—¿Quieres un vaso de cerveza, mi señor?
—No, Prenhoe. Quiero la verdad. ¿Qué tenemos aquí? Neria el bibliotecario era un hombre muy reservado.
—Estoy de acuerdo contigo —manifestó Asural—. Se callaba lo que sabía pero no como el padre divino Prem.
—¿Qué quieres decir?
—Verás, Prem era viejo y venerable. Neria, en cambio, según algunas personas, era un tanto marrullero.
—Sabemos que Neria apoyó el ascenso al trono de la divina Hatasu. Descubrió algo en la biblioteca y en la cripta. ¿Qué?, no lo sabemos. Sospechamos que, quizá, le dijo algo al padre divino Prem sobre sus descubrimientos y con eso selló el destino de ambos. —Amerotke hizo una pausa y esbozó una sonrisa al escuchar un hermoso himno que sonaba en algún lugar del templo.
¡Que hermosos son tus pies, oh Horus!
Tus ojos son agudos como los de un águila,
todo Egipto se esconde bajo tus alas.
—Por alguna razón —añadió el juez—, Neria fue asesinado de una manera deshonrosa, no con una silenciosa puñalada o el veneno sutil, sino convertido en una tea humana.
—Lo mismo que Pepy —observó Prenhoe.
—Lo de Pepy fue distinto —replicó Amerotke—. Era un ateo, un cínico, un bocazas y un camorrista. Lo contrataron para realizar una investigación, pero era un vago y un charlatán. Estoy seguro de que hizo muy poco y que se interesó más en espiar en el templo que en estudiar los manuscritos de la biblioteca. Le dieron una habitación muy cómoda, pero cuando se marchó de aquí lo hizo convertido en un hombre rico. Todo apunta a que robó un manuscrito y lo vendió; sin embargo, Pepy era demasiado listo como para cometer esa tontería. No robó ningún manuscrito. Lo más probable es que esté oculto en la biblioteca.
—Entonces, ¿qué sospechas? —preguntó Shufoy.
—Comienzo a preguntarme si a Pepy no le sobornaron, si no le dieron oro o plata para que se marchara. No se hubiera marchado de un lugar tan cómodo como el templo de Horus a menos que tuviera la bolsa llena de plata. Creo que el asesino le sobornó y después ocultó el manuscrito para que la sospecha del robo cayera sobre nuestro erudito ambulante. Al cabo de poco tiempo, el asesino va a Tebas y quema a Pepy y la habitación, silenciando, para siempre, su lengua malévola.
—¿O sea que es posible que la muerte de Pepy no tuviera ninguna relación con las demás? —opinó Prenhoe.
—Es posible —admitió Amerotke—. Excepto que a Pepy y Neria los asesinaron por el mismo espantoso procedimiento.
—¿Y el padre divino Prem?
—Ah, eso también es diferente. —Amerotke bebió un trago de agua, directamente de la jarra—. El asesinato del padre divino Prem estuvo muy bien planeado, aunque casi falló. Una prostituta se encargó de distraer a Sato. Todo el mundo sabía que siempre estaba buscando alguna muchacha pero casi nunca tenía medios para realizar su deseo. El día que Prem murió, Sato regresó tarde. El asesino necesitaba tiempo para hablar con Prem, descubrir lo que de verdad sabía y revisar la habitación. Sato regresó antes de que el asesino terminara, pero éste se había preparado para tal eventualidad y, al final, tuvo éxito. Prem fue silenciado.
—¿Qué me dices de la muerte del sumo sacerdote Hathor?
—No lo sé. Supongo que lo asesinaron sólo para provocar el caos. O, una vez más, quizás Hathor vio o se enteró de algo. Sin embargo, no debemos olvidar que nadie sabía en qué mesa se sentarían los visitantes. El asesinato de Hathor pudo ser un mero capricho.
—¿Por qué? —insistió Prenhoe.
—El asesino se opone, con todas sus fuerzas, a que la divina Hatasu ocupe el trono. El asesinato y el caos seguidos por una conclusión que no decida nada hará muy poco en favor de la reputación de nuestro divino faraón entre los sacerdotes. —Amerotke exhaló un suspiro—. Y, finalmente, llegamos a Sato. El borrachín, gordo, lujurioso y torpe Sato, al que resultó tan fácil engañar. Pero entonces él recordó, y consecuentemente acabó en el reino de los muertos. —Amerotke se levantó y se calzó las sandalias—. Asural, enséñame lo que encontraste en la habitación de Pepy.
—¿Crees que alguna vez llegarás a descubrir la verdad? —preguntó Shufoy mientras todos se dirigían a la habitación del erudito.
—Yo también me hago la misma pregunta. Quizá nuestro bibliotecario llegue a encontrar algo, o puede que el asesino cometa, finalmente, algún error.
La habitación de Pepy era sencilla y parca en mobiliario. Las ventanas estaban cerradas; un jarrón, con las flores muertas, seguía en el alféizar. Aparte, unas cuantas esteras de juncos enrolladas contra la pared. Había un taburete y una silla de campaña. La cama era amplia con las patas rematadas como zarpas de león. Se habían llevado el colchón y las sábanas, dejando al descubierto las cuerdas trenzadas que hacían como de elástico. La cabecera del lecho era de madera oscura con los laterales dorados. Asural apartó la cama. Amerotke se puso en cuclillas. En la pared, detrás del cabezal, alguien había trazado un dibujo obsceno de dos personas copulando. Una estaba agachada y la otra, situada detrás, empujaba las nalgas de su pareja contra las ingles. Las habían trazado con la punta de una daga. La persona responsable había vestido a las figuras con lo que parecía la piel de un leopardo, la enseña de los sumos sacerdotes. Sobre la pareja aparecía dibujado un pequeño halcón.
—¿Esto es obra de Pepy? —preguntó Amerotke.
—Eso es lo que han declarado los sirvientes. Esbozó otros cuantos dibujos más, pero los taparon cuando pintaron la habitación. No se dieron cuenta de que estaba éste. Ordené a los sirvientes que no lo tocaran hasta que tú volvieras.
—Parecen dos chicos copulando —comentó Shufoy—. Cosa bastante habitual entre los sacerdotes de los templos.
—Oh, sí —asintió Amerotke—. Pero depende de quiénes sean y, lo que es más importante: ¿Es esto lo que descubrió Pepy? ¿Algún escándalo sexual en el templo de Horus? A la vista de lo que conocemos sobre nuestro erudito ambulante, sospecho que quizás intentó chantajear a alguien. —Se levantó y empujó la cama para tapar el dibujo.
Llamaron a la puerta. Shufoy fue a abrir; Khaliv, el bibliotecario, entró en la habitación.
—Te he estado buscando, mi señor. Creo que he encontrado algo. Por supuesto, no puedo traerlo conmigo pero…
—¿Es importante? —preguntó Amerotke.
—No estoy muy seguro, señor. Lo mejor será que vengas conmigo y lo decidas por ti mismo.
K
haliv dejó el trozo de papiro sobre la mesa, delante de Amerotke. Los colores se habían desvaído hacía mucho: los oros, los rojos y los negros tenían la misma tonalidad opaca. Los jeroglíficos eran muy antiguos y el paso del tiempo los hacía parecer deformados. El juez lo miró, desilusionado; no era más que la figura de un faraón, con todos los atavíos reales, y una piadosa estrofa de alabanza.
—¿Es éste el manuscrito que supuestamente había robado Pepy?
—Sí, mi señor. Lo he estudiado cuidadosamente. No tiene nada de extraordinario. Ni siquiera sé de qué faraón se trata. Alguno muy antiguo que, por cierto, no pertenecía a la dinastía Escorpión.
—Entonces, ¿qué razones hay para ocultarlo y aparentar que Pepy lo había robado? —preguntó Amerotke.
—Sí que es muy valioso para los coleccionistas de antigüedades —replicó el escriba—. Por supuesto, cualquiera de ellos pagaría un buen precio. Pero la biblioteca está llena de manuscritos como éste. No obstante —en el rostro de Khaliv apareció una sonrisa—, en mi búsqueda encontré otros dos manuscritos que también habían sido cambiados de lugar.
—¿Pueden ser los que utilizó Neria?
—El hecho de que los sacaran de su caja indica tal cosa. —El bibliotecario se acercó a la puerta para comprobar que estaba bien cerrada—. No creo que nos molesten —murmuró mientras volvía a la mesa—. He encontrado algo que, sin duda, complacerá a la divina Hatasu. Antes de enseñártelo, mi señor, permíteme una breve nota histórica. —El joven se sentó en el taburete, como un maestro a punto de dirigirse a sus alumnos—. Hace mil quinientos años, como sabes, mi señor, Egipto se unificó bajo el mandato del rey Menes de la dinastía Escorpión, cuya momia no yace en la necrópolis de Sakkara…
—Pero que está aquí en la cripta debajo del templo de Horus.
—Así es, mi señor. Ahora bien, Menes era un príncipe del sur de Egipto que, probablemente, era nativo de la ciudad de Abydos. Su ambición era unir el norte y el sur de Egipto en un único reino. En aquel entonces, el norte de Egipto estaba gobernado desde el delta y tenía su propia y muy antigua diosa, Neit, cuyo centro de culto está en Sais, en el delta occidental.
—Neit es la diosa que a menudo se representa como una mujer que lleva la corona roja, la diadema asociada con el viejo reino norteño.
—Correcto, mi señor. Ahora bien, Neit era una diosa primitiva, bisexual. De acuerdo con la leyenda, ella creó el mundo y era la madre virgen de un hijo. —Khaliv hizo una pausa y se acarició la barbilla—. El templo de Neit, en Sais, recibía el nombre de Mansión de la Abeja, y la abeja era uno de los símbolos de la diosa. Cuando Menes se casó con una princesa del norte, en realidad lo hizo con su faraón, o rey. —El escriba vio la sorpresa en la mirada del juez supremo—. En otras palabras, mi señor, los primeros gobernantes del reino norteño eran hembras, y tomaban el nombre de Neit como propio. Por último, tanto Menes como su hijo Horaha adoptaron un título, un arcaico término egipcio, que significaba: «Aquél que pertenece a la abeja», o sea, a Neit.
—Si no he entendido mal tu planteamiento, mi erudito bibliotecario —manifestó Amerotke—, antes de Menes, Egipto estaba dividido en dos. El norte y el sur. Menes gobernaba el sur. El norte estaba gobernado por mujeres que tomaban el nombre de Neit en honor a su madre diosa, cuyo templo está en Sais, con pleno derecho a llevar la diadema roja.
—Sí, mi señor.
—Pero, después de la boda de Menes con una princesa norteña —prosiguió el juez—, la legitimidad del faraón para gobernar los dos reinos y llevar la diadema roja dependía de la sumisión a su esposa y a la diosa que ella servía.
—Mucho más que eso, mi señor. La dinastía de Menes adoptó el símbolo del escorpión en su sello real.
—Y el escorpión —apuntó Amerotke, al recordar el dibujo que había visto en la entrada de la Sala del Mundo Subterráneo— es un símbolo hermafrodita, que es macho y hembra. —Hizo una pausa—. ¿Cómo descubriste todo esto?
—En un manuscrito antiquísimo. En una crónica. Encontré más cosas. —Khaliv se levantó para acercarse a un cofre. Descorrió los cerrojos y sacó dos carpetas. Abrió las tapas—. Éste es un retrato de Menes, el primero de la dinastía escorpión. Estúdialo con cuidado.
Amerotke soltó una exclamación de sorpresa. Hatasu, cuando había accedido al trono, se había adornado con todos los atavíos de un faraón hombre, incluida la barba ceremonial. Sin embargo, en este dibujo de Menes, con la doble corona, se le mostraba haciendo lo contrario. Se le representaba como una mujer: el cuello largo, los pechos grandes y la cintura fina. El rostro afeitado aparecía maquillado como el de una mujer; el taparrabos era idéntico al que usaban las sacerdotisas para cubrir sus partes íntimas; las manos y los dedos eran largos y delicados, con las uñas pintadas de un color verde claro. En todo su alrededor había imágenes de abejas, el símbolo de la divina Neit. Las piernas, parcialmente cubiertas por una capa, también eran de mujer, mientras que las sandalias tenían las típicas plataformas del calzado de una dama noble.
—Una mujer con todos sus atributos —comentó Amerotke—. Menes sólo se convirtió en faraón y se le permitió gobernar los reinos del norte y el sur cuando manifestó su devoción a la madre diosa y se convirtió, él mismo, en una mujer. Oh, Khaliv —sujetó la muñeca del escriba—, la divina Hatasu te sentará a sus pies y ella misma te servirá el vino.
Khaliv retiró el primer dibujo y puso el segundo manuscrito sobre la mesa.
—Esta es una inscripción, un himno de alabanza a Menes.
Amerotke leyó, rápidamente, las líneas. Algunas frases eran convencionales y seguían utilizándose en los templos de Tebas, pero había un cambio fundamental. Menes ya no era el padre real sino la «madre divina», «la hija amada de Neit, cuyo vientre es la fuente de la vida». Amerotke apartó el pergamino.
—¿Cómo es que esto no es del conocimiento público? Es cierto que tiene mil quinientos años de antigüedad. Pero, si hemos de creer en estos manuscritos, los primeros faraones de Egipto, aquellos que unieron el norte y el sur, sólo fueron reconocidos como legítimos por sus casamientos con las princesas de Neit, la devoción a la madre diosa y el asumir los atributos femeninos.
—La historia se reescribe continuamente —afirmó Khaliv—. Piensa en la consternación que estos manuscritos producirían en los templos de Tebas. Han pasado los siglos, la casta de los sacerdotes, en el sur, fue recuperando terreno. Poco a poco, fueron variando títulos y oraciones. El único remanente es la corona del buitre, el derecho de la reina del faraón a ser considerada como divina y sagrada.
—¿Neria descubrió todo esto?
—Es evidente. Debió sentirse muy entusiasmado con el hallazgo y esto explicaría el tatuaje del escorpión en su muslo.
—Y también que se lo comentara al padre divino Prem —añadió Amerotke—. El viejo erudito debió sentirse fascinado. Seguramente ambos tomaron notas, hicieron un bosquejo del dibujo y una transcripción de la plegaria que acabo de leer. —El juez supremo dio una palmada sobre la mesa—. Esto explicaría porqué mataron a Neria de esa manera. El asesino tenía que quemar su cuerpo para borrar cualquier huella del tatuaje. Sospecho que si encontramos al hombre que hizo el tatuaje, nos diría que el escorpión llevaba los atavíos reales. —Hizo una pausa—. Después de matar a Neria, el asesino fue a la habitación de su víctima y destruyó cualquier manuscrito o las notas que hubieran. Con Neria muerto, llegó el turno al padre divino Prem. El asesino fue a visitarlo para averiguar lo que sabía y después cometió el crimen. En cuanto a las otras muertes —Amerotke se encogió de hombros—, creo que Pepy fue asesinado porque era un chantajista. Sato porque había visto algo. En cuanto a Hathor, bueno, fue una ofrenda al caos que el asesino quería provocar en la reunión del consejo.
—El asesino —manifestó Khaliv—, vino después a la biblioteca. Estaba enterado de la existencia de los manuscritos. Los ocultó, y de esa forma privó a los partidarios de Hatasu de cualquier prueba, al tiempo que presentaba a Pepy como un ladrón.