Read Los huesos de Dios Online

Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (4 page)

—Hay enemigos externos e internos, bastante peligrosos.

—Los enemigos externos lo son en la misma proporción para todos, también yo me expongo a ellos cada día. La República debe conquistar su independencia por sí sola, como si cada día fuera el primero.

—¿Tal es la fortaleza de los facciosos de los Médicis?

—Los tiranos quieren tomar Florencia, y lo intentaran por todos los medios. Entre ellos hay personas muy sagaces, madonna, y además cuentan con potentes aliados en el interior de la ciudad: ya sean aquellos que se declaran abiertamente sus partidarios, es decir, los Palleschi, o los que se esconden o incluso se infiltran en las filas de la República...

Ginebra se estremeció, indignada.

—¡Traidores y villanos!

—No, son gente astuta e inteligente: yo en su lugar haría lo mismo.

—¿Los justificáis? A veces creo que no os entiendo... Entonces, ¿si los capturarais, a esos traidores, no les daríais el merecido castigo y les someteríais a un proceso público?

Maquiavelo se echó a reír:

—¡Los conozco a casi todos, madonna! Y mis decisiones al respecto dependerían de muchos factores. Por supuesto que si fuera conveniente para la razón de Estado, decretaría su muerte, y lo antes posible. Pero si me resultara útil, primero los sometería a una especie de proceso, o en caso contrario los mandaría estrangular en secreto...

—No puedo entenderlo...

—Cuando los enemigos son inteligentes —explicó pacientemente el Secretario—, los tengo en alta estima, y hasta trato de estudiar su comportamiento y, llegado el momento, les imito. Si se presta la ocasión, decido si su muerte será útil o no a mis fines, y actúo según me parece más apropiado.

Ginebra sintió escalofríos.

—Tenéis la moralidad de una sierpe, y sois frío de corazón.

—Os equivocáis. En mi corazón tengo el bien de la ciudad, no ambiciono riquezas ni poderes excesivos, carezco de ideas o pasiones que puedan inducirme a guerras de religión. Mi único objetivo es el bien de la República, su independencia, la salud de su comercio, la seguridad de sus ciudadanos. Algún día veremos nacer la certeza del Derecho... —El Secretario suspiró—. Y para obtener todo esto, considero la política como una ciencia, y así la aplico libre de emociones. Otros han visto arder sus aspiraciones, y no sólo en sentido metafórico...

—¿Como aquel hermano?

—Como fray Girolamo, sí. Vos visteis cómo terminó sus días. Era ágil de cabeza, pero tenía el corazón subyugado...

—Durante no está preparado para enfrentarse a un mundo tan despiadado.

—No debéis preocuparos en demasía: es un joven gallardo e impulsivo pero también perspicaz, y no pondrá su vida en peligro. No fue una casualidad que se convirtiera en discípulo de tan insigne maestro.

Ginebra acarició el brazo de Nicolás, quien, a pesar de no ser muy alto y de tener un físico más bien modesto, tenía los músculos bien entrenados.

—No es tan fuerte como vos. Ni mucho menos tan inteligente...

El Secretario sonrió:

—Pero es bastante más apuesto y sobre todo mucho más joven, madonna.

Ginebra comenzó a desnudarse y dejó al descubierto sus magníficos senos, con la piel erizada a causa del frío. Le tomó la mano y le invitó a acariciar los pezones.

—Quiero a Durante, ser Nicolás, pero necesito un hombre esta noche.

—Pertenecéis a otro, que ahora está ahí fuera, en medio del frío, y habéis dicho que penabais por él...

Ginebra terminó de quitarse la ropa y, completamente desnuda, se metió entre las sábanas, atrayendo hacia sí a Nicolás.

—¿Que
pertenezco
a un hombre? ¿Y decís esto precisamente vos, que por cuanto he oído decir creéis en el libre amor físico y su licitud, y en la igualdad entre hombres y mujeres?

Nicolás sintió que el deseo se tornaba irresistible y abrazó a aquella mujer espléndida, pero ella se despegó de él, se cubrió la espalda con la sábana para protegerse del frío, y lo cabalgó de frente, decidida a ser ella quien condujera el juego. «Como un hombre», pensó el Primer Secretario.

En la escondida cabaña, ante la cual montaba guardia un hombre de la confianza de ser Michele, los cadáveres hallados en la fosa yacían sobre una mesa, uno al lado de otro. Durante había acabado de lavarlos y los había inspeccionado externamente, como le había enseñado su maestro. Las proporciones del gorila eran impresionantes: brazos y piernas eran cuatro veces más robustos que los de un hombre fuerte; tenía la prueba ante sus ojos, si los comparaba con los mismos miembros de los hombres negros. Éstos, á pesar de ser muy altos, no parecían gigantes asesinos en absoluto. Su físico se correspondía con las descripciones de los viajeros de las regiones más remotas, quienes habían ido más allá del desierto de Libia, cerca de donde el sol alcanza su cénit. Si con «armas secretas» se referían a ellos, los pisanos se equivocaban de medio a medio: los soldados florentinos, bien pertrechados y con sobrada experiencia, los habrían masacrado sin dificultad alguna. Quizá creyeran que los hombres negros estaban en posesión de insólitos instrumentos mortíferos, elaborados por su propio maestro, o incluso que algún espíritu maligno y sobrehumano les insuflaba vida: si bien era cierto que para él ese tipo de supersticiones eran del todo ridículas, no lo era menos que entre la gente gozaban de mucho crédito, y no sólo entre el pueblo llano. Por otra parte, había oído hablar de ejércitos enteros que se daban a la fuga ante hombres fanáticos, a quienes algún dux capaz de incitar con sus arengas a terribles sugestiones había convencido de poseer poderes inmensos. Tal vez los pisanos pensaran en eventualidades de este tipo. Porque era evidente que no podían conocer la terrible realidad del arma secreta, de la que sólo Leonardo estaba al corriente.

Durante se dispuso a observar qué escondía la piel de esos cuerpos. El trabajo desempeñado por su maestro, como cabía esperar, estaba a la altura de su arte: los cortes practicados se habían cerrado a la perfección con varios puntos cosidos con resistente cordel. De un barreño que había mandado llenar de vinagre, sacó un pañuelo de lino que pertenecía a Ginebra, le dio dos vueltas, lo escurrió y se tapó con él la nariz. Cogió de la bolsa una cadenita de plata con un muelle en cada extremo a modo de cierre, se la pasó por detrás de la nuca y enganchó los cierres en el pañuelo, de modo que éste quedara bien sujeto para protegerlo del hedor nauseabundo que desprendían los cuerpos. Entonces, con un cuchillo afilado y corto, deshizo los puntos del enorme simio. El cuerpo, ya en descomposición, se abrió como un libro desencuadernado, y a pesar del olor ácido y fuerte del vinagre, Durante sintió que la fetidez estaba a punto de asfixiarle. Si la naturaleza de los órganos internos del cuerpo humano era todavía misteriosa, a pesar de los estudios de su maestro, las vísceras de aquel horrible monstruo constituían más bien un enigma. En aquella masa putrefacta pudo identificar los cortes practicados: retiró el corazón, que los profanos consideraban sede del alma y de las emociones; apartó el estómago y los pulmones. Los intestinos, donde la descomposición estaba más avanzada, apenas podían identificarse ya. El corazón de la bestia había sido diseccionado con esmero, como dictaba la predilección de Leonardo por aquel maravilloso órgano, a la cual seguramente se debía su oscura fama de hechicero. Se disponía a cerrar de nuevo el cuerpo cuando se percató de que los cortes tomaban una dirección inesperada: recorrían de arriba abajo piernas y brazos. Así que cortó también esos puntos. Dentro del muslo del gigante hizo un descubrimiento que lo dejó aterrorizado: el hueso más largo, que arrancaba aproximadamente de la articulación de la cadera, no llegaba a la rodilla: lo midió y se dio cuenta de que, en efecto, era mucho más corto. Aunque ésa no era la única anomalía: en los brazos, los dos delgados huesos articulados eran a la vez demasiado finos y demasiado largos, hasta tal punto que la piel estaba completamente tensada, cosa que no había detectado antes a causa del espeso pelaje. Con una navaja afilada comenzó a afeitar a la bestia. Tardó más de una hora, a pesar de que gracias a la incipiente descomposición los pelos se retiraban con facilidad. Cuando hubo terminado, observó otros indicios que lo inquietaron: unos cortes en las manos y el cráneo que habían sido cuidadosamente cosidos. La mayor sorpresa llegó cuando se dio cuenta de que algo sucedía con la mandíbula, bastante más pequeña y a duras penas encajada bajo la articulación de la quijada. Habría dado lo que fuera para poder consultar las notas que su maestro debió de tomar durante la
notomía
de aquellos cuerpos, escribiéndolas de derecha a izquierda y sin duda acompañándolas con dibujos de extraordinaria belleza.

Pero ¿dónde estaba Leonardo? ¿Hacia qué escondrijo había huido? Se lavó cuidadosamente en una bacía llena de agua, sin dejar de pensar en aquella inexplicable historia, y mientras se secaba y el basto tejido le rascaba la piel rosácea y delicada, le asaltó la idea de intentar reconstruir él solo los razonamientos del maestro, partiendo del gran descubrimiento que acababa de hacer. Llamó al guardia y tomó su antorcha, y después le ordenó marcharse y se encaminó de nuevo por el camino recorrido pocas horas antes junto a Nicolás y Ginebra. La noche sin luna estaba punteada por miríadas de luces: los excavadores trabajaban sin interrupción, en turnos forzados, y la imponente máquina continuaba chirriando y transportando montañas de tierra. Vio a algunos operarios, agachados bajo las antorchas, concentrados en los trabajos de excavación. Los supervisaba un joven capataz, cuyo rostro apenas quedaba iluminado por las reverberaciones del fuego.

—¿Visteis cómo se iba el maestro?

—No, messere. Desapareció de la noche a la mañana, sin despedirse siquiera de nosotros.

—¿Seguro que se fue sin decir nada, ni tan sólo a ser Michele Almieri?

El joven capataz negó con la cabeza:

—Nadie se enteró. Tal vez quisiera embarcarse, sólo Dios puede saberlo.

Durante se inquietó enormemente al oír esas palabras.

—¿Por qué lo decís? ¿En dirección al mar? Entonces alguno de vosotros lo vio...

—No, messere. Sólo sabemos que los soldados lo vieron en la antigua vía de Livorno. Iba a caballo, como un joven, y a galope. Salaì lo seguía de cerca, afanándose, y el carro con el equipaje iba quedando atrás.

Durante le dio las gracias con un gesto de la cabeza por aquella preciosa información y se dirigió a toda prisa hacia la fosa. El camino que conducía al hoyo de la empalizada, donde habían encontrado los cuerpos, estaba completamente a oscuras, y su antorcha apenas alumbraba unos cuantos brazos a la redonda. No tardó en encontrar la empalizada. Abrió el pequeño postigo y acercó la llama crepitante hacia el negro abismo: no veía nada, sólo la empinada rampa por la que horas antes había bajado, con riesgo de resbalar y descalabrarse. Sujetó en alto la antorcha mientras bajaba al fondo de la fosa. El terreno era duro, el aire estaba cargado y era fétido. A la trémula luz de la antorcha exploró la pared de la fosa, limpiamente cortada por la máquina, y descubrió, pegados a la tierra y al fango azul verdoso, unos huesos gastados y miríadas de conchas opalescentes. Le pareció oír un ruido y levantó la cabeza, pero en lo alto tan sólo vio estrellas, limpidísimas e inmóviles. Siguió investigando con la ayuda de la llama, hasta que, justo en la parte más honda, halló algunas piedras grandes y extrañas, ligeramente luminiscentes. Las tocó y le pareció que estaban tibias, a pesar del intenso frío nocturno; pero pensó que a lo mejor ese raro mineral, desconocido para él, tenía la propiedad de conservar el calor del sol por más tiempo. Durante, fascinado, permaneció todavía un rato mirando la pared que aquella diabólica máquina había excavado, pensando en su maestro y en los dibujos de anatomía de sus códices, en los cadáveres diseccionados, en el terrible hocico de esos grandes simios y en los rostros de esos pobres negros masacrados y reconstruidos luego como marionetas. La llama de la antorcha se estaba consumiendo y vio que tenía que darse prisa. De rodillas, intentó remover el fango con las manos, pero se dañaba los dedos. Pensó en los aparejos que tenía en su laboratorio y se apresuró a levantarse para salir del hoyo. Entonces oyó con claridad un ruido por encima de su cabeza. Se levantó bruscamente y esta vez vio una sombra anómala, clara y recortada en la negra noche. Sólo en el último momento comprendió que se trataba de una roca que caía hacia él. Gritó, pero nadie podía oírlo.

Nicolás Maquiavelo se despertó de un sobresalto. Ginebra ya no estaba a su lado, lo cual no le sorprendió: estaba claro que había vuelto al lecho de Durante. No obstante algo le inquietaba. Era imposible que aquel joven médico ignorara que su Ginebra se entregaba con tamaño entusiasmo a los placeres de la carne, y que lo hacía con todos los gentilhombres por igual. Y sin embargo, en su mirada no había detectado ni un destello de celos, que, por cuanto irracionales, consideraba herencia inevitable del hombre.

Sacudió la cabeza, en cualquier caso no era asunto suyo. Había soñado algo bastante desagradable: los déspotas volvían a tomar el poder en su ciudad de Florencia, había comenzado la persecución de los republicanos por las calles y a él lo habían arrestado y torturado, le habían confiscado los bienes y le habían impuesto el exilio junto a su familia... A pesar de que no era hombre que creyera en premoniciones, esas visiones nocturnas eran para él mucho más que temores. Representaban un futuro cuando menos probable, si las conjuras de los Palleschi, los partisanos de la derrocada estirpe de los Médicis, lograban imponerse.

Había acudido a la excavación del Arno atraído por la extraordinaria rareza del hallazgo de aquellos cadáveres, si bien con la idea en mente de regresar cuanto antes a Florencia para llevar a cabo una serie de arrestos. Pero ahora se veía obligado a investigar la fuga imprevista del artífice de la excavación del Arno, aquel hombre tan genial cuanto indigno de confianza, cuyo nombre todos temían siquiera pronunciar. Eso iba a complicarlo todo y le desagradaba: el maestro ya no era joven, pero sí fuerte como un hombre de treinta años, capaz de recorrer a caballo media Toscana sin pararse una sola vez, cosa que dificultaría hasta lo indecible el seguirle los pasos. Y luego estaban esos rumores sobre las armas secretas, que le preocupaban mucho más. Conocía bien los refugios y los laboratorios secretos de Leonardo, diseminados a lo largo y ancho de la Lombardía y la Toscana, y además las protecciones de que gozaba, desde Milán hasta las mismas puertas de Roma, no eran ningún secreto. Se levantó de la cama, se puso la camisa y se acercó al ventanuco de la habitación. En la oscuridad de la noche vio las miríadas de luces, como un campo de trigo tras la siega invadido por luciérnagas. Aquí, por el contrario, bajo cada llama había un hombre trabajando, entregado a una empresa inhumana y quizá sin sentido. Le vino a la mente una imagen dantesca, la de los sodomitas, que corrían bajo la oscuridad de una noche eterna atormentados por las llamas que caían del cielo: una imagen que siempre le había parecido una transposición deliciosa e irreverente del Pentecostés cristiano.

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