Amerotke sujetó el rostro de Norfret entre sus manos y la besó en la frente.
—Fuera de estas paredes —susurró—, los hombres se comportan como chacales entre ellos. Pero esto es el paraíso.
Norfret le sonrió con una mirada traviesa.
—Me he enterado de lo ocurrido en la sala —comentó—. El ataque.
—¿Prenhoe ha estado aquí?
La mujer asintió.
—Ya sabes, esas cosa ocurren —señaló el juez.
—Eso no es lo que me asusta de verdad.
Amerotke la cogió entre sus brazos al captar el tono burlón en su voz.
—¿Qué más te ha contado Prenhoe?
—Que Maiarch, la reina de las cortesanas, te invitó a su Casa del Amor.
—¿Qué necesidad tengo de ir allí? —replicó Amerotke, con una sonrisa—. Ya estoy en la Casa del Amor.
Los dedos de Norfret volaron a su boca al recordar algo.
—¡Un mensajero ha traído una cosa para ti!
Se dirigió a una pequeña alcoba y volvió con una caja de sándalo muy bonita. Amerotke la abrió, quitó el trozo de papiro que envolvía el contenido de la caja, y miró en silencio la tortita de semillas de algarrobo.
***
Pepy, el erudito y escriba ambulante, ahíto de vino y cerveza, no podía estar más ufano consigo mismo. Avanzaba haciendo eses por la sucia y maloliente calle llena de moscas en dirección a sus aposentos. No podía creer en su buena fortuna. En realidad, los dioses… Se detuvo y en su rostro apareció una mueca burlona. Si era cierto que existían, los dioses habían sido muy benévolos. Volvió a detenerse en la entrada de un patio pequeño y miró, con la vista nublada, el chorro de la fuente. Cruzó la entrada y sonrió a la portera, una vieja malcarada, sentada en un nicho. Dejó una dádiva en la mano de la mujer y subió tambaleante las escaleras de la Casa del Amor. Aparecieron las sirvientas con guirnaldas de flores y le pusieron en la cabeza un amasado de perfume. Lo miraron de reojo, con mal disimulado desprecio. Pepy se dejaba crecer el pelo, el bigote y la barba, y su túnica blanca y el chal de alegres colores que llevaba sobre los hombros estaban manchados de vino y cerveza. Sin embargo, escuchaban el tintineo de su bolsa, y ya se habían fijado en la valiosa gargantilla que le rodeaba el cuello. Le hicieron pasar a la Sala de Espera. Las muchachas descansaban tendidas en los divanes, graciosas como gacelas. Todas iban desnudas excepto por los taparrabos de lino, y en los cuellos, muñecas, tobillos y pies resplandecían los abalorios.
Pepy recorrió la sala inspeccionando la oferta; engreído por su recién hallada riqueza, se sentía como un león en el desierto. Una de las muchachas le llamó la atención. Era esbelta, sinuosa, y su cuerpo cobrizo relucía con el aceite. La cogió de la mano y la hizo levantar. Ella le siguió recatadamente, con una cierta desgana, pero Pepy conocía el juego. En la entrada acordó el precio con la regenta de la casa y sonrió al musculoso esclavo kushita armado con una espada y un garrote.
—¿No disfrutaréis aquí de vuestro placer, mi señor? —preguntó la mujer, con un tono quejoso.
El erudito sacudió la cabeza.
—Pagaré la diferencia —farfulló.
Pagó lo convenido y Pepy y su acompañante salieron a la calle. La muchacha se hacía la remolona. De vez en cuando, Pepy se detenía para abrazarla e intentaba darle un beso. La muchacha abría los ojos delineados con kohl y hacía como si se sintiera molesta por las atenciones de su cliente. El erudito aprovechaba la más mínima ocasión para frotar voluptuosamente su cuerpo contra el de la prostituta. Los cascabeles que ella llevaba en las muñecas y los tobillos tintineaban cada vez que se entregaban a estos juegos. Un grupo de soldados se detuvo para ofrecerle sus soeces consejos. La joven le susurró algo al oído y Pepy apretó el paso.
Ya era casi noche cerrada, y en las ventanas y portales comenzaban a encenderse las lámparas. Llegaron a la taberna y la pareja subió por la escalera exterior. Pepy abrió la puerta e hizo pasar a la muchacha. No se fijó en el cubo de aceite que había en el interior, junto a la puerta. El mal olor del aceite hizo que la joven arrugara la nariz. Pepy le dio una palmada en las nalgas. Ella dio un salto, y en su rostro apareció una expresión de enfado petulante. El erudito metió la mano en la bolsa y sacó dos pequeños cubos de plata.
—Uno de éstos es tuyo —dijo con voz pastosa.
Recordó el papiro de escenas eróticas que había estudiado en Memfis. Él educaría a esta belleza de la manera que menos se esperaba. La joven se acercó a la mesa para servir dos copas de vino, pero Pepy la sujetó por la muñeca y la llevó al amplio diván colocado debajo de la ventana. Una vez más, la prostituta repitió la escena de la falsa resistencia. Pepy no le hizo caso y la obligó a tenderse en el diván, y después comenzó a acariciarle el cuerpo. Tan entretenido estaba que no notó que abrían la puerta. Sin embargo, al ver la alarma en los ojos de su compañera, volvió la cabeza. Cuando intentó levantarse, ya era demasiado tarde. Vio como una figura echaba hacia atrás un cubo de madera y después lo movía hacia adelante para derramar su contenido sobre él y la concubina. Pepy se levantó tambaleante, pero, mientras lo hacía, la figura volcó el segundo cubo de aceite que estaba junto a la puerta, y a continuación lanzó una lámpara. Las llamas se propagaron por el aceite con la velocidad del rayo para convertir la habitación en un infierno.
A
merotke tamborileó con los dedos sobre la mesa en un intento por controlar la impaciencia. Había llegado al templo de Horus poco después del alba en compañía de Prenhoe y Shufoy. Le habían recibido y agasajado, pero llevaban dos horas de reunión sin el más mínimo progreso. El juez pensó en el importante caso que le aguardaba en la Sala de las Dos Verdades. Había dispuesto un aplazamiento. El fiscal buscaba nuevas pruebas mientras Rahmose permanecía en arresto domiciliario. No había hecho el menor caso de la tortita de semillas de algarrobo, que era una advertencia directa de los amemets. Se había apresurado a desviar la atención de Norfret con una charla divertida e intrascendente, hasta que se retiraron a sus habitaciones para comer, beber y descansar en el diván en la terraza de la casa. Allí habían yacido, con los cuerpos entrelazados, con la vista puesta en el cielo nocturno.
El juez supremo exhaló un suspiró y echó una ojeada a la cámara circular. Ésta era un parte muy antigua del templo de Horus, una habitación lóbrega con las paredes de piedra; y las guirnaldas de flores conseguían muy poco para alegrar el ambiente o disipar el olor del moho. A pesar de los rayos de sol que se colaban por las estrechas aberturas situadas muy altas, que hacían de ventanas, habían tenido que prender las lámparas de aceite y las teas. Amerotke y los demás estaban sentados en cojines dispuestos ovalmente con una mesa delante de cada uno. Los sumos sacerdotes de Isis, Osiris, Anubis, Amón y Hathor estaban presentes. No conocía sus nombres verdaderos ni le importaba. Todos tenían el mismo aspecto: hombres de rostros arteros, cuya apariencia de humildad y santidad ocultaba una ambición desmesurada y una rivalidad feroz. Iban vestidos de la misma guisa, con túnicas de lino de la mejor calidad adornadas con pieles de leopardo o pantera.
A la izquierda de Amerotke se encontraba Hani, con los pies apoyados en un pequeño escabel, como si quiera recalcar su preeminencia. A su lado tenía a su esposa Vechlis, con una cinta de plata alrededor de la peluca. La mujer tenía pleno derecho a estar presente como primera concubina del dios Horus y suma sacerdotisa del templo. Amerotke estaba más interesado en el hombre que tenía delante: Sengi, el jefe de los escribas de la Casa de la Vida, un hombre bajo y rechoncho de labios gruesos, mofletes y unas orejas que sobresalían como las asas de una jarra. Vio que el juez le miraba, y sonrió al tiempo que elevaba la vista al techo, como si él también estuviera profundamente aburrido. Hasta el momento no habían discutido otra cosa aparte del protocolo y la etiqueta: quién se sentaría donde, quién hablaría primero, las pruebas que se podían presentar y aceptar.
Sengi movió los labios. Amerotke no entendió el mensaje silencioso, así que el jefe de los escribas cogió el estilo, escribió en un trozo de papiro y se lo dio a uno de los sirvientes, al tiempo que señalaba al juez. El sumo sacerdote de Isis discurseaba sobre la conveniencia de trasladar la reunión a otro lugar. Amerotke leyó el mensaje que le alcanzó el sirviente: «Tú eres el representante del faraón. Acaba de una vez con toda esta tontería.»
Asintió con una sonrisa. Se acomodó en el cojín y dio varias sonoras palmadas. Los sacerdotes le miraron, asombrados.
—Mi señor —dijo el juez dirigiéndose a Hani—, ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
Vechlis se llevó una mano a la boca para disimular la sonrisa.
Un sirviente miró el reloj de agua que estaba en un rincón. Después se acercó y le susurró la hora al oído del sumo sacerdote.
—Más de dos horas —replicó Hani, con un tono aburrido.
—Mis señores —Amerotke separó las manos—, estamos aquí discutiendo temas baladíes mientras nos esperan otros mucho más importantes. Llevo el recado de la divina Hatasu. —Lo recogió de la mesa y lo sostuvo en alto para que todos lo vieran. Los sacerdotes se inclinaron en señal de obediencia.
—Eso es precisamente lo que se debate aquí —replicó el sumo sacerdote de Amón con un tono de malicia y una expresión de furia en los ojos hundidos, mientras fruncía los labios con petulancia.
—En cualquier otro lugar, mi señor —manifestó Amerotke—, sus palabras podrían ser consideradas como una traición. La divina Hatasu es faraón y reina de las Dos Tierras. Lleva sangre real en las venas y su derecho a gobernar ha sido confirmado por sus grandes victorias y por la aclamación del pueblo.
—No lo pongo en duda —afirmó Amón—, pero los sumos sacerdotes de Egipto tienen la especial responsabilidad de debatirlo.
Amerotke observó el rostro rencoroso. Este hombre tenía una visión muy clara de lo que él consideraba la política adecuada: el faraón debía ser un hombre. Hatasu debía permanecer en la Casa de la Reclusión, con las otras mujeres del harén, y no ostentar el cayado y el látigo. Vechlis miraba a Amón con una expresión vengativa y una mano apoyada en la muñeca de su marido para que se mantuviera callado.
—El propósito de esta reunión —añadió Amón, que se arregló la túnica mientras miraba a sus compañeros en busca de apoyo— es discutir diversos temas, y no, mi señor Amerotke, aceptar las órdenes reales para que hagamos esto o aquello.
—También está la cuestión de los asesinatos —intervino Hathor—. ¿El templo de Horus es el lugar más conveniente para nuestras discusiones? Este recinto ha sido contaminado por las muertes violentas.
—Muy cierto —admitió Amerotke, complacido de que la discusión se centrara ahora en temas más urgentes—. Dos miembros de este templo han sido asesinados, pero ése es un asunto que le corresponde a la justicia del Faraón. Por cierto, que ambos hombres, si no estoy equivocado, habían afirmado, públicamente, el derecho de Hatasu de ocupar el trono, y los dos han sido asesinados. Decís que el pueblo murmura sobre el derecho de Hatasu a gobernar. También murmura sobre el motivo por el que se cometieron los asesinatos.
—¿Estás insinuando que el asesino se encuentra en esta cámara? —intervino Sengi—. ¿Qué pruebas tienes?
—No somos criminales a los que se juzga —declaró el sumo sacerdote de Isis—. Ésta no es la Sala de las Dos Verdades. No somos malhechores, sino sumos sacerdotes de Egipto.
—No dije que fuerais malhechores —respondió Amerotke sin perder la calma—. Hablaba de los rumores. Cuando asesinaron a Neria y Prem, ¿dónde estabais todos vosotros?
La pregunta fue recibida con un gran revuelo. Hathor se levantó de un salto. Era un hombre bajo, con cara de mono, que hubiera arrojado la mesa a la cabeza de Amerotke de no haber sido por Amón, que lo contuvo. Amerotke volvió a mostrarles el cartucho real.
—Podéis saltar como bailarinas todo lo que queráis —se burló—, o podéis contestar a mis preguntas aquí, en la Sala de las Dos Verdades o delante del faraón en persona. Neria y Prem fueron asesinados porque apoyaban el ascenso de la reina al trono del faraón. Sus asesinatos fueron premeditados, maliciosos y blasfemos.
La visión del cartucho real aplacó la ira de los sacerdotes. Vechlis le susurró algo a su marido. Hani asintió y levantó las manos para pedir silencio.
—Mi señor Amerotke dice la verdad. Él es el juez supremo del faraón. Antes que prosigamos, cada uno debe responder de sus acciones. Neria fue asesinado a la hora nona. Todos los presentes en esta sala deben dar una explicación. —Exhaló un largo suspiro—. Yo seré el primero. La noche que asesinaron a Neria, yo estaba con mi esposa en nuestra cámara.
—¿Cómo sabemos que es cierto? —preguntó Amón.
—Estábamos juntos —replicó Vechlis, airada—. Cuando el reloj de agua marcó la hora nona, pedí que nos trajeran comida de la cocina del templo. Mi esposo responde por mí y yo por él. Sin embargo —la mujer levantó las manos—, cuando asesinaron al padre divino Prem, mi marido se encontraba en el Sagrado de los Sagrados, delante de Horus. No recuerdo dónde estaba yo.
Los otros sacerdotes tomaron las palabras de la sacerdotisa como el camino a seguir. Amerotke comprendió que sus apresuradas explicaciones nunca le revelarían la verdad. Sólo Sengi permanecía impasible y silencioso.
—¿Dónde estabas tú, mi señor? —le preguntó Amerotke.
El jefe de los escribas levantó la cabeza.
—En realidad, y por todo lo que es sagrado, sólo puedo decir que, en ambas ocasiones, estaba estudiando.
—¿Qué estudiabas?
Sengi se encogió de hombros.
—Como todos mis hermanos aquí presentes, buscaba en los registros y archivos. El templo de Horus es muy antiguo, sus bibliotecas contienen tesoros que no se encuentran en ningún otro lugar de Egipto.
—Pero, ¿qué es lo que buscabas? —insistió Amerotke—. Comparte tus conocimientos con nosotros.
—La historia del antiguo Egipto —respondió Sengi— abarca muchos centenares de años. Se remonta a los primeros reyes Escorpión. Yo, como los demás aquí presentes, intento descubrir si, en toda la sucesión de antiguos gobernantes, alguna mujer ostentó las dos coronas, empuñó el cayado y el látigo y se sentó en el trono de Ra.
—¿Has descubierto alguna cosa? —preguntó el juez supremo.
Sengi sacudió la cabeza.