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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

Los Cantos de Hyperion 5 - Huérfanos de la Hélice (4 page)

—Si
vienen
con intenciones hostiles —dijo Patek Georg—, el impulsor de fusión será una de nuestras armas más poderosas contra...

Dem Lia le interrumpió. Su voz era suave pero no aceptaba ningún argumento.

—Ninguna palabra de guerra con esta civilización éxter hasta que tengamos claros sus motivos. Patek, puedes revisar todos los sistemas defensivos de la nave, pero no tendremos ninguna otra discusión de grupo sobre acciones ofensivas hasta que tú y yo hayamos hablado en privado.

Patek Georg asintió con la cabeza.

—¿Hay alguna otra pregunta o comentario? —preguntó Dem Lia. No había ninguno.

Los nueve se levantaron de la mesa y se dedicaron a sus tareas.

Unas insomnes veinticuatro horas largas más tarde, Dem Lia permanecía de pie erguida en una estatura divina en el sistema de la enana blanca, con la G8 ardiendo a sólo unos pocos metros de sus hombros. El trenzado árbol mundo estaba tan cerca que hubiera podido adelantar una mano y tocarlo, rodearlo con su mano de tamaño divino, mientras al nivel de su pecho los cientos de miles de rielantes alas de luz convergían sobre la
Hélice
, cuya cola de deceleración se había reducido a la nada. Dem Lia permanecía de pie sobre la nada, sus pies firmemente plantados en el negro espacio, el anillo bosque alienígena aproximadamente al nivel de su cintura, las estrellas una enorme esfera de constelaciones y bruma galáctica esparcidas muy arriba, a su alrededor y más allá de ella.

De pronto Saigyõ se le unió. El monje del siglo X adoptó su habitual pose virreal: con las piernas cruzadas, flotando plácidamente justo por encima del plano de la eclíptica, a unos pocos metros respetuosos de Dem Lia. No llevaba camisa e iba descalzo, y su redondeado vientre añadía un toque a los buenos sentimientos que emanaban de su redondo rostro, sus ojos rasgados y sus rojizas mejillas.

—Los éxters vuelan tan hermosamente en el viento solar —murmuró Dem Lia. Saigyõ asintió.

—Observarás, sin embargo, que en realidad practican el surf sobre las ondas de choque, cabalgando a lo largo de las líneas de los campos magnéticos. Eso les proporciona esos sorprendentes estallidos de velocidad.

—Me lo habían dicho, pero no lo había visto —dijo Dem Lia—. ¿Puedes...?

Al instante el sistema solar en el que se hallaban se convirtió en un laberinto de líneas de campo magnético que brotaban de la estrella blanca G8, curvándose al principio y luego volviéndose rectas y regularmente espaciadas como una barrera de lanzas láser. La exhibición mostró su elaborado esquema de líneas del campo magnético en rojo. Las líneas azules mostraban los incontables senderos de los rayos cósmicos fluyendo hacia el sistema desde toda la galaxia, alineándose con las líneas del campo magnético e intentando formar su camino en espiral por entre las líneas del campo como agitantes salmones abriéndose camino corriente arriba para desovar en el vientre de la estrella. Dem Lia observó que las líneas del campo magnético que brotaban tanto del polo norte como del polo sur del sol se retorcían y doblaban sobre sí mismas, desviando así más ondas cósmicas que de otro modo hubieran llegado fácilmente a las lisas líneas del campo polar. Dem Lia cambió de metáforas, y pensó en los espermatozoides abriéndose camino luchando hacia un resplandeciente óvulo, y siendo arrojados a un lado por un perverso viento solar y oleadas de ondas magnéticas, aniquilados por ondas de choque que les azotaban a lo largo de las líneas del campo como si alguien hubiera sacudido fuertemente un alambre o restallado un látigo.

—Es tormentoso —dijo Dem Lia, viendo el rumbo de tantos de los éxters que rodaban y se deslizaban y cabalgaban a lo largo de aquellos frentes de choque de iones, campos magnéticos y rayos cósmicos, manteniendo sus posiciones con alas de resplandecientes campos de fuerza de energía mientras el viento solar se propagaba primero hacia adelante y luego hacia atrás a lo largo de las líneas del campo magnético, y finalmente coronando las ondas de choque hacia adelante de nuevo a medida que más rápidos estallidos de viento solar se estrellaban contra las ondas más lentas delante de él, creando tsunamis temporales que rodaban hacia fuera del sistema y luego fluían hacia atrás como una pesada resaca retrocediendo hacia la llameante playa del sol G8.

Los éxters manejaban esta confusión de geometrías, las líneas rojas del campo magnético, las líneas amarillas de los iones, las líneas azules de los rayos cósmicos, y el rodante espectro de los frentes de choque que se estrellaban con aparente facilidad. Dem Lia miró una vez hacia fuera, hacia donde la heliosfera de la gigante roja chocaba con la hirviente heliosfera de aquella brillante estrella G8, y la tormenta de luz y colores en aquel lugar le recordó un fosforescente océano de múltiples tonos estrellándose contra los riscos de un igualmente multicolor y poderoso continente de bullente energía. Un lugar agitado.

—Volvamos al display regular —dijo Dem Lia, y al instante las estrellas y el anillo bosque y los aleteantes éxters y la
Hélice
en plena frenada estuvieron de vuelta..., los dos últimos completamente fuera de escala para mostrarlos claramente.

—Saigyõ —dijo Dem Lia—, por favor invita a todas las demás IA aquí ahora.

El sonriente monje alzó unas delgadas cejas.

—¿Todas ellas aquí a la vez?

—Sí.

Aparecieron pronto, pero no al instante, cada figura solidificándose en su presencia virtual un segundo o dos antes de la siguiente.

Primero apareció lady Murasaki, más baja aún que la diminuta Dem Lia, el estilo de su túnica y su quimono de tres mil años de antigüedad cortó el aliento de la comandante en funciones.
Qué belleza dio por sentada Vieja Tierra
, pensó Dem Lia. Lady Murasaki inclinó educadamente la cabeza y deslizó sus pequeñas manos en las mangas de su túnica: Su rostro estaba pintado casi blanco, sus labios y ojos fuertemente perfilados, y su largo cabello negro estaba peinado tan elaboradamente que Dem Lia —que había llevado el pelo corto la mayor parte de su vida— ni siquiera pudo llegar a imaginar el trabajo de pinzas, horquillas, peinado, trenzado, moldeado y lavado de una masa como aquélla.

Ikkyû cruzó confiado el vacío espacio al otro lado de la
Hélice
virtual un segundo más tarde. Esta IA había elegido la vieja personalidad del hacía mucho tiempo muerto poeta zen: Ikkyû parecía tener unos setenta años, más alto que la mayoría de los japoneses, completamente calvo, con arrugas de preocupación en su frente y líneas de risa alrededor de sus brillantes ojos. Antes de que se iniciara el vuelo, Dem Lia había usado los bancos de historia de la nave para leer acerca del monje, poeta, músico y calígrafo del siglo XV: parecía que cuando el Ikkyû histórico había cumplido los setenta años, se había enamorado de un cantante ciego cuarenta años más joven que él y había escandalizado a los monjes más jóvenes cuando trasladó a su amor al templo para que viviera con él. A Dem Lia le gustaba Ikkyû.

Basho apareció a continuación. El gran experto en
haiku
decidió aparecer como un delgado y alto campesino japonés del siglo XVII, con el sombrero cónico y los chanclos de su profesión. Siempre tenía algo de tierra debajo de sus uñas.

Ryõkan penetró graciosamente en el círculo. Llevaba un hermoso atuendo de un azul sorprendente ribeteado en oro. Su pelo era largo y atado en una cola.

—Os he pedido a todos que estuvierais aquí a la vez debido a la complicada naturaleza de esta cita con los éxters —dijo Dem Lia firmemente—. Tengo entendido por el diario de a bordo que uno de vosotros se opuso a trasladarnos del espacio Hawking para responder a esta llamada de socorro.

—Fui yo —dijo Basho, hablando en moderno inglés post-Pax, pero con una voz tan rasposa y gutural como el gruñido de un samurai.

—¿Por qué? —quiso saber Dem Lia.

Basho hizo un gesto con una larga y delgada mano.

—Las prioridades de programación que acordamos no cubren este acontecimiento específico. Creí que ofrecía un potencial de peligro demasiado grande y demasiado poco beneficio en nuestro auténtico objetivo de hallar un mundo colonia.

Dem Lia hizo un gesto hacia los enjambres de éxters que se acercaban a la nave. Ahora estaban tan sólo a unos pocos miles de kilómetros. Habían estado emitiendo sus pacíficas intenciones a través de las viejas longitudes de onda durante más de un día estándar.

—¿Todavía crees que es demasiado arriesgado? —preguntó a la alta IA.

—Sí —dijo Basho.

Dem Lia asintió, con el ceño ligeramente fruncido. Siempre era inquietante cuando las IA mostraban su disconformidad en un tema importante, pero por eso precisamente los aeneanos las habían dejado autónomas tras la descomposición del TecnoNúcleo. Y por eso eran cinco a la hora de votar.

—El resto de vosotras obviamente vio que el riesgo era aceptable.

Lady Murasaki respondió con su voz baja y reservada, casi un suspiro.

—Lo vimos como una excelente posibilidad de reaprovisionamos de nuevos alimentos y agua, mientras que las implicaciones culturales eran más para que vosotros ponderarais y actuarais que para que nosotros decidiéramos. Por supuesto, no habíamos detectado la enorme nave espacial en el sistema antes de trasladamos fuera del espacio Hawking. Quizás hubiera afectado nuestra decisión.

—Ésta es una cultura humana-éxter, casi con toda seguridad con una apreciable población templaria, que no ha tenido ningún contacto con el universo humano exterior desde los primeros días de la Hegemonía, si es que lo tuvo entonces —dijo Ikkyû con gran entusiasmo—. Puede que sean el puesto de avanzada más alejado de la antigua Hégira. De toda la humanidad. Una maravillosa oportunidad de aprender.

Dem Lia asintió impaciente.

—Dentro de unas pocas horas estableceremos contacto. Habéis oído su mensaje por radio..., dicen que desean saludarnos y hablar, y nosotros hemos sido educados en nuestra respuesta. Nuestros dialectos no son tan distintos como para que el traductor no pueda manejarlos en una conversación cara a cara. Pero, ¿cómo podemos saber si vienen realmente en paz?

Ryõkan carraspeó.

—Habría que recordar que, durante más de mil años, las llamadas Guerras con los Éxters fueron provocadas primero por la Hegemonía y luego por Pax. Los asentamientos originales éxter en el espacio profundo eran lugares pacíficos, y esta distante colonia no debió de experimentar en absoluto el conflicto.

Saigyõ rió quedamente en su confortable percha sobre la nada.

—También habría que recordar que durante las actuales guerras de Pax con los éxter, esos pacíficos humanos adaptados al espacio aprendieron para defenderse a construir y usar naves antorcha, impulsores Hawking modificados, armas de plasma, e incluso algunos impulsores Pax Gedeón capturados. —Agitó su brazo desnudo—. Hemos escaneado cada uno de esos éxters que vienen, y ninguno lleva ningún arma..., ni siquiera una lanza de madera.

Dem Lia asintió.

—Kem Loi me ha mostrado pruebas astronómicas que sugieren que su nave simiente anclada se vio separada del anillo y resultó destruida hace mucho tiempo, posiblemente sólo unos pocos años o meses después de su llegada. Este sistema carece de asteroides, y la nube de Oort se halla dispersa mucho más allá de su alcance. Es concebible que no dispongan de metales ni de ninguna capacidad industrial.

—Señora —dijo Basho, con aspecto preocupado—, ¿cómo podemos saber eso? Los éxters han modificado su cuerpo lo suficiente como para generar alas de campos de fuerza que pueden extenderse a lo largo de cientos de kilómetros. Si se acercan lo suficiente a la nave, teóricamente pueden usar el efecto plasma combinado de esas alas para intentar romper los campos de contención y atacar la nave.

—Golpeados a muerte por las alas de los ángeles —meditó Dem Lia suavemente—. Una irónica manera de morir.

Las IA no dijeron nada.

—¿Quién trabaja más directamente con Patek Georg Dem Mio en las estrategias de defensa? —preguntó Dem Lia en medio del silencio.

—Yo —dijo Ryõkan.

Dem Lia ya lo sabía, pero pese a todo pensó:
Gracias a Dios que no es Basho.
Patek Georg era demasiado paranoico para formar parte del interfaz IA-humano en esta especialidad.

—¿Cuáles van a ser las recomendaciones de Patek cuando nos reunamos dentro de unos pocos minutos? —preguntó bruscamente Dem Lia a Ryõkan.

La IA dudó sólo el más ligero de los instantes perceptibles. Las IA comprendían tanto la discreción como la lealtad al humano con quien trabajaban, en su especialidad, pero también comprendían los imperativos del papel del comandante elegido en la nave.

—Patek Georg va a recomendar una extensión de cien kilómetros del campo de contención externo clase veinte —dijo Ryõkan suavemente—. Con todas las armas de energía en stand by y preapuntadas a los trescientos nueve mil doscientos cinco éxters que se acercan.

Las cejas de Dem Lia se alzaron unos milímetros.

—¿Y cuánto tiempo necesitarán nuestros sistemas para lanzar más de tres cientos mil disparos contra esos blancos? —preguntó suavemente.

—Dos coma seis segundos —dijo Ryõkan.

Dem Lia sacudió la cabeza.

—Ryõkan, por favor dile a Patek Georg que tú y yo hemos hablado y que deseo el campo de contención no a una distancia de cien kilómetros, sino mantenido a un firme un kilómetro de la nave. Puede seguir siendo un campo clase veinte: los éxters pueden ver su fuerza, y eso es bueno. Pero los sistemas de armas de la nave no apuntarán a los éxters esta vez. Presumiblemente puedan ver también nuestros escáneres de blanco. Ryõkan, tú y Patek Georg podéis realizar todas las simulaciones del combate que creáis necesarias para sentiros seguros, pero sin desviar ningún poder a las armas de energía y sin apuntar a ningún blanco hasta que yo dé la orden.

Ryõkan inclinó la cabeza. Basho restregó sus chanclos virtuales contra un invisible suelo pero no dijo nada.

Lady Murasaki agitó a medias un abanico delante de su rostro.

—Confías —dijo en voz baja.

Dem Lia no sonrió.

—No totalmente. Nunca totalmente. Ryõkan, quiero que tú y Patek Georg elaboréis el sistema del campo de contención de modo que si alguna vez un éxter intenta abrir brecha en él con plasma enfocado de sus alas solares, el campo de contención salte a clase treinta y cinco de emergencia y se expanda al instante a quinientos kilómetros.

Ryõkan asintió. Ikkyû sonrió ligeramente y dijo:

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