Ansiosa por legitimar su poder absoluto como Faraón, le bella pero implacable Hatasu ha reunido a los más sabios sacerdotes de Egipto para que debatan este asunto en el templo de Horus. Sin embargo, curiosamente, quienes defienden el derecho de las mujeres a ocupar el trono aparecen misteriosamente asesinados, y Hatasu decide poner el caso en manos de una persona de absoluta confianza, el juez supremo de Tebas Amerotke. Amerotke se enfrenta a un complejo y enigmático caso en el que las luchas por el poder hacen avanzar la acción por caminos inesperados.
Paul Doherty
Los asesinatos de Horus
Juez Amerotke 2
ePUB v1.0
Nitsy26.08.12
Título original:
The Horus Killings
Paul Doherty, 1999.
Traducción: Alberto Coscarelli
Editor original: Nitsy (v1.0)
ePub base v2.0
Mi agradecimiento a Grace (GIG)
La casa del faraón
M
ENES
: Primer faraón del Egipto unificado. Fundador de la dinastía Escorpión (3100-2750 a.C.).
H
ORAHA
: Hijo de Menes.
T
UTMOSIS
I: Faraón del Nuevo Imperio. Dinastía XVIII (Tebas, 1574-1320 a. C.).
T
UTMOSIS
II: Faraón, hijo de Tutmosis I, hermanastro y esposo de Hatasu.
H
ATASU
: Hija de Tutmosis I. Hermanastra y esposa de Tutmosis II.
El Círculo Real
R
AHIMERE
: Antiguo gran visir de Egipto, caído en desgracia.
S
ENENMUT
: Sucesor de Rahimere. Amante de Hatasu y primer ministro de su gobierno.
V
ALU
: Fiscal del reino, los ojos y los oídos del faraón.
O
MENDAP
: Comandante en jefe de las fuerzas militares egipcias.
P
ESHEDU
: Tesorero real.
La justicia
A
MEROTKE
: Juez de la Sala de las Dos Verdades (principal corte de justicia de Egipto), juez supremo de Tebas y magistrado presidente de los Tribunales de Egipto.
P
RENHOE
: Pariente de Amerotke. Escriba de la Sala de las Dos Verdades.
A
SURAL
: Capitán de la guardia del Templo de Maat, sede de la Sala de las Dos Verdades.
S
HUFOY
: Un enano sirviente personal de Amerotke.
N
ORFRET
: esposa de Amerotke.
Religión: Sumos sacerdotes de Egipto, que adoptan el nombre del dios al que se consagran.
A
MÓN
H
ATHOR
I
SIS
O
SIRIS
A
NUBIS
Templo de Horus
H
ANI
: Sumo sacerdote (adopta también el nombre de Horus)
V
ECHLIS
: Su esposa y sacerdotisa.
N
ERIA
: Jefe de los bibliotecarios y archiveros.
S
ENGI
: Jefe de los escribas.
D
IVINO PADRE
P
REM
: Sacerdote, erudito y astrónomo.
S
ATO
: Sirviente personal del divino padre Prem.
L
a primera dinastía del antiguo Egipto fue establecida alrededor del 3100 a. C. Entre esta fecha y la aparición del Nuevo Imperio (1550 a. C.) Egipto pasó por una serie de transformaciones radicales que fueron testigos de la construcción de las pirámides, creación de ciudades a lo largo del Nilo, unión del Alto y Bajo Egipto y el desarrollo de su religión alrededor de Ra
1
, el Dios Sol, y el culto de Osiris e Isis. Egipto tuvo que enfrentarse a las invasiones extranjeras, en particular la de los hicsos, vándalos asiáticos, que asolaron cruelmente el reino. Entre 1479-1478 a. C., cuando comienza esta novela, Egipto, pacificado y unido bajo el mando del faraón Tutmosis II, estaba en el umbral de un nuevo y glorioso desarrollo. Los faraones habían trasladado la capital a Tebas; los enterramientos en las pirámides habían sido reemplazados por la construcción de la Necrópolis en la orilla oeste del Nilo y por la elección del valle de los Reyes como mausoleo real.
Para que la lectura resulte más fácil, he utilizado los nombres griegos de las ciudades, como Tebas y Menfis, en lugar de los arcaicos nombres egipcios. El nombre de Sakkara ha servido para describir todo el grupo de pirámides alrededor de Menfis y Giza. También he empleado la versión más corta para la reina-faraón Hatasu, en lugar de Hatsepsut. Tutmosis II murió en el 1479 a. C. y, después de un período de confusión, Hatasu ostentó el poder durante los veintidós años siguientes. Durante este período, Egipto se convirtió en una potencia imperial y en el estado más rico del mundo.
También se desarrolló la religión egipcia, sobre todo el culto a Osiris, asesinado por su hermano Set pero resucitado por su amante esposa Isis, que dio a luz a su hijo Horus. Estos ritos deben situarse contra el fondo del culto egipcio al Dios Sol y a su deseo de crear una unidad en las prácticas religiosas. Los egipcios mostraban un profundo respeto a todas las cosas vivas: los animales, las plantas, los arroyos y los ríos eran considerados como sagrados, mientras que el faraón, su gobernante, era adorado como la encarnación de la voluntad divina.
Hacia 1479 a. C., la civilización egipcia expresó su riqueza en la religión, los rituales, la arquitectura, la vestimenta, la educación y el disfrute de un alto nivel de vida. Los militares, los sacerdotes y los escribas dominaban la sociedad y su sofisticación se manifestaba en los términos que empleaban para describir su cultura y a ellos mismos. Así, el faraón era el Halcón Dorado; el tesoro, la Casa de Plata; la guerra, la Estación de la Hiena; el palacio real, la Casa de un Millón de Años. A pesar de su sorprendente y brillante civilización, la política egipcia, tanto interior como exterior, podía ser brutal y sangrienta. El trono era, siempre, el centro de las intrigas, los celos y las amargas rivalidades. Fue en este escenario político, que apareció la joven Hatasu.
En 1478 a. C., Hatasu había sorprendido a sus críticos y oponentes tanto en el país como el extranjero. Había conseguido una gran victoria, en el norte contra los mitanni, y eliminado del círculo real a la oposición liderada por el Gran Visir Rahimere. Hatasu, una joven brillante, había contado con el apoyo de su valiente y astuto amante Senenmut, que también era su Primer Ministro. Hatasu estaba decidida a que todos los sectores de la sociedad egipcia la aceptaran como reina-faraón de Egipto. Como en todas las revoluciones ocurridas en el antiguo Egipto, el beneplácito y el apoyo de los sacerdotes era vital.
P
AUL
D
OHERTY
E
l nómada se apeó del dromedario; la montura amarilla y roja y los arneses estaban cubiertos de un polvo muy fino, y se veían rotos y agrietados porque el nómada se los había quitado al cadáver de un mensajero real que había perdido el rumbo y la vida en las áridas Tierras Rojas, al este de la ciudad de Tebas. El nómada, un explorador enviado por su tribu, cogió el arco pequeño que llevaba colgado a la espalda y se aseguró de tener la aljaba a mano. Iba vestido, de pies a cabeza, con un albornoz gris sucio y andrajoso. Sólo asomaban los ojos que escudriñaban, alerta a través del extraño crepúsculo azulado del desierto.
Había llegado al oasis de Amarna pero le había alarmado el sonido de las ruedas de un carro y las voces traídas por el aire del desierto. Tenía que ser muy precavido. Esta región nunca estaba tan vacía como parecía. Los escuadrones de carros y los exploradores de Tebas venían muy a menudo por aquí, sin contar las partidas de caza. Había que evitarlos a todos. Además, los nobles tebanos siempre hacían sentir su furia, así que los nómadas sólo atacaban cuando estaban seguros de obtener una victoria fácil. En el desierto había otros peligros. Los cotilleos y las murmuraciones pasaban de boca en boca entre las tribus. Se decía que en el oasis de Amarna había aparecido un gigantesco león de melena dorada, un devorador de hombres que acechaba a los habitantes del desierto, y que, a menudo, según algunas de las versiones que corrían sobre él, atacaba los campamentos durante la noche.
El nómada colocó una flecha en el arco y avanzó sigilosamente. El carro estaba solo, con la barra de tiro apoyada en el suelo. ¿Dónde estaban los viajeros? ¿Los caballos? Observó el suelo, en medio de la penumbra, y advirtió las rodadas de otro carro, el que había escuchado hacía poco, que regresaba a la ciudad a todo galope. El nómada apartó la tela que le tapaba la boca y la nariz. Olió un delicioso perfume y lo saboreó. Le recordaba el día que su tribu había acampado en las afueras de Tebas y él había ido a una casa de placer. Siempre recordaría a la sinuosa bailarina con la peluca aceitada, los largos pendientes que se movían al compás de la danza y la piel cobriza de su cuerpo bañado en perfume. Había pagado bien por usarlo, una experiencia que, incluso ahora, le hacía la boca agua.
Se acercó un poco más. Percibió los olores de la comida, vio restos de una hoguera, una taza rota y un pellejo de vino. Se acercó al carro un poco más confiado. La aljaba de piel de leopardo donde se guardaban las jabalinas estaba vacía. El arco y la aljaba con las flechas, que era costumbre llevar colgados de un gancho en la barandilla de bronce, también habían desaparecido. ¿Dónde estaba el propietario? El nómada observó el carro con atención. La cesta de mimbre estaba pintada de color azul y llevaba tachones que eran estrellas de plata; las pequeñas cuatro ruedas eran rojas, y los ejes negros indicaban que no se trataba de un carro de guerra sino del juguete de algún noble tebano. A espaldas del hombre, el dromedario, por lo general dócil, resopló asustado. Estiraba el cuello en toda su longitud y movía la cabeza sin cesar. El errante vacilaba entre el miedo y la codicia. El carro valía dinero y los nobles tebanos, ebrios de vino, serían una presa fácil; las armaduras, las ropas y las joyas se las pagarían a buen precio en cualquiera de los muchos mercados a lo largo del Nilo. Sin embargo, debía ser precavido.