—No sabes lo que me gustaría tener sueños como los tuyos. —Asural exhaló un suspiro.
—Ya está bien —afirmó Amerotke—. Parte de tu sueño está a punto de convertirse en realidad —le dijo al escriba—. Quiero que vayas a buscar un cubo de agua y que te reúnas conmigo junto a la estatua de Horus, aquella que está rodeada con cedros del Líbano.
—¿Un cubo de agua, mi señor?
—Haz lo que te digo y no preguntes.
Prenhoe se marchó a la carrera. Amerotke volvió a recomendarle a Asural que se mantuviera alerta, y después también se fue. En los jardines, bañados por la luz del sol, se respiraba un ambiente de paz, y el aire olía a rosas en flor y a la fragancia de los jacintos y los lirios. Los sacerdotes caminaban hacia el santuario para el sacrificio de la tarde, cuando abrirían las puertas del Naos para vestir y alimentar a su dios. Se oía la música que interpretaban en el interior del templo el choque de los címbalos, el golpeteo de las sistras y las voces del coro:
Para ti, oh Horus, Halcón Dorado,
todas las alabanzas,
Tus alas se extienden de un extremo del firmamento al otro,
Señor de la Vida.
Amerotke siguió su camino. Todo inducía a la calma y a la tranquilidad del espíritu, pero él debía estar alerta y vigilante; sin duda, la persona que había intentado matarlo en el Nilo también era la autora de la muerte de Sato. Sabía muy poco del alma, del funcionamiento de la mente humana, excepto lo que había aprendido al dispensar la justicia del faraón. La mayoría de los crímenes que habían pasado por el tribunal tenían que ver con la pasión, la lujuria, el deseo mal enfocado, con hombres y mujeres que se habían dejado arrastrar por la furia o la codicia. Sin embargo, de vez en cuando, se había cruzado con seres cuyas almas vivían envueltas en la noche eterna, que actuaban con malicia, dispuestos a sembrar la muerte y la destrucción. Siempre se había preguntado si tales individuos eran cuerdos o si estaban poseídos por Seth, el dios pelirrojo. Los asesinatos cometidos en el templo de Horus tenían ese corte, habían sido realizados por alguien que obraba con malicia y dispuesto a salirse con la suya sin preocuparse de las consecuencias para los demás.
Amerotke llegó al bosquecillo de cedros del Líbano y se detuvo en la sombra. Pero, ¿por qué? Los asesinatos habían comenzado cuando el consejo de sumos sacerdotes se había reunido para discutir la ascensión al trono de la divina Hatasu. El juez recordó a Amón poseyendo a la bailarina del templo contra una pared. ¿Era ésta su verdadera actitud con las mujeres? ¿Esclavas, juguetes sexuales? ¿Objetos propiedad del templo? ¿Amón y los demás se oponían ferozmente a que una mujer se sentara en el trono del faraón y llevara la doble corona? ¿Sobre todo si se trataba de una mujer tan joven que podía ser hija, o incluso nieta, de ellos? Amerotke ya se había encontrado antes con estos prejuicios. La casta sacerdotal está integrada, casi en su totalidad, por hombres. Era cierto que algunas mujeres, como Vechlis, llegaban a ocupar cargos muy importantes, pero siempre eran subordinados. ¿El odio y el resentimiento machista estaba en la raíz de los asesinatos?
Amerotke se puso en cuclillas y contempló el vuelo de una mariposa entre las flores; sus alas batían en la brisa vespertina. Hatasu era una joven que no se molestaba en disimular su desprecio por las convenciones y los rituales. El juez supremo rendía culto a la diosa de la Verdad, pero tenía serias dudas sobre otros aspectos de la religión que se practicaba en los templos. ¡Había sacerdotes que adoraban a monos, gatos, e incluso a los cocodrilos! ¿Hatasu compartía sus opiniones? Algunas veces, durante las ocasiones más solemnes, la había visto sonreír para ella misma, con una mirada de picardía. ¿Los sumos sacerdotes habían intuido que se burlaba de sus rituales? Además, Hatasu había vivido a la sombra de su padre Tutmosis I y después como fiel y sumisa esposa de su hermanastro Tutmosis II. Los sacerdotes y los nobles de Tebas se habían acostumbrado a ella, y sencillamente, la descartaban como una muchacha de noble cuna sin la menor importancia. Hatasu, sin embargo, había saltado como una pantera desde la oscuridad. Había marchado al norte, para conseguir una aplastante victoria sobre los enemigos de Egipto. Después, había regresado a Tebas para depurar el círculo real y, junto con Senenmut, un vulgar plebeyo, había designado a sus candidatos para la Casa de la Guerra y la Casa de la Plata. Tales acciones sólo habían servido para alimentar la furia en los corazones de hombres como Amón. Una simple muchacha no tenía ningún derecho a ejercer semejante poder, a llevar los atributos imperiales y a obligarles a besar el suelo ante ella. Por lo tanto, ¿podían ser todos estos asesinatos obra de Amón y su grupo?
—¿Mi señor?
Amerotke se sobresaltó al escuchar la voz. Levantó la vista. Prenhoe estaba junto a él con un cubo en la mano.
—Muy bien. —El juez supremo se levantó—. Ven conmigo.
Llevó a Prenhoe hasta las oscuras y lóbregas escaleras que llevaban a la cripta. Cuando llegaron a la puerta, dijo a Prenhoe que se hiciera a un lado. Se puso de rodillas y no tardó en encontrar lo que estaba buscando: una mancha oscura en una de las esquinas del suelo de lajas de pizarra blanca. La tocó con los dedos.
—No es agua —murmuró el juez—. Tiene todo el aspecto de ser aceite.
—¿Es aquí donde el asesino de Neria dejó el aceite? —preguntó el escriba.
—Así es. Aquí dejó el cubo de aceite. —Amerotke asió una de las antorchas que alumbraban el lugar. Abrió la puerta y entregó la antorcha a Prenhoe—. Baja las escaleras.
Prenhoe tragó saliva. La cripta era un lugar helado y sombrío: incluso desde el rellano veía las huellas del fuego en los escalones, las manchas de hollín en la pared.
—Quiero que bajes hasta el final y vuelvas a subir, Prenhoe. Intenta hacerlo con la mayor naturalidad posible.
Prenhoe obedeció. Escuchó como se cerraba la puerta mientras bajaba las escaleras. Cuando llegó a la planta se detuvo y se volvió. Intentó no fijarse en las sombras que parecían cobrar vida con las oscilaciones de la llama de la antorcha. Se armó de valor y comenzó a subir. Estaba casi seguro de lo que iba a ocurrir.
Amerotke sonrió al otro lado de la puerta. Pudo oír con toda claridad las pisadas de Prenhoe y el eco en la cripta. Esperó, calculando la distancia, y entonces abrió la puerta, levantó el cubo y, aunque Prenhoe se agachó, consiguió empaparlo. Luego, arrojó el cubo de cuero sobre los escalones, como si fuera una lámpara o una antorcha. Prenhoe salió de la cripta calado hasta los huesos.
—Lamento mucho haberte mojado. —Amerotke sonrió con afecto—. Pero necesitaba ver lo rápida que fue la muerte de Neria. En lugar de agua y un cubo de cuero, le echaron encima aceite y una lámpara o una antorcha. Lo mismo ocurre en los asedios. El aceite arde con mucha facilidad; basta una mínima llama para que un hombre se convierta en una tea. —Amerotke hizo una pausa y utilizó su túnica para secar el rostro de Prenhoe—. El asesino vio que Neria bajaba a la cripta y decidió matarlo. Esperó aquí, en un lugar desierto y desolado del templo. Recuerda que los demás estaban participando de la fiesta ofrecida después de la visita del faraón.
—¿Por qué? —preguntó el escriba—. ¿Por qué no le envió a Neria una jarra de vino envenenado, no le asestó una puñalada en la oscuridad o lo atravesó con una flecha disparada desde algún seto? Pese a todo, aun no consigo entender sus motivos.
—El asesino estaba furioso con Neria, quería negarle la vida y, a la vez, un entierro honorable. Pero estoy de acuerdo contigo en que podría haber matado al pobre bibliotecario de otras muchas maneras. ¿Por qué, precisamente, de esta manera?
—¿A Pepy también lo mató de la misma manera?
—Ah, aquello fue distinto. —Amerotke le hizo un gesto y juntos subieron las escaleras—. En mi opinión, el asesino quería matar a nuestro erudito ambulante y destruir todo lo que tenía en su habitación. Verás, Prenhoe, el asesino no sólo quería matar a estos hombres, sino también eliminar cualquier cosa que pudieran tener: libros, notas, textos que quizá copiaron en la biblioteca.
—¿O lo que Pepy robó? —apuntó Prenhoe.
—Si robó algo —respondió Amerotke—, seguramente ya lo había vendido, cosa que explicaría la repentina riqueza de nuestro buen erudito ambulante. —Hizo una pausa—. Pero quizás eso no sea lo cierto.
—¿Qué, mi señor?
—Nada, Prenhoe. —Amerotke rodeó los hombros de su pariente con un brazo—. Lamento mucho el remojón.
Regresaron a sus aposentos. Shufoy estaba despierto y le explicaba a Asural cómo ciertas enfermedades se propagaban con el roce de la mano o, incluso, a través del mal aliento. El capitán de la guardia del templo parecía muy interesado en el tema; se disponía a pedirle a Shufoy un poco de su ungüento mágico cuando entraron el juez y el escriba. Shufoy miró a su amo con una expresión indignada y murmuró algo sobre «no ser digno de confianza a la hora de ayudar.»
—¡Pero si dormías a pierna suelta! —replicó Amerotke—. Roncabas como un cerdito. —Se puso en cuclillas junto al enano—. O como un guerrero cansado después de la batalla. —Levantó la vista—. Asural, sé que has estado recorriendo los mercados y que le tienes echado el ojo a una vaina hitita. Cuando esto se acabe, la vaina será tuya. Y para ti, oh vigilante del aliento y guardián del ano, un cofre médico hecho con el mejor roble, con una cerradura especial y una bolsa de cuero para que te la cuelgues del hombro. Podrás vender tus pócimas y remedios de un extremo al otro de Tebas. Ahora, deseo estudiar en la biblioteca.
Les ordenó que permanecieran en sus aposentos. Luego se quitó la túnica sucia y arrugada. Vestido sólo con el taparrabos bajó al jardín y nadó un rato en uno de los estanques sagrados, construidos adrede y que llenaban con agua del Nilo. El agua estaba tibia y perfumada con el aroma de los lirios y los lotos que flotaban en la superficie. En el pequeño templete, junto al estanque, se purificó la boca y las manos con sal de natrón, se roció el cuerpo con agua bendita de la pila y volvió a su habitación, donde Shufoy le tenía preparada una túnica limpia, un cinturón bordado y otro par de sandalias. El enano insistió en que llevara una daga, permaneciendo a su lado mientras Amerotke se frotaba el rostro con aceite y se delineaba los ojos con kohl negro.
—Ten mucho cuidado, amo —murmuró.
—Como un gato en un callejón —replicó el juez—. Y lo mismo vale para ti. No comas ni bebas nada que te traigan. Ve a buscar tu comida a las cocinas.
Amerotke se fue a la biblioteca. Khaliv, el joven escriba, estaba a punto de cerrar la sala, pero accedió gustosamente a quedarse. Siguió al juez supremo, que recorría la sala mirando las estanterías donde se amontonaban los manuscritos y los rollos de papiro.
—¿Qué estás buscando, mi señor?
Amerotke palmeó el hombro de Khaliv.
—Lamento ocupar tu tiempo libre y el de los guardias.
—Tampoco es para tanto. No hemos tenido muchos visitantes —contestó el bibliotecario—. Esos siniestros crímenes han reducido la actividad del templo. La gente tiene miedo. Nuestros visitantes se presentan en grupo.
—Sí, de eso no me cabe la menor duda —admitió Amerotke, con un tono seco—. ¿Quiénes tienen llaves de esta sala?
—El sumo sacerdote Hani y yo. No, no, espera un momento. —El joven se apoyó una mano en la frente—. Le dimos un juego a nuestros visitantes. Creo que lo guarda Amón.
—Así que cualquiera puede robar aquí cuando los guardias se marchan.
—No. Hay un centinela durante toda la noche y las cajas y los cofres están cerrados con llave.
Amerotke se sentó en un taburete e hizo un gesto al bibliotecario para que se sentara él también.
—Confío en ti, Khaliv. Quiero hacerte algunas preguntas. Neria fue el primero en morir. ¿Llegaste a descubrir, en algún momento, lo que leía o estudiaba?
El bibliotecario sacudió la cabeza.
—Neria era un erudito. Entraba aquí como una mariposa y revoloteaba de un manuscrito a otro. Le dejaba coger lo que quisiera. Después de todo, él era el jefe de los archiveros y guardián de los rollos.
—¿Alguna vez le escuchaste hablar con el padre divino Prem?
—Por supuesto, pero nunca hablaron de nada importante, aunque el padre divino Prem era su confesor.
Amerotke hizo lo posible por ocultar su desencanto.
—¿Qué me dices del erudito Pepy?
—Neria se mantenía apartado de Pepy. Le caía muy mal. Lo consideraba como una persona vulgar, lo mismo que todos nosotros.
Amerotke desvió la vista hacia la puerta. Sengi, el jefe de los escribas, acababa de entrar en la sala. «Ah, sí», pensó el juez. «No debo olvidarme de ti, que te mueves como una sombra por el templo.»
—¿Puedo ayudarte? —Sengi se sentó sin esperar a que lo invitaran.
—Sí, ambos me podéis ayudar —contestó Amerotke—. Digamos que habéis robado un manuscrito del templo. ¿Dónde iríais a venderlo?
Sengi miró al joven bibliotecario.
—Aquí no —respondió.
—¿Te refieres en el templo?
—No, me refiero a Tebas.
—Sí, eso es lo que pensaba —asintió Amerotke—. La investigación que Pepy realizó aquí no le cansaría demasiado, ¿verdad?
—No estoy muy seguro de entenderte, mi señor —dijo Sengi, intrigado.
—Pepy era un insolente, un hombre que consideraba que te estaba haciendo un favor con saludarte. Ni siquiera estoy seguro de que fuera tan estudioso y un gran erudito. Siempre estaba persiguiendo a las muchachas y bebía más de la cuenta.
—Pero nunca mencionó que hubiese descubierto alguna cosa, ¿verdad?
—No —respondió Sengi—, aunque, en algún momento, le hubiera pedido que me diera un informe de su trabajo.
—Ah. —Amerotke sonrió—. Sigo el hilo de tu argumento. Pepy no tenía que esforzarse mucho, ¿no es así? Era hostil a la idea de que el divino faraón fuera una mujer. Podía sentarse tranquilamente, hurgarse los dientes y decir: «He estudiado esto y aquello. No he descubierto nada para justificar que Hatasu ocupe el trono.»
La inquietud de Sengi, al escuchar estas palabras, se hizo patente.
—Has estado jugando a algo muy peligroso, mi señor —comentó el juez supremo con un tono áspero—. La divina Hatasu no se mostrará muy conforme con aquellos que frustren su voluntad y la de los dioses.
—Nosotros somos eruditos —protestó Sengi—. El consejo se reunió por petición de la propia Hatasu. No podemos inventarnos las pruebas del aire.