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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (6 page)

Yo ya no pertenecía a ese universo de mi infancia, ya no, pero preservaba un respeto distante, que sospecho que se habría transformado en rebeldía en el caso de haber vivido mi madre. Sí, ellas tenían razón, era la boda de una huérfana, de alguien que llevaba muchos años tomando decisiones sola: en los años de infancia, por la responsabilidad de una madre enferma; después, por su ausencia. Aunque yo lo hubiera negado entonces, la orfandad era el estado que me definía con más exactitud.

Huérfana es la muchacha que ahora veo en las fotos de aquel día: tiene veinte años y lleva trabajando desde los dieciocho. Se le ha despertado una vaga conciencia política prestada por sus hermanos, por sus amigos y por su novio. Es torpe en los ambientes de gregarismo ideológico; perspicaz a la hora de detectar a otros que, como ella, esconden una herida de la infancia. El vestido parece o es antiguo, incongruente sin duda alguna, más propio de un carnaval que de una boda. En el cuello luce el único detalle valioso, un collarcito de perlas que le ha prestado la hermana, herencia de la madre.

La hermana, antes de marchar hacia el juzgado, la ha obligado a sentarse en el taburete del aseo y le ha pintado en los ojos una sombra azul. «No, no», dice la pequeña, «a mí me gusta el lápiz negro y el rímel, sin más, como siempre, así me veo muy puesta». Y la hermana le dice: «No, hazme caso, hoy no es un día como todos los días, tienes los ojos muy bonitos, hay que marcarlos un poco más para que destaquen.» Las dos están ante el espejo. La hermana mayor observándola con reserva, con una preocupación maternal que la hermana pequeña advierte y que le hace sentirse incómoda. Tal vez quisieran abrazarse pero ya no saben; es algo que con frecuencia los hermanos pierden, no el amor, sino la posibilidad de tocarse como cuando eran niños. La mayor se ha perdido a sí misma en una dedicación absoluta y vocacional al matrimonio y la pequeña se acostumbró a estar sola. Se ha hecho arisca. Ahora están las dos delante del espejo que compartieron tantas veces. El silencio o los comentarios que se refieren al maquillaje que la mayor extiende sobre los párpados queridos de su hermana ocultan una conversación subterránea que no son capaces de expresar. No pueden nombrar a esa madre de la que tanto hablaron, robándole horas al sueño, en los meses que siguieron a su muerte, con el fin inconsciente de liberarse, a fuerza de recordarla, de aquella mujer cuya enfermedad marcó siete años de sus vidas. No pueden nombrarla porque fueron educadas, cuando ella aún vivía, para esconder las heridas y no quejarse, y saben de sobra que su recuerdo, en un día como éste, podría provocar un llanto por el que luego sentirían vergüenza.

La mayor, más medrosa, transformó esa fortaleza que se les exigió desde niñas en dulzura y retraimiento; la pequeña ha convertido aquel carácter inocente y confiado de su infancia en un temperamento irónico que camufla todo aquello que desea expresar, desde el amor hasta la melancolía. La ironía es una fuerza pero también una trampa de la que habrá de librarse en el futuro, porque esa enfermiza tendencia al humor, que ya constituye parte de su naturaleza, será su salvación muchas veces pero también la coartada para no afrontar las verdaderas consecuencias de sus actos, como las tan previsibles de esta misma boda que está a punto de producirse.

No, no pueden abrazarse, habrán de pasar diez años en los que la vida provocará inesperados derrumbes y necesarias reconstrucciones, habrán de desconocerse un tiempo para volver a encontrarse, pero, ahora, no son capaces de recuperar esos años en los que compartieron cama, cuarto y lecturas. En ese acto nimio de pintarle los ojos, la mayor está resumiendo todas aquellas noches en que abrazaba a su hermana pequeña con ese amor de las niñas primogénitas, obligadas a ser adultas antes de tiempo, y tantas noches en las que le contó cuentos, películas, o estableció turnos rigurosos para rascarse la una a la otra la espalda o normas para el tiempo de lectura. Pero no hay forma de decir en voz alta lo que el pequeño gesto de colorear en azul la almendra del párpado contiene, no fueron educadas para eso sino para lo contrario, para apretar los dientes y aguantar. Esquivaron esa frialdad expresiva durante los años en que hubieron de sobrellevar a medias lo que casi siempre es tarea de las hijas, la enfermedad de una madre, pero aquella cercanía física, tan balsámica entonces, de momento se ha perdido. Una anda refugiada en su nueva familia, tiene una niña pequeña en la que vierte ahora el instinto maternal que ensayó con la hermana; la otra vive asalvajada y solitaria en la casa familiar, de la que todos, del padre a los hermanos, se fueron yendo poco a poco, por bodas o por trabajo, invirtiendo el orden natural de las cosas. Es la hija rebelde a la que, habiéndole correspondido por su carácter el papel de largarse, le ha tocado en cambio presenciar cómo todos se fueron marchando en busca de sus otras vidas dejándola como guardiana involuntaria del pasado familiar.

La chica del disfraz de novia también será una extraña en su piso de recién casada a las afueras de Madrid. Tratará de buscar un rincón que hacer propio, sin ningún éxito. De aquella casa, en la que el marido al que nunca llamará marido le discute la necesidad de tener su «habitación propia», sólo le quedará el recuerdo vívido, sensual y gozoso de su embarazo, de la tozudez con la que lo defendió, de la curiosidad con la que observó el desorbitado crecimiento del abdomen hasta el punto de perder la visión de sus pies y los movimientos acuáticos de ese ser apegado a su carne en el que ya creía apreciar las dos tonalidades más llamativas de su futuro carácter: la dulzura y la tozudez.

La sensualidad íntima de su estado y la aspereza del exterior. Ése sería el resumen de aquella época. Lo esperanzador y lo amargo de esos días en los que jamás disfrutó de la serenidad del término medio.

La hermana mayor se aleja un poco, observa el resultado de sus pinceladas y luego intenta dominar ese pelo rebelde, rojizo, encrespado, recién cortado a la manera de una actriz que la hermana pequeña vio en las revistas de la peluquería, una artista americana que se casaba con un traje de aire decadente y un peinado pop, como ironizando sobre el mismo hecho de contraer matrimonio.

Los ojos han quedado, finalmente, muy marcados con esas dos líneas negras tan propias de la época, 1982. Es la imagen de un hippismo sin convicción, residual ya, como a punto de pasar a otra etapa estética, que la sitúa a medio camino entre la chica de barrio de vaqueros y blusones bajo los que se transparenta un pecho sin sujetador y esa otra joven de melena roja y falda corta. Una joven en busca de un estilo de vida, de vestir y, como consecuencia indivisible de esa búsqueda estética, de pensar.

Veo ahora la foto del banquete que no fue tal, la sonrisa de esa chica que era yo, a la que rodean sus tías, mujeres grandes, de cuerpos rotundos, uniformadas con sus chaquetones y sus blusas de lazada al cuello compradas para las bodas, envolviéndola en una nube de perfumes tremendos que ahora parece que siento emanar de la misma imagen; veo al padre, que sale de refilón, con un vaso de whisky en la mano, atractivo en sus cincuenta y pocos, esquivo, como no queriendo adoptar el papel de padre de la novia, avergonzado por todo aquello que le exija una implicación sentimental; veo, sin dejar que me confunda la velada trampa del recuerdo, aquella sonrisa de mis veinte años en una mañana heladora de enero, aquel gesto que parecería de franca felicidad si no fuera porque yo sé lo que aquella chica rumia sin atreverse a confesárselo a sí misma. Sé que está tan abrumada por los momentos de protagonismo en esa boda desastrosa como por el futuro que le espera. Tras esa sonrisa no está la expectación angustiada de una mujer virgen, como pudiera ocurrir en las fotos del banquete de la madre; lo que ronda en su cabeza es la conciencia plena de que la búsqueda de otros amores, que no cesó durante los tres años de noviazgo y que la mantuvo viva, expectante y precozmente infiel, ha terminado.

Lo que puedo ver ahora, tantos años después y tan lejos de mi ciudad y de mí, lo que puedo confesarme a mí misma, sin miedo a traicionarme o a ofenderme innecesariamente por forzar el dañino mecanismo de la sinceridad, es que lo más sobresaliente en esa imagen es la expresión desasistida de una muchacha huérfana, que aquí o allá, en ella o en otras, entonces o ahora, fue y será la misma.

Un año después yo aún no había aprendido a decir «mi marido», y creo que nunca lo nombré de esa manera; tampoco él dijo nunca «mi mujer». El entorno en el que vivíamos, tan reacio a las formalidades, se alió con la sospecha de que no estaríamos casados durante mucho tiempo. Mi marido, al que nunca llamé mi marido, me preguntó aquella noche, tras el encuentro con el dibujante en el barrio de Malasaña, si me gustaría volver a verlo; lo hizo de manera vaga, como preguntan las personas que no son celosas o que no quieren parecerlo, y yo le di algunos detalles precisos, como se hace cuando no se quiere provocar desconfianza; por otra parte, no había ya ningún motivo para el recelo. Yo estaba en ese momento en que una mujer embarazada no desea más que provocar el deseo del padre de su hijo futuro. Como tantas veces ocurre, fue cuando él, por despecho, vengándose por mi empeño en traer un hijo al mundo, furioso porque esa dialéctica implacable con la que me derrotaba en tantas otras cosas no me hubiera vencido en esta ocasión, dejó de quererme. Fue así, abruptamente. No me abandonó, no mostró nunca el desamor delante de la familia ni de los amigos, pero dejó de quererme en el aspecto más hiriente, en el que más humilla a una mujer en ese tiempo en que su cuerpo deja de parecerse al de la mujer del que un hombre se enamoró. A su manera él quiso decir la última palabra.

Aquella noche, una vez que me despedí del dibujante, mi marido, al que jamás llamé marido, me pasó la mano por el hombro, me abrazó, notó que algo me había sacudido, la otra vida posible a la que renunciamos siempre que tomamos un camino. Puede que se acordara de cuando me quería tanto, de una de aquellas veces en que me pidió, con una desesperación insensata que, por favor, no le dejara nunca. Nunca. Nunca y siempre. Ésas son las palabras que los amantes pronuncian de manera ilusa sin querer admitir que son las únicas dos que carecen de sentido. Sí, se acordó de cuando me quería. Fue uno de esos momentos raros en los que se siente, fugaz pero intensamente, el amor del pasado. Me besó el pelo. Sintió, seguro, un olor antiguo, el de aquella otra a la que hacía cinco años dijo a su manera nada complaciente de expresar la pasión: «Ninguna mujer guapa podría gustarme tanto.»

Fuimos paseando ya un poco rezagados del grupo de amigos, algo tristes, anticipando una separación que los dos presentíamos, que vendría después del niño. Lo sabíamos, como a veces se sabe todo.

«¿Se mueve?», preguntó. «Sí, ahora se está moviendo, tócalo.» Le llevé la mano debajo de mi abrigo para que pudiera sentir al pequeño ser ya exigente en su naturaleza primitiva y acuática. «Esta noche he soñado con él», le dije, «tenía los ojos grandes y caídos, como los míos, y tu pelo rizado, me miraba como si quisiera pedirme algo que aún no supiera nombrar, y yo le decía, “No quiero cometer errores contigo, a partir de ahora voy a ser otra persona”, y él me ponía la mano en la cara, como si quisiera cuidarme o protegerme».

Esa noche nos fuimos a casa antes de lo que acostumbrábamos. Él me preparó un vaso de leche porque me estaba subiendo la fiebre. Se metió conmigo en la cama para aliviarme el frío que siempre hacía en aquella casa odiosa de radiadores eléctricos en la que cada mes estudiábamos la factura de la calefacción para acabar constatando que era yo quien la encendía en cuanto él salía por la puerta. Yo odiaba la periferia, la periferia de la periferia de barrios recién construidos, la sensación de lejanía, ese frío continuo que me hacía ir de una habitación a otra sin encontrar consuelo. Él me abrazó aquella noche, me arropó. Los restos de la pasión siempre se manifiestan de manera poderosa. Él estuvo a la altura de lo que me había querido. Ojalá el último recuerdo hubiera sido ése.

Pero aun así, sería injusto no admitir que hubo algún momento por el que todo mereció la pena, ese momento que al cabo de los años se busca para justificar todo el dolor que tuvo que soportarse, toda la traición y las palabras pronunciadas para herir al otro con la misma saña que un arañazo en la cara.

Estuvieron las noches de verano de los primeros años, cuando él me esperaba sentado en un banco, grave siempre, nunca juvenil, recién duchado después de trabajar en su taller de restauración, aunque a mí me gustaba percibir, por debajo del perfume del jabón, el olor de los materiales, de las pinturas, la cola y la madera noble. Me esperaba concentrado en alguna lectura, como si en realidad no estuviera esperando mi llegada, como si lo que leía, casi siempre una publicación política, fuera más importante que yo. A mí aquella actitud de ensimismamiento me producía una cierta excitación sexual, la que provoca la persona a la que no posees del todo, la del hombre que está perdido en sus asuntos. Ése es el momento a recordar. Cuando le observaba mientras iba acercándome y le veía tan ajeno a mí, en la misma postura en la que hace dos meses había estado esperando a otra novia. Caminaba sigilosamente para poder observarle sin que él me viera y para sorprenderle. Esperaba disfrutar de sus caricias en mi pecho durísimo, tan duro que dolía como duele el pecho de las adolescentes, debajo de aquellas camisetas de dibujos étnicos. Las camisetas de algodón gastado de aquellos veranos sobre el pecho sin sujetador. Sentía en ese roce de la tela la promesa de algo, la anticipación de una voluptuosidad que siempre me parecía que estaba a punto de producirse.

Llegaba hasta él, le tapaba los ojos, él me tomaba las manos, se volvía, me miraba y decía, «Vaya, vaya, sólo has llegado quince minutos tarde, te vas superando», o decía, «Se te transparenta todo». Y aunque yo sabía que debía interpretarlo como una demostración muy torpe del deseo, porque era exactamente eso, la única manera que él tenía de hacerme entender que me había mirado las tetas, su distanciamiento de las emociones se me convertía en antipatía, su pudor se transformaba en sarcasmo. Mis ensoñaciones sexuales eran tan sublimes que fácilmente se venían abajo.

La promesa de plenitud sexual que parecía ser tan clara en esos cien metros en que lo observaba sin que él me viera, se derrumbaba con aquellas frases; todo se volvía entonces real, se empobrecía. Mirábamos el periódico, hablábamos de política, paseábamos por los bares con la esperanza, que cada uno por su cuenta albergaba secretamente, de encontrar algún amigo que me sacara de mi contagioso humor mohíno, y así pudiéramos remontar ese estado inconcreto de insatisfacción que se fija en la cara de muchas parejas, empalideciendo el brillo de la juventud.

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