaron su llegada. Hombre de aspecto taciturno y descuidado, distaba mucho de parecer alguien avezado a las intrigas políticas. De poca estatura y algo giboso, tenía la cabeza grande y en la mirada un aire de constante aturdimiento, bajo dos tupidas cejas negras que casi se unían en el entrecejo. Vestía con sencillez y siempre iba con papelajos bajo el brazo: parecía un escribano de poca monta, y tal era posiblemente su intención. A la vista de Maquiavelo, quien le pidió que se acercara con un gesto, en lugar de hacer la reverencia dejó las cartas sobre la mesa y levantó la cabeza, a la espera de que el Primer Secretario le invitara a sentarse, cosa que de inmediato hizo.

—¿Estáis bien, Violante?

El hombre asintió con la cabeza.

—Dios mediante, messere. Vuestro aspecto es impecable, ¿Ha ido bien el viaje?

—Ha sido interesante. ¿Tenéis nuevas de Roma?

—El Papa ha demostrado sus verdaderas intenciones. Se ha manifestado de nuevo contra Venecia... Intenta unir su estirpe al son de desposorios con los Colonna y los Orsini, a fin de recomponer los equilibrios de la Urbe.

—Y sobre todo para crearle el máximo de enemigos a San Marco. ¿Tenéis noticias del Duca?

—Valentino está en horas bajas. Escoltado por los pocos soldados que le son fieles, se halla camino de Nápoles, donde seguramente pretende refugiarse con su familia. Estaba convencido de ser capaz de mantener el poder en las Romañas también con el nuevo Papa.

—¡Tendrían que haberlo investido Papa a él! Ahora está perdido. —Maquiavelo cogió un libro de la mesa, lo hojeó moviendo con rapidez los dedos, y luego lo lanzó con rudeza sobre una silla—. Valentino parecía invencible, y en efecto lo fue hasta que se mantuvo fiel a sus principios.

Violante se estremeció al pensar en la indecible crueldad de aquel príncipe, y el Secretario pareció leerle el pensamiento.

—Sus actos fueron despiadados y brutalmente audaces, pero siempre por el bien del Estado. He aprendido cosas egregias, de él. He escrito un breve tratado, inspirándome en sus actos. —Rebuscó sobre la mesa, entre las cartas, pero no encontró lo que quería. Entonces tomó otro manuscrito,
De las palabras que hay que decir sobre la provisión del dinero y de cómo tratar a los pueblos sublevados de la Valdichiana
, que en cualquier caso también guardaba relación con el Duca—. Y tengo muchas otras ideas. Una de ellas la he defendido con gran fortuna ante Soderini: comoquiera que en Florencia disponemos de armas propias...

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