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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (13 page)

—¡No os he contado nada de Pisa! ¿Cuál era el segundo método para hacerme hablar, según decíais?

—El que acabo de usar, amigo mío: el engaño.

A diferencia del capitán de Pisa, el jovencísimo maestro de los florentinos lo era todo menos orgulloso. Apenas parecía un muchacho, con su piel rosada e imberbe. Con él, Nicolás no iba a necesitar engaños para saber lo que le interesaba. Decidió que era mejor no someterlo a amenazas, aunque ahora el interrogatorio sobre Leonardo iba a resultar a todas luces decisivo. El verdugo ya le había preparado el terreno al Primer Secretario, y el muchacho tenía los ojos hinchados y entrecerrados como dos pequeñas fisuras; cuando vio llegar a Maquiavelo sacó fuerzas para abrirlos, pasmado:

—Messer Primer Secretario...

—¿Cómo te llamas?

—Lapo di Goro da Empoli, messere.

—Siento lo sucedido, Lapo: debe de tratarse de una confusión. Mañana sin falta te llevarán de vuelta al campo...

—¡Pero si ahí todos me dan por muerto! Los pisanos han hecho una de sus incursiones, nos atacaban con flechas y uno de ellos me ha agarrado por las piernas, empujándome hacia la escarpadura, como si me hubieran alcanzado con sus dardos. Después me han dejado inconsciente, me han cerrado en un saco y ahora os veo a vos. No entiendo por qué...

—No pienses más en ello. Me urge saber ciertas cosas importantes. Tú eres maestro de obra y trabajabas con Leonardo.

—Sí, messere. También soy médico y anatomista.

—Vuestro capataz, mastro Michele, me contó que Leonardo siguió al detalle los trabajos de excavación, hasta que su milagrosa máquina articulada llegó al fondo, abriendo una brecha...

—Llegó más abajo de lo que creíamos posible. Y ahí en el fondo, entre conchas, piedras lumínicas y viejos huesos, el maestro dejó de mostrar interés por la excavación y nos mandó a todos que nos fuéramos: estudiaba la tierra como un libro de historia, con sus páginas superpuestas. Yo me hallo entre quienes tomaron su puesto en la dirección de la excavación, sin ser digno de ello...

—Leonardo escogió a dos hombres de su confianza y precintó esa fosa...

—Sí, así fue.

—Imagino que encontraría algo, tal vez un tesoro...

—Creo que de eso se trataba.

—¿Sabes qué era exactamente?

—Eran huesos, messere.

Maquiavelo se quedó boquiabierto.

—¿No eran piedras extrañas y conchas antiguas?

—También eso, y se dedicó a estudiarlas, pero luego sólo le interesaban los viejos huesos que había ahí abajo.

Nicolás no pudo evitar pensar en ser Filippo, colgado de un pie en Livorno sobre un lecho de esqueletos:

—¿Huesos humanos?

—Eso me parecieron. Pero sólo pude verlos a medias, porque el maestro los recogió enseguida y se los llevó a su taller, una caseta protegida por aquel diablo de Salaì, su siervo, y dos hombres musculosos, a los que debió de pagar bien con dinero de su bolsillo.

—¿Quién más está enterado de ese hallazgo?

—Además de Almieri, sólo los hombres que trabajaban con Leonardo. Los mismos que pasaron a trabajar exclusivamente a su servicio.

—Y después, ¿qué sucedió?

Lapo extendió los brazos.

—Nada, messer Secretario. Ser Michele acudía cada día a su taller, con la intención de convencerlo para que retomara su trabajo, pero como le decía tuvo que nombrar a alguien para que lo sustituyera. Se decidió por un grupo de jóvenes maestros, entre los cuales tengo el inmerecido honor de contarme.

—¿Y no has oído hablar de naves, simios y hombres de piel oscura?

El joven asintió repetidas veces con la cabeza.

—¡Los que hallaron en la fosa, messere! ¡Junto al pasquín de los pisanos! Pero eso fue mucho después...

Maquiavelo dejó volar su imaginación, y las imágenes que él mismo había visto y las evocadas por el joven Lapo confluyeron en su mente hasta recomponer una secuencia de acontecimientos que de inmediato le pareció lógica, un poco como las pinturas murales de Giotto o de los antiguos maestros, que con una sucesión de escenas narraban una historia sin necesidad de recurrir a las palabras. Habló para sí mismo, pero en voz alta:

—El tiempo necesario para obtener un envío de bestias de África y hacer venir de Livorno a un científico de Padua, mientras los pisanos espiaban...

—¿Qué decís, Secretario?

—No hagas caso. Me encargaré de que regreses a casa. Pero antes deberás pasar unos días aquí, escondido. —¡Yo no he hecho nada! Me han secuestrado... —Lo sé, joven, no te angusties.

Maquiavelo pensó que la búsqueda de Leonardo iba a ser más ardua de lo esperado y sobre todo muy peligrosa; ordenó a uno de sus hombres de confianza que saliera de la ciudad junto a su esposa Marietta y sus hijos, hacia una casa de campo escondida en el bosque, a salvo de eventuales peligros. Decidió, como medida preventiva por aquel día, evitar su propia casa así como las dependencias del Palazzo dei Priori, expuestas a las insidias internas. Y se dirigió a casa de Ginebra. Apenas lo vio, la hermosa mujer corrió a abrazarle y a besarle apasionadamente, sin preocuparse ya de las miradas curiosas del servicio. Nicolás necesitaba confiar en alguien y, por otra parte, nadie había llegado a conocer tan bien como ella los eventuales secretos que el difunto médico custodiara. Así pues, le contó a Ginebra cuanto había descubierto, como si en lugar de una mujer y una amante fuera un valioso aliado en una guerra decisiva. Ella escuchaba cada palabra con atención, clavando la mirada en él.

—Así que por fin te han contado lo que sucedió en Livorno.

—Sólo a medias, pero mis sospechas se han visto en cierto modo confirmadas. Leonardo recibió financiación para comprar una carga de simios procedentes de la costa africana del Océano Occidental, más allá del golfo de Hesperia y de Guinea: una región virgen, en la que sólo unos pocos navegantes portugueses osan aventurarse. Los livorneses desconocían sus planes por completo: porque entre el atraque de la nave en el muelle y la llegada de Leonardo, mataron o dispersaron a todas las bestias para defenderse de su ferocidad. Los pisanos tuvieron conocimiento de la nave en Ceuta, merced a su red de espías, que se extiende de las Islas Canarias a la línea equinoccial, pero no supieron cuál era la finalidad del cargamento, como nos sucedió a nosotros. Según parece, una vez en Livorno, los marineros decidieron liberar a los simios, o puede que alguien les forzara a hacerlo. Sin duda no pudieron ser los pisanos, que dieron muerte a los hombres negros y a uno de los simios por puro despecho, creyendo que se trataba de otra arma de los florentinos. Lorenzino Degli Albizzi, el Podestà de Livorno, nos refirió a su vez que vieron correr a un hombre entre las bestias, y que unos misteriosos soldados le seguían. No podían ser livorneses ni soldados de Pisa. Pero más allá de estas informaciones, el misterio sigue abierto.

—¿Qué debemos hacer, ahora?

—En primer lugar, descubrir quiénes financian a Leonardo: ellos nos conducirán hasta su secreto y en consecuencia hasta él. Tenemos algunos indicios más, porque los huesos que Leonardo halló en la excavación del Arno guardan relación con los de la funesta casa de Livorno, donde asesinaron a Filippo Del Sarto. De éste, científico y filósofo paduano, no tardaré en saber algo más. Pero lo importante ahora es que tenemos una pista: los mensajes que los difuntos nos han dejado. Incluida la frase que Durante escribió de su puño y letra en su libro de rezos, si, tal como creo, tiene algo que ver en todo este misterio.

Al punto le mostró un papel en el que había anotado las oscuras sentencias halladas hasta el momento:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo

de Maquiavelo.

Ingenium terribile ex Inferis.

Artneucne Acsub, o Busca Encuentra

Para Leonardo: la filosofía puede tener en verdad la potencia de las

armas si, en nombre de lo positivo, se opone a lo Verdadero.

Sigue ha transformación de la simiente.

—Ahora ya sabemos cuál es el significado de la primera frase: expresa sólo la ignorancia y el miedo de los pisanos, que habían oído ciertos rumores. La segunda sentencia, en cambio, es obra de alguien que conocía con exactitud qué tipo de armas proyecta Leonardo, conocimiento que le costó la vida: puede que se suicidara por arrepentimiento, aunque lo más probable es que lo asesinaran. El tercer mensaje obedece a la mano de Leonardo: una especie de adivinanza, a pesar de que no queda claro a quién va dirigida. ¿A mí, tal vez? Lo dudo, si Leonardo ha estado ideando un arma a mis espaldas para golpear quizás a la misma ciudad de Florencia: y mucho menos si consideramos que ha huido y nadie sabe dónde se esconde. Entonces, su «Busca Encuentra», ¿iba dirigido a otros? Pero ¿por qué inscribirlo en el cuerpo de nuestro desventurado amigo? Todo eso se me escapa...

—¿Y qué hay de la cuarta frase, la que Durante escribió en su precioso libro?

—Al principio pensé que se trataba de una misteriosa instrucción para Leonardo. Pero luego reparé en un detalle.

Nicolás sacó del bolsillo de sus ropajes el Libro de Horas de Durante, del que no se había apartado ni un momento. El encuadernado había sido diseñado sin duda para un fascículo bastante más voluminoso: la tapa, en lugar de ajustarse al lomo en cuya última página se leía la anotación de Durante, dejaba vacío un espacio de casi más de dos dedos. Examinó con minuciosidad el objeto, pasando esmeradamente la yema de los dedos por la rugosidad del papel y sobre las nervaduras del cosido, para después arrancar de un tirón la tapa, algo que hizo palidecer a Ginebra.

—¿Qué haces? Es un libro muy valioso...

Maquiavelo le mostró triunfante el dorso del libro, al descubierto.

—¿Lo ves? No hay ningún corte en el cosido, ni está rasgado. El libro de rezos está íntegro. Pero hay signos de que aquí había otro fascículo sobrepuesto a éste y pegado a él por un hilo de cola. Un libro doble, en definitiva, con un único cartón de nueva hechura a modo de cubierta.

—¿Y entonces?

—La palabra «sigue», al final de la última página del breviario, se refiere sin duda al segundo libro, que estaba oculto bajo la misma cubierta. Dicho de otra manera, la segunda mitad de la frase de Durante es el título de un largo texto, que ahora ya no está en el libro, y que contenía el desarrollo de la idea apuntada por él: del contraste de dos maneras de pensar en cierto modo opuestas, una basada en los sentidos y la otra en la Verdad, puede desencadenarse una terrible fuerza. Durante era médico, pero también filósofo: debía de conocer bien el contenido del libro secreto y había comprendido el significado profundo y terrible de
La transformación de la simiente
.

—Pues yo no soy capaz de entender nada...

—En realidad, tampoco yo lo comprendo. Pero Durante, sí. Es como si él supiera cuál es el arma secreta.

—Pero ¿por qué no nos lo dijo, entonces?

—Por una razón sin duda grave y que todavía desconocemos. Tengo el convencimiento de que la muerte de Durante no es fruto de la casualidad o de un malhechor cualquiera: si no fue Leonardo quien lo mató, lo hizo alguien interesado en que no se desvelara el misterio del arma. Y por el mismo motivo alguien se llevó el libro que estaba escondido bajo esta cubierta, sin prestar atención a la frase inscrita en la última página del texto religioso.

Ginebra estaba visiblemente consternada.

—Pero ¿cuándo ha podido suceder? Durante siempre llevaba el libro consigo.

—Todo indica que no era así, puesto que el Libro de Horas estaba entre sus ropas, cuidadosamente guardadas en el baúl. Aunque poco importa: allí donde lo hubiera llevado, en la excavación del Arno, en Livorno, o aquí en Florencia, cualquiera podría haberlo manipulado, aprovechando un momento de distracción de la doncella o de cualquiera de los siervos.

Ginebra movió la cabeza de lado a lado, poco convencida; luego esbozó una sonrisa, tomó las manos de Nicolás y las apretó con fuerza.

—Entonces, partiremos pronto. ¿Adónde nos dirigimos?

—Quiero mantener el secreto, por ahora.

Ginebra alzó la cabeza y le miró con los ojos muy abiertos:

—¿Pretendes tratarme otra vez como a una niñita ignorante?

—No, ya he entendido lo que quieres y sabré adaptarme. Pero no voy a revelar a nadie hacia dónde nos dirigiremos, al menos hasta que hayamos llegado a mitad de camino. Ha habido ya demasiados oídos y demasiados ojos atentos, estos días, y quizá Durante perdió la vida precisamente por eso.

—¿Puedes decirme al menos cuándo partiremos?

—De aquí a unas horas, al anochecer. Prepara poco equipaje, no iremos en el carruaje. Espero que sepas cabalgar decentemente.

—Será grande tu asombro, puedes creerme, Nicolás.

El refugio de los muertos

Al anochecer, Maquiavelo y Ginebra bajaron la escalinata y se dirigieron al patio. Allí les esperaban dos soldados montados en dos hermosos caballos árabes con su silla cobriza y las crines bien peinadas. Los mozos de cuadra habían preparado una silla de mujer, pero Ginebra, vestida como un hombre con pantalones negros ajustados, un jubón de cuero negro y el pelo recogido, los amenazó con la fusta si no preparaban su montura al uso militar, como el corcel del Secretario. Montaron, mientras los soldados, a pie, conducían al paso los cuatro caballos hasta la salida trasera del patio. Los mozos habían vendado las herraduras para amortiguar el ruido de los cascos. Finalmente, cuando ya habían superado la Puerta de San Pier Gattolini, salieron a galope por la vieja vía de Volterra.

Galoparon toda la noche, alumbrados por la luna llena, hasta las cercanías de Montefugoni, donde acamparon para dormir un poco. Con el alba retomaron el camino hacia la Valdesa, cruzando Castelfiorentino y Certaldo, y en las proximidades de los confines con Siena cambiaron la ruta, a fin de evitar encuentros peligrosos. Sólo cuando avistaron Colle decidieron pararse en una posta del camino. Renovaron los caballos, se reconfortaron con una copiosa comida y descansaron un par de horas. Ginebra no sólo no se quejó en ningún momento, sino que demostró ser más resistente que ninguno, más incluso que los dos curtidos soldados, mercenarios de origen oriental. Mientras comían, Maquiavelo no podía dejar de observarla, admirado. En un momento dado, ella levantó los ojos de la escudilla que tenía delante y le devolvió una mirada severa:

—¿Puedo saber ahora hacia dónde vamos?

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