Ser Durante Rucellai se estremeció al ver el enorme pedrusco que había caído a un palmo de distancia, rozándole la ropa, y que había logrado esquivar sólo gracias a que en el último momento se había impulsado hacia un lado con todo su peso. Levantó la cabeza y atisbó una sombra que huía como un relámpago. Salió lo más raudo que pudo y en un santiamén alcanzó el lecho del inmenso canal, todavía sin agua, que se extendía hacia el horizonte. Echó a correr a toda velocidad. Por un momento, las miles de pequeñas luces recortaron una silueta ante sus ojos, pero ni siquiera era capaz de distinguir si se trataba de un hombre: podría haber sido la sombra de una mujer o incluso la de un simio. Movió la cabeza de lado a lado: la imaginación y el miedo le estaban haciendo perder el control. Estaba completamente solo, persiguiendo a la nada. Se detuvo y recuperó el aliento. El relente helado le había empapado la ropa, y si no quería ser presa de una tos maligna debía volver a su caseta de inmediato. Pero había dado con una información muy valiosa y por fuerza debía compartirla con Nicolás: si actuaba solo, no tenía posibilidad alguna de seguirle la pista al maestro, y, por otra parte, si partía en su búsqueda sin avisar, todos recelarían de él.
El Secretario le miraba desde la entrada de la caseta, con la sorpresa inscrita en los ojos. En efecto, pensó Durante, debía ofrecer a quien lo viera un extraño espectáculo: enfangado de pies a cabeza y con la ropa desabrochada y hecha jirones. Pero no quería contarle el peligro mortal al que se había expuesto. La curiosidad de Maquiavelo por su aspecto, por otro lado, no tardó en disiparse cuando le explicó que alguien había visto a Leonardo a galope por el antiguo camino que llevaba a Livorno, junto a Salaì, seguidos a cierta distancia por el carruaje que transportaba el equipaje. Decidieron que al día siguiente, en lugar de regresar a Florencia, se dirigirían al pequeño puerto de la ciudad. Se dieron las buenas noches, y Durante pudo al fin volver a su habitación, saboreando de antemano el suave lecho que le esperaba.
Vio que Ginebra dormía plácidamente, arrebujada hasta los ojos bajo las mantas. El joven médico buscó su Libro de Horas, un pequeño y antiguo códice del que nunca se separaba y en el que guardaba su más preciado tesoro, e intentó tranquilizarse. Pero era incapaz de domeñar el ansia: ¡habían intentado matarle! La misteriosa huida de su maestro cobraba entonces otros tintes. ¿Y si también la vida de Leonardo, junto a su siervo y los hombres que se había llevado, se veía amenazada por un asesino? De la mente de aquel genio había nacido un armamento más destructivo que cualquier artefacto mortífero, más letal que el fuego griego que había insuflado nuevas fuerzas al extenuado Imperio de Oriente, ya en manos de los infieles desde hacía siglos. Durante recordó el pavoroso mecanismo en el que a regañadientes había tenido que dar vueltas. Quizá debería haberse sincerado con Nicolás, pero la mente lúcida y penetrante del Secretario, a veces con la precisión de un bisturí, era reacia a ocuparse de especulaciones filosóficas acerca del origen del espíritu humano y del alma. No lo habría entendido o puede que no lo aprobara. Y, sin embargo, si la idea del arma caía en manos de los enemigos de Maquiavelo, ¡acabarían con él como si de un juego de niños se tratara!
Ahora Durante sabía que también su vida corría peligro. Tenía que sacar una copia fidedigna del secreto que atesoraba y dejar el original entre sus pertenencias, como medida de seguridad. Todavía era noche cerrada, y, en la mesita de aquella humilde habitación, puso manos a un trabajo que iba a ocuparle el resto de las horas de sueño. Ginebra se había destapado, y la mirada de Durante se posó sobre su cuerpo desnudo. Le pareció que su pecho, bajo la melena azabache, suelta, se movía más rápido, como si estuviera despierta, seguramente debido al frío que reinaba aquella noche. Era una mujer de extraordinaria belleza, fascinante e inteligente. Pero él no podía darle la felicidad que se merecía. No le reprochaba la atracción que sin duda sentía por ser Nicolás, quien sí podía colmarla: había notado cómo se miraban durante la cena, ardientes de deseo. En aquel momento decidió que emprendería la búsqueda de su maestro en solitario, si es que todavía vivía, y que no revelaría a nadie sus intenciones. Había venido a buscarlo hasta la excavación del Arno, aprovechando la oportunidad que le brindaba messer Maquiavelo, con el único objetivo de completar su misión. Pero ahora debía cerciorarse de que no estaba en la mira de ningún enemigo.
Lo más importante de todo era la vida del escultor, del pintor, del arquitecto, del científico, del anatomista, del hombre más extraordinario de su tiempo: Leonardo di ser Piero da Vinci.
Poco después del amanecer, Nicolás comunicó al capomastro Michele Almieri su intención de partir de inmediato hacia el puerto de Livorno, sin dar más señas sobre el motivo del viaje. Los dos carruajes se alejaron de la excavación del Arno dejando tras de sí una nube de polvo, y la última imagen que sus ocupantes se llevaron de aquella inmensa obra fue la misma que habían visto al llegar: la excavadora móvil con su pala accionada, que cargaba inmensas cantidades de tierra y las transportaba lejos, tirada por las yuntas de bueyes. Nicolás sonreía, satisfecho por aquella demostración de la pujanza del intelecto puro, y complacido porque el genio de Leonardo, al menos hasta aquel momento, estuviera al servicio de la República. Durante, en cambio, con su secreto encerrado en el corazón, estaba más inquieto que nunca.
Viajaban peligrosamente cerca de los confines con el territorio pisano, y los guardias llevaban las armas en bandolera y los serpentines preparados. Livorno no era más que un muelle, pero desde que el puerto de Pisa quedara destruido, se había convertido en la mejor escala de la República al norte de Maremma y un enclave valiosísimo para la guerra. El puerto estaba provisto de una pequeña dársena, un faro, una plaza, unas pocas calles, una torre erigida por los florentinos y muchas viviendas precarias y humildes. Hacía ocho años había resistido heroicamente, bajo el mando de Andrea de'Pazzi, al asedio de los aliados de Pisa, y el emperador Maximiliano incluso había arriesgado su vida, a bordo del buque
La Grimalda
, capitana genovesa. En reconocimiento a tal heroicidad, la ciudad de Florencia había añadido la palabra Vides a su escudo de armas: y precisamente ese escudo, pintado sobre una piedra tosca, fue el que Nicolás Maquiavelo vio en lo alto de la puerta en arco de las murallas, al apartar la cortina del carruaje.
Entraron en la aldea y la encontraron extrañamente silenciosa, como barrida por alguna fuerza sobrehumana o como si un ejército enemigo hubiera sacrificado a sus habitantes uno por uno. Pero no vieron signos de destrucción por ninguna parte, sólo el viento que levantaba el polvo por las calles como en el desierto de Sirte, transportando un olor extraño e indefinible. El carruaje se detuvo ante un monumento que representaba a un aldeano con un perro a sus pies, símbolo de fidelidad. Los primeros en apearse fueron Durante y los soldados, quienes, ante el silencio tan absoluto como inexplicable, comenzaron a gritar a todo pulmón: «¡Eh! ¿No hay nadie? ¿Estáis todos muertos?».
Maquiavelo, tendiéndole la mano a Ginebra, se apeó entonces. El castañeteo de las armaduras de los soldados, que habían ido a explorar las callejuelas que se abrían a la plaza, rompía ahora el sospechoso silencio que reinaba en la aldea. Finalmente, precedidos por el ruido acompasado y frenético de sus pasos, tres hombres aparecieron en la calle principal: dos soldados y un tercer hombre enjuto y canoso, entrado en años, que se presentó como emisario de la aldea y se acercó con la cabeza alta, con grandes aspavientos y aire impertinente. Sin embargo, cuando estuvo delante del Primer Secretario debió de reconocer su rostro curtido e inconfundible, porque mudó rápidamente su actitud: con un gesto ordenó a los soldados que bajaran las armas y él mismo hizo varias reverencias, con una sonrisa en los labios que a Nicolás se le antojó estúpida.
—Ilustrísimo messere, nadie nos había advertido...
—Por supuesto. Considerad nuestra presencia como una visita de placer, mía, de madonna Ginebra y de messer Durante Ruccelai.
Al oír ese nombre, el mensajero se dobló todavía más en una reverencia a todas luces excesiva, que en Florencia no se habría usado ni en presencia del gonfalonero Pier Soderini, y puede que ni siquiera ante un rey extranjero o Su Santidad en persona.
—Me encargaré inmediatamente de que os preparen el mejor alojamiento posible, messeri. Os ruego disculpéis las eventuales molestias, después de lo acaecido entre nosotros... —El hombre miró a los ojos de Nicolás y Durante, y comprendió que no sabían nada—. Pero ¿nadie os ha informado?
A Maquiavelo se le estaba agotando la paciencia y respondió con brusquedad:
—Veamos, ¿qué diablos ha sucedido? ¿Dónde está la gente? Hablad, ¡por Dios!
—¡Los simios!
El emisario dijo esas dos palabras abriendo de par en par ojos y boca, en una estrambótica mueca. Probablemente, para él, tras haber vivido esas terroríficas horas, el mero hecho de pronunciar el nombre de las bestias negras que habían invadido la aldea le inspiraba terror. Pero su expresión presa del pánico encolerizó sobremanera al Primer Secretario.
—¿Los simios? ¿De qué habláis? U os explicáis ahora mismo o lo haréis bajo tortura...
Durante puso la mano sobre el brazo de Nicolás y notó sus músculos contraídos, como si estuviera a punto de estallar y emprenderla a puñetazos contra aquel viejo livornés asustado. Habló en tono calmado, para tranquilizarlo, y moduló su voz con una dulzura casi femenina.
—¿Qué simios? ¿Gigantes negros, más altos que un hombre? ¿Con brazos largos y patas cortas?
El emisario asintió repetidamente con la cabeza, sin modificar un ápice su afectada expresión de terror.
—¿Cuántos eran? ¿Más de diez?
El livornés dio un saltito ridículo, con los pies juntos.
—¿Diez? ¡Mil, más de mil, un auténtico ejército! ¡Han matado salvajemente a más de veinte mujeres y niños, a algunos hombres y hasta a soldados!
—¿Y había hombres negros, también?
El hombre miró al joven de pelo rubio con una expresión todavía más estupefacta. Durante intentó explicárselo mejor:
—Hombres negros de África, quiero decir: altos y lampiños, y también apuestos...
—No, no, no sé nada de los negros, sólo de aquellos diablos peludos, hambrientos y feroces, que ennegrecieron la ciudad como si los mandara el maligno.
—Pero ¿de dónde venían?
—Del puerto, ¡de dónde iba a ser!
Nicolás levantó la cabeza. Algunas ventanas de las casas se habían abierto, y las cabezas de mujeres y niños que se asomaban tímidamente revelaban que había vida en la ciudad, aunque todos seguían encerrados en sus casas.
—Por ahora es suficiente. Llevadnos a nuestro alojamiento, dentro de una hora quiero ver al Podestà.
Lorenzino Degli Albizzi, Podestà de Livorno, hombre de unos cincuenta años, alto y fornido, en otro tiempo hombre de armas, se mostró cordial con sus inesperados huéspedes y les dispensó un trato de absoluta igualdad, algo que Maquiavelo apreció mucho. La sala en la que los recibió era visiblemente rústica, sin asomo de ornamentos no ya florentinos, sino ni siquiera sieneses o grosetanos: las paredes de piedra desnuda, que habían perdido el enlucido, estaban sucias de hollín por el humo de una chimenea que no lograba tirar; las estrechas ventanas, en lugar de los preciados cristales transparentes a los que estaban acostumbrados los huéspedes, consistían en láminas sobrepuestas de viejo alabastro con tableros de madera claveteados. Degli Albizzi, con maneras más sosegadas que el emisario comunal, y con detalles de infinito valor para sus invitados, refirió por segunda vez a Nicolás y a sus acompañantes la tragedia de la que el pequeño puerto de Livorno había sido víctima. Les habló de la nave que había atracado en el muelle en plena noche, sin avisar, de los diablos negros que salían a borbotones de su interior, y de cómo el madero se apresuró a zarpar tras el monstruoso desembarque.
—Los tambores no surtieron efecto, ni tampoco las armas lograron ahuyentarlos. Sólo después de que transcurriera un día entero, a costa de muertos y heridos y gracias a nuestros arcabuces, los guardias pudieron abatirlos. Al menos a los que no habían huido; porque desconocemos cuántos eran. —El Podestà movió la cabeza, desconsolado—. Somos muy pocos en este desventurado puerto. Hay quien jura haber visto, en el momento de mayor confusión, a un hombre que corría junto a aquella turba de bestias horribles; y otros cuentan que unos soldados, no de los nuestros, lo perseguían por las calles. Pero después nadie ha encontrado nada que no fueran bestias, bestias por doquier, vivas o muertas...
Durante le interrumpió:
—¿Sólo un hombre blanco?
—Claro, ¿quién sino?
—Negros africanos.
El Podestà sacó fuerzas para reírse:
—¿Negros? No, nadie los vio, sólo estaban aquellos simios inmundos. Antes de que clareara, por otra parte, toda la ciudad se había recluido en sus casas, y por las calles sólo marchaban nuestros soldados.
—¿Y decís que aquella nave levó anclas de inmediato?
—Cuando las bestias enfurecidas despertaron a la aldea, la nave ya había cortado las amarras.
—¿Ningún marinero puso pie en tierra firme?
—
Cortaron
las amarras, literalmente, messere, y huyeron: permanecieron en el muelle sólo el tiempo necesario para dejar en libertad a su carga de muerte y destrucción.
—¿Y qué hicisteis con los cadáveres? —preguntó Durante, indeciso entre el horror y una profunda fascinación.
—Los lanzamos al mar y en las fosas.
—¿Eso es lo que os pidió Leonardo, verdad? He aquí el motivo por el que huyó de la excavación y...
Durante se tragó sus palabras, porque Maquiavelo le agarró el brazo enérgicamente. El Secretario dio un paso al frente y se puso justo delante del joven.
—Messer Leonardo viajó hasta Livorno obedeciendo nuestras órdenes. No sabíamos nada de los simios, pero sí que el puerto de Livorno corría un peligro mortal. Acudió de inmediato para investigar en nombre de la República, naturalmente...
El Podestà asintió y esbozó una melancólica sonrisa: sabía de sobras que Nicolás le estaba mintiendo, pero conocía las reglas de la política y se avino a ellas.
—Llegó como alma que lleva el diablo, messer Primer Secretario: montaba su caballo a pelo, como un jovenzuelo. Sólo lo acompañaban un siervo de corta edad con la maldad en los ojos y dos hombres en un carro ligero. No se sorprendió lo más mínimo al enterarse de la invasión de los simios...