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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (17 page)

—Tiene toda la apariencia de ser el filamento de una soga, ¿no?

—El padre divino no tenía una soga en la terraza. Aquí sólo traía la comida, un rollo de papiro, la caja de estilos, plumas y tinta.

Amerotke se sentó sobre los talones, con la espalda apoyada en el muro. Hizo girar el cordel entre los dedos.

—Muy inteligente —murmuró—. Me pregunto, si mi teoría tiene los cimientos de piedra o de arena. —Se levantó—. Muchas gracias, Sato.

—¿Mi señor?

Amerotke le dio una palmada en el hombro.

—Me has ayudado mucho más de lo que crees.

Sato abrió la puerta y escuchó los pasos del juez supremo que bajaba las escaleras. Le siguió sin prisas y se detuvo en el portal, como había hecho la noche que habían asesinado padre divino Prem. ¿No había visto algo entonces? ¿Algo que no encajaba? ¿Qué era? El juez supremo había sido muy generoso; con el disco de plata que le había dado, quizá podría volver a alquilar los servicios de aquella bailarina que ahora se mostraba tan esquiva. No se había comportado con la misma frialdad cuando se habían acostado juntos y ella se le había entregado con gran pasión. Intentó recordar lo que había visto aquella noche. Se pasó la lengua por los labios. Iría a buscar a aquella muchacha tan hermosa y ardiente.

Amerotke salió de la torre y fue hasta los rosales que había visto desde lo alto. Los tallos eran gruesos y las espinas muy grandes. Se movió cautelosamente y entonces descubrió las ramas rotas y los hilachos de una soga enganchados en las espinas. Cerró los ojos y murmuró una plegaria.

—Me has enseñado tu rostro, Ser Divino, y me has sonreído.

—No sabía que te interesaran las rosas.

Amerotke se volvió. Shufoy lo miraba, con el bastón en una mano y la bolsa de cuero en la otra. Detrás tenía a Prenhoe y Asural, ambos sudorosos y cubiertos de polvo.

—Te hemos estado buscando por todas parte. —El capitán de la guardia del templo se enjugó la frente—. Mi señor, estoy cansado y tengo hambre. —Asural se rascó la punta de la nariz bulbosa.

—No me extraña, si persistes en ir por ahí armado hasta los dientes y con esa coraza de cuero —replicó el juez—. Venid conmigo.

Les condujo a través de los jardines, más allá del viñedo, hasta un bosquecillo de acacias donde las mariposas revoloteaban entre las flores y el perfume del aire hacía que las abejas volaran a un ritmo vertiginoso. A distancia, se perfilaba el lago divino, iluminado por los rayos del sol poniente. Amerotke les invitó a sentarse. Se tendió en el suelo y miró las copas de los árboles donde una abubilla se balanceaba en una rama, como si ella también quisiera disfrutar de la brisa vespertina.

—No te duermas —le advirtió Shufoy, acercando su rostro grotesco al de su amo—. Tenemos cosas que contarte.

—Y yo también tengo otras muchas que contaros.

Amerotke ayudó a Asural a quitarse la coraza de cuero, dio a Shufoy su anillo y le envió a las cocinas del templo. El enano no tardó en volver, acompañado de varios sirvientes que traían bandejas de pan recién hecho, ganso asado, boles de frutas y jarras de cerveza. Los sirvientes dejaron las bandejas en el suelo junto a los comensales.

—Están preparando una fiesta —anunció Shufoy—. La dama Vechlis dice que estamos todos invitados.

Amerotke sonrió mientras sus amigos aplacaban la sed.

—Ahora —dijo—, contadme lo que habéis averiguado de Pepy.

—Hay muy poco que contar —protestó Asural—, porque del tipo queda muy poco. Los maijodou llevan la investigación, así que no pude descubrir gran cosa. Pepy quizá fue un magnífico erudito, pero también era un miserable que pedía comida y vino. Entonces, súbitamente, alquila aquella habitación y lleva en la bolsa más oro y plata que cualquier comerciante rico.

—¿Y el fuego? —preguntó Amerotke.

—La habitación y la taberna ardieron hasta los cimientos. Todo lo que vimos de Pepy y la cortesana fueron los cráneos y unos pocos huesos calcinados.

—Así que ¿todo ha quedado destruido?

Asural se secó los regueros de sudor que le corrían por el cuello.

—Absolutamente todo —asintió.

—Los sabios opinan —comentó Shufoy—, que una mujer tonta actúa llevada por los impulsos, es alocada y no sabe nada. A este tonto ella le dice: «Las aguas robadas son dulces y el pan sabe mejor cuando se come en secreto.»

—¿De qué estás hablando, Shufoy?

—De la cortesana, naturalmente —replicó el enano—. En el caso de Pepy, no hay duda de que el aliento secreto de ella lo condujo a la muerte.

—¿Cuál era el origen de su súbita riqueza? —preguntó el juez supremo sin hacer caso de su enigmático sirviente.

—Nadie lo sabe —manifestó el capitán de la guardia del templo.

—¿Alguien comentó algo sobre que Pepy hubiese vendido un manuscrito?

—No. ¿Por qué? ¿Robó uno de aquí?

—Quizá lo hizo —murmuró Amerotke.

—La ganancia del pecado es la muerte —entonó Shufoy—. ¿Puede un hombre llevar fuego dentro de la camisa sin quemar a sus ropas? ¿Puede caminar sobre brasas ardientes sin chamuscarse los pies?

—En realidad, vivimos en tiempos peligrosos —intervino Prenhoe, dispuesto a mostrar sus conocimientos—. Anoche tuve un sueño, amo. Estaba sentado a la orilla del Nilo cuando salió del agua una mujer, como un cocodrilo, para copular conmigo.

—Ya está bien —interrumpió Amerotke—. Dejadme que os cuente lo que he descubierto aquí.

—Un momento, mi señor. —Asural se acomodó en la hierba—. ¿Recuerdas a Nehemu?

—¿Cómo puedo olvidarlo?

—¿Y sus amenazas? —Asural observó el rostro del juez—. Has recibido una advertencia, ¿no es así?

—Sí. —Amerotke exhaló un suspiro—. Enviaron a mi casa una tortita de semillas de algarrobo envuelta en lino y en una caja de sicomoro.

—¿Qué? —chilló Shufoy.

—Ya te puedes olvidar de los amemets —le dijo Asural a Amerotke, sin prestar atención al chillido del enano.

—¿Cómo dices?

—El gremio de los asesinos desapareció en la estación de la Siembra. Siguieron a su maestro al norte, y no se les ha vuelto a ver desde entonces.

Amerotke cerró los ojos. En un momento se vio, una vez más, en los pasadizos secretos debajo de la Gran Pirámide: el suelo se desplomaba, aplastando a los asesinos vestidos de negro.

—¿Amo?

El juez supremo abrió los ojos.

—Corre el rumor de que se han reorganizado con nuevos miembros —dijo Shufoy.

—Quedaban unos pocos en Tebas —declaró Asural—. Nada sino unos guijarros resonando en una jarra vacía. Mi señor, quiero llevarte a la otra orilla del Nilo para que conozcas a Lehket, un miembro de la sociedad de los Muertos en Vida.

Amerotke no hizo caso esta vez de la rápida exclamación de reproche de Prenhoe.

—¡Los Muertos en Vida! —exclamó Shufoy, con la boca llena. Se apresuró a tragar—. ¿Qué tiene que ver una colonia de leprosos con los amemets?

—Lehket era uno de ellos —explicó Asural—, antes de contagiarse la enfermedad. He estado con él, mi señor. Hablará contigo. Pero ahora sigamos con lo que ibas a decirnos sobre lo que pasa aquí.

El juez disimuló su inquietud. ¿Qué le diría Lehket? ¿Era una trampa? ¿Alguna astuta artimaña para llevarlo a una emboscada?

—No representa ningún peligro —añadió el guardia con un tono calmo, como si hubiera leído el pensamiento de Amerotke—. No te hará ningún daño, pero, como todos los de su calaña, quiere que se le pague en oro.

—¿Cómo lo encontraste?

—Tú tienes tus leyes, y yo tengo a mis espías —contestó Asural, con una sonrisa—. Lehket nos verá mañana, después del amanecer.

—¿Qué hay del otro asunto? —preguntó Amerotke—. La joven casada con dos hombres.

—Lo tengo controlado —afirmó Shufoy, sentencioso—. Pero, ¿qué ha estado ocurriendo en el templo de Horus? —A pesar de que no había dejado, ni por un momento, de comer a dos carrillos, había estado observando a Amerotke con mucha atención. Tenía la sensación de que algo iba muy mal. Su amo se mostraba nervioso, irritable. Apenas si había probado la comida, pero, en cambio, se había terminado la cerveza con un par de tragos.

—Me atacaron —respondió Amerotke.

—Eso ha sido una estupidez —dijo Shufoy. Levantó un dedo ante el rostro del juez con aire amenazador—. Fuiste solo a algún lugar, ¿no es así? ¡Ya te había advertido contra las imprudencias! ¡Qué diría la dama Norfret si se enterara!

Amerotke cogió el dedo del enano y se lo retorció.

—Pero ella no se enterará, ¿no es así? Ahora lo importante es que sé cómo asesinaron al padre divino Prem. Se encontraba en la torre y el asesino le hizo una visita. Tuvo que ser alguien que Prem conocía y en quien confiaba. Probablemente, bebieron una copa de vino o cerveza. Sólo que la bebida de Prem contenía una pócima que le adormeció. El criminal cogió la porra de guerra hicsa que guardaba Prem y le golpeó en la frente. El viejo cráneo de Prem debió romperse como un huevo; a continuación, el asesino se ocupó del verdadero motivo de su visita: el rollo de papiro que Prem llevaba a todas partes. Sólo que calculó mal el tiempo. Sato, el sirviente borrachín, regresó antes de lo previsto. El asesino ocultó el cadáver de Prem debajo de la cama, cogió su chal y el sombrero de paja y subió a la terraza. —Amerotke hizo una pausa—. Quizás el criminal fue más astuto. Tal vez Sato no lo sorprendió. La cuestión es que para el asesino lo importante, ahora, era salir inadvertido de la torre. —Se frotó la sien—. Hay algunos detalles que todavía no están claros. En cualquier caso, el criminal se llevó el sombrero de paja, el chal y, sí, el anillo; luego, subió a la terraza.

—¡Por supuesto! —le interrumpió Prenhoe—. ¡Allí se hizo pasar por el padre divino!

—Así es. En la penumbra, la nuca de una cabeza afeitada se parece a cualquier otra, sobre todo si está cubierta por un sombrero de paja y los hombros por un chal. Sato, deferente como siempre, creyó que era su amo, y bajó a su puesto de guardia. El asesino esperó un rato y luego bajó las escaleras. Tenía la llave de la habitación del padre divino, pero necesitaba distraer a Sato el tiempo suficiente para entrar.

—¿Deja caer el anillo?

—Sí. Sato, como buen guardián y sirviente que es, corre escaleras abajo para ir a recogerlo. El asesino abre la puerta y entra en la habitación. La luz es escasa y él se mantiene de espaldas a la puerta, Sato deja el anillo encima de la mesa. Después cierra y barra la puerta.

Amerotke hizo una pausa y desvió la mirada para contemplar la torre que dominaba los jardines.

—Es aquí cuando el asesino hizo gala de su tremenda astucia. Lanza un terrible alarido, como si a Prem lo estuvieran matando en ese momento. Por supuesto, no es más que un engaño. Ha sacado el cadáver de debajo de la cama y lo ha colocado encima. Quizás fue entonces cuando mató al anciano, golpeándolo en la frente con la porra.

—Todo está muy bien —protestó Asural—, pero ¿cómo hizo para salir?

Amerotke sonrió, complacido de tener la respuesta.

—Cuando pensamos en fugarse de una habitación situada en lo alto de una torre, tendemos a imaginar, naturalmente, en alguien que baja para huir. El asesino de Prem fue mucho más astuto. Antes de bajar de la terraza dejó caer una escala de cuerda entre las almenas, hasta la ventana de la habitación de Prem.

Shufoy comenzó a aplaudir, con una expresión de alegría en su pequeña y fea cara.

—Salió de la habitación y escaló hasta la terraza, sin olvidarse de cerrar los postigones de un puntapié.

—En cuanto estuvo de nuevo en la terraza —prosiguió Amerotke—, desenganchó la escala y la arrojó al rosal que hay al pie de la torre. Luego, tenía dos opciones: podía esperar en la terraza hasta que forzaran la puerta y luego escabullirse entre la multitud, o bien seguir a Sato escaleras abajo, ocultarse en una de las habitaciones que se utilizan como almacenes, y a continuación unirse a los guardias y los sacerdotes cuando aparecieran para echar la puerta abajo.

—Pero, ¿a qué vienen tantas sutilezas? —preguntó Asural—. ¿Por qué no envenenó al padre Prem o le atravesó la garganta con una flecha? ¿El asesino no asumió un riesgo innecesario?

—Sí, yo también me hice la misma pregunta —respondió Amerotke. Hizo una pausa, cuando un pavo real dejó oír su canto en uno de los jardines más allá de los árboles—. Tengo varias explicaciones. Primero, necesitaba que Prem dejara su rollo de papiro, tenía que matar al padre divino y robar su precioso papiro. Para conseguirlo era necesario elaborar un plan, tenía que estar seguro de que en el momento del asesinato, el manuscrito estuviera a mano.

—No hay duda de que un viejo sacerdote como Prem, probablemente tendría el manuscrito muy bien guardado —opinó Asural, mientras se servía otro vaso de cerveza—. Quizás el asesino manifestó su interés y Prem decidió compartir lo que sabía.

—En segundo lugar —continuó el juez, que jugueteaba arrancando hojas de hierba—, Prem era un hombre de costumbres. Por lo que he podido averiguar, habitualmente se le encontraba en la biblioteca o en la torre. Cuando estaba en la torre, Sato siempre estaba cerca, de aquí la necesidad de los preparativos. Seguramente, la escala de cuerda fue llevada de antemano y ocultada en algún lugar de la terraza. Por último —Amerotke espantó una mosca—, el asesino intenta crear una atmósfera de inquietud y terror. La muerte de Neria fue súbita y brutal. Probablemente, subía los escalones que comunican con los pasadizos subterráneos cuando lo rociaron de aceite y le convirtieron en una tea humana. Sospecho que lo mismo ocurrió a nuestro erudito ambulante y a su concubina. Las muertes brutales y misteriosas pueden acobardar a una comunidad religiosa poco acostumbrada a la violencia.

—¿Qué ocurrió con el rollo de papiro, con la porra de los hicsos, con la escala de cuerda? —inquirió Prenhoe.

—Estoy seguro de que el rollo de papiro fue destruido. La porra y la escala fueron arrojadas a los rosales y recuperadas más tarde. Estoy de acuerdo contigo, Asural, en que el asesino corrió un riesgo pero, al final, tuvo mucho éxito. La única vez que estuvo en peligro fue mientras escalaba desde la habitación de Prem hasta la terraza, pero si tenemos en cuenta de que ya era noche cerrada y que el tramo a recorrer era muy corto, valía la pena asumir el riesgo. Todo lo demás se puede concluir perfectamente.

—¿Qué me dices del motivo? —preguntó el guardia.

—Tiene algo que ver con la reunión de los sumos sacerdotes y la asunción de Hatasu al trono. —Amerotke se interrumpió bruscamente—. ¿Qué es lo que realmente pretende el asesino? —se interrogó a sí mismo—. ¿Neria y Prem eran amigos sinceros de la divina Hatasu y su corte? —preguntó en voz alta—. ¡Oh, Maat, sé mi testigo!

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