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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (7 page)

Entró en el templo, y caminó a buen paso por los umbríos pasillos con suelo de mármol que conducían a la parte trasera de la Sala de las Dos Verdades. Prenhoe le esperaba, dando saltitos de impaciencia. Le enseño un pequeño rollo de papiro en el que aparecía el sello del cartucho del faraón.

—Te esperaba, amo. El mensajero dijo que era urgente.

Amerotke cogió el rollo, besó el sello y lo rompió. El mensaje, escrito de puño y letra de Senenmut, era breve: «Se cita a Amerotke a la Casa del Millón de Años. Deberá presentarse para la audiencia inmediatamente antes de la puesta de sol.»

—¿Algún problema? —preguntó Prenhoe—. Anoche tuve otro sueño, amo. Shufoy y yo compartíamos una muchacha…

El magistrado entró en la pequeña capilla y le cerró la puerta en las narices a su pariente, pero el escriba no se dio por vencido; en términos muy descriptivos le relató el sueño, a voz en grito, desde el otro lado. Amerotke se ocupó rápidamente de su aseo, se purificó manos y boca, se puso las insignias, y abrió la puerta.

—Si dices una palabra más sobre tus sueños —advirtió a Prenhoe—, te enviaré de vuelta a la Casa de la Vida.

—Amo, no puedes hacerme eso. Me presentaré a los exámenes al final de la estación de la siembra.

—Pues entonces, estudia mucho. ¡Prenhoe, la corte espera!

En cuanto ocupó su silla y miró los papiros que le entregó el director de gabinete, comprendió que el siguiente caso sería tan grave como difícil. Echó una ojeada. Todos estaban en sus sitios, y por una vez no lo miraban a él, sino que todos los ojos convergían en el joven oficial de carros arrodillado en los cojines dispuestos en el lugar de los acusados. Amerotke le sonrió. El joven parecía nervioso. Tironeaba las borlas de su túnica, o manoseaba el brazalete de cobre que lo identificaba como oficial del escuadrón Pantera del regimiento de Anubis. El juez estaba al corriente de los rumores; la propia Norfret le había relatado los cotilleos de sus amigas en la ciudad. Amerotke hacía todo lo posible por mantener su mente libre de los rumores; se cuidaba mucho de intervenir en las conversaciones, de decir algo que pudiera ser malinterpretado. Miró a su director de gabinete.

—Creía que este caso no estaba, todavía, listo para ser presentado ante esta corte.

El director de gabinete, un hombre de rostro severo, meneó la cabeza y señaló la cámara del juez.

—Dejé un mensaje allí esta mañana, mi señor, pero el ataque de aquel asesino… —Dejó la frase sin acabar, después añadió—: Este asunto no puede esperar más tiempo.

Amerotke leyó el resumen de los antecedentes en el papiro que tenía sobre los muslos. Las circunstancias de este caso habían llegado hasta el último rincón de Tebas, para delicia de los chismosos y los amantes de los escándalos. El joven que tenía delante, Rahmose, era el hijo menor de Omendap, comandante en jefe de las fuerzas armadas de Egipto, uno de los amigos personales de Senenmut y Hatasu, y un hombre que había desempeñado un papel importantísimo en el ascenso al poder de la reina. Según el resumen, Rahmose había sido amigo íntimo de otros dos jóvenes oficiales, Banopet y Usurel, que eran los hijos mellizos de Peshedu, administrador de la Casa del Pan y tesorero de la Casa de la Plata. Peshedu, uno de los hombres más ricos de Egipto, controlaba la venta de los cereales y de la plata procedente de las principales ciudades del reino. Los hijos de Peshedu habían discutido con Rahmose. Se habían marchado con su carro a las Tierras Rojas para dirigirse a la Sala del Mundo Subterráneo, el gran laberinto construido en el desierto por los hicsos. Al parecer, Rahmose los había seguido al desierto con la intención de hacer las paces. Había conducido su carro hasta la Sala del Mundo Subterráneo, pero se había encontrado con que sus dos compañeros habían entrado en el laberinto. Dispuesto a gastarles una broma, había desenganchado a los caballos del carro de los hermanos y se los llevó de vuelta a Tebas.

Transcurrió todo un día sin que regresaran los dos jóvenes oficiales. Se ordenó la búsqueda y encontraron el carro, además de los restos de un nómada que había sido atacado por algún animal salvaje. Los exploradores destacados a las Tierras Rojas encontraron las huellas de un león enorme. Según los rumores, la bestia, apodada
Quebrantador de huesos
y
Devorador de hombres
, rondaba el oasis para gran terror de los viajeros y habitantes de la zona. Pero lo más importante era que no se había encontrado rastro alguno de los dos oficiales, así que Peshedu había acusado a Rahmose del asesinato de sus hijos. Amerotke acabó la lectura del escrito, y miró al joven.

—¿Eres un asesino, Rahmose?

—No, mi señor.

—¿Por qué ellos fueron al laberinto? ¿Iban armados?

—Sí, además de pellejos de vino y comida —respondió Rahmose, visiblemente nervioso—. No hacía mucho, en el transcurso de una fiesta, se vanagloriaron de que eran capaces de entrar en el laberinto y salir ilesos.

—Algo que no deberá ser muy difícil.

—Mi señor juez, ¿alguna vez ha estado en el laberinto?

—He estado en las cercanías. —Amerotke miró al jefe de los escribas—. ¿Qué se sabe del laberinto, de la Sala del Mundo Subterráneo?

—De acuerdo con la leyenda, mi señor —contestó nervioso el escriba—, antes de que la Casa Divina los expulsara, los hicsos edificaron una fortaleza inexpugnable cerca del oasis de Amarna.

El jefe de los escribas, un hombre pomposo y rechoncho, se hinchó como un pavo real ante la oportunidad de exhibir sus conocimientos. Amerotke comenzó a tabalear sobre la rodilla, una señal de que empezaba a dominarlo la impaciencia. Sin embargo, el jefe de los escribas no estaba dispuesto a renunciar a su momento de gloria.

—Los dioses de Egipto intervinieron —declaró sonoramente—. La gran serpiente terráquea, Apep, se sacudió…

—En otras palabras, que hubo un terremoto —le interrumpió el juez.

—La gran serpiente se sacudió —continuó el funcionario—. La gran fortaleza se derrumbó, el rey hicso tenía el alma oscura. Llevaron esclavos y prisioneros de guerra a las Tierras Rojas y los bloques de granito fueron reordenados para formar un enorme laberinto. Los hicsos disfrutaban con la muerte. Hombres, mujeres y niños fueron conducidos al laberinto, sin agua ni comida. Todos murieron, y sus esqueletos quedaron dispersos por los sombríos pasillos del laberinto.

Un murmullo de desaprobación, ante tales prácticas sacrílegas, retumbó en la sala. Matar a un hombre, y después negarle a su cadáver el sepelio correcto era la más infame de las crueldades, porque le negaba al alma el poder de viajar al oeste más allá del horizonte lejano.

—Algunas veces —prosiguió el principal de los escribas—, se soltaban animales salvajes en el laberinto. Ellos, también, se perdían, o tenían que depender de la carne humana para su sustento.

—¿Y ahora? —preguntó Amerotke—. ¿Es posible que las fieras salvajes todavía ocupen el laberinto?

Prenhoe levantó el estilo.

—Lo dudo, mi señor. —El joven sonrió, un tanto avergonzado, cuando el jefe de escribas chasqueó la lengua para reprocharle su intervención.

—Continúa, Prenhoe —dijo Amerotke.

—La Sala del Mundo Subterráneo es un laberinto enrevesado —explicó el joven escriba—. Un animal salvaje, como un león o una hiena, quizá podría salir del lugar, pero —Prenhoe dejó el estilo sobre la tablilla— dudo mucho que se arriesgaran a entrar.

El principal de los escribas, dispuesto a reafirmar su autoridad, levantó una mano para pedir la palabra.

—Hay otro hecho a tener en cuenta.

El juez supremo asintió.

—La Sala del Mundo Subterráneo es un lugar solitario con una fama siniestra. Los nómadas y otros pobladores del desierto se cuidan muy mucho de entrar en el mismo. Pero, a lo largo de los años, los jóvenes espadas de la corte, jóvenes alocados —en el rostro del escriba apareció una sonrisa desdeñosa—, algunas veces van allí para poner a prueba su valor.

—¿Y?

—Algunos salen, mi señor. Otros no.

—¿Qué quieres decir?

—Que, sencillamente, desaparecen. Los rumores hablan de los demonios que acechan en el lugar para capturar el cuerpo y el alma de aquellos que entran.

Amerotke miró la luz del sol que entraba por el pórtico, un rayo dorado y ardiente donde bailaban las motas de polvo. Le hubiera gustado decir que él no creía en demonios, que los hombres no desaparecían, sin más.

—¿Se ha buscado a aquellos que se perdieron? —preguntó.

—Oh, sí, mi señor juez, pero nunca se encontró el menor rastro de ninguno de ellos. Sólo los esqueletos de aquellos que mataron los hicsos.

—¿Y esta vez? —Amerotke empezó a dar golpes con el pie, impaciente.

—En esta ocasión, han desaparecido dos jóvenes oficiales, señor juez, los hijos mellizos de uno de los ministros del faraón.

Amerotke miró a Rahmose. Sin duda, este hombre había actuado con una gran imprudencia, pero ¿era culpable de asesinato?

—¿Se ha realizado una búsqueda exhaustiva? —preguntó.

—Sí, mi señor. Llamaré al oficial que dirigió la búsqueda, con tu permiso.

Amerotke asintió, y el jefe de los escribas se levantó y dio una palmada.

—¡Que Kharfu se presente ante la corte!

Hubo un movimiento en el fondo de la sala. Asural se hizo a un lado y un hombre alto y nervudo se adelantó. Iba vestido con una gorra de cuero, botas de montar hasta las rodillas, una falda de guerra con hebillas y botones de bronce, y sobre el pecho desnudo, un ancho cinturón de cuero. Los bolsillos y las fundas estaban vacíos. No se permitía que los testigos llevarán armas en presencia del juez supremo de Tebas. Amerotke señaló los almohadones rojos dispuestos cerca del pequeño camarino de Maat. El hombre se puso en cuclillas, apoyó los dedos en el camarino y, con los ojos cerrados, repitió el breve juramento que leyó un escriba. Amerotke observó a Kharfu con atención. Era un soldado típico, el rostro curtido, las mejillas hundidas, los ojos entrecerrados de tanto mirar contra el sol ardiente y los vientos del desierto. El cuerpo musculoso mostraba las marcas rosadas de las cicatrices. El juez se fijó en las muñequeras con borlas y en las plumas rojas y azules cosidas en el cintura de la falda. Un soldado pero también un tipo elegante. Un hombre al que le gustaba exhibirse en las tabernas y llamar la atención de las bailarinas.

—¿Tú eres Kharfu?

—Sí, mi señor.

—Quítate la gorra en la corte —dijo Amerotke, en voz baja.

El soldado le obedeció en el acto.

—¿Eres un soldado?

—Jefe de exploradores en el regimiento de Isis, la brigada Gacela.

—¿Te enviaron a buscar a los hombres desaparecidos?

—A mí y a otra docena de la brigada. Partimos a primera hora de la mañana siguiente a la desaparición.

—¿Qué encontraste?

—Un carro, sin las jabalinas, los escudos ni las aljabas.

—¿Así que los dos oficiales se llevaron las armas al laberinto?

—Eso parece, mi señor. Quedaban los restos de una hoguera, una taza rota y un pellejo de vino vacío. También encontramos los restos de alguien que, seguramente, debió de ser un vagabundo del desierto, huesos, algunas manchas de sangre; y jirones de ropa, junto a las huellas de un león. El vagabundo se acercó desde el oasis cercano. Su burro había escapado.

—¿Es posible que el león atacara a los hombres desaparecidos?

El explorador meneó la cabeza.

—Envié a uno de mis hombres para que rodeara todo el laberinto. No encontramos rastro alguno de animal.

—¿Cuántas entradas tiene el laberinto?

—Cinco o seis. No descubrimos ninguna huella, excepto en la más próxima, donde habían el carro.

—Continúa.

—Las huellas estaban muy borrosas, pero mis muchachos son muy buenos. Descubrieron las huellas de dos hombres que habían entrado.

Amerotke señaló al acusado.

—¿Pudo haber entrado?

—Quizá, pero nosotros no encontramos ninguna huella.

—¿Cómo sabemos que los dos oficiales no están todavía en el laberinto, deambulando perdidos, débiles, hambrientos, o enloquecidos de sed?

—No creo que estén vivos, mi señor. Al parecer, Usurel llevaba un cuerno de caza. Si estaban perdidos, lo hubiese hecho sonar. Además, les dije a mis hombres que sonaran los suyos. No obtuvimos ninguna respuesta.

—¿Qué más hiciste? —quiso saber Amerotke.

—Desconfiábamos de entrar. No nos asustaban las leyendas, pero existía la posibilidad de que el león devorador de hombres estuviera oculto en alguno de los pasillos. Pero algunos de mis hombres nacieron en las regiones montañosas, son buenos escaladores, y las piedras están separadas entre sí un par de pasos.

—¡Ah! —Amerotke sonrió. Se acomodó mejor en la silla—. ¿Así que ordenaste a los exploradores que subieran a los bloques?

—Sí, mi señor. Subieron a los bloques, y fueron saltando de uno al otro. Un trabajo agotador, pero lo hicieron. Recorrieron todo el laberinto. Encontraron otros esqueletos, pobres desgraciados que murieron allí hace años. Pero no encontramos ni un solo rastro de los dos oficiales: Banopet y Usurel.

—Muy bien. —El juez supremo miró a Rahmose—. ¿Cuál es tu versión de los hechos?

—Hace dos días, mi señor, mis dos amigos y yo tuvimos una discusión.

—¿Cuál era el tema?

—El coraje. Querían que me uniera a ellos para recorrer el laberinto. Me negué. Me trataron de cobarde.

—¿Dónde tuvo lugar la discusión?

—En una taberna, cerca del santuario de los Botes. Dijeron que lo harían sin mí. —El joven jugueteó, nervioso, con la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello—. A la mañana siguiente, se presentaron en mi casa para que los acompañara. Una vez más, rechacé la oferta. Se marcharon en su carro, burlándose de mí.

—¿Y tú decidiste seguirlos?

—Sí, mi señor, pero cuando llegué a la Sala del Mundo Subterráneo, el día ya estaba muy avanzado. No había ninguna señal de mis dos amigos. Sin embargo, oí que alguien cantaba. Me pareció que era Usurel.

—¿Alguien que cantaba? —Amerotke se inclinó hacia adelante.

—Sólo algo que traía la brisa y que sonaba como una canción. Me puse furioso. Me dije que le daría una lección. Así que desenganché los caballos del carro y me los llevé a Tebas.

—¿No fue un proceder un tanto estúpido?

—Visto ahora, sí, mi señor, pero pretendía ser una broma. No hacían otra cosa que proclamar su valentía y resistencia. Pensé que una larga caminata de regreso a casa les enseñaría un poco de humildad. Eran dos oficiales, bien armados.

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