Read Los huesos de Dios Online

Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (6 page)

—¿Y qué hizo?

—Nunca había visto a nadie tan furioso: gritaba y corría dando vueltas por esta misma habitación, como si le hubieran robado quién sabe qué tesoro; hasta le propinó una paliza al pobre emisario comunal, que cayó al suelo y perdió el sentido al golpearse en la cabeza. Al punto se dirigió a la fosa donde habíamos enterrado a los simios, pidió una pala y ordenó a los hombres que excavaran, hasta que él mismo comenzó a escarbar con las manos. Sólo desistió cuando se dio cuenta de que en la fosa únicamente había carne en estado de putrefacción.

—Dios mío, ¿y dónde está ahora?

—No lo sabemos.

—¡Maldita sea!

Maquiavelo asestó un golpe en la pared, que resonó como una bofetada en la mejilla de su anfitrión, para sobresalto de los presentes.

Nicolás estaba exasperado: era como si Leonardo sé le escurriera cual anguila entre las manos, y ciertos pensamientos sombríos comenzaban a atormentarlo.

—¿Cómo es posible? ¿No está en Livorno?

—Sólo estuvo una noche entre nosotros —repuso el Podestà—, aunque en realidad la pasó en vela. Su joven ayudante descargó del carro una enorme caja y se quedaron en casa de messer Filippo Del Sarto. Puse a su disposición mis dependencias personales, messer Nicolás, pero él rechazó mi ofrecimiento con desdén. Partió antes de que amaneciera. Por fortuna ordené que lo siguieran un buen tramo, y lo vieron tomar el camino de...

Maquiavelo levantó imperiosamente la mano derecha:

—¡No digáis nada más! Después me contaréis más detalles, a solas. ¿Quién es ese livornés llamado messer Filippo?

—No es de nuestra aldea, messere. Por cuanto sabemos es extranjero, un filósofo de la Universidad de Padua. Lo vieron desembarcar de una nave veneciana, hará cosa de diez días...

—Traedlo de inmediato, ¡por Dios!

El Podestà lanzó un hondo suspiro.

—Será mejor que os acompañe a la casa que lo hospedaba... Hay algo que no os he contado todavía y que quizá resulte más extraordinario que la invasión de los simios.

Un mar de huesos

La casa que había hospedado a ser Filippo Del Sarto, profesor de filosofía que contaba ya sesenta años, oriundo de la ciudad de Padua, estaba cerrada a cal y canto: las ventanas, dominadas por dos diablillos de piedra, parecían incluso tapiadas. Un guardia, que estaba tumbado en los escalones de la entrada, al ver al Podestà se levantó de un salto como impulsado por un resorte, y escudo y alabarda cayeron al suelo. Las palomas posadas en los alféizares aletearon espantadas hacia la plazoleta y luego alzaron el vuelo. Lorenzino Degli Albizzi hizo la señal de la cruz, sus guardias le imitaron, y a continuación ordenó que abrieran la puerta. La casa estaba a oscuras porque las contraventanas se habían cerrado con clavos desde el interior. El soldado de guardia encendió con dificultad un candil y la tenue llama a duras penas alcanzó para alumbrar la gran habitación. Nicolás tuvo la impresión de encontrarse en la cripta de una iglesia antiquísima, como ciertas venerables basílicas de Roma erigidas sobre los
tituli
o las casas paleocristianas de época imperial. Sobre los arquibancos y las estanterías, unas enormes vasijas de vidrio le recordaron vagamente las tecas de cristal donde se conservaban como reliquia los cuerpos de los mártires. Se acercó y entonces comprendió el motivo de esa sensación: la mirada vítrea de una cabeza humana cortada le hizo retroceder de un salto.

—¿Qué tipo de brujería es ésta? ¿Quién demonios...?

—Si conocéis bien a messer Leonardo —le interrumpió el Podestà—, no debería extrañaros nada de lo que podáis encontrar en la casa de un amigo suyo, ni deberíais pronunciar en vano el nombre del Señor de los Infiernos.

—¡Pero si habéis dicho que ese ser Filippo era filósofo!

—Filósofo, científico, médico y naturalista. Y puede que muchas cosas más...

Durante se acercó a las vasijas: contenían órganos sumergidos en un líquido opalescente. Reconoció corazones, quizás humanos: pero vio uno tan grande que le trajo a la mente el corazón que había extraído la noche anterior del cuerpo del terrible gorila. Tuvo que rendirse a la evidencia de que era Leonardo quien había manipulado esas pobres carnes, extirpadas probablemente por él mismo quién sabe de qué cadáveres, y luego conservadas en sus milagrosos líquidos que albergaban el poder de preservarlas de la putrefacción.

—Sin duda brujería... —reafirmó ser Lorenzino, con un temblor casi imperceptible en la voz—. En esta pequeña aldea, en efecto, es fácil pasar inadvertido y esconderse de la mirada de los curiosos.

—¿Es aquí donde lo encontrasteis? —quiso saber el joven médico.

El Podestà negó con la cabeza, indicando a continuación una puerta contigua a las escaleras que conducían al primer piso.

—No habéis visto nada, todavía. Seguidme.

Entraron en la habitación esquinera que había alojado el estudio de messer Filippo Del Sarto, durante su breve estancia en el pequeño burgo marítimo de Livorno. La puerta, desprovista de cerradura, cedió fácilmente. En las paredes había una hilera de antorchas apagadas, y las dos ventanas se habían cubierto con tupidas telas de color negro, semejantes a crespones fúnebres, con el objeto de impedir la entrada de la luz de la calle. El Podestà movió la lámpara para alumbrar el escenario a la vez que proyectaba una sombra enorme y siniestra sobre la pared. Era una escena que habría cortado la respiración y habría paralizado las piernas a cualquiera, porque de la viga maestra del techo pendía una cuerda terminada en lazada, de donde colgado por un pie, boca abajo, oscilaba un hombre anciano vestido de negro. Por su cabeza, al rojo vivo, parecía un extraño demonio o un murciélago monstruoso que durmiera.

Y, sin embargo, ni Durante Rucellai ni la bellísima Ginebra ni tampoco Maquiavelo repararon en él de buenas a primeras, porque el espectáculo aún más monstruoso que ofrecían las paredes y el suelo de piedra acaparó por completo, entre la sorpresa y el horror, su atención.

Una enorme cantidad de huesos humanos, principalmente calaveras y tibias, aunque también esqueletos enteros, dispuestos en orden como en las catacumbas, llenaban todo el espacio de la sala, incluidas la gran mesa, la librería y las sillas. Los había de todo tipo, algunos blancuzcos como los que se calcinan bajo el sol del desierto; otros oscuros y casi negros, como las reliquias muy antiguas; otros amarillentos y frescos, al parecer recién descarnados y amontonados. Por un momento, todos los presentes tuvieron la impresión de hallarse, en lugar de en una pobre casucha de Livorno, en el escondite más recóndito de unos sótanos de la ciudad de París, donde hasta hacía poco encerraban a las víctimas de la peste negra en subterráneos. Nicolás y Ginebra tardaron más en reaccionar, petrificados en el umbral, mientras el joven Durante ya había comenzado a examinar algunas calaveras y, con la ayuda de una vara retráctil, medía tibias y húmeros, deteniéndose un poco más en ciertos huesos que por alguna misteriosa razón despertaban especialmente curiosidad.

De repente, Maquiavelo, impresionado por el hallazgo, se estremeció y señaló al Podestà, sospechando que era él quien había preparado aquel espectáculo, la larga cuerda que bajaba de las vigas y de la que pendía el cuerpo.

—¿Cuánto hace que está ahí?

—La tarde antes de que nos invadiera la horda de simios, estaba vivo. Murió la mañana en que ser Leonardo partió como una flecha, en compañía de su siervo y esos dos de aspecto algo sospechoso.

—¿Pretendéis insinuar algo, Podestà?

Ser Lorenzino torció los ojos con evidente malicia, tanto que le arrancó una sonrisa a Nicolás.

—Dios me guarde de hacerlo. ¿Cómo podría permitirme semejante atrevimiento?

—Exactamente como lo estoy haciendo yo en este preciso momento. Resultará superfluo, creo, recordaros que los servicios de Leonardo son del todo indispensables para la República y que, en caso de que hablarais de esto con el Capitán de Justicia, sería mi deber rebatir y negar cada palabra, sirviéndome de cualquier medio. Estoy seguro de que me entendéis a la perfección...

—No es necesario que me amenacéis, Primer Secretario. Entre otros motivos porque estoy convencido de que ser Filippo Del Sarto, si es que ése era su verdadero nombre, se quitó la vida él mismo.

Durante, que estaba observando fascinado un hueso largo y negro, levantó la cabeza al escuchar esas palabras.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Porque he sido jefe de guardia en más de una ocasión, messere, y he tenido que vérmelas con cárceles y esbirros, y con asesinatos de toda clase y hechura que vos no podéis ni imaginar. Precisamente por mi familiaridad con las muertes violentas, no he juzgado necesario avisar al Capitán de Justicia, de manera que vuestra inesperada llegada me brinda el honor de transmitiros directamente cuanto haya podido acaecer. —Dicho esto, se volvió hacia Maquiavelo, aguantándole la mirada—: Y he guardado silencio porque era el nombre de Leonardo y no otro el que estaba implicado: si la guerra contra Pisa y la salud de la Signoria tienen prioridad absoluta en las cosas públicas, la tienen también en mi corazón. Al igual que, estoy seguro de ello, la tienen en el vuestro.

Maquiavelo asintió, impresionado por el carácter despierto de aquel hombre. Levantó los ojos de nuevo, y observó al muerto, colgando de la pierna izquierda, con la derecha abierta en un gesto casi obsceno y los brazos caídos en una especié de funesto saludo. En aquel momento le pareció que se balanceaba, quizá por la respiración agitada de los presentes.

—Si se colgó él solo, tendremos que admitir que escogió una manera un tanto extraña de hacerlo. Por otro lado, ¿quién iba a matar a alguien colgándolo así y corriendo el riesgo de que la víctima viviera para contarlo?

El joven Durante se había acercado a Nicolás, y también él, pensativo, observaba esa escena incomprensible.

—Hay dos posibles explicaciones.

—Vos sois médico, luego tenéis más conocimientos que nosotros. Hablad, pues.

—La muerte por ahorcamiento es inmediata si con el tirón se rompe el hueso del cuello; de lo contrario, la cuerda estrangula al condenado por el peso del propio cuerpo infligiendo un penoso suplicio que puede durar unos cuantos minutos. En ambos casos se trata de una manera muy eficaz de provocar la muerte, en especial si alguien se cuelga, como hacen los verdugos, de las piernas del que ha de morir para favorecer el estrangulamiento.

Al oír esas palabras el Podestà Degli Albizzi se estremeció y apartó la mirada. Nicolás se limitó a bajar los párpados, mientras madonna Ginebra no se inmutó en absoluto. Durante señaló el pie izquierdo de Filippo Del Sarto:

—En realidad, si una persona permanece colgada de este modo por mucho tiempo, la sangre se estanca en la cabeza, como podemos observar por el color de la cara, y la muerte llega de manera inevitable, sobre todo si se trata de un hombre anciano y muy probablemente enfermo. Puede que tarde unas horas, pero adviene.

Maquiavelo sacudió la cabeza, poco convencido.

—¿Y qué sentido tendría tardar tanto en matar a alguien?

—Para hacerle sufrir al máximo, messer Primer Secretario, y para concederle suficiente tiempo para ver, en sus horas de agonía, este terrible espectáculo. —Durante indicó la alfombra de huesos y esqueletos que Del Sarto, con la cabeza hacia abajo, por fuerza tuvo que mirar entre los espasmos de su terrible agonía, como un saludo de bienvenida al Infierno que seguramente le estaría esperando.

—¡Pero gritaría, por Dios, con la esperanza de que alguien lo oyera!

El Podestà negó con la cabeza:

—Desde ahí fuera se oye poco más que un murmullo, si alguien grita: hicimos la prueba la primera vez que entramos en esta habitación. Ese hombre consiguió amortiguar los sonidos, además de impedir que entrara la luz. Por otra parte nos hallamos en una calle poco concurrida, y en nuestra aldea los gritos están a la orden del día...

—Pero si antes dijisteis que albergabais la convicción de que este infeliz se quitó la vida...

El Podestà se abrió paso entre los huesos y se detuvo justo debajo del ahorcado, apuntando con el nudoso dedo hacia arriba:

—No tiene ni los pies ni las manos atadas, y no hay signos de que lo estuvieran.

—Nada significa eso. Bastan dos hombres para colgar a un tercero, por más robusto que sea.

—Decís bien, pero hay un detalle que no os he contado todavía. Esta horrenda habitación estaba cerrada por dentro, con la llave, grande y maciza, dentro del ojo de la cerradura. Tuvimos que llamar a un cerrajero, que tardó bastante en abrirla. Y... —Degli Albizzi señaló las tupidas telas negras que cubrían por completo los dos ventanales—...ser Filippo mandó sellar todas las aberturas al exterior de tal manera que apenas si podía pasar el aire, por no hablar de uno o dos asesinos.

Nicolás sacudió de nuevo la cabeza:

—Incluso admitiendo que se colgara, ¿por qué iba a matarse infligiéndose todo ese sufrimiento?

—Puede que como castigo por alguna culpa terrible... —apuntó Durante con gravedad—. Aunque también podría ser que la muerte sobreviniera por una desgracia. La mejor manera de ahorcarse es subiendo a un taburete, con la cuerda bien tensa y anudada alrededor del cuello, y después saltar y dar una patada al soporte. Pero aquí la techumbre es realmente demasiado alfa, por lo que Del Sarto actuó de otra manera.

Con un gesto, el joven médico ordenó al guardia que cogiera una alta escalera de mano que estaba en el suelo. El soldado la colocó en el centro de la habitación, apoyándola contra la viga central del techo, y Durante subió con facilidad hasta el último peldaño, ante la mirada maravillada de Nicolás, Ginebra y ser Lorenzino. Entre la enorme viga y la techumbre había espacio suficiente para que Durante se sentara sobre la madera.

—Ató la soga a la viga. Luego tendría que haberse puesto de inmediato el lazo alrededor del cuello... —Las palabras de Durante resonaban y llegaban hasta abajo algo deformadas y confusas.

Maquiavelo levantó la voz para que pudiera oírle bien:

—Así pues, ¿queréis decir que no lo hizo?

—Es evidente que no. Si lo que quería era purgar su alma, entonces se puso el lazo en el pie y se lanzó al vacío. Si, en cambio, albergaba otras ideas más eficaces y menos atormentadas, cometió un error por lo demás común. ¡Guardia, traedme una cuerda!

El guardia obedeció la orden en el acto: salió de la habitación y regresó al cabo de poco con una soga. Subió unos cuantos peldaños de la escalera y se la tendió a Durante. El joven médico improvisó una lazada, que fijó a la viga. Después, de rodillas encima del enorme tirante, aseguró el otro cabo de la cuerda. Se levantó y fingió que tropezaba con la lazada, enroscada en su pie, y acto seguido se precipitó de cabeza al vacío, al lado del ahorcado.

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