—¿Cuál podría ser esta prueba? —Ahora todos estaban pendientes de Amerotke.
Hani sonreía interiormente, complacido de que, por fin, se tratara la verdadera razón de esta reunión.
—Podría ser cualquier cosa —contestó Hathor—. Un decreto, una carta, un fragmento…
Estaba a punto de reanudarse la discusión, cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta. Entró un guardia del templo que conversó por lo bajo con Hani, quien chasqueó los dedos como manifestación de su enojo y se levantó.
—Padres divinos, al parecer, el escriba y erudito Pepy ha sido asesinado en sus aposentos, cerca del muelle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sengi, que también se levantó.
—Disponemos de muy pocos detalles —respondió Hani—. Los maijodou, la policía de la ciudad, está investigando el caso. Por lo visto, nuestro erudito ambulante había entrado en posesión de cierta riqueza. Comió y bebió sin mesura. Anoche alquiló a una cortesana de una Casa del Amor y se la llevó a su habitación. Él, su compañera y toda la habitación fueron consumidos por el fuego.
—¿Podría tratarse de un accidente? —preguntó Isis.
—El propietario, que también perdió la taberna, fue muy claro en ese punto —informó Hani—. En la habitación de Pepy apenas si había aceite para las lámparas, nada que pudiera provocar un incendio de tales dimensiones. Los cadáveres quedaron reducidos a cenizas.
Amerotke miró a los sacerdotes. Sería inútil preguntarles dónde habían estado la noche anterior. Recibiría otro montón de explicaciones, a cuál más descabellada.
—Le asesinaron de la misma manera que a Neria. —Amerotke se levantó—. No quiero escuchar más tonterías sobre el desagrado de los dioses. Mis señores, esto es un asesinato.
—¡La biblioteca! —exclamó Sengi, que se llevó la mano a la boca.
—¿Qué ocurre con la biblioteca? —preguntó Amerotke.
—Han pasado dos días desde que Pepy estuvo allí. —Sengi parecía estar muy nervioso.
—¡Márchate! —ordenó Vechlis al guardia.
El hombre se fue en el acto. Todos volvieron a sentarse. Sengi se rascaba la mejilla.
—Comparte tus preocupaciones con nosotros, hermano —le invitó Amerotke amablemente.
—Pepy era brillante pero pobre. Todos los que estamos aquí lo sabíamos. Siempre estaba pidiendo esto o lo otro. De pronto, se va del templo. Alquila una habitación, se llena el estómago con todo lo que es bueno y tiene más que de sobra para pagar los servicios de una cortesana.
—Quizá robó algo —apuntó Amerotke.
—Lo contraté para que nos ayudará —añadió Sengi—, pero prestó muy poco servicio. Quizá…
—¡Ridículo! —exclamó Hani—. Nuestra biblioteca está muy bien protegida. Pepy estuvo vigilado y se le revisó cada vez que salió.
Amerotke volvió a levantarse.
—Creo que debemos investigar.
Nadie protestó. Salieron de la habitación. Prenhoe y Shufoy esperaban en una alcoba. Compartían un racimo de uvas. Se levantaron de un salto en cuanto Amerotke se acercó a ellos.
—Prenhoe, tú llevas mi sello.
—Sí, mi señor.
—Ve al templo de Maat. Busca a Asural y a unos cuantos guardias. Ve a los muelles, averigua todo lo que puedas de un hombre llamado Pepy, quien, junto con una concubina, murió quemado en su habitación. No tendrás que buscar mucho. Ya sabes cómo corren los rumores.
El juez supremo se reunió con los demás, Hani abría la marcha. Recorrieron un largo pasillo entre columnas y salieron al jardín, un lugar hermoso y fresco con unas parras ubérrimas, con los enormes racimos de uvas rojas colgando de las espalderas sujetas a las paredes. Pasaron junto al estanque de la Pureza, rodeado de palmeras, los estanques donde criaban los peces y los huertos de higueras donde los sirvientes del templo utilizaban monos amaestrados para recoger los frutos. Abundaban los prados donde pastaban ovejas y venados. Pasaron por delante de otras construcciones: depósitos, graneros, la Casa de la Vida y los cobertizos donde estaban los sitios mataderos.
Amerotke contempló la torre que se elevaba por encima de todos los demás edificios. Las almenas de la parte superior destacaban contra el cielo azul. Las paredes de piedra eran lisas, algo que representaba una gran dificultad para cualquiera que intentara escalarla, y, una vez más, se preguntó cómo había actuado el asesino para matar al anciano sacerdote de aquella manera tan cruel.
En el extremo más alejado del jardín del templo, rodeado por un muro de piedra, se alzaba el blanco edificio de dos pisos que albergaba la biblioteca. Las dobles rejas de la entrada estaban vigiladas por los guardias del templo. El dintel y las columnas de la enorme puerta de cedro aparecían cubiertas de bellos jeroglíficos y pinturas que mostraban a los escribas y eruditos leyendo, escribiendo, debatiendo o sentados a los pies de sus maestros. Entraron en el pequeño y fresco vestíbulo, con el suelo de madera libanesa y las lámparas de alabastro. Los guardias y los sirvientes saludaron respetuosamente a tan augustos visitantes.
La biblioteca principal se encontraba en el segundo piso. Era una sala rectangular y los postigones de sicomoro estaban abiertos, pero en todas las ventanas había barrotes para impedir el paso de los ladrones. Las paredes aparecían cubiertas de estanterías hechas con un diseño adecuado para colocar los libros, los manuscritos y los rollos de papiro. En el centro de la sala había una hilera de mesas bajas, con cojines para que se sentaran los eruditos. En cada mesa había una tablilla con el estilo y tinteros de tinta azul, roja y verde. La fragancia de la goma, la resina, el papiro y la tinta inundaba el recinto. Un joven escriba salió de una de las cámaras anexas a la biblioteca.
—Padre divino. —Se inclinó ante Hani.
—¿La biblioteca está vacía? —preguntó el sumo sacerdote.
—Padre divino, fue tu deseo personal que, durante vuestra importante reunión, la biblioteca quedara reservada al uso exclusivo de nuestros visitantes y, por supuesto, del erudito Pepy.
—Es por su causa que nos encontramos aquí —declaró Sengi—. Trabajaba aquí, ¿no?
—Hasta hace dos días. —El joven escriba parecía cada vez más inquieto.
Amerotke se adelantó.
—¿Esperaba que regresara? —Soy Amerotke, el juez supremo en la Sala de las Dos Verdades.
—Sí, mi señor, te conozco. Tú fallaste a favor de mi madre en un litigio por un campo donde había cambiado de lugar las piedras de los límites. Efectivamente, esperábamos que Pepy regresara.
Amerotke se adentró en la biblioteca, con la vista puesta en las estanterías que llegaban hasta casi tocar el techo. Se fijó en la cenefa donde aparecían representados monos que simbólicamente recolectaban libros de los árboles. Por encima de los animales estaba dibujado el ojo que todo lo ve de Amón-Ra y el Ank, el símbolo de la vida eterna.
—Pepy está muerto —informó Amerotke al escriba, en voz baja—. Le asesinaron cerca de los muelles; según los rumores, nuestro buen Pepy acababa de convertirse en un hombre rico.
—Ése no era el caso cuando estuvo aquí —manifestó el joven—. Ni siquiera podía permitirse usar un estilo adecuado. Siempre estaba pidiendo esto o cogiendo prestado aquello. —El escriba perdió el color y se llevó la mano a la boca—. ¡Por todos los dioses! —exclamó.
—¿Qué manuscritos estuvo estudiando? —preguntó el juez supremo.
El bibliotecario miró a Hani.
—Mi señor Amerotke tiene jurisdicción en estos asuntos —le comunicó el sumo sacerdote.
El escriba se alejó presuroso para ir hasta donde había varios baúles y cofres hechos con madera de roble y reforzados con flejes de bronce. Abrió uno y sacó una caja de sicomoro pulido. La dejó sobre una mesa y abrió los cierres, mientras los visitantes lo rodeaban. Hani levantó algunas hojas de papiro traslúcidas entre las cuales había fragmentos escritos.
—¿Qué son estas cosas? —preguntó Amerotke. Vio que la escritura era muy antigua. Los jeroglíficos y los símbolos eran similares a los que había estudiado cuando había sido alumno en la Casa de la Vida.
—Son fragmentos de manuscritos —le informó Sengi—. Algunos de estos datan de hace centenares de años.
Amerotke cogió otro fragmento del manuscrito, que medía un palmo de largo y palmo y medio de ancho. Los colores estaban desvaídos. En el fragmento aparecía representado un sacerdote y, debajo, un texto que podía ser una bendición. Lo dejó otra vez en la caja.
—¿Falta alguno de los fragmentos?
El escriba vació todo el contenido de la caja sobre la mesa, contó las hojas de papiro, y a continuación, consultó el índice que estaba pegado en la tapa de la caja. Con una expresión cada vez más preocupada y la respiración muy rápida, volvió a contar las hojas. Una pátina de sudor apareció en la frente del bibliotecario.
—¿Pasa alguna cosa? —le preguntó Sengi.
—Aquí tendría que haber once fragmentos. Sólo hay diez.
—¿Cuál falta? —interrogó Amerotke.
—Un fragmento de unos dos palmos de largo y medio de ancho. Es un extracto de una crónica, un libro de unos mil trescientos años de antigüedad.
Amerotke silbó por lo bajo, sin hacer el menor caso de las expresiones de consternación que sonaban a sus espaldas.
—Era una pintura —tartamudeó el escriba—. Una representación del primer faraón de la dinastía Escorpión.
—¿Menes? —preguntó el juez supremo.
El escriba asintió, con las manos sobre la cara.
—¿Conseguiría un precio muy alto?
—Por supuesto. —Sengi estaba ahora repasando los manuscritos—. Sí, sí, ha desaparecido. —Miró fijamente al bibliotecario—. ¿Es esto en lo que Pepy estaba trabajando?
El joven escriba asintió, dominado por el miedo. El robo de un manuscrito tan antiguo de la biblioteca de un templo podía significar la caída en desgracia, la prisión e incluso la muerte.
—¡Pero es imposible! —exclamó—. Cuando Pepy venía aquí… Esperad aquí, mis señores, por favor, esperad aquí.
El escriba salió corriendo. No tardó en reaparecer acompañado por dos guardias, dos tipos fornidos vestidos al estilo de los
nakhtu-aa,
los
matones
de la infantería: faldas y sandalias de cuero, con los cinturones de guerra en bandolera sobre sus torsos musculosos bañados en sudor. Ambos llevaban tocados rojos y blancos que les caían sobre la nuca.
—Estos guardias estaban aquí —explicó el escriba.
—¿Vosotros dos os encargabais de vigilar al erudito Pepy? —les preguntó el juez supremo.
—Por supuesto —respondió el más alto, que parecía un tipo de muy mal talante. Señaló la biblioteca—. Se sentaba en aquella mesa y nosotros al otro lado. ¿Por qué? ¿Hay algo que no está bien? —En sus ojos apareció una mirada de alarma—. Nunca me gusto ese tipejo —añadió apresuradamente—. No lo dejamos solo ni un momento y lo cacheábamos cada vez que salía.
—¿Llevaba una bolsa? —preguntó Amerotke.
—¿Bolsa? —repitió el guardia con un tono burlón—. No podía permitirse el lujo de tener una. Nosotros llegamos a compartir nuestras raciones con él.
—Siempre lo revisamos a fondo —añadió el otro guardia—. De la cabeza a los pies. Mi señor —el hombre se inclinó con las manos extendidas—. Pepy no significaba nada para nosotros, le teníamos por un erudito maloliente. —No hizo caso del respingo de Sengi—. Un tipo avieso y ligero de manos. Nuestra fidelidad se la juramos a Horus y no al tal Pepy.
—¿Pudo haber ocultado el manuscrito? —sugirió Amerotke.
—Ése es el problema —manifestó el bibliotecario—. Si lo hizo, es probable que el papiro, siendo tan antiguo, se haya arrugado o incluso partido.
—¿Demostró algún interés especial en el manuscrito que falta? —preguntó Amerotke.
El joven bibliotecario se encogió de hombros.
—Mi señor, Pepy pedía esto y lo otro, pero sí, pasaba más tiempo con esta caja de manuscritos que con cualquier otra.
Los guardias corroboraron la declaración del escriba.
Amerotke se sentó en un taburete y, con expresión pensativa, miró la caja de sicomoro.
—¿Qué decía el manuscrito?
—No lo sé. Debajo de la figura había unos jeroglíficos. No tenía nada de particular.
—Sin embargo, lo pagarían bien si alguien quería venderlo, ¿no es así?
—Oh, sí, por lo menos tres o cuatro saquitos de oro puro.
—Sengi —dijo Amerotke, esbozando de una sonrisa—, tú contrataste a este hombre.
—¡Yo no sé nada! —protestó Sengi, nervioso—. A Pepy no le importaba quién se sentaría en el trono imperial. Me dijo que buscaría alguna prueba de que alguna vez hubo un faraón, mujer y que me informaría. —El jefe de los escribas se humedeció los labios—. Al final, no me dijo nada.
—¿Tú se lo preguntaste?
—Por supuesto. Me respondió que me lo diría sólo cuando hubiera terminado.
—¡Pues él sí que está acabado! —se burló Vechlis.
Amerotke levantó la mano para pedir silencio y se mordió el labio inferior. Tebas estaba llena de mercaderes ricos, coleccionistas de valiosos efectos y reliquias del pasado de Egipto. Si Pepy había robado y vendido el manuscrito, ahora podía estar en cualquier parte. Despidió a los guardias y pidió a los demás que se sentaran a la mesa. Todos le obedecieron presurosos. El presunto robo del manuscrito los obligaba a respetar la autoridad del juez supremo. En teoría, todos los templos y sus contenidos eran propiedad del faraón. Hatasu podía disgustarse. Amerotke indicó al bibliotecario que se sentara con ellos.
—Esto es un auténtico misterio —comenzó—. Si Pepy hubiera intentado robar el manuscrito, los guardias lo hubieran encontrado. No obstante, ha desaparecido, y Pepy se había convertido en un hombre rico cuando lo asesinaron. —Echó una ojeada a la biblioteca—. Neria era el bibliotecario mayor, ¿no?
La expresión del joven bibliotecario se enterneció y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Era un buen maestro, mi señor, un verdadero erudito.
—¿Sabes de alguien con motivos para asesinarlo?
—Neria es un espíritu gentil, mi señor. Éste era su mundo: los libros y los manuscritos. Una y otra vez lo encontraba aquí, a altas horas de la noche, absorto en el estudio de algún manuscrito, hablando sólo.
—¿Ocurrió alguna cosa fuera de lo normal en los días anteriores a su muerte?
—Neria era un erudito, y soltero, mi señor Amerotke. Afirmaba que estos manuscritos eran sus esposas y sus hijos. Estaba muy excitado con la reunión de los sumos sacerdotes en el templo y con las pruebas que podían encontrar.