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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (14 page)

—¿Te comentó alguna cosa?

—No. —El bibliotecario sacudió la cabeza—. No lo hizo. Neria podía ser muy reservado. Desde luego, Pepy le molestaba mucho. En una ocasión, les escuché discutir acaloradamente, pero no sé cuál era el motivo.

Vechlis golpeó la mesa con sus uñas pintadas de rojo.

—Neria era un hombre muy querido, pero cuando se trataba de conocimientos era un miserable. Encontraba verdaderas joyas, artículos preciosos, pero se los guardaba celosamente.

—Neria también estaba involucrado en la búsqueda de pruebas para confirmar o negar el derecho a gobernar de la divina Hatasu, ¿no es así?

—Has acertado, mi señor —admitió Hani.

—No puedo hablar por Pepy, pero Neria estaba muy ocupado —añadió Vechlis—. A menudo, le veía escribir aquí, tanto que llenaba un rollo entero de papiro. Un día le pregunté qué escribía. Me miró con los ojos brillantes de entusiasmo, pero se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza. Antes de que me lo preguntes, mi señor Amerotke, te diré que la noche que le asesinaron, mi marido mandó revisar a fondo la habitación de Neria. El rollo de papiro había desaparecido, y con él los frutos de la investigación de Neria.

—Revisé todas sus pertenencias con mucho cuidado —confirmó Hani—. También lo hizo Sengi. No encontramos nada.

—¿Ahora qué pasará? —preguntó el juez.

—Yo he comenzado de nuevo —dijo el joven bibliotecario—, pero no soy un erudito de la talla de mi señor Neria.

—¿Has descubierto alguna cosa?

El bibliotecario miró a Hani, y el sumo sacerdote, con un ademán, le autorizó a responder.

—No he encontrado nada —murmuró el joven.

—Oh, vamos. —Amón se inclinó sobre la mesa y señaló al joven bibliotecario—. Querrás decir que no has encontrado nada útil para demostrar que una mujer empuñó alguna vez el cayado y el látigo y que fue faraón de Egipto. ¡No lo encontrará porque nunca ocurrió!

—¡No seas presuntuoso! —le recriminó Vechlis—. Este asunto todavía no está resuelto.

Hubieran reemprendido la misma discusión de antes de no haber sido porque Amerotke los mandó callar con un gesto.

—Mi señor Hani, tendrías que utilizar el tesoro de tu templo para descubrir si Pepy vendió el manuscrito en cuestión. —Sonrió—. Sin duda tienes informadores en los muelles. La venta de un manuscrito de esas características, seguramente, tuvo que provocar un cierto revuelo entre los coleccionistas y compradores de objetos preciosos. Tengo una pregunta que deseo formular: el día que asesinaron a Neria, el divino faraón visitó graciosamente este templo para ofrecer un sacrificio. Supongo que tras su marcha hubo otros actos. ¿Dónde se encontraba Neria mientras ocurría todo esto?

—Después se celebró una fiesta —contestó Hani, sin vacilar—. Un banquete para mis hermanos aquí presentes y sus comitivas. Neria debía asistir, pero no lo hizo. Bajó a las cavernas secretas y a los pasadizos que hay debajo del templo para visitar la tumba de Menes.

—¿Por qué hizo tal cosa? —preguntó Amerotke.

El sumo sacerdote de Horus se limitó a mirarlo en silencio.

—¿Qué hay allá abajo? —insistió el juez.

—Exactamente debajo del santuario —respondió Vechlis, por su marido—, está el mausoleo real de Menes, el primer faraón de Egipto, fundador de la dinastía Escorpión. Allí tiene su sepultura. Cuando los hicsos invadieron Egipto en la estación de la Hiena, cuando lo arrasaron todo a sangre y fuego y tiñeron de rojo las aguas del Nilo con sus sanguinarias ofrendas, los sacerdotes de Horus abandonaron su templo. Se escondieron en los pasadizos. —La mujer abarcó la sala con un gesto—. Los hicsos se apoderaron de todo esto. Sin embargo, en las galerías secretas, bajo tierra, sobrevivieron algunos sacerdotes. Uno de ellos creyó que la luz de Egipto se extinguiría para siempre. Por lo tanto, cubrió todas las paredes de la cámara que guarda la tumba de Menes con pinturas que relataban la historia de Egipto para que las futuras generaciones pudieran, al menos, tener una idea de la gloria que Egipto había tenido antes de que llegaran los bárbaros.

—A Neria le gustaba ir allí. —El joven bibliotecario sonrió mientras cogía la caja de sicomoro—. Decía que era un lugar muy adecuado para pensar.

—Por lo tanto, era de conocimiento público que a Neria se le podía encontrar allá abajo —comentó Amerotke.

—Por supuesto. —Vechlis reprimió una carcajada—. Si querías encontrarlo debías acudir aquí, o bajar a la tumba de Menes. De hecho, se autodesignó custodio del santuario, aunque no era un sumo sacerdote.

—Yo mismo bajé en una ocasión —manifestó Sengi—. Las antorchas y las lámparas estaban encendidas. Caminé de puntillas por las galerías. Neria estaba sentado delante de la tumba y le hablaba como tú le hablarías a un viejo amigo.

—Neria dijo algo. —El joven bibliotecario miró al techo—. Le pregunté por la divina Hatasu —bajó la cabeza— y por la reunión que se celebraría aquí, el gran consejo de los sumos sacerdotes —hizo una pausa.

Amerotke advirtió que, de pronto, se había hecho el silencio en la sala. Sólo se escuchaba el zumbido de las abejas que, atraídas por la fragancia de las flores y el olor dulzón de la madera, habían entrado por las ventanas enrejadas.

—¿Qué dijo? —preguntó el magistrado.

—Intento recordarlo, mi señor. Le pregunté su opinión. Neria me dijo: «Al principio, todo lo que había era la Madre divina. Todas las cosas, en su principio, son femeninas».

Vechlis aplaudió, entusiasmada.

—¿Lo veis? —exclamó.

—Pero eso es algo que aceptamos todos —señaló Hathor—. Los teólogos sostienen que, antes de que se formara la tierra, que la oscuridad se separara de la luz y aparecieran los mares, existía un ser: Nut, la diosa del cielo.

—Creo que Neria se refería a algo más que a eso —murmuró el bibliotecario, pero al ver la expresión de enojo en el rostro de Hathor, se apresuró a añadir—: Claro que yo no soy teólogo.

—¿Quedan más preguntas? —Osiris, un hombre enjuto y de expresión sardónica, se levantó—. Es la hora de la purificación. Debemos rezar y descansar del calor del día.

Los otros asintieron. Amerotke dio varias palmadas en la mesa.

—Habláis de ritos y purificaciones, de comer y beber, de descansar a la sombra de los sicomoros. ¿Neria volverá alguna vez a sentir el calor del sol en su rostro? ¿Volverá el padre divino Prem a contemplar las estrellas en el firmamento? Hablamos de asesinato. Seth el dios de las Tierras Rojas, el creador del caos y la división, está en este templo. Llenar nuestros estómagos con tortitas de miel y beber el más dulce de los vinos y las más delicadas cervezas no lo alejarán. ¿Es que sois incapaces de ver, padres divinos, que cualquiera de nosotros puede estar marcado por el dios de la Muerte? —preguntó, furioso.

C
APÍTULO
VII

L
as palabras de Amerotke atenuaron la arrogancia de los sumos sacerdotes. Sengi asintió, complacido. Vechlis juntó las manos en un aplauso silencioso. Hani sonrió.

—Has dicho la verdad, mi señor Amerotke —afirmó—. Tu brusquedad es bien conocida.

—No pretendía ser brusco —manifestó el juez—, sólo franco. Mirad este templo. Los jardines son amplios y soleados, las rosas, los lirios de agua y las flores de loto perfuman el aire. Los racimos de uva cuelgan maduros. Las columnatas son frescas, pero hay lugares oscuros, galerías angostas, rincones en sombras. Durante la noche, cuando reinan las tinieblas, ¿quién estará seguro? Podemos quedarnos aquí sentados y charlar, pero recordad por qué estoy aquí. Dos sacerdotes, eruditos, escribas, pertenecientes a la alta jerarquía del templo de Horus, han sido brutalmente asesinados. Las muertes no comenzaron hasta que se convocó está reunión del consejo. Creo, y con esto no quiero asustaros, que el asesino está aquí, entre nosotros. —Amerotke exhaló un suspiro—. Después de acabar aquí, quiero visitar las salas y galerías debajo del templo. No olviden que yo también estoy amenazado por el peligro.

—Mandaré que enciendan las lámparas y las antorchas —dijo Hani—. Has dicho la verdad, mi señor. Todos debemos caminar siempre atentos a la sombra roja de Seth.

Los demás sacerdotes asintieron a regañadientes, con unas expresiones truculentas. No obstante, Amón, Osiris, Hathor, Anubis e Isis acabaron por aceptar las palabras de Hani. A Amerotke le costaba sentir algún aprecio por estos hombres duros, dominados por la ambición. El acceso de Hatasu al poder les daba la oportunidad de completar y exhibir su poder, y estaban dispuestos a no desperdiciarla. El juez esperaba sus protestas, que descubrieran la trampa oculta en sus recomendaciones: que el templo de Horus era un lugar peligroso, y, por lo tanto, cuanto antes terminaran sus deliberaciones, antes podrían marcharse.

—¿Tienes más preguntas? —le preguntó Osiris.

—Sí. La muerte del padre divino Prem es un misterio en toda regla. Estaba estudiando las estrellas, dejó la terraza de la torre y bajó a su habitación. Fue entonces cuando lo asesinaron brutalmente, pero cuando abrieron la puerta, el asesino ya había huido. ¿Cómo? El criminal no pudo escapar por la ventana. Hubiera necesitado una escala de cuerdas; en la tierra húmeda al pie de la torre no había huella, y el asesino hubiese precisado más tiempo para escapar.

—Efectivamente, es un misterio —asintió Sengi.

—En realidad, hay dos misterios —añadió Amerotke—. Primero, ¿cómo hizo el asesino para matar al padre divino y luego escapar? Segundo, ¿por qué llegar a estos extremos?

—¿A qué te refieres? —preguntó Hathor.

El juez supremo extendió las manos en un gesto muy expresivo.

—El padre divino a menudo salía a pasear por el jardín o descansaba a la sombra de un árbol. Comía y bebía. Una flecha o una copa envenenada hubieran acabado con él con tanta eficacia como un golpe en la cabeza en su propia habitación.

El joven bibliotecario fue el primero en romper el silencio que siguió a las palabras de Amerotke.

—Hay una cosa clara —manifestó. Se pasó la lengua por los labios, mientras miraba nervioso a su sumo sacerdote—. El padre divino Prem murió como si hubiese sido atacado por una pantera —señaló las estanterías que tenía detrás—. En las viejas crónicas abundan los relatos de la crueldad de los hicsos; utilizaban bestias feroces, leopardos y panteras para cazar y matar a sus enemigos. Los guerreros hicsos también llevaban una porra de bronce, con una garra de pantera disecada en un extremo.

—¿Todavía existen esas porras? —preguntó Amerotke.

—Tenemos objetos que proceden del tiempo de los hicsos. Los puedes encontrar en la Casa de la Guerra. —Se refería a la armería del templo—. Hay artesanos que todavía las fabrican para venderlas en el mercado.

—Pero, ¿por qué no utilizar, sencillamente, una porra o una daga? —replicó el juez supremo.

Todas las miradas se centraron en el joven escriba, que se ruborizó al ver que era objeto de la atención de sus superiores.

—La torre es muy antigua —respondió—. Se dice que la construyeron los hicsos, que emplearon a sus esclavos para edificarla. Cuando el abuelo del faraón atacó a los hicsos, los bárbaros a menudo utilizaron estas torres como centros de resistencia.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte del padre Prem? —preguntó Osiris con un tono desabrido.

Amerotke le hizo un gesto al bibliotecario para que no atendiera a la pregunta y continuara con sus explicaciones.

—Las leyendas relatan que los hicsos mezclaban sangre humana con la arcilla y el agua que empleaban para hacer los ladrillos, y que enterraban a prisioneros vivos en los cimientos como una ofrenda a su dios de la guerra. La torre tiene la fama de estar poblada por los espíritus de aquellos pobres desgraciados y de los hicsos que murieron en la batalla. —El escriba hizo una pausa—. Una teoría posible es que el asesino quisiera sembrar la intranquilidad y el miedo entre los que vivimos en el templo. No hay nada como una historia de fantasmas y asesinatos misteriosos y brutales a manos de fuerzas desconocidas para inquietar las mentes y las almas de nuestra comunidad.

Amerotke observó al bibliotecario con mucha atención: delgado, con el rostro afilado, la cabeza rapada y la nariz un poco desviada, como si se la hubiera roto en alguna ocasión. Parecía un tanto presumido; en el lóbulo de la oreja derecha llevaba un pendiente que era un anillo de oro. El juez estaba admirado de la inteligencia y el poder deductivo del joven.

—¿Cómo te llamas?

—Khaliv, mi señor.

—¿Todo esto lo has razonado tú solo?

El joven asintió, con los labios apretados.

—Entonces has hecho muy bien, mi señor Hani —dijo Amerotke al sumo sacerdote de Horus—. En el templo de Maat estaríamos orgullosos de contar con un escriba como vuestro bibliotecario.

—Hay algo más —añadió Khaliv—. Los hicsos eran una raza guerrera. Trataban a las mujeres, incluidas las propias, como animales. No había ninguna característica femenina en su dios.

—¡Ah! —Amerotke se inclinó sobre la mesa—. ¿Estás diciendo que el asesinato del padre divino Prem en la torre fue un acto planeado, y que se ejecutó para sembrar la inquietud entre la comunidad del templo en un momento en el que los sumos sacerdotes de toda Tebas están discutiendo el ascenso de la divina Hatasu al trono de la Eternidad?

—Sí, mi señor.

—Creo que has dicho la verdad. —Amerotke levantó un dedo como señal de advertencia a los sacerdotes reunidos—. En circunstancias normales, discutiríamos el ascenso del faraón en un ambiente de serenidad. Ahora, en cambio, estamos inmersos en un caos sangriento, amenazas secretas y asesinatos misteriosos.

—Pero no nos amedrentarán —afirmó Amón—. La voluntad de los dioses en el tema que nos ocupa será proclamada.

Amerotke comprendió, al ver la expresión obstinada en el rostro de Amón, que el sumo sacerdote ya tenía tomada su decisión. Pero, ¿se trataba de una cuestión de principios, o es que Hatasu lo había ninguneado? O lo que era todavía peor, ¿se había negado a sobornarlo? El juez percibió la sensación de inquietud. Ahora entendía por qué Hatasu había insistido en que asistiera a las reuniones. Si los sumos sacerdotes como Amón se salían con la suya, el reinado de Hatasu se vería constantemente minado por la animosidad silenciosa y los rumores maliciosos propalados por la casta sacerdotal de Tebas.

—Comprendo las razones para el asesinato de Neria —manifestó tajante—. Pero, ¿por qué matar a Prem?

—Era un erudito —contestó Hani—. Él también estaba interesado en el tema de la sucesión de una mujer al trono de Egipto.

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